miércoles, 4 de julio de 2018

¿Qué derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...


¿Qué derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...

El Sr. Ministro de Justicia (Albornoz): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de Justicia: Señores Diputados: Me levanto a cumplir un rito parlamentario, haciendo en este debate el discurso resumen de totalidad. En mi oración, que no quisiera que fuese demasiado larga, habré de recoger, en lo que alcance mi memoria, todas las observaciones que se han formulado al proyecto desde los distintos lados de la Cámara, y no le extrañará al Sr. Botella, a mi amigo el Sr. Botella, que yo haya de dirigir principalmente mi exposición y mis razonamientos esta tarde hacia los sectores de la derecha y de la extrema derecha, que es de donde proceden las impugnaciones más vivas al proyecto. Ello no será obstáculo para que, en momento oportuno, recoja también sus observaciones, aparte de que algunos de los problemas planteados por el Sr. Botella, donde tendrán más adecuado desarrollo será en la discusión del articulado, principalmente en la discusión de los artículos 12 al 20 y después en los artículos en que se regula, conforme al precepto constitucional, la vida que han de tener las Ordenes monásticas.

Al comenzar esta discusión vino una tarde a la Cámara el Sr. Gil Robles y, en uso de un derecho indiscutible como Diputado, se limitó a realizar un acto político. Tomó el proyecto, no lo examinó, apenas hizo referencia a él, y dijo: «Eso no hay que discutirlo, eso hay que rechazarlo; no hay que discutirlo y hay que rechazarlo por que es un atropello, porque es un atentado.» Yo me propongo demostrar ante la Cámara y ante el país que ni el Sr. Gil Robles ni los que opinan como él tienen razón.

Ante todo quiero dejar sentado algo que es a la vez un hecho y una observación, y es que este proyecto de ley de Confesiones y Congregaciones religiosas no viene a las Cortes, Sres. Diputados, después de una serie enconada de luchas como las que han producido en otros países la ruptura de relaciones entre el Estado y la Iglesia. No estamos, pues, por ejemplo, en el caso de Francia, al que se refería en su discurso, que celebró la Cámara, el Sr. Pildain, cuya ausencia lamento en estos instantes. (Varios Sres. Diputados: Está aquí.) Pues celebro mucho que se halle presente S.S., porque a S.S. he de dedicar una parte de mi disertación.

Decía que éste no es el caso de Francia. Allí, una serie de difíciles crisis y de peligros graves atravesados por la República habían agrupado y enardecido a las falanges izquierdistas en torno a lo que fue un día la bandera tremolada por Gambetta, cuyo lema «Le clericalisme; voilà l´ennemis», era un grito de guerra. Nosotros no agitamos ninguna bandera ni lanzamos ningún grito de guerra. Nosotros venimos lisa y llanamente a cumplir la Constitución. Sería, por tanto. Sres. Diputados de la extrema derecha, Sres. Diputados católicos, desfigurar nuestro propósito, desfigurar la obra que hemos presentado al examen de las Cortes, atribuirnos, -por honroso que ello pudiera ser para nuestra significación izquierdista- una política anticlerical. Y sería no sólo error considerable, sino injusticia de mucho bulto, suponernos inspirados por móviles sectarios, a que en ningún modo podemos obedecer porque repugna a nuestro carácter. Todo nuestro anticlericalismo y todo nuestro sectarismo en esta ocasión y con relación a este proyecto, se reducen al cumplimiento del artículo 26 de la Constitución, precepto que exige, de un lado, que la ley de Confesiones religiosas sea votada por estas mismas Cortes, y que obliga a la vez a votar una ley especial sobre las Congregaciones religiosas.

Si lo primero es imperativo, Sr. Abadal, lo segundo es no sólo conveniente, sino necesario, porque ha transcurrido más de un año desde que se promulgó la Constitución y porque no precede dejar transcurrir más tiempo sin llevar a la práctica uno de los artículos básicos de nuestro Código fundamental.

¿Qué se ha debido discutir primero que éste el proyecto de ley del Tribunal de Garantía Constitucionales? El proyecto de ley del Tribunal de Garantías Constitucionales sobre la mesa está; bien pronto será sometido el examen de la Cámara. Por lo demás, si había de discutirse este proyecto antes, o antes aquél, compete eso determinarlo al Gobierno, que es quien, habida cuenta de todas las circunstancias, dirige la política, y el Gobierno entendió que no era posible demorar ya más tiempo la presentación de este proyecto y su discusión. Por eso viene aquí, y por eso viene sin otro propósito que el cumplimiento del art. 26 de la Constitución. El Gobierno -lealmente, podrá equivocarse- no quiere hacer otra cosa que cumplir el art. 26 de la Constitución; ni más allá, ni más acá; ni más, ni menos; ni atenuaciones, ni agravaciones; el cumplimiento fiel, con error posible, -claro está, esto es inevitable-, pero con el más leal de los propósitos. En este sentido he de decir yo las palabras que son necesarias para hacer el discurso resumen de totalidad, respondiendo en todo momento a este propósito del Gobierno, que no es otro, repito, que el de cumplir el art. 26 de la Constitución.

Informa todo el proyecto, Sres. Diputados, un principio que es alma de la Constitución: la soberanía del Estado. Esta doctrina de la soberanía del Estado podrá no ser grata a los Sres. Diputados de la extrema derecha, a los Diputados católicos; pero es, sin embargo, una doctrina bien conocida de ellos en materia de política eclesiástica, porque, en materia de política eclesiástica, los derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen regalías de la Corona.

Por la regalía del patronato, no podía subir el prelado a su Silla sin licencia del Rey; por la regalía de intervención, eran impuestas a los eclesiásticos rebeldes las mismas sanciones que, a veces, con escándalo vuestro, con vano escándalo vuestro, ha tenido que imponer la República. Lasa bulas, los breves, los rescriptos pontificios, tropezaban, cuando eran atentatorios a la dignidad o a la independencia del Estado, con la negativa del pase regio, y la regalía de guardiana demuestra hasta qué punto, como veremos luego, el Estado del antiguo régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un patrimonio nacional.

Y he aquí -siento no ver ahora enfrente de estos escaños al señor Valdecasas- cómo nuestros ascendientes en la materia no son los jacobinos de los anticlericales franceses; nuestros antecesores en la materia fueron los grandes juristas y teólogos españoles. Tengo gran satisfacción en decir a la opinión católica de nuestro país que nuestros precursores en la materia, Sres. Diputados católicos, fueron los grandes juristas y los grandes teólogos españoles Palacios Rubio, el Consejero de la Reina Católica; Vázquez Menchaca; Gregorio López, el insigne glosador de las Partidas; el gran Melchor Cano; Alonso Cepeda, el comentarista del primer Ordenamiento de Alcalá; el Consejero de Indias, Solórzano Pereira; Ramos del manzano, Presidente del Consejo de Castilla; Fray Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona; el gran D. Melchor de Macanaz. Del mismo modo, Sres. Diputados católicos, cuando proclamamos en la Constitución de la República la libertad religiosa, lo que hacemos es afirmar una de las más castizas tradiciones españolas, porque ya en el Fuero Viejo de Castilla se autoriza a los judíos a jurar en la sinagoga, o, lo que es igual, ante sus jueces y por sus creencias, y en el Fuero Real se respeta la fiesta del Sábado, y en el primer Ordenamiento de Alcalá, y en una famosa pragmática de Don Juan II, se dan lecciones de tolerancia y de transigencia, lo bastante ejemplares para confundir al antisemitismo moderno; lo cual quiere decir -permitidme que insistentemente me dirija a vosotros, Sres. Diputados de la extrema derecha, con todos los respetos- que nosotros, sin llamarnos tradicionalistas, descubrimos y alumbramos la verdadera tradición de nuestro país, oscurecida durante los siglos últimos por el despotismo extranjero, para incorporarla a las corrientes modernas de la democracia y a una obra -la nuestra, la de todos, la de estas Cortes Constituyentes de la República- que no por ser revolucionaria deja de tener aquel indispensable sentido de continuidad histórica, que es el único con el cual se pueden hacer las grandes obras nacionales. (Muy bien. Muy bien.)

Los artículos fundamentales del proyecto son los que van del 11 al 20, en el primero de los cuales se declara que los bienes eclesiásticos son propiedad pública nacional. Sin razonamientos, sin reflexión, precipitadamente, los impugnadores del proyecto, del lado de la extrema derecha de la Cámara, han tomado en bloque estos artículos y han dicho: «Aquí hay una confiscación de bienes de la Iglesia»; y una vez más, con escasa prudencia, permitidme que lo diga así, han lanzado al hemiciclo, sin parase en las consecuencias, la palabra «despojo» ¡Mucho cuidado, Sres. Diputados de la extrema derecha! En primer lugar, no se trata de los bienes de la Iglesia, no se trata de los bienes de la propiedad pirvada de la Iglesia, se trata de los bienes del culto o para el culto, cosa enteramente distinta, concepto jurídico en un todo diferente. En segundo lugar, y a consecuencia de esto, no hay  tal despojo, como voy a tener el honor de demostrar ante la Cámara y ante el país, ante el país católico, al cual no se le pueden decir ciertas cosas, señores Diputados.

El proyecto de ley hubiera podido ladear esta cuestión, que, sin duda, era espinosa, hubiera podido no referirse de una manera directa y concreta al problema de los bienes eclesiásticos: ¿hubiera sido prudente, hubiera sido hábil, hubiera sido político? No lo sé; no hubiera sido honrado, y ello bastaba para que semejante criterio y procedimiento tal no fueran vistos con agrado y con simpatía por el Gobierno. Había que afrontar el problema de los bienes eclesiásticos al consagrar, mediante este proyecto de ley, la separación del Estado y de la Iglesia en España, y al afrontar este problema, Sres. Diputados, el Gobierno entendió que no había otra solución posible sino la que se le da en el proyecto de ley la de declararlos bienes de propiedad pública nacional. Fundamentos de esta proposición, de esta solución: una doctrina que no ha inventado el Gobierno. El culto católico era en España, desde los tiempos de Recaredo, un culto oficial; el culto oficial es un servicio públco, los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos; deploro otra vez, nuevamente, que no se encuentre en este momento en su escaño el Sr. Valdecasas, que impugnó especialmetne esta parte del proyecto de ley. Que los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos no lo discute nadie seriamente en Europa desde la época, ya remota, en que el escritor Proudhon publicó su célebre tratado «De dominio público»; y no hay un solo tratadista de alguna autoridad y de todas las ideas como Duguit, Hauriou, hombres de derecha, que no sostengan que los bienes afectos a un servicio público son bienes de derecho público, y todos estos autores, y otros, que no pecan ciertamente de una significación radical, como Barthèlemy, coinciden en que los bienes afectos al servicio público, es decir, los bienes religiosos, son bienes públicos, y no sólo es la teoría dominante en el Derecho administrativo moderno, sino también la teoría dominante en el Derecho civil, y ya los primeros comentaristas del Código napoleónico sostenían que las iglesias, así como los cementerios, eran bienes públicos, en cierto modo bienes nacionales. Pero no es esto sólo, es que ha sido la doctrina legal española constantemente, sin interrupción hasta estos últimos años del siglo XX, que los bienes eclesiásticos, mejor dicho, los bienes del culto y para el culto, Sres. Diputados católicos y Sres. Diputados sacerdotes, no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la Iglesia; ¡nunca!

Ved lo que dice la ley III, del libro I, del Título V del Fuero Real: «No pueda Obispo, ni Abad, ni otro Prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia». ¿No está esto claro? Pues oíd lo que dice la ley I, título XIV de la Partida I: «E las cosas de la Iglesia non se pueden enagenar si non por alguna destas razones señaladamente». Enumera las razones; por ejemplo, el hambre de los pobres, para redimir a los cautivos, etcétera. ¿No es esto suficientemente explícito? Pues aquí tenéis la ley XV, del título V de la Parida V: «Ome libre que la cosa sagrada o religiosa o santa o lugar público, assí como las plaças e las carreras, e los exidos, e los ríos, e las fuentes que son del Rey o del común de algún Concejo non se puede vender ni enajenar». (El Sr. Molina: En eso estamos conforme, Sr. Ministro.) Pues si estamos conformes, espero que también lo estará S.S. con la conclusión a que me prometo llegar. (El Sr. Molina:Me parece que no va a ser lógica; ahí se refiere a las personas, no a la Iglesia.) Aquí se refiere a que todos estos bienes de que estoy hablando, no están en el patrimonio privado de la Iglesia. (El Sr. Molina: Habla de los clérigos; «privados» de los clérigos, no de la Iglesia.) Si estuviesen en el patrimonio privado de la Iglesia, ésta podría disponer de ellos, y no podía, como veremos después (El Sr. Molina: No podían los clérigos; pero la Iglesia, sí.) La Iglesia tampoco. Si pudiesen los clérigos, podría la Iglesia.

Esta doctrina es, asimismo, la de la Novísima Recopilación, que estaba vigente cuando se hizo el Concordato de 1851 y el Convenio-ley de 1859-1860. En la Novísima Recopilación hay leyes como las siguientes: Libro I, título II, ley IV; es una ley de carácter particular, en la que se dice que se necesita real licencia para hacer obras en las iglesias del reino de Granada. Otras tienen un sentido general. Leyes I a VII, libro I, título V: «Los bienes de culto son inalienables y su desafectación está sometida a la superintendencia del Rey.» Ley VI, título V, libro I: es una ley que confirma la posibilidad que el Rey tiene de usar la plata y los bienes de la iglesia para fines nacionales.

Y que este sentido, Sres. Diputados católicos, es absolutamente el de toda la legislación española hasta el momento actual, lo confirma una Real orden que no he de leer aquí, pero que pueden ver SS.SS., del año 1834, referente a la licencia necesaria del Rey, superintendente de todos los bienes eclesiásticos, de todos los bienes para el culto, para hacer obras, aun cuando sean de mejoras, en los templos; otra Real orden, me parece, del año 1849; otra Real orden del año 1869; viene luego la Constitución, en la que el carácter del culto católico oficial se afirma de modo que no ofrece la menor duda y siguen afirmando este sentido, que arranca ya de la primitiva legislación castellana, las disposiciones del Poder público posteriores a la Constitución del 76; por ejemplo, una Real orden de 1887 sobre capellanías laicales, el artículo 36 de la ley de Presupuestos del año 1890, el Real decreto del año 1918 sobre la reparación de templos e incluso una disposición de la dictadura -de esa dictadura que a muchos de vosotros os fue tan cara- del año 1930, que empezaba de esta manera: «Podríamos comenzar afirmando la soberanía, la potestad del Estado sobre estas clases de bienes». Luego, de una manera específica, esa disposición se refiere a los bienes que constituyen, podríamos decirlo así, el patrimonio artístico nacional, el tesoro nacional. En todas estas disposiciones, que acabo de enumerar, se afirma la misma doctrina que se sostiene en esas otras leyes viejas y en alguna más reciente de Castilla, a que también he aludido. Los bienes del culto para el culto no son patrimono privado de la Iglesia; los bienes del culto para el culto están en poder de la Iglesia meramente en la afectación a ese mismo servicio, la Iglesia no puede disponer de ellos; no puede disponer de ellos nadie que no sea el Estado; es decir, en aquella época el Rey, hoy el Estado moderno con todo lo que representa y con todo lo que significa. Por consiguiente, Sres. Diputados católicos (y nuevamente os ruego que me dispenséis esta insistencia respetuosa con que a vosotros me dirijo, deseoso de demostrar mi tesis, no tanto en el recinto de esta Cámara, como ante el país, y, muy señaladamente, ante la opinión católica del mismo), no tenéis derecho a decir a la opinión nacional que profesa vuestras ideas que hemos arrebatado a la Iglesia sus bienes, que hemos realizado un despojo, que hemos verificado una confiscación y, mucho menos, que hemos consumado un latrocinio, no; el Estado moderno, el Estado laico, el Estado republicano no hace otra cosa que reivindicar los derechos, las prerrogativas, las potestades que ha tenido siempre el  Estado en España; no iba a hacer en defensa del patrimonio nacional la República menos de los que hizo la monarquía; por consiguiente, esta primera objeción que vosotros hacéis al proyecto de que es una confiscación, de que es un despojo, no se puede mantener: el Estado declara la propiedad nacional de esos bienes con un derecho indiscutible, con un derecho absolutamente indiscutible, y yo tengo que afirmarlo así ante la Cámara y ante toda la opinión de nuestro país. (El Sr. Molina: ¿Me permite el Sr. Ministro de Justicia una interrupción?) Todas cuantas S.S. quiera. (El Sr. Molina: Si el Estado tiende a recobrar ese privilegio o esa autoridad sobre los bienes porque están afectos al culto público, ¿por qué no se cuida también de atender a las personas consagradas a éste? Rumores.)

No pretenderá S.S., Sr. Molina, que aun cuando no sea más que a los efectos de esta discusión, sean comparadas las personas eclesiásticas con los bienes inmuebles. (Risas.- El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)

Yo tendré mucho gusto en discutir con S.S. esta materia, como ya lo hice cuando se discutió el presupuesto último, y como volveremos a hacerlo cuando se discuta un proyecto de ley que está sobre la mesa, regulando la total extinción del presupuesto eclesiástico dentro del plazo que señala la Constitución del Estado.

Y si no hay un despojo, si no hay una confiscación, porque los bienes del culto para el culto no han sido nunca de la propiedad privada de la Iglesia, ¿hay un abuso por parte del Estado cuando al regular lo relativo a los bienes económicos de la Iglesia, en aquella parte que el Estado reconoce de la propiedad privada de la misma, establece una limitación? Tampoco, Sres. Diputados católicos. En España, el Estado no renunció nunca a esa limitación del patrimonio de la Iglesia y de los monasterios; no renunció nunca.

El Sr. Valera leía ante vosotros unas páginas de Jovellanos -de las que yo no voy a hacer nuevamente uso-, en las que se citan, una por una, absolutamente todas las disposiciones de la tradicional legislación española, limitando la adquisición por la Iglesia y por las manos muertas de bienes raíces. A esa recopilación que se comprende en las notas de Jovellanos, leídas por el Sr. Valera, se podría añadir el texto de una ley de la Novísima Recopilación, que tengo aquí y que no he de leer porque no quiero en modo alguno causar la atención de la Cámara. Se ha limitado siempre el derecho de adquirir de la Iglesia; tradicionalmente, en nuestro país, se ha limitado por motivos económicos, por motivos jurídicos y por motivos políticos. Se ha limitado por motivos jurídicos, por la índole de lo que se ha venido llamando manos muertas, con todo lo que ello significa en relación al orden contractual y con relación al movimiento de los bienes en el país. Se ha limitado en el orden económico, porque hubo un momento, Sres. Diputados, en que se encontraba en poder de la Iglesia católica en España, un sexto de la propiedad territorial de nuestro país; momento aquel en que representando todas las rentas fiscales del Imperio español, comprendida América, 18 millones de escudos, cerca de dos millones constituían la renta de 52 potestades eclesiásticas, y en que sólo una de ellas, el arzobispo de Toledo, tenía una renta superior a 300.000 ducados; momento, señores y señor Gómez Roji, que no era precisamente el de mayor abundancia, bienandanza y bienestar del pueblo.

El Sr. Gómez Roji esta tarde hizo lo mismo que otro de los oradores anteriores, el Sr. Molina, el cual pretendió establecer aquí unos paralelos entre el laicismo y la miseria popular. ¡Apurados andarían SS.SS. si quisieran establecer paralelos semejantes!

Acabo de referirme a una época en que la Iglesia tenía en España una opulencia fabulosa; en esa época, sólo en una diócesis, en la de Calahorra, por ejemplo, había más de 18.000 clérigos. En esa época estaba España llena de conventos, y en esa época, en que no había nada que de cerca ni de lejos pudiera parecerse a laicismo, Sr. Molina, era precisamente cuando las gentes morían de inanición, lo mismo que en una época análoga del reinado de Fernando VII, bajo los apostólicos era la de Jaime el Barbudo y de José María, «el Tempranillo». (Muy bien.)

Antes de pasar adelante recogeré, sin perjuicio de remitirme a la discusión del articulado, y para que de ninguna manera sea ello achacado a descortesía, una de las observaciones que mi amigo el Sr. Botella hacía al proyecto de ley, diciendo que al dejar los bienes que el Estado declaraba de propiedad pública nacional, afectos al servicio del culto católico, se vulneraba el artículo constitucional, en el sentido de representar esto algo así como una ayuda o un subsidio económico otorgado a la Iglesia. Creo yo, Sr. Botella, que no, porque el sentido en que la Constitución habla de ayuda económica es otro, ya que el hecho de quedar los bienes para el culto adscritos al mismo, en poder de la Iglesia, implica un gasto y un esfuerzo de conservación y de administración que no puede menos de representar una carga que recaería sobre el Estado, si los tomara para sí éste; carga que no sería fácil de conllevar, y porque, además, se trata de bienes desvalorizados.

Estos bienes que el Estado declara de propiedad pública nacional, quedan afectos al servicio del culto católico; es decir, quedan fuera del comercio; estos bienes siguen siendo inalienables, siguen siendo imprescriptibles, son bienes desvalorizados; no son susceptibles de un beneficio económico, no pueden , por ejemplo, ser objeto de alquiler; son bienes que no están en el comercio, y como no pueden ser vendidos, ni hipotecados, ni permutados, no pueden ser alquilados. Un alquiler de esos bienes, Sr. Botella, dicho sea con todos los respetos que merece la competencia de S.S. en la materia, sería algo nuevo, un contrato de una forma jurídica rarísima; no sé qué podría ser eso. Y esta situación nace de que quedan adscritos al culto católico y continúan siendo inalienables e imprescriptibles.

Me inclino, además, a creer que esto no puede significar, no significa privilegio o ayuda en el sentido económico a la Iglesia, el hecho de que en este sentido no ha llegado hasta el Gobierno reclamación alguna, las demás Iglesias existentes en España no han protestado contra esta disposición del proyecto, no se han considerado agraviadas, no se han considerado lesionadas; lo cual quiere decir que ellas no han visto que se las coloque en situación distinta, ni que el mero hecho de quedar los bienes para el culto católico afectos la mismo en este proyecto de ley, implique un auxilio o represente un privilegio concedido a la Iglesia católica.

Pero, además, hay una cosa que a mí me importa declarar, sobre todo cuando, como he dicho otra tarde, tanto el Gobierno como yo hemos querido hacer una ley nacional; esos bienes no los hizo el Estado laico, no los hizo el Estado republicano, no los hizo el Estado revolucionario; esos bienes los hizo la piedad católica, esos bienes los hicieron las creencias del país, los hizo la historia, y yo creería que violábamos algo tan augusto como un mandato histórico, si nosotros, a la vez que para salvaguardarlos los declaramos bienes de propiedad pública, pusiéramos manos sobre ellos para considerarlos como patrimonio privado del Estado, en vez de considerarlos como bienes de servicio público nacional. (Muy bien.)

Y ahora voy a pasar a uno de los puntos más delicados del proyecto, que tiene mayor emoción y que espero que podré desenvolver con toda libertad, porque habré de hacerlo sin herir los sentimientos de nadie. Digo esto porque me doy perfecta cuenta de cuál es la situación de elementos que, sea cualquiera la fuerza que tengan en el país, aquí están en minoría; están en minoría con la representación de unos intereses nacionales o públicos, como se les quiera llamar, que no se les puede desconocer. Con este respeto, que es obligado en mí, me propongo, Sres. Diputados, ahora aludir al problema de la enseñanza en el presente proyecto de Confesiones y Congregaciones religiosas, y veré sin tengo la fortuna de contestar con claridad, ya que no con suficiente fuerza de razonamiento para convencerle, porque ésto lo dudo, por lo menos con claridad, a mi querido amigo el Sr. Carrasco Formiguera.

La libertad de enseñanza. Uno de los argumentos que principalmente se esgrimen aquí y fuera de aquí contra este proyecto de ley, es el de que va contra la libertad de neseñanza, de la cual se dice, y creo haberlo oído aquí en este debate, aquí en este mismo sitio, que es un derecho inseparable de la personalidad humana; uno, por lo visto, de aquellos derechos individuales inalienables e imprescriptibles, uno de los derechos característicos de la soberanía, según la escuela de Rousseau. ¿No? Algo semejante. La libertad de enseñanza, advierto el interés con que me sigue en esta parte de mi discurso mi querido y siempre respetado maestro Unamuno, la libertad de enseñanza ha seducido siempre a todos los espíritus generosos, que es lo mismo que decir a todos los espíritus liberales; por eso han defendido la libertad de neseñanza republicanos franceses de un republicanismo tan indiscutible, como, por ejemplo, el viejo Laboulaye, Julio Simón, Favre y Julio Ferry, del cual tendremos que hablar dentro de un instante. Por eso defienden la libertad de enseñanza en España, entre otras personas que merecen todos nuestros respetos y nuestra más alta estimación, el Sr. Unamuno y el señor Marañón, para citar sólo a estos dos hombres insignes, compañeros nuestros en la Cámara.Pero aquellos republicanos franceses se convencieron pronto de que estaban en un error defendiendo la libertad de enseñanza. ¿Por qué? Porque les convenció el ejemplo de su propio país. Los católicos franceses habían conseguido ya en el año 1839 la llamada ley Lisseau, en la cual se asignaba en la enseñanza primaria el primer lugar a la educación religiosa y se atribuía un puesto en los consejos de comuna, encargados de vigilarla, al cura párroco. Los católicos franceses habían conseguido en el año 1850 la célebre ley Favre, en virtud de la cual, prácticamente, se les entregaba la segunda enseñanza; mediante esa ley podían abrir colegios sin más requisito que una declaración; y mientras el profesor del Estado necesitaba ser un titular, al profesor de ese colegio privado de segunda enseñanza le era bastante el ser declarado apto por una comisión de siete miembros, de los cuales sólo uno era representante del Estado.

Pero no les bastaba esto, y entonces lo que quisieron fue conquistar la Universidad y emprendieron una campaña inolvidable que produjo una emoción extraordinaria en toda Europa contra la Universidad; contra la Universidad napoleónica, contra la Universidad revolucionaria, contra la Universidad moderna. Decían de los profesores de Universidad que eran los apologistas de los regicidas del 93 y que tenían la misión sacrílega de transformar a los jóvenes en bestias inmundas y en animales feroces; atribuían a las consecuencias de la enseñanza universitaria todos los delitos y todos los vicios que corroían las entrañas de la sociedad francesa, como de todas  las sociedades contemporáneas; decían que todas las escuelas de Instrucción pública de Francia, bajo la rectoría suprema de la Universidad, eran focos de pestilencia pública; y con esta campaña consiguieron, primero, abrir brecha en el Consejo de la Enseñanza superior y, más tarde, el derecho de fundar Facultades libres, en las cuales el Estado se reservaba sólo la colación de grados en el Bachillerato de Letras y Ciencias, en que los demás grados eran concedidos por un Tribunal mixto, en que esas Facultades estaban también representadas y que, además, sólo requerían un Decreto para ser autorizadas, mientras que para ser extinguidas requerían nada menos que una ley.

Así se fundaron las facultades católicas de París, Tolosa, Lila, Angers y otras, Facultades que se comprometían a no funcionar sino bajo la autoridad del Papa, que estaba representado en ellas por un canciller; y así se llegó a dar el caso de que los cursos universitarios eran abiertos en una buena parte del país francés, no bajo los auspicios del Presidente de la República, no bajo los auspicios del Jefe del Estado, sino bajo los auspicios y bajo la alta presidencia moral del Sumo Pontífice. Y fue entonces cuando se convencieron los republicanos franceses, mi insigne maestro Unamuno, de que aquella bandera de la libertad de enseñanza no había sido otra cosa que una bandera clerical, y cuando Jules Ferri, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, que había defendido con los demás la libertad de enseñanza, hizo las famosas leyes escolares «les lois escolaires», y fue cuando se hizo la escuela laica, y cuando se llegó, por fin, a la legislación de Combes; desengaño, decepción de aquellos republicanos, que, al defender la libertad de enseñanza, al patrocinar la libertad de enseñanza, al agitar la libertad de enseñanza como una bandera liberal y revolucionaria, no habían hecho otra cosa que dejar en manos de la Iglesia una bandera clerical, con la cual había llegado a punto de apoderarse de los destinos públicos de Francia.  (Muy bien.)

La Iglesia no ha necesitdo siglos y siglos de la libertad de enseñanza. La Iglesia ha tenido siglos y siglos la libertad de enseñanza y no la ha practicado. Aparte el esfuerzo que con posterioridad representan las Escuelas Pías, durante el transcurso de largos siglos la enseñanza eclesiástica no tiene más símbolo que el pobre sacristán que da algunas enseñanzas en el atrio de la iglesia. La reivindicación de la enseñanza como una función pública -aquí está la médula del problema, Sres. Diputados-, es la obra del Estado moderno y revolucionario.

En España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante, ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres. Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del reino.

Por eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública, al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal: Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal: Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal; Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la Residencia de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública ha venido siendo históricamente una obra ligeral, y es el Estado liberal, el Estado de la revolución en España, como en todo el mundo, el primero en reivindicar esta función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo; misión que para nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por qué no cita S.S. al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para caracterizar un ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?) Hasta el final, naturalmente; desde que comienza en España el Estado revolucionario, el año 12, hasta que adviene la República. Este es todo un ciclo histórico.

De manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa, no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.- El Sr. Presidente reclama orden.)

La instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales. El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el Estado laico.

El primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de enseñanza, sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela política, en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no divide, que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse una conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad de enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según Condorcet, la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de conciencia, y la libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de verdades, y la libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados en una situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las libres opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo liberal que es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.

Señor Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las Ordenes monásticas; lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): ¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.

El Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas, lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.

El Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.

El Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.

El Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de producir el Sr. Guallar.

No pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohibe la Constitución, ni por sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr. Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)

La cosa está, pues, clara, digo, lo msimo en lo referente a los bienes que en lo referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada, con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia; pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen republicano.

Y en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la misma. Libertad de neseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó ciencia, ni historia, ni lteratura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó una academia. (Aplausos en la mayoría.)

Y unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este discurso-, sobre las Ordenes religiosas.

El Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la suficiente delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden representar las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El Ministro que en estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de espiritualidad una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita espiritualidad la de un San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por la curia romana! ¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la santa española! ¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra reformadora por la misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones que han vivido largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las Ordenes religiosas han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes religiosas, que han tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo período de decadencia.

Montalenberg, que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro célebre «Los Monjes de Occidente» - «Les Moins d´Occidents-», a la vez que canta las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y más terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un párrafo de uno de los capítulos de su libro «Historia de los Heterodoxos», y dice el sabio escritor montañes: «Basta abrir el enorme volumen «De Planctu Ecclesiae», que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia.»

Nadie, señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución, sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.

Porque las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menézdez y Pelayo; porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.- El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes, que están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa. Y esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohiba que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres. Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se dirigen al Rey y le dicen: «Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para construir más monasterios.

Y este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII, este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo XIX; y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos liberales del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas llamaradas siniestras tan sólo son como un reflejo dlas del antepenúltimo verano; en el año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no se apaga nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para convertirse en una manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento nacional tenga que ser recogido incluso por los mismos Gobiernos de la Monarquía, y así se explica que un día con Canalejas se dicte la Real orden de 2 de abril de 1902 y la ley del Candado del año 1910, y el proyecto de ley de Asociaciones de 1912 y el convenio de 1904, que en el orden de las citas deliberadamente he dejado para lo último, convenio en el cual se trata de la reducción de las Ordenes religiosas y de su sometimiento a la ley de Asociciones, que lleva la firma de un Ministro conservador, nada menos que la firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes republicanas, y pregunto al país, incluso al país católico, si dados estos antecedentes, esta trayectoria, todos los signos históricos que he señalado, se puede con justicia decir que la ley que el Gobierno ha traído es una ley sectaria. Eso, señores Diputados, no se puede decir ni con visos, ni con asomos de razón. (Muy bien.)

Yo me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr. Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que, personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable, defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación. (El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí, entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una ley nacional. (Muy bien.)

Unas palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituída por la que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la sustitución de la enseñanza que prohibe esta ley. Se entendió que con esta disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por intedeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohibe a las Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque, repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al esclarecimiento del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener más sentido que el de una declaración política, y es la siguiente dar el espectáculo de poner en la calle, en un día determinado, a todos los actuales alumnos de esos establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar el cumplimiento del precepto constitucional «as kalendas graecas», dejar indeterminadamente que continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que la Constitución les prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones españolas, tampoco, absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término racional prudente, justificado por la previsión republicana y amparado por los medios técnicos de que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de prudencia ha de encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en este momento no quiero discurrir.

Y voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración, rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain, refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.

El Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los liberales, los librepensadores, que somos los que constituímos el Gobierno de la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes, puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.) Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr. Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr. Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr. Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.

Sí que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: «¿Por qué no hacéis vuestro tal artículo de la Constitución de Weimar?» ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr. Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland, que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain, entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.

El Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.

No era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento, por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión, una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento, siguiendo aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que consiste en colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer: Vamos a pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr. Ministro, que no lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se reconozcan a los católicos de la República española aquellos derechos que tienen reconocidos las minorías nacionales.

Esto es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S., honrándome una vez más con su cortesía y con su biena disposición hacia mí, me dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados internacionales todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados afectan.

En una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector católico en un país que no está constituído en su mayoría por católicos, tiene, a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado; nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.

El Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta enseñanza públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que habiendo una Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y suficientes para obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay una Academia de carácter privado, en la cual se proporciona una preparación especial para que se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado otorga. Y el punto que queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden privado, en esta enseñanza privada, la condición religiosa será o no motivo de incapacidad o de dificultad para el ejercicio de tal derecho.

Sé que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano, he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso, ¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la enseñanza?

Ayer aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia, por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba, provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué váis a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior. ¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa competencia o un título?

Esto es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las minorías nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la República; pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le diría que, con arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y que están amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un principio fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos tratados, unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían negadas a los católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría en el país. Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación categórica en este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de la Comisión, Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa, porque me ha dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con arreglo al dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos partiuclares para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se considera permitido.

El Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.

El Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad quisiera poner en mis modestas palabras.

Decía el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que, dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al pueblo,  tuviésemos que dedicar estas sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa. Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo 137, me respondía diciendo: «¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del catolicismo.» Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que ahora se encuentran los ciudadanos españoles: «Socialistas austríacos, realizad la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos que pueden darse.»

Y si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria, mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno a encariñárse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista, que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo parlamentario socialista de la República vecina y respondía: «Sí, debemos cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906, porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos, debemos exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la derogación de las leyes infames antidemocráticas.»

Por lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre, y  ha dicho que cómo en serio podrían aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de la gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los derechos de ciertas minorías.

Pues bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran internacionalista, ha titulado «los derechos internacionales del hombre», y esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar esos derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S. sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos categorías: la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.

Y aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M. Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver, la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración ministerial de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las leyes anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las extendería a Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el Vaticano, y la nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot no ha aludido a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como programa de su partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre de talento, no ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de Francia se pudiera erguir algún día esa Comisión internacional de que habla Mandelstan, a recordar a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los postulados indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados inviolables por parte de los Estados contemporáneos, con relación a esos derechos internacionales del hombre, que todo Estado debe respetar en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa que sean.

Por lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con que muchos de vosotros la defenderíais si os encontráseis en mi caso. Pues bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la libertad de neseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.

Señor Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D. Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización contemporánea, que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo Kurth dice que el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los primeros siglos no fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron de ahogar a la Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos carga a nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y tendido si hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del martirologio, las primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por la Inquisición estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de todos los Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las llenan los cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de agradecer a la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba otra Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el crimen horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los asesinaban a puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más diabólicamente dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos estos sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la pérfida de Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en sembrar cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues bien, Sr. Ministro (y pernonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera oír de labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D. Emilio Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la situación del mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra la barbarie de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres. Diputados, la libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana, proclamar ahora la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que está en el ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la corriente en contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa fraternidad y esa libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola, recién salida de las catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano, para, después de vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la libertad de cultura y de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a los hordas más enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.

Es el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno recordaréis mejor que yo: «Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio, rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la podre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte»; y va describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano, convirtiendo en otros tantos cráteres de hirivente sangre cada una de las islas de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques talados, de templos derruídos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio; «cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo sabían derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los dedos de las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas circunstancias, las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza, tuvo la cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para instruir, para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?» «Yo he de confesaros -añade el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos se aprovechen de esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin la Iglesia católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera perecido para siempre.» «La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la institución que levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los atrios de sus iglesias, las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus abadías, las primeras escuelas de artes e industrias en los talleres de sus conventos, las primeras Universidades en los claustros de sus catedrales»; aquellas Universidades cuya enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la gran figura de D. Vicente Manterola, contendiendo frente a frente con aquella otra figura insigne de D. Emilio Castelar»

Fue la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la Ciencia, las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de la Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine -que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había poblado los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de innumerables escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa mayoría de los alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo, porque la Iglesia no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba derechos de examen, sino que distribuía gratuitamente la enseñanza universitaria a todos y mantenía además gratuitamente a los hijos de los pobres, mientras las Universidades dependieron de la Iglesia -de la Iglesia, que hasta ese punto supo ejercer la maravillosa libertad de enseñanza que S.S. anhelaba esta tarde-, que los hijos de los pobres, repito, podían cursar en ellas y concluir la carrera que quisieran con tal de que tuvieran talento, hasta que vinieron los Estados liberales, esos Estados liberales cuyo panegírico trataba de hacer S.S., y lo primero que hicieron, al apoderarse de las Universidades hasta entonces creadas y regidas por la Iglesia -y no es testimonio mío, es testimonio de un catedrático de la Universidad Central, que todavía vive-, lo primero que hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta de las Universidades, una taquilla que hasta entonces no había existido nunca.

A esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a ellas se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes dinero? Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de Banco? Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un jumento. Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la libertad de enseñanza y, usando de esta ibertad de enseñanza, laborar con ella para la instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro (y no voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy mismo son gratuitamente instruídos por la Iglesia; ahí están los telegramas de millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y siendo sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque sea hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es mantener, esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de enseñanza en sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)

Decía el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de un correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría, radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía? Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica, habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.

Pues bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: «Partidario de la escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida, ¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la vida? ¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta que la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse por la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de persuasión.» Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble, que no es digno luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo noble, dice, es luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el Estado; escuela confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no por la imposición del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más pedagógica, aquella cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más moderna.

Por lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas medievales. (Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de Justicia de la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!

Y puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda infenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera vez esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista de nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las que el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo, y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos ya en otra época.

Todavía recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D. Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: «El Sr. De los Ríos rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado.» Aquella voz del Sr. Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del Derecho internacional contemporáneo.

Por lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.

El Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.

El Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por antiguo «dilettantismo», que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora, representa un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final de un periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los que la reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado ya como absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha sido estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo está precisamente en el naturamismo positivsta. Gambetta y Ferri, a los que también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la Presidencia de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco ministerial Combes, se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir: «Sí, señores, nosotros venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía que estaba oyendo aquí su eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de Justicia), porque en nuestra característica, porque en nuestro honor, está en no tener una religión nacional, el tener un laicismo naiconal, porque la religión está entrando en franco período de descomposición y va a ser sustituída, poco a poco, por la Ciencia.» Era la época aquella, Sr. Ministro, prediluviana, la época de la ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la pedagogía sin Dios. Hoy sabe S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la Ciencia siguen corrientes diametralmente opuestas.

La ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.

Y por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo texto: «... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro», escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento; estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, «el gran pedagogo social», en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.

Pues bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato. Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica, en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y fugura la asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la estudie su hijo (porque al padre es al que le correspnde juzgar y al padre es al que le corresponde dirigr la instrucción del hijo); hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria sifucientemente fiel para recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía Jaurés: «Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia, cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?» Y concluía la carta diciendo: «La Religión católica está tan entrelazada con todas las manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son monsergar muy buenes para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio; además de que el estudiar la religión...» -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr. Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: «Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido.»

Y más abajo continúa: «Querido hijo: Convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión, pero el mundo desea conocerla. En cuanto a la tan cacareada libertad de conciencia y otras cosas análogas, no es más que vana palabrería.» (Un señor Diputado: Exacto.), «que rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anticatólicos conocen, por lo menos medianamente, la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad. Y, además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres para no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues en caso contrario, la ignorancia les obliga a irreligión. La cosa es clara: la libertad exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.» Esto es lo que dice Jaurés, Sres. Diputados, y si yo no temiera el eco de un campanillazo recordándome la noción del tiempo, os demostraría en estos instantes que los que se llaman grandes intelectuales incrédulos modernos, comenzando por Hegel y acabando por Spengler e incluyendo a cualquiera de los otros representantes de la Filosofía contemporánea, en materia de religión, han sido hombres que empezaban por ignorar los conceptos más fundamentales de la misma. Si estuviera aquí D. Miguel de Unamuno podría decirnos, mejor que yo puedo hacerlo, que en su obra «El sentimiento trágico de la vida» cita la frase del famoso filósofo norteamericano Williams James, en la que habla de nuestro dogma de la Eucaristía, atribuyéndonos algo que es la contradicción de lo que nosotros profesamos y podría, como digo, hacernos... (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Permítame S.S. que le diga una cosa. Dos autores que S.S. conocerá, seguramente mejor que yo, uno alemán, Dennert, y otro francés, Eymieu, han demostrado, con estadísticas matemáticamente irrefragables y con documentos innegables, lo que en plena Academia de Ciencias de París decía el más célebre de los matemáticos que ha tenido Europa en el siglo XIX: que él era católico y que conocía y profesaba los dogmas del catolicismo, como los conocían y los profesaban la mayoría de los más insignes astrónomos, y matemáticos, y físicos, y químicos, y geólogos, y biólogos, y paleontólogos más eminentes que en los tiempos modernos han existido. (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Ya conoce S. S. la frase de Pasteur, cuando dice que por haber estudiado a fondo la religión tenía fe de bretón, y que si la hubiera estudiado más a fondo habría llegado a tener fe de bretona.

Y para terminar, Sres. Diputados, como la carta de Jaurés se presta a tantas reflexiones, yo espero algún día, contando con vuestra atención, que anticipadamente os agradezco, poder comentarla ampliamente. (Grandes aplausos.)
(Diario de Sesiones, 1.º de marzo de 1933.)


Heredera de Acción Popular se constituye la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).

Anoche se constituyó, entre vítores de entusiasmo, la Confederación Española de Derechas Autónomas. Las mujeres y los jóvenes, puestos en pie sobre las sillas, como si éstas fueran un peldaño que llevara a los altos ideales comunes, certificaron la unidad de pensar, de querer y de obrar de las 750.000 personas representadas directamente en ese acto solemne.

Cerraron la asamblea dos intervenciones: la de un obrero valenciano, vestido con la negra blusa de su región, el Sr. Martín, y otra del Sr. Gil Robles.

-Me dirijo a todas las derechas, a todos los ciudadanos de buena voluntad -decía el primero- para decirles que somos responsables ante España y ante Cristo de la salvación de aquélla. Hablo en nombre de los hombres de mi clase, de los obreros españoles, que en su noventa por ciento son honrados, para deciros que tenemos interés en que quienes creen en Cristo y en el Papa cumplan lo que Cristo y el Papa ordenan. Muchos de vosotros sois aristócratas y ricos, y por eso mismo tengo un gusto especial en hablaros. Si los católicos, por haber dejado de serlo, hemos sido los causantes de lo ocurrido en España, pensemos que es esta la hora de rectificar el camino, pues para hacer el bien todos los instantes son el instante supremo. Los obreros tenemos derecho a esperar mucho de esta asamblea.

Poco después, Gil Robles, en las palabras finales, decía:

-Debemos felicitarnos de los trabajos, de la misma diversidad de tendencias manifestadas, porque sólo han revelado la pugna de llevar a las conclusiones la interpretación más fiel y avanzada de la doctrina social y política cristiana. Dios ha bendecido nuestros trabajos porque los ha presidido la humildad del corazón y la pureza de los fines. Me limito, pues, a darle las gracias y a declarar solemnemente que ha quedado constituída la C.E.D.A., que ha de ser el núcleo derechista que salve a la Patria, hoy en peligro.

Se leyó y subrayó con vítores a Navarra el saludo y adhesión telegráficos remitidos por la «Liga de Mujeres Tudelanas», y una carta emocionada sobre el programa social de Acción Popular y las conclusiones a que ustedes han llegado.

Viejo ya, doy por bien empleados los golpes sufridos al defender eso mismo, y es para mí un gran consuelo ver que aquellas viejas sugestiones que presentábamos con timidez, como un requerimiento leal de la fraternidad cristiana y como una lucecilla de ideal, esos jóvenes y esas masas de Acción Popular las están convirtiendo en antorchas con las que espero han de prender incendios espirituales de redención próxima de España.

Nuestro ideal ya no muere. A él dediqué lo mejor de mi vida, y al ver asegurada su perpetuidad, no me importa ya morir.»

El señor Fernández Ladreda pidió que se hiciera constar como dos conclusiones finales del Congreso la derogación de las leyes de excepción y la petición de garantías ante la próxima lucha electoral.

Cuando la asamblea se disponía a levantarse, el señor Gil Robles propuso, y los reunidos asintieron unánimes, dirigir un telegrama de protesta en nombre de los 800.000 afiliados de la C.E.D.A., al Ayuntamiento de Bilbao, por el acuerdo de derribar el monumento al Sagrado Corazón de Jesús.

Las coincidencias que deben unir a las derechas.

Así terminó sus trabajos sobre política, municipalismo, cuestiones sociales, agrarias, política internacional y, en suma, cuantos grandes problemas generales tiene planteados una agrupación de partidos modernos, el Congreso e la C.E.D.A., que comenzó bajo el signo de la Cruz cinco días antes.

Al discutirse, por la tarde, después de terminar todas las secciones sus respectivos trabajos, el Estatuto de la C.E.D.A., se admitieron como coincidencias fundamentales de los partidos que la integran -aparte de las conclusiones aprobadas en detalle- las siguientes, debidas a la iniciativa de la Derecha Regional Valenciana:

a) Afirmación y defensa de los principios fundamentales de la civilización cristiana.

b) Necesidad de una revisión constitucional de acuerdo con dichos principios.

c) Aceptación, como táctica para toda su actuación política, de las normas dadas por el Episcopado a los católicos españoles en su declaración colectiva de diciembre de 1931.

El peso de los debates recayó ayer sobre Medina Togores, defensor de la ponencia sobre los Estatutos de la C.E.D.A. y autor de la relativa a organización interna del partido de Acción Popular.
(El Debate, de 5 de marzo de 1933.)

José Antonio Primo de Rivera habla del fascismo
A Juan Ignacio Luca de Tena:

Sabes bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor se compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado algunas horas a meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en las que parece entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas del propio ABC para intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que menos importa en el movimiento que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la táctica de fuerza (meramente adjetiva, circunstancial acaso, en algunos países innecesaria), mientras que merece más penetrante estudio el profundo pensamiento que lo informa.

El fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la unidad. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo, que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente, trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es meramente el territorio donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la injuria varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una burguesía. Sino la unidad entrañable de todos al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios.

En un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.

El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos trámites reglamentarios. Por ejemplo: para un criterio liberal, puede predicarse la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión... En esto el Estado no se mete, porque ha de admitir que a lo mejor pueden estar en lo cierto los predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado liberal no consiente es que se celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de anticipación, o que se deje de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal oficina. ¿Puede imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma. De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.
Han pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos fecundos de política creyente, en un sentido o en otro.

Cuando un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo encendido de fe en unas elecciones municipales.

Para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo. En su fe reside su fecundidad, contra la que no podrán nada las persecuciones. Bien lo saben quienes medran con la discordia. Por eso, no se atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los obreros como un movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito ocioso, convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del servicio que presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado de trabajadores, es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo llegarán a saber los obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.

En fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español. Vaya con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento, y tan opuesto, por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos, fuerte, laboriosa y unida una grande España.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA - (ABC, 22 de marzo de 1933)

 «La Tierra», diario de la CNT, ataca a la Repúbica por sus «deslealtades con la revolución»
Evocación de una efemérides gloriosa.
Cumple hoy el régimen republicano dos años de vida.
El recuerdo de su instauración inunda el espíritu de gratas e impresionantes emociones, sobre todo en quienes, como La Tierra, pusieron su esfuerzo y su fervor en la conquista de la República.
Habíanse celebrado con ejemplar civismo las elecciones municipales el 12 de abril. En todas las capitales de importancia los escrutinios asignaban gran mayoría a las fuerzas enemigas de la dinastía borbónica, cuyo derrumbe era fatal e irremediable. El entusiasmo republicano aumentaba por momentos y suplía con creces el lamentable efecto de las indecisiones y cobardías de los que luego, a la hora del triunfo, habían de encaramarse sobre el pueblo para adueñarse del Poder.
España en pie se aprestaba a convertir en eficaz y definitiva realidad el gran avance que el resultado de los elecciones municipales había significado.
Transcurrió el día siguiente en medio de un ambiente de honda fe revolucionaria. Aquella tarde, como ayer recordábamos, La Tierra pedía con virilidad y energía el cambio de poderes a favor del Gobierno provisional. Y a partir de entonces el pueblo, congregado en las calles céntricas de Madrid, se pronunciaba espléndidamente por la República.
La noche del día 13 la fuerza monárquica había ensangrentado el paseo de Recoletos. Era la última sangre que los Borbones hacían derramar, eligiendo víctimas propiciatorias en un grupo de jóvenes republicanos que, con afanes incontenibles, se preguntaban dónde estaban y qué hacían los hombres que a la tarde siguiente se constituían en Gobierno provisional.
Llegó el día 14. Un día espléndido. De sol radiante y luminoso. Durante la mañana hubo en los barrios populares de Madrid múltiples y entusiastas manifestaciones. El ocaso de la secular monarquía se dibujaba, con todo el recio perfil precursor de su desplazamiento para siempre.
Y mientras el Gobierno que presidía el fallecido almirante Aznar intentaba en vano aplicar emplastos al cuerpo cadavérico monárquico, el pueblo, sin previa consigna, pero con delirante frenesí, se congregaba ante el Ministerio de la Gobernación, vitoreando clamorosamente a la República.
A las tres de la tarde, los funcionarios de Correos y Telégros izaron en el Palacio de Comunicaciones la primera bandera tricolor que ondeó en Madrid, y con decisión no exenta de riesgo circularon a toda España la noticia de que el régimen republicano se hallaba triunfante.
Horas después, un grupo de republicanos, sin reparar en las entonces todavía posibles consecuencias, irrumpía en Gobernación, y mientras ciertos personajillos, que luego se autodeclararon «héroes», titubeaban y buscaban al conde de Romanones para efectuar una jurídica transmisión de poderes, izaban también la bandera republicana -federal por más señas- en el balcón central del Ministerio y entre ovaciones ensordecedoras.
¡Magnífico e inolvidable espectáculo aquel del 14 de abril en Madrid!
¡Espléndida expresión de la voluntad de un pueblo que depositaba toda su fe en la República!

Fue ya mucho después, cuando la República estaba proclamada y el pueblo había impuesto su decisión, cuando los políticos que a sí mismos se habían nombrado ministros se decidieron a salir de sus escondites.
Entonces ya no había riesgos. Entonces ya su labor era fácil.
Jamás se habrá dado en la historia de las revoluciones un caso más manifiesto de falta de colaboración al triunfo por parte de los que afanosamente se repartieron luego el botín que no habían conquistado.
Quienes vivimos íntimamente el episodio de la proclamación de la República sabemos bien del grado de temor y de cobardía que revelaron los que hoy, en declaraciones tan falsas como pintorescas, se atribuyen una gloria que correspondió única y exclusivamente al pueblo.

De entonces a ahora.
Dos años. ¡Y en dos años, qué descenso se ha operado en el espíritu público! Mantiene el pueblo español la fe en la República. Tiene adquirido el pleno convencimiento de que «lo otro», aquello «otro», oprobioso e indigno, no volverá a España. No puede volver. Se fue demasiado saturado de podredumbre como para que puedan tomarse ni medianamente en serio los delirios histéricos de las totalmente mermadas huestes monarquizantes.
Y, sin embargo, forzoso es reconocer que en el ánimo del pueblo no palpitan ya aquellos fervores y aquellos entusiasmos que hoy hace dos años se exteriorizaban con intensidad sin precedentes.

¿Por qué?
Sencillamente, porque República es un concepto abstracto que adquiere su concreción en el Gobierno. Y el Gobierno de la República, con sus errores, con sus torpezas y con sus deslealtades para con la revolución, ha hecho posible ese entibiamiento de afectos, ese desmayo que se percibe en la opinión, que no se siente satisfecha, ni interpretada, ni atendida, por quienes han hecho del régimen un coto cerrado para sus apetencias y ambiciones.
Porque República es revolución. Este sentido dio al régimen el pueblo hoy hace dos años. La República por sí es un término ambiguo. Define, a lo más, un régimen. Denomina un sistema político. Pero, evidentemente, la República, para que sea amada por el pueblo, precisa de un contenido de justicia social, de autoridad, de rectitud y de abnegación que hasta ahora no se ha manifestado por los que la vienen rigiendo desde que fue instaurada.
Dijo D. José Ortega y Gasset, hace muchos meses, que la República estaba triste. Y triste continúa.

De que lo esté hay un directo y único responsable: el Gobierno.
Es necesario, pues, en estos momentos de tantas y tantas evocaciones inolvidables y gloriosamente cívicas, exaltar la fe republicana. Alentar en el pueblo sus afanes revolucionarios. Reavivar aquel entusiasmo que ha decaído por culpa de crímenes como los de Arnedo, Sevilla y Casas Viejas, y de persecuciones ensañadas que tienen en las cárceles cientos y cientos de proletarios y campesinos.
La República ha de reconquistar sus prestigios mediante una política honesta, justiciera, cordial, honrada y generosa.
En otro caso, subsistirá, pero sin contar con el calor de la opinión, que ojalá no hubiese decrecido nunca.

República es revolución.
Quien así no lo entienda debe resignarse a un ostracismo voluntario o impuesto, sin perjuicio de que sea en su día implacablemente responsabilizado por sus actos.
Y en ese caso se hallan los actuales e impopulares políticos que rigen el régimen.
(La Tierra (CNT), 14 de abril de 1933.)


Elecciones municipales con derrota de candidatos gubernamentales. Fernández-Flórez, ironiza sobre la reacción de Azaña.
He oído decir -en unión de millares de españoles- al jefe del Gobienro, en actos públicos, dirigiéndose a las oposiciones parlamentarias:
-Yo no tengo por qué creer que la opinión pública está con vosotros. Pronto tendremos ocasión de comprobarlo: en las elecciones de abril. Si entonces resulta derrotado el Gobierno, ya sabemos lo que hay que hacer.
Llegan las elecciones. El Gobierno obtiene solamente un poco menos de la tercera parte de los votos. Lógicamente el Gobierno -que parecía esperar esta prueba- debía dimitir.
Pero Azaña ha encontrado varios argumentos, que ayer ofreció al entusiasmo de la mayoría.

Primer argumento:
Las elecciones han representado un triunfo para el régimen, porque resultaron victoriosos 9.000 republicanos. De este triunfo está orgulloso el Gobierno, que se apresura a hacerlo suyo con lágrimas de alegría en los ojos. El acendrado amor a las institutciones llevará al actual Ministerio a hacer extensivo este júbilo por solidaridad a todos los casos en que el país vote una mayoría republicana. Si el país vota 400 diputados radicales, el Gobierno, sollozando de satisfacción, continuará en el Poder. Si vota a 400 amigos del señor Maura, como el señor Maura y sus amigos son republicanos, el Gobierno, estremecido de contento, continuará aferrado al banco azul.

Segundo argumento:
Los concejales derechistas no cuentan. El señor Azaña los suprime del cómputo. ¿Son derechistas? Luego no son concejales. Lógica.
Todos estos votos constituyen lo que Azaña denomina «una alucinación».
¡Ah! Y cuidado con lo que hacen las demás oposiciones. Porque si suman esos concejales a los obtenidos por ellas, para demostrar que en total son muchos más que los del Gobierno, son contaminadas de derechismo. Y al contaminarse de derechismo, tampoco existente; se ven repentinamente convertidas en alucinaciones consortes.

Tercer argumento:
Por si no se admite ninguno de los anteriores, queda aclarado desde la altura del Poder que los distritos que votaron en estas elecciones parciales son «burgos podridos». El señor Azaña ha dicho que son burgos podridos. Y ahí queda eso. Cuando él habló de que de este ensayo saldría aclarado suficientemente si la opinión estaba al lado del Gobierno o en contra de él, no sabía de qué clase de burgos de trataba. Pero comenzaron a llevarle datos del Ministerio de la Gobernación. En toda Valencia, tres concejales azañistas.

Y Azaña olfateó el dato.
Otro Ayuntamiento. Otra derrota.
Nuevo olfateo, ya con el ceño fruncido.
Y, de pronto, un gesto de asquito, el de Júpier al sacudir el regazo hasta el que el audaz escarabajo había subido con su bolita:
-¡Pero que porquería de Ayuntamientos es ésta! ¡Si están todos podridos!
Argucia inatacable y que asegurará la permanencia de Azaña en el mando todo el tiempo que le apetezca. Bastará este gerundio en las disposiciones oficiales:

«Declarando podrida toda la provincia de X, que no ha votado un solo diputado ministerial.»
Si, en fin, flaqueasen los tres procedimientos, queda el que propuso en la sesión de ayer un diputado de la mayoría: echar a la calle a las oposiciones -aunque los pobres molestan lo menos que pueden-, y, ya a solas, todo marcharía mejor, desde el reparto de cargos hasta la aprobación de las leyes.
Y si tampoco esto alcanzase la ansiada eficacia, existe un recurso supremo: sacar una pistola. Esta excelente idea se le ocurrió también ayer a un diputado socialista.

Resumen: una situación que dispone de tantos recursos que no puede derrumbarse.
Los que pretenden otra cosa es que sienten el inmoderado apetito del Poder, como afirma sensatamente el señor Azaña con un carrillo hinchado por la cartera de Guerra, el otro por la de Hacienda y mientras insaliva la Presidencia del Consejo.
Si algo molesta su sensibilidad -después de los burgos podridos- es que existan personas que sientan el afán de ser ministros.
(ABC, 26 de abril de 1933.)


Tiroteo en la Universidad de Madrid con motivo del reparto de propaganda de las JONS versión republicana
Referencia oficial.
El ministro de la Gobernación, al recibir ayer de madrugada a los periodistas, les dio cuenta de los sucesos estudiantiles registrados en la Universidad Central.
Manifestó que un grupo de estudiantes católicos de los pertenecientes a la J.O.N.S. intentó repartir un manifiesto excitando a la huelga. Como el ambiente se enrareciera rápidamente, ante la posibilidad de sucesos se requirió la presencia de un comisario de Policía, quien al poco rato se presentó en el edificio acompañado de algunas fuerzas. Pasó a hablar con el rector, y cuando ambos conferenciaban, en la parte de afuera de la Universidad sonaron unos disparos. Lo ocurrido fue que un grupo de estudiantes de la F.U.E., al ver que los de la J.O.N.S. pretendían asaltar la Universidad, se lanzaron sobre ellos y sobrevino la colisión, en la que se hicieron varios disparos.
Después del tumulto se comprobó que estaba gravemente herido en el pecho un estudiante. También resultó herida en una pierna una muchacha ciega que iba a cobrar una beca, y en un dedo un bedel de la Universidad.
A uno de los varios detenidos se le ocupó una pistola descargada, por lo que se supone que fue el autor de los disparos.

Una nota de la Dirección General de Seguridad.
A última hora de la tarde fue facilitada en la Dirección de Seguridad la siguiente nota:
«La Dirección de Seguridad tuvo conocimiento por la mañana de que habían sido transportados a la Universidad Central unos paquetes de hojas de carácter fascista editadas por J.O.N.S., y que algunos elementos se proponían repartirlas en el interior, promoviendo al mismo tiempo disturbios. A las once y media, la Dirección de Seguridad envió a la Universidad al inspector Sr. Rajal para que se entrevistase con el rector con objeto de ponerle en antecedentes de lo que se proyectaba y de ofrecer el concurso de la autoridad. No estaba el rector, y el inspector habló con el decano, que después de quedar enterado dijo que tomaría disposiciones inmediatamente.
»Más tarde, también por orden de la Dirección General de Seguridad, y ante el temor de que se produjesen incidentes desagradables, fue a la Universidad el comisario del distrito
»Cuando estaba hablando con el rector y reiterándole lo que ya el inspector había anunciado, se oyeron unas detonaciones. Salió el comisario del despacho y advirtió que se había producido un acto de violencia.
»Un estudiante, al parecer fascista, llamado Fernando González Funes, de veinte años, hizo fuego con una pistola cerca de la puerta de la Universidad, alcanzando los proyectiles a una muchacha ciega, estudiante, llamada María Lozano Barberá, y a otro estudiante llamado Baldomero Gordón, de dieciocho años. La primera tiene una herida de pronóstico reservado, y el segundo, otra de mayor consideración.
»El autor de los disparos fue detenido en el acto por los agentes de Policía Sres. Ortega, Sans de Tejada y Teral, que se hallaban en la puerta de la UNiversidad.

»Inmediatamente acudió a la Universidad el comisario general de Policía, Sr. Maqueda, y personal de la Comisaría del distrito, que practicaron diligencias. Fueron detenidos en el interior de la Universidad dos estudiantes que ocultaban una porra y un palo de silla.»

Dice el ministro de Instrucción Pública.

El ministro de Instrucción Pública recibió a última hora de la tarde a uno de nuestros compañeros, que le interrogó acerca de los sucesos ocurridos en la Universidad.

El Sr. De los Ríos manifestó lo siguiente:

-Pocas noticias puedo darles a ustedes que no conozcan ya. Esta mañana, un grupo de muchachos pertenecientes a una organización más o menos pública entró en la Universidad repartiendo unas hojas de propaganda. Otro grupo de estudiantes reaccionó contra esta actitud, y se originó una lucha, en que resultaron varios heridos, dos de ellos graves. Un muchacho, estudiante de Medicina, que se encuentra hospitalizado en el Equipo Quirúrgico, de donde me dicen ahora mismo que sigue muy grave, pues no se le ha podido operar, y una señorita ciega, que también ha resultado gravemente herida.

No quiero hacer objeto de reflexiones la situación que crea en el seno de la vida universitaria la reiteración de estas actitudes de violencia. Sin embargo, considero totalmente imposible cohonestar la pertenencia a una organización universitaria, la cual, por definición, no puede menos de confiar en la eficacia de la idea como medio de pugna con la asunción de una actitud de fuerza y violencia marcadamente delictiva.

Yo me propongo someter a la deliberación de la Asamblea de Universidades y centros docentes, que habrá de reunirse este año, con arreglo a la ley que creó el Consejo Nacional de Cultura, el tema relativo a la redacción de un estatuto disciplinario de los centro de enseñanza.

Confío en que la gran nobleza del espíritu de la juventud sabrá sobreponerse a las reacciones combativas que en ella pueda haber suscitado el dolor por la agresión sufrida y que respetará la Universidad, cooperando de esta suerte a sustraerla a la lucha en que se pretende envolver la vida española.

Como protesta, la F.U.E. declara la huelga general por veinticuatro horas

Nos ruegan insertar la siguiente nota:

«Reunida la Junta de gobierno de la F.U.E. de Madrid con motivo de los sucesos acaecidos ayer en la Universidad Central, acuerda:
1.º Declarar la huelga general durante veinticuatro horas como protesta contra el criminal atentado de que han sido víctimas varios estudiantes por parte de los elementos llamados fascistas.
2.º Que tales hechos han puesto de manifiesto la imprescindible necesidad de que las autoridades académicas tengan absoluta dedicación a los cargos que les están encomendados.
3.º Rectificar las erróneas versiones, tendenciosas en muchos casos, que la Prensa ha recogido.
4.º Manifestar su firme propósito de no consentir que una vez más se repiten hechos de tal naturaleza.
Lorenzo Abad, secretario; Luis Durán, presidente accidental.»
(El Sol, 9 de mayo de 1933.)





La prensa anarquista elogia las jornadas revolucionarias que se desarrollan en diversos puntos de España.

Impresión de la jornada
Esta mañana ha comenzado la huelga general decretada por el Comité Nacional de la Confederación para manifestar así su protesta contra la política social del Gobierno. Y en relación con este movimiento protestatario amplio e inquietante es preciso subrayar que en ningún momento se le asignó características revolucionarias. Fue designio de la C.N.T., y así se hizo constar en sus manifiestos, que el paro general acordado fuese lo más extenso posible, pero de matiz esencialmente pacífico. Que en Madrid y otras poblaciones hayan surgido refriegas y hechos sangrientos no significa desvirtuación de aquel propósito. Tales episodios son producto de individualidades aisladas cuyas rebeldías escapan necesariamente al control de los Comités directivos de la organización confederal, cuya masa potente y decidida acaso sienta su espíritu inflamado por anhelos de lucha revolucionaria, pero que en la casi totalidad dichos anhelos han sido contenidos con la eficacia posible. En lo aislado de los sucesos estriba la mejor prueba de que no se ha desarrollado a fondo plan alguno de conjunto, pues, en otro caso, las consecuencias de la huelga habrína sido infinitamente más impresionantes.

Huelga pacífica, de protesta viril contra la actuación represiva del Gobierno, se ordenó, y así se ha cumplido en casi toda España.

Quiérase o no reconocer por el Gobierno y por los dirigentes del socialismo averiado y desleal frente a todas las angustias del proletariado, la C.N.T. ha dado a España la sensación de una gran fuerza, que debiera bastar para que en el Poder público se iniciase una rectificación de una política en la que hay que buscar la verdadera génesis de este estado de desasosiego social en que España vive.

No confiamos, sin embargo, en que los actuales gobernantes sepan interpretar con buen sentido el espíritu y móviles de la protesta. Ya el hecho de no haber desautorizado, como era su deber, las columniosas informaciones de la Prensa ministerial respecto a monstruosos y absurdos contubernios del proletariado con la plutocracia, es síntoma de que en las alturas existe una obstinación lamentable en aniquilar lo que es más fuerte que todos los medios represivos: el espíritu de lucha de un sector amplísimo del proletariado para lograr implantar la justicia social. Quédense tales ominosos contubernios para el socialismo sostenedor de monopolios, que vive en fraude y perfecta intimidad con Bancos, banqueros y eternos explotadores del pueblo productor.

No son de hoy nuestras advertencias al Gobierno. Desde que el fatídico Maura en Gobernación se lanzaba a perseguir los Sindicatos al mes de proclamada la República venimos insistiendo en que la táctica de la violencia no es la más adecuada para entibiar las rebeldías de los organismos confederales. Demasiado debían saber esto quienes hoy ejercen cargos de responsabilidad en el Gobierno y en otros tiempos convivieron y hasta actuaron en los medios sindicalistas.

No es posible, y no habrá de lograrlo Gobierno alguno por fuerte que se crea, reducir el temple luchador del anarcosindicalismo, que tiene en su espiritualidad su más potente estímulo. En cambio, mediante una política de concordia, acogedora y cordial, seguramente no se habría llegado a esta situación actual, provocada por todos menos por los que a ella se ven compelidos como único medio de expresar un sentimiento de protesta contra la desigualdad de trato que dimana del hecho altamente perturbador que se concreta en la utilización del Poder por parte del socialismo para perseguir ensañadamente a la central obrera que no sabe ni quiere saber de contemporizaciones con el capitalismo ni se presta a claudicaciones onerosas.

Desearíamos sinceramente que la jornada de hoy fuera una lección que se aprovechara en las alturas.

(La Tierra, 8 de mayo de 1933.)



ANTERIORINDICESIGUIENTE


La ley de Congregaciones limita grandemente las actividades de las órdenes religiosas en España.

TÍTULO PRELIMINAR
Artículo 1.º La presente ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, dictada en ejecución de los artículos 26 y 27 de la Constitución de la República española, será el régimen de esta materia en todo el territorio español, y a ella se ajustará estrictamente toda regulación ulterior de la misma por decreto o reglamento.

TÍTULO I
De la libertad de conciencia y de cultos

Art. 2.º De acuerdo con la Constitución, la libertad de conciencia, la práctica y la abstención de actividades religiosas quedan garantizadas en España.
Ningún privilegio ni restricción de los derechos podrá fundarse en la condición ni en las creencias religiosas, salvo lo dispuesto en los artículos 70 y 87 de la Constitución.

Art. 3.º El Estado no tiene religión oficial. Todas las Confesiones podrán ejercer libremente el culto dentro de sus templos. Para ejercerlo fuera de los mismos se requerirá autorización especial gubernativa en cada caso.
Las reuniones y manifestaciones religiosas no podrán tener carácter político, cualquiera que sea el lugar donde se celebren.
Los letreros, señales, anuncios o emblemas de los edificios destinados al culto estarán sometidos a las normas generales de policía.

Art. 4.º El Estado concederá a los individuos pertenecientes a los Institutos armados, siempre que ello no perjudique al servico, a juicio del Gobierno, los permisos necesarios para cumplir sus deberes religiosos. También podrá autorizar en sus diversas dependencias, a petición de los interesados, y cuando la ocasión lo justifique, la prestación de servicios religiosos.

TÍTULO II
De la consideración jurídica de las Confesiones religiosas

Art. 5.º Todas las Confesiones religiosas tendrán los derechos y obligaciones que se establece en este título.

Art. 6.º El Estado reconoce a todos los miembros y entidades que jerárquicamente integran las Confesiones religiosas personalidad y competencia propias en su régimen interno, de acuerdo con la presente ley ulterior de la misma por decreto o reglamento.

Art. 7.º Las Confesiones religiosas nombrarán libremente a todos los ministros, administradores y titulares de cargos y funciones eclesiásticas, que habrán de ser españoles.

No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, el Estado se reserva el derecho de no reconocer en su función a los nombrados en virtud de lo establecido anteriormente cuando el nombramiento recaiga en persona que pueda ser peligrosa para el orden o la seguridad del Estado.

Art. 8.º Las Confesiones religiosas ordenarán libremente su régimen interior y aplicarán sus normas propias a los elementos que las integran sin otra trascendencia jurídica que la compatible con las leyes y sin perjuicio de la soberanía del Estado.

Art. 9.º Toda alteración de las demarcaciones territoriales de la Iglesia Católica habrá de ponerse en conocimiento del Gobierno antes de su efectividad.
Las demás Confesiones estarán obligadas a comunicar al Gobierno las demarcaciones que traten de establecer o hayan establecido en España, así como las alteraciones de las mismas, con sujeción a lo preceptuado en el párrafo anterior.

Art. 10. El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no podrán mantener, favorecer ni auxiliar económicamente a las iglesias, Asociaciones o intituciones religiosas, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 26 de la Constitución.

TÍTULO III
Del régimen de bienes de las Confesiones religiosas
Art. 11. Pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas anexas o no, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico o de sus ministros. La misma condición tendrán los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase instalados en aquéllos y destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor o a las necesidades relacionadas directamente con él.
Las cosas y los derechos relativos a ellas referidas en el párrafo anterior quedan bajo la salvaguardia del Estado como personificación jurídica de la nación a que pertenecen y sometidas a las reglas de los artículos siguientes.

Art. 12. Las cosa y derechos a que se refiere el artículo anterior seguirán destinados al mismo fin religioso del culto católico, a cuyo efecto continuarán en poder de la Iglesia católica para su conservación, administración y utilización, según su naturaleza y destino. La Iglesia no podrá disponer de ellos, y se limitará a emplearlos para el fin a que están adscritos.
Sólo el Estado, por motivos justificados de necesidad pública y mediante una ley especial, podrá disponer de aquellos bienes para otro fin que el señalado en el párrafo anterior.
Los edificios anexos a a los templos, palacios episcopales y casas rectorales con sus huertas anexas o no, Seminarios y demás edificaciones destinadas al servicio de los ministros del culto católico, estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos.

Art. 13. Las cosas a que se refieren los artículos anteriores serán, mientras no se dicte la ley especial prevista, inalienables e imprescriptibles, sin que puedan crearse sobre ellos más derechos que los compatibles con su destino y condición.

Art. 14. Antes de dictarse la ley especial a que hace referencia el artículo 12, deberá formarse expediente, en el que se oirá a los representantes de la Iglesia católica, sobre la procedencia de colocar las cosas adscritas al culto en disponibilidad de la Administración.

Art. 15. Tendrán el carácter de bienes de propiedad privada las cosas y derechos que, sin hallarse comprendidas entre los señalados en el artículo 11, sean considerados también como bienes eclesiásticos.
En caso de duda, el ministerio de Justicia instruirá expediente, en el que se oirá a la representación de la Iglesia católica o a la persona que alegue ser propietaria de los bienes. La resolución del expediente corresponde al Gobierno, y contra ella procederá el recurso contencioso-administrativo.

Art. 16. El Estado, por medio de una ley especial en cada caso, podrá ceder, plena o limitadamente, a la Iglesia católica las cosas y derechos comprendidos en el artículo 11, que, por su falta de valor de interés artístico o de importancia histórica, no se considere necesario conservar en el Patrimonio público nacional. La ley señalará las condiciones de la cesión.
El sostenimieto y conservación de lo cedido en esta forma quedará completamente a cargo de la Iglesia.
No podrán ser cedidos en ningún caso los templos y edificios, los objetos preciosos ni los tesoros artísticos e históricos que se conserven en aquéllos al servicio del culto, de su esplendor o de su sostenimiento.
Estas cosas, aunque sigan destinadas al culto, a tenor de lo dispuesto en el artículo 12, serán conservadas y sostenidas por el Estado como comprendidas en el Tesoro artístico nacional.

Art. 17. Se declaran inalienables los bienes y objetos que constituyen el Tesoro artístico nacional, se hallen o no destinados al culto público, aunque pertenezcan a las entidades eclesiásticas.
Dichos objetos se guardarán en lugares de acceso público. Las autoridades eclesiásticas darán para su examen y estudio todas las facilidades compatibles con la seguridad de su custodia.
El traslado de lugar de estos objetos se pondrá en  conocimiento de la Junta de Defensa del Tesoro artístico nacional.

Art. 18. El Estado estimulará la creación de museos por las entidades eclesiásticas, prestando los asesoramientos técnicos y servicios de seguridad que requiera la custodia del Tesoro artístico.
Podrá además disponer que cualquier objeto perteneciente al Tesoro artístico nacional se custodie en los Museos mencionados.
La Junta de conservación del Tesoro artístico nacional procederá a la inmediata catalogación de los objetos que lo constituyan y que se hallen en poder de las entidades eclesiásticas, siendo éstas responsables de las ocultaciones que hiciera, así como de la conservación de dicho tesoro y de la estricta observancia de lo dispuesto en la presente ley, y en la legislación correspondiente sobre la defensa del Tesoro artístico y de los monumentos nacionales, que se declara subsistente en todo lo que no se oponga a los anteriores preceptos.

Art. 19. Los bienes que la Iglesia católica adquiera después de la promulgación de la presente ley y los de las demás Confesiones religiosas, tendrán el carácter de propiedad privada, con las limitaciones del presente artículo.
Se reconoce a la Iglesia católica, a sus institutos y entidades, así como a las demás Confesiones religiosas, la facultad de adquirir y  poseer bienes muebles de toda clase.
También podrán adquirir por cualquier título bienes inmuebles y derechos reales; pero sólo podrán conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religoso. Los que excedan de ella serán enajenados, invirtiéndose su producto en título de la Deuda emitida por el Estado español.
Asimismo deberán ser enajenadas, e invertido su producto de la misma manera, los bienes muebles que sean origen de interés, renta o participación en beneficio de Empresas industriales o mercantiles.

El Estado podrá, por medio de una ley, limitar la adquisición de cualquier clase de bienes a las Confesiones religiosas, cuando aquéllos excedan de las necesidades normales de los servicios religiosos.

TÍTULO IV
Del ejercicio de la enseñanza por las Confesiones religiosas
Art. 20. Las Iglesias podrán fundar y dirigir establecimientos destinados a la enseñanza de sus respectivas doctrinas y a la formación de sus ministros.
La inspección del Estado garantizará que dentro de los mismos no se enseñen doctrinas atentatorias a la seguridad de la República.

TÍTULO V
De las Instituciones de Beneficencia

Art. 21. Todas las instituciones y fideicomisos de beneficencia particular, cuyo patronato, dirección y administración corresponda a autoridades, corporaciones, institutos o personas jurídicas religiosas vienen obligadas, si ya no lo estuvieren, a enviar en el plazo de un año un inventario de todos sus bienes, valores y objetos, así como a rendir cuenta anualmente al Ministerio de la Gobernación del estado de sus bienes y de su gestión económica, aunque por título fundacional hubieran sido exentas de rendirlas.
El incumplimiento de esta obligación o la ocultación en cantidad o valor equivalente al duplo de lo declarado, dará lugar al decaimiento en el patronato, dirección o administración; la ocultación inferior al duplo podrá determinar la suspensión en dicho patronato, dirección o administración por tiempo que nunca podrá exceder de un año. Contra estas resoluciones podrá interponerse recurso contencioso-administrativo.
Sin perjuicio de las atribuciones que sobre ellas confiere al Estado la legislación vigente, el Gobierno tomará las medidas oportunas para adaptarlas a las nuevas necesidades sociales, respetando en lo posible la voluntad de los fundadores, principalmente en lo que afecta al levantamiento de cargas.

TÍTULO VI
De los Ordenes y  Congregaciones religiosas
Art. 22. A los efectos de la presente ley, se entiende por Ordenes y Congregaciones religiosas las Sociedades aprobadas por las autoridades eclesiásticas, en las que los miembros emiten votos públicos, perpetuos o temporales.

Art. 23. Los Ordenes y Congregaciones religosas admitidas en España conforme al artículo 26 de la Constitución no podrán ejercer actividad política de ninguna clase.
La infracción de este precepto, en caso de que dicha actividad constituya un peligro para la seguridad del Estado, justificará la clausura por el Gobierno, como medida preventiva, de todos o de alguno de los establecimientos de la Sociedad religiosa a que pudiera imputársele. Las Cortes decidirán sobre la clausura definitiva del establecimiento o la disolución del instituto religioso, según los casos.

Art. 24. Las Ordenes y Congregaciones religiosas quedan sometidas a la presente ley y a la legislación común.
Será requisito para su existencia legal la inscripción en el Registro público, conforme a lo dispuesto en el artículo siguiente.

Art. 25. Para formalizar la inscripción, las Ordenes y Congregaciones presentarán en el registro especial correspondiente del Ministerio de Justicia en el plazo máximo de tres meses:
a) Dos ejemplares de sus Estatutos en los que se exprese la forma de gobierno tanto de sus provincias canónicas o agrupaciones monásticas asimiladas como de sus casas, residencias u otras entidades locales.
b) Certificación de los fines a que se dedique el instituto religioso respectivo y la casa o residencia cuya inscripción se solictia.
c) Certificación expedida por el Registro de la Propiedad de las inscripciones relativas a los edificios que la comunidad ocupe, los cuales habrán de ser de propiedad de españoles, sin que se puedan gravar ni enajenar en favor de extranjeros.
d) Relación de todos los bienes inmuebles, valores mobiliarios y objetos preciosos, ya los posean directamente, ya por personas interpuestas.
e) Los nombres y apellidos de los superiores provinciales y locales, que habrán de ser de nacionalidad española.
f) Relación de los nombres y apellidos y condición de sus miembros, expresando los que ejerzan cargo administrativo, de gobierno o de representación. Dos tercios, por lo menos, de los miembros de la Orden o Congregación habrán de tener nacionalidad española.
g) Declaración de los bienes aportados a la comunidad por cada uno de sus miebros. Las alteraciones que se produzcan en relación con los anteriores extremos se pondrán en conocimiento del Ministerio de Justicia en el término de cincuenta días.

Art. 26. Toda casa o residencia religiosa llevará y exhibirá a las autoridades dependientes del Gobierno, cuando éstas lo exigieren, una copia de la relación a que se refiere el apartado 27 del artículo anterior en que conste haberse realizado la inscripción correspondiente.
Llevará asimismo libros de contabilidad previamente sellados en los que figure todo el movimiento del activo y pasivo de la casa o residencia religosa. Anualmente remitirá el blance general y el inventario al registro correspondiente. La ocultación o falsedad será sancionada conforme a lo dispuesto en las leyes.

Art. 27. Las Ordenes o Congregaciones religiosas no podrán poseer, ni por sí ni por persona interpuesta, más bienes que los que previa justificación se destinen a su vivienda o al cumplimiento directivo de sus fines privados.
A este efecto enviarán trimestralmente al Ministerio de Justicia copia de la relación a que se refiere el apartado d) del artículo 25 y un estado auténtico de sus ingresos y gastos normales. Se considerarán bienes necesarios para su sutento y el cumplimiento de sus fines aquellos cuyo producto, habida cuenta de las oscilaciones naturales de la renta, no excedan del duplo de los gastos.

Art. 28. Las Ordenes y Congregaciones religiosas admitidas e inscritas en España gozarán dentro de los límites del artículo anterior, de la facultad de adquirir, enajenar, poseer y administrar bienes, los cuales estarán sometidos a todas las leyes tributarias del país. No podrán, sin embargo, conservar los bienes inmuebles y derechos reales constituídos sobre los mismos con objeto de obtener canon, pensión o renta, y deberán invertir en títulos de la Deuda el producto de su enajenación.

Art. 29. Las Ordenes y Congregaciones religiosas no podrán ejercer comercio, industria ni explotación agrícola por sí ni por persona interpuesta. No tendrán el carácter de explotación agrícola los cultivos por parte de aquellas comunidades que justifiquen destinar los productos para su propia subsistencia.

Art. 30. Las Ordenes y Congregaciones religiosas no podrán dedicarse al ejercicio de la enseñanza. No se entenderán comprendidas en esta prohibición las enseñanzas que organice la formación de sus propios miembros.
La inspección del Estado cuidará de que las Ordenes y Congregaciones religiosas no puedan crear o sostener colegios de enseñanza privada ni directamente ni valiéndose de personas seglares interpuestas.

Art. 31. Con anterioridad a la admisión de una persona en una Orden o Congregación se hará constar de un modo auténtico la cuantía y naturaleza de los bienes que aporte o ceda en administración.
El Estado amparará a todo miebro de una Orden o Congregación que quiera retirarse de ella, no obstante el voto o la promesa en contrario.
La Orden o Congregación estará obligada a restituirle cuanto aportó o cedió a la misma, deduciendo los bienes consumidos por el uso. Como únicas disposiciones transitorias o adicionales para la ejecución de esta ley se establecen las dos siguientes:
a) El Gobierno señalará el plazo, que no podrá exceder de un año a partir de la publicación de la presente ley, dentro de la cual las Ordenes y Congregaciones religiosas que exploten industrias típicas o hayan introducido novedades que supongan una fuente de riqueza, deban cesar en el ejercicio de su actividad.

b) El ejercicio de la enseñanza por las Ordenes y Congregaciones religiosas cesará en 1 de octubre próximo para toda clase de enseñanza, excepto la primaria, que terminará el 31 de diciembre inmediato.
El Gobierno adoptará las medidas necesarias para la constitucón de una y otras enseñanzas en el plazo  indicado.
Y nos honramos en comunicarlo a V.E. a los efectos prevenidos en el artículo 83 de la vigente Constitución de la República española.
Palacio de las Cortes, a 17 de mayo de 1933.
(El Sol, 18 de mayo de 1933.)


El Tribunal de Garantías anula la Ley de Cultivos de la Generalidad. Indignación de la «Esquerra»
Votados ya por los vocales del Tribunal de Garantías los cuatro apartados en que dividieron la ley de Contratos de cultivo para resolver la competencia o incompetencia que al dictarla usó el Parlamento catalán, la votación de los cuatro apartados, como ayer decíamos, fue denegar tal competencia al Gobierno de la Generalidad. Queda, por tanto, anulado el precepto legal recurrido por el Gobierno de la República.
Votos particulares a la sentencia sobre la ley de Cultivos
En el Congreso se dijo ayer tarde que en la reunión de hoy del pleno del Tribunal de garantías se encargará de redactar la sentencia al miembro de dicho organismo de filiación liberal demócrata Sr. Beceña y que habrá tres votos particulares: uno, del socialista Sr. Alba, que fue el ponente primitivo en esta cuestión, en que reproducirá su antiguo dictamen; otro, más templado, del Sr. Abad Conde, y un tercero, de D. Basilio Alvarez.

Hoy será aprobada la sentencia
El proyecto de sentencia será sometido a examen, y con enmiendas o sin ellas, definitivamente aprobado en la sesión que hoy, a las once, tendrán los vocales del Tribunal.
También hoy mismo tiene que estar puesta en limpio y firmada la sentencia.
La Esquerra ante la sentencia declarando la nulidad de la ley de Cultivos
La atención de la Cámara estuvo ayer tarde pendiente de la resolución definitiva que adoptará el Tribunal de Garantías en orden al recurso entablado por el Gobierno contra la ley de Cultivos aprobada por el Parlamente catalán.
A primera hora se reunió la minoría de la Esquerra catalana, con asistencia del Sr. Sbert, vocal del Tribunal de Garantías, y las impresiones eran bastantes optimistas.
Se decía que había todavía una posibilidad de que el recurso no se considerara resuelto por completo. Cabía que el mismo Tribunal apreciase que la sentencia tenía vicio de nulidad, ya que el acuerdo no había recaído por mayoría absoluta, circunstancia que establece el reglamento de aquel organismo para que sus acuerdos sean válidos. Y se agregaba que esto era posible porque diez vocales habían votado a favor, otros diez en contra y dos sustentaban un voto particular.
De haber prevalecido este vicio de nulidad, que sería apreciado por el Tribunal en la misma sentencia, la resolución sería volver a tramitar el asunto, o sea repetición de la vista para dar lugar a aumento de prueba por ambas partes.
Pero estas esperanzas desvanecieron pronto. Cerca de las seis llegó la noticia a la reunión de la Ezquerra de que la sentencia era firme y de nulidad absoluta de la ley dictada por el Parlamento de Cataluña. Los miembros de la minoría quedaron reunidos cambiando impresiones y aguardando una copia de la sentencia para conocerla con todo detalle.
Entre los diputados catalanes con quienes hablamos, el disgusto por la resolución del Tribunal de Garantías era manifiesto, coincidiendo todos con el Sr. Lluhí en cuál será la actitud de la Generalidad ante este fallo. Daban a entender que la ley de Cultivos se llevará a la práctica.
Lo que dice el Sr. Ventoso
Preguntado el ex ministro Sr. Ventosa acerca de la resolución del Tribunal de Garantías, que se halla sólo pendiente de la redacción definitiva, sobre la ley de Cultivos en Cataluña, el Sr. Ventosa contestó:
- Cuando existen Tribunales arbitrales, como lo es el Tribunal de Garantías, aceptado y creado por el Parlamento, no hay más que cumplir lo que él disponga; porque, ¿qué autoridad tendríamos para pedir el cumplimiento de una sentencia, en otro caso, si fuera adversa al Gobierno central y favorable al de la Generalidad? Sin entrar en el fondo de la cuestión, hay que cumplir la ley, y por tanto, el Estatuto que hemos aceptado.
Alguno de los periodistas insinuó que parece que elementos de la Esquerra pudieron concebir la idea de aplicar la ley aun después de rechazada por el Alto Tribunal, a lo que el Sr. Ventosa repuso:
- Eso equivaldría a negar la Constitución y el Estatuto, y por ese camino no han de encontrarnos los señores de la Esquerra..
(El Sol, 9 de junio de 1933.)


Largo Caballero discute la participación socialista en el gobierno y afirma: «vamos a la conquista del poder»
«Compañeras y compañeros: Había hecho el propósito de no tomar parte en ningún acto semejante al que estamos celebrando durante el tiempo que estuviese desempeñando un cargo en el Gobierno de la República. Quería yo, después de salir del Gobierno, ponerme en ocntacto con la clase trabajadora española para darle a conocer mi experiencia dentro del Gobierno de la República y, además, para explicarle la legislación social de aquélla. Pero las circunstancias me han obligado a desistir de ese propósito, y, a requerimientos insistentes de la Juventud Socialista Madrileña, vengo hoy aquí; mas debo advertiros que lo que yo  voy a decir hoy aquí no deshace, no prejuzga, no tiene casi nada que ver con lo que yo tenga que decir después de salir del Gobierno republicano.

Prólogo de otros actos análogos
Pudiéramos afirmar que este acto es el prólogo de los varios que yo pienso celebrar en España después de salir del Gobierno de la República. Consedero de indispensable necesidad para la masa trabajadora española el difundir lo más exactamente posible lo que es la República española.
Naturalmente que al venir hoy aquí se ha producido, contra mi voluntad, una expectación, debida en buena parte a la gran imaginación del pueblo español, y por otra, a la mala fe de nuestros enemigos. Pero ya sabéis que yo soy, entre otras cosas, acaso no muy convenientes en política, hombre claro, hombre que procura no ocultar lo que piensa.
Ya sabéis que no soy orador, y, mejor que vosotros, lo sé yo. Es posible que en lo que yo diga hoy aquí pueda haber algo de diálogo, algo que no sea simplemente monólogo; pero esto no depende de mí, depende de las circunstancias. Yo tengo que advertir que si de lo que diga resulta algún diálogo, en mi intención no está, ni por lo más remoto, molestar a los que se ocnsideren aludidos. Lo que yo diga lo diré con toda clase de consideraciones y de respeto para las personas.

Breve autobiografía
Parece que es costumbre, camaradas, que en estos actos -digo parece que es costumbre porque, como sabéis, llevo ya más de dos años si nhablar en público- que el orador se haga una pequeña autobiografía, que exponga al auditorio un esquema de su personalidad política. Yo no os voy a molestar mucho en este partiuclar. Sólo os voy a decir que hace cuarente y tres años ingresé en la Unión General de Trabajadores de España, y en este marzo último hizo cuatrenta años que empecé a militar en la Agrupación Socialista Madrileña. De mi actuación en las organizaciones donde he intervenido se os puede informar por ellas. No lo voy a hacer yo. Unicamente lo que quiero decir, lo que quiero hace constar, es que no soy un advenedizo a la organización política y sindical españolas, que yo no soy un aventurero en este movimiento político obrero, que yo soy un socialista, pero no por sentimiento simplemente, sino por convicción. Yo soy de los que protestan contra las injusticas sociales, de los que creen que el régimen que vivimos no es inmutable, que es no sólo susceptible de modificación, sino de sustitución por un régimen socialista, colectivista; soy de los que creen que para hacer esto no se precisa simplemente una mayor cultura, un mayor desarrollo económico de la sociedad, sino que es indispensable, y para mí fundamental, el que la clase trabajadora actúe con eficacia por medio de sus organizaciones políticas y sindicales para lograr el cambio de régimen. Es decir, que yo no he olvidado todavía aquellas palabras de Marx: «Proletarios de todos los países, uníos.» «La emancipación de la clase trabajadora ha de ser obra de ella misma.»

Hecha esta presentación, debo manifestaros que tampoco aspiro a jefaturas de nunguna clase ni a ser director exclusivo de ninguna política; soy un compañero del Partido que expone sus ideas libremente, y luego, el que quiera, las acepta, y el que no, no. Esto en mí no es nuevo. En abril de 1930, en este mismo local, yo decía que a la clase trabajadora no le hacían falta jefes, ni le hacían falta pastores, sino que la clase trabajadora por sí misma haría aquello que más le conviniera y que considerara más justo.

Motivo fundamentao del acto
Uno de los motivos por los que yo he venido aquí es porque me creía obligado a contribuir de esta manera al ofndo para la rotativa; pero, además, y fundamentalmente, porque observo que el nemigo común va aprentando el cerco y aumentando la agresividad contra nuestro Partido y contra nuestras ideas. Y este hombre, ya de algunos años -perdonadme la vanidad-, tiene el temperamento todavía joven y no está dispuesto, mientras él pueda, a contribuir, ni por acción ni por omisión, a que el enemigo pueda aumentar sus armas contra nuestras ideas o pueda manejarlas mejor contra nuestro Partido.  Este es el motivo más fundamental que yo he tenido para venir hoy aquí.

He dicho que el cerco del enemigo común cada día se estrecha más. No es que a nosotros nos asombre el que esto suceda, porque estamos acostumbrados a acometidas de igual naturaleza, según se prueba con la historia de nuestro Partido y de nuestras organizaciones. Hace cuatrenta y tres años, cuando yo ingresé en la organización, la agresividad existía, pero hoy ocurrirá lo mismo que les ocurrió el año 1930. Habiendo dicho yo aquí, en abril, las palabras que os he recordado, en octubre tuvieron que llamarnos para que cooperásemos al triunfo de la República. Y deben tener presente que las cosas no están tan llanas, que los obstáculos no han desaparecido, que las dificultades para la República persisten y que sin el Partido Socialista y sin la Unión no podrán defender con eficacia a la República. (Aplausos.)

Un momento histórico
Es ahora cuando pudiéramos decir que entramos ya en el tema de la conferencia. A pesar de las campañas de todo género que se hicieron ocntra nosotros, en octubre del año 1039 tuvieron que venir a solicitar del Partido y de la Unión General de Trabajadores la cooperación. momento histórico en nuestro país y momento histórico para nuestras organizaciones. A partir de él se plantea una cuestión que yo me voy a permitir tratar, aunque sea brevemente, porque no quiero mortificaros mucho con mi palabra. (Denegaciones.) La cuestión de si el Partido Socialista y la Unión deben o no tomar parte en la revolución española. Y el Partido Socialista y la Unión, por medio de sus representantes, acuerdan que sé, que deben tomar parte en la revolución. ¿Y cuándo y cómo lo acuerdan? ¿Es que el acordar esto era una cosa extraordinaria? ¿Era una cosa que estaba fuera de los cálculos de nuestro Partido, de la táctica de nuestro Partido? Leed nuestro Programa y v´réis que en el Programa mínimo la primera cuestión que se plantea es «supresión  de la monarquía». Es decir, que el Partido Socialista tiene como primer punto en su Programa mínimo, no en el máximo, sino en el mínimo, la supresión de la monarquía. El Partido Socialista, por ese Programa acordado en nuestros Congresos, estaba en la obligación de trabajar, de desarrollar sus actividades, para suprimir la monarquía española. ¿Cómo lo había de hacer? ¿El Partido sólo? ¿El Partido en colaboración con otros elementos? Eso dependenría de las circunstancias. El Programa no dice cómo, pero es sabido de todos que las circunstancias son las que obligan a una conducta, a una táctica.

La condición no aceptada
Nosotros siempre habíamos afirmado, siempre habíamos defendido la supresión de la monarquía española, hasta el extremo de que hemos sido censurados, criticados injustamente por muchos elementos que se llaman afines, porque durante la dictadura de Primo de Rivera no hemos atendido sugestiones que se nos hacían por ciertos elementos, que luego fueron a la Asamblea de Primo de Rivera, para contribuir a movimientos que llamaban revolucionarios. Y cuando les poníamos condiciones como ésta: Que nosotros no iríamos a ningún movimiento si no era para derribar la monarquía española y, además, que no admitíamos un cambio de dinastía, que había de ser forzosamente para instaurar la República, esos elementos no aceptaron nunca de plano nuestras condiciones; esos elementos nos decían siempre que lo primero que habría que hacer era poner al Rey en tal o en cual sitio de nuestro país, con todas las garantías de seguridad, para que luego el
país resolviese lo que creyese oportuno. Otros nos hablaban de un Rey constitucional, como si no se llamase así al que fue Rey de España. En una palabra: que ninguno de los elementos que se acercaron a nosotros iba de una manera clara, terminante, a derribar la monarquía española. La mayor parte -y ahora explicaré por qué la mayor parte- se refería, se conformaba con derribar al que llamaban el dictador: Primo de Rivera. Nosotros entendíamos que el verdadero dictador era Alfonso XII (Muy bien.) Y que el otro era un agente del segundo, y que lo que había que hacer era derribar al patrono, con lo que su agente quedaba anulado y fuera de servicio.

Cómo fuimos al Comité revolucionario
Algún elemento no se negaba en absoluto a esto que nosotros pedíamos; pero hay que reconocer que en el conjunto de esos elementos había alguno que no inspiraba a nuestro Partido la ocnfianza suficiente para colaborar con él. Siempre lo dijimos: Cuando el Partido Socialista vea que se le requiere formal y seriamente, con garantías posibles de poder transformar el régimen monárquico en República, el Partido Socialista ayudará a ello con la Unión General de Trabajadores de España. ¿Y qué ocurrió? Pues que un día, en octubre de 1930, se acercaron a nuestro Partido representantes que a juicio nuestro ofrecían esas garantías de seriedad y de lealtad para ir al movimiento. En cuanto se presentaron, reconocimos que era el momento en que el Partido debía decidirse a cooperar en la reovlución. Y así lo hicimos, sin titubeo ninguno. Fuimos al Comité revolucionario. Estando en él (no olvidéis esto que os estoy manifestando, para que saquéis después las ocnsecuencias), se nos dijo: «Es preciso que el Partido tenga representantes en el Gobierno provisional. Si esto no se hace, tenemos fundamentos para decir que la revolución será imposible ahora.» Es decir, que los mismos elementos que nos invitan a tomar parte en la revolución, nos dicen: «Si no hay representantes del Partido Socialista en el Gobierno provisonal, no podemos responder de que la revolución se verifique.» Y no solamente los hombres que estaban en el Comité revolucionario, sino otros elementos que habían ofrecido su cooperación a la revolución, vienen y nos dicen: «Si ustedes, socialistas, no forman parte del Gobierno, no es fácil que la revolución se realice.» En esa situación, nosotros acordamos participar en el Gobierno provisional. Y aquí se nos plantea ya la cuestión de la colaboración ministerial.

El problema de la participación
Yo tengo que decir, con todos los respetos, que me parece que se ha tergiversado un poco el problema de la participación ministerial; que el caso de España, que el caso nuestro no es el caso que se plantea en la mayor parte de los países sobre la participación ministerial, porque España no estaba en una situación normal. Nosotros no hemos ido a participar en un Gobierno republicano dentro de una situación normal. Nosotros hemos ido a una revolución, nosotros hemos participado en ella y hemos ido a un Gobierno revolucionario; no es la participación ministerial corriente, normal, que no se nos ha planteado a nosotros en el Partido Socialista español todavía el problema en la parte fundamental, que pudiera ser discutible, de la participación en Gobiernos burgueses; eso está todavía virgen en nuestro Partido; eso no está decidido en nuestro Partido. Lo que está decidido es participar en un Comité revolucionario, en un Gobierno provisional que hace la revolución. Y después, ¿qué ocurre? Pues que este Gobierno provisional, en lugar de hacer lo que han hecho muchos Gobiernos provisionales, estar meses y meses gobernando con amplias facultades, se apresura a normalizar la situación, en vista de cómo se proclamó la República en España; se apresura a constituir un Parlamento. Cuando se va a las elecciones nos encontramos con que nuestro partido lleva a la Cámara más de 100 diputados, constituyendo el grupo más numeroso del Parlamento.

La victoria electoral y sus consecuencias
Situación del partido: contribuye a la revolución, forma parte del Gobierno provisional, se va a las elecciones y el grupo más numeroso es el socialista. Cuando con unas elecciones generales realizadas con la mayor pureza, el partido socialista resulta ser el más numeroso de la Cámara, ¿es el momento de abandonar el Gobierno? Los votos obtenidos por nuestros representantes en el Parlamento, ¿querían decir que debíamos dejar de participar en el Gobierno? (Varias voces: No.) Yo no hago la pregunta para que se me conteste, sino para que se la conteste a sí mismo cada uno. ¿Qué se hubiera dicho del partido socialista si en el momento de llevar a las Cortes ese grupo parlamentario declara: «Nosotros nos vamos del Gobienro»? «¿Y qué van ustedes a hacer?» «Vamos a hacer lo que hacen todas las oposiciones.» «¿Y con quién se forma Gobienro?» ¿Es que no supondría para el partido una gran responsabilidad haber abandonado entonces los sitios que ocupaban los representantes del partido, produciendo, como es natural que se produjese, un gran trastorno político en nuestro país, negando la cooperación en el Gobierno? N creo que eso se le pudiera ocurrir a nadie. Y seguimos en el Gobierno. Y estando en el Gobierno, nosotros tenemos el deseo y el interés de que esta Repúbica, traída por republicanos y socialistas, no sea lo que fue la primera República; deseamos que sea una República que se consolide, una República que se estructure políticamente. Para ello había que aprobar una Constitución. Cooperamos a la discusión y a la votación de la Constitución de la República.

La Constitucón y las leyes complementarias
Cuando esto se hace las derechas empiezan ya a intranquilizarse. Y comienzan a amenazar, a hablar de revisión de la Constitución. Cuando esto sucede, los socialistas ylos republicanos que han traído la Repúbica por medios revolucionarios dicen: «¡Ah! No es bastante haber hecho una Constitución, porque esta Constitución puede ser falseada después en las leyes complementarias; hay que hacer las leyes complementarias, porque si ahora dejamos el camino libre al enemigo, a los de la derecha, en las leyes complementarias desvirtuarán todo el sentido revolucionario que pueda tener la Constitución. (Muy bien) Y nosotros hicimos el propósito de que, ocurriese lo que ocurriese en España, primero se aprobaría la Constitución, y después, las leyes complementarias.
Así, vimos durante toda esta etapa acometidas de la extrema izquierda que vosotros conocéis. Y un Gobierno al cual repugna tener que emplear la violencia contra nadie, se ve obligado, para defender la República, a emplearla. Con todo el dolor de nuestro corazón tuvo que hacerse. Pero ¿para qué? ¿En nombre de qué, en aras de qué? En aras del régimen republicano.
Vienen acometidas de la derecha, y con la misma consciencia el Gobierno republicano repele esos movimientos y defiende a la República.

El porqué de los sacrificios colectivos
Viene la oposición parlamentaria, y el Gobierno resiste. ¿En aras de qué? ¿En aras del puesto, del asiento que cada uno de nosotros tuviera en el Gobierno? Comprenderéis que en toda esta etapa de dos años a nadie le puede agradar el tener que ocupar puestos como éstos para verse obligado a proceder como ha tenido que hacerlo el Gobierno de la República. Pero había algo que estaba por encima de nosotros mismos: el compromiso de que la segunda República española no muriese como murió la primera. (Muy bien. Grandes aplausos.) Y para eso había que hacer sacrificios, no sacrificios personales, sino colectivos. Muchos; nadie los ha hecho mayores que el partido socialista y la Unión General deTrabajadores de España. Nadie mayores; pero, camaradas, ¿qué sacrificios hubiéramos tenido que hacer si hubiésemos dejado morir la República, si ésta hubiera caído en manos de los elementos de la derecha o hubiese habido una restauración monárquica? Todo lo que haya que sacrificar durante el tiempo de la consolidación de la República, personal y colectivamente, hay que sufrirlo, porque de esta manera habremos contribuído desinteresadamente, como siempre, a la victoria del nuevo régimen. Y tendremos derecho, supongo que tendremos derecho, a pedir respeto y consideración para nuestro Partido y nuestras organizaicones. (Aprobación.)

El problema de la participación no está prejuzgado
Por consiguiente, la participación ministerial durante la revolución y durante la consolidación de la revolución, no es para mí el problema de la participación en el Poder. Yo entiendo que eso no prejuzga para nada la actitud que el partido socialista pueda adoptar en el porvenir sobre esta cuestión. Tendrá que proceder según las circunstancias. ¡Quién sabe si puede darse el caso, y es posible que se dé, de que en determinado momento algunos de los que hoy no están ocnformes con la participación en el Poder durante el movimiento revolucionario y consolidación de la República, defiendan la participación en el Poder en otro momento, y los que hemos ido a la participación del Poder en estos momentos nos opongamos a la participación en el Poder! (Muy bien.) Porque eso dependerá, como he dicho antes, de las circunstancias, de los momentos políticos, que no están sujetos a nuestra voluntad. Eso no es una cuestión de principio. Eso es una cuestión de táctica. Y nadie puede hipotecar el porvenir sobre este particular; yo no lo hipoteco. Yo quedo, después de salir del Gobierno de la República, en absoluta libertad para mantener mi criterio sobre la participación o no participación en el provenir. Hoy estamos cumpliendo un deber histórico. Por consiguiente, quedamos, al menos yo, en que esto de la participación en el Poder hoy no prejuzga para nada nuestra posición en el porvenir.

Algunas consideraciones más sobre la participación
Conviene decir algunas palabras sobre lo que pueda significar la colaboración ministerial. He dicho hace un momento que no podemos hipotecar nuestro pensamiento, nuestro actitud para el mañana, porque el desarrollo político en nuestro país nos puede conducir a situaciones que nos obligasen a reactificar lo que hoy dijésemos. Yo no puedo olvidar que en un Congreso, no recuerdo bien si fue del Partido o de la Unión General de Trabajadores, habiendo monarquía, alguien habló también incidentalmente de la participación en el Poder. Yo salí inmediatamente al encuentro, diciendo: «No me parece oportuno plantear la cuestión, porque aun dentro de la monarquía pudieran darse casos tan difíciles que, bien a nuestro pesar, nos obligasen a participar en el Gobierno.» Era cuando la guerra de Marruecos. Algún jefe de partido que era republicano, que luego se pasó a la monarquía y que hoy parece que es republicano otra vez (Grandes aplausos), tenía entonces la ilusión de que iba a ser llamado a Palacio para formar Gobierno. Y en seguido mandó a amigos suyos a sondear a los hombres del partido y a  preguntarles si colaborarían en un Gobierno formado por él, con elementos, naturalmente, nuevos dentro de la monarquí, con una condición: con la condición de que ellos terminaban la guerra de Marruecos. Cuando esta sugestión se hizo, ya dió que pensar entonces, porque en aquella época era cuando nosotros hacíamos la campaña contra la guerra de Marruecos, era cuando caían a centenares en Africa los proletarios, cuando toda la opinión pública española estaba contra aquella acción guerrera. Aquello podía ser un lazo de la monarquía para meternos dentro de un Gobierno monárquico; pero el hecho era que se ofrecía que si colaboraban los socialistas en aquel Gobierno, la guerra de Marruecos terminaría. Y una de dos: o participábamos en el Gobierno para terminar la guerra de Marruecos, o se nos podía hacer responsables de que la guerra de Marruecos continuara. Recuerdo, y perdonad estas disgresiones, que a la persona que a mí me habló yo le dije: «Y del Ejército, ¿qué van ustedes a hacer?» «Mire usted -me respondió-, en eso no hemos pensado.» «¡Ah, no! Yo no sé lo que hará mi partido; pero yo digo que mientras el Ejército esté como está, ni el rey ni ustedes podrán hacer nada, y la guerra de Marruecos no terminará. Si ustedes no ponen mano en el Ejército y echan fuera de él a los principales culpables de la guerra de Marruecos, la guerra de Marruecos no termina. Yo no sé qué les dirán a ustedes mis compañeros, pero yo les digo que es seguro que sin una garantía de una reforma radical en el Ejército, echando a la calle a los generales principalmente culpables de esa guerra, no podrá haber posiblidad de contar con nuestra colaboración.» Resultado de todas estas conversaciones fue que no nos volviesen a hablar más del asunto. Indudablemente, cuando se planteó la cuestión, que debió plantearse, referente al Ejército, no quisieron atenderla.

La revolución hizo pensar y decidir
Ya en aquella ocasión el problema de la participación en el Poder hacía pensar despacio. Vino la revolución; hizo pensar y decidir. No sabemos lo que podrá ocurrir mañana. Como en el Congreso del partido dije yo, o nosotros actuamos en política, o no actuamos. Y si actuamos en política, nosotros podemos llevar al Parlamento un grupo de tal importancia que o seamos nosotros los que vayamos a colaborar con los burgueses, sino que puede que tengamos que decir a los burgueses que vengan a colaborar con nosotros. Esto no creo que sea una quimera, porque la medida del progreso nque en el orden político puede tener nuestro partido no podemos calcularla. Nuestra obligación es luchar políticamente con entusiasmo, con decisión y con eficacia, y al hacer esto no sabemos hasta dónde podemos llegar y en qué medida podemos superarnos. Y nos podemos encontrar ante una situación en que pudiera suceder esto que yo he dicho ahora, que puede parecer a alguien un absurdo. Pues bien, repito, lo de la participación en el Poder no está, para mí planteado.

Y con motivo de todo esto, entramos en la lucha política, entramos en el Gobierno; pasan los primeros meses, se elabora la Constitución, e inmediatamente surgen elementos dentro de la República, dentro del campo republicano, pidiendo que se marchen los socialistas del Poder.
Eso lo diremos nosotros
Tengo que declarar aquí que me parece poco reflexiva esa actitud. Yo creo que esos elementos (no me refiero a los que llaman ahora cavernícolas, que ésos, para mí, no cuentan; me refiero a aquellos que se llaman afines) no reflexionan cuando dicen que los socialistas deben marcharse del Poder, que deben marcharse del Gobierno. No se trata aquí, ni por parte de ellos ni por nuestra parte, de que estemos, como suelen creer muchas gentes, disfrutando de ciertas prebendas dentro de un cargo ministerial, o que lo pueden disfrutar ellos. Eso es muy pequeño, no vale la pena siquiera de discurrir un segundo sobre ello. No; hay que mirar más alto. A estoa elementos republicanos que piden, que solicitan, que hacen campañas en la prensa, y en los mítines, y en los pasillos del Congreso para que los socialistas salgan del Gobierno, yo les voy a plantear la siguiente cuestión: que salgan los socialistas del Gobierno..., ¿por qué? ¿Es que la República está tan segura, tan fuerte, tan sólida en sus cimientos que ya no le hace falta la colaboración de los socialistas? ¿Lo afirman? ¿Están convencidos? Yo me permito afirmar aquí que a la República española le hace falta todavía el apoyo, la colaboración del partido socialista y de la Unión General de Trabajadores. Si hay alguien en el otro campo que crea lo ocntrario sinceramente, que no le guíen en sus afirmaciones pequeñas razones políticas o de amor propio o ambiciones, que lo entienda así, que lo pueda probar, que lo afirme públicamente. ?No hace falta ya la colaboración socialista a la República¿ ¿Ya está firme? ¿Ya está en plena salud? ¿Ya no tiene que temer nada de nadie? ¡Quien sabe si a estas fechas los hechos habrán demostrado ya todo lo contrario! (Gran ovación.)
Pero, además, vamos a aceptar la hipótesis de que la República está tan firme y que, como ellos, creen, no precisa de la colaboración socialista para que siga adelante. ¿Pero es para esos menesteres para los que nos tienen a nosotros? ¿Pero qué concepto se tiene del partido socialista y de la Unión General de Trabajadores? ¿Pero qué concepto se tiene de estos organismos, que se cree que no pueden colaborar en un Gobierno, aunque sea contra la voluntad de los socialistas, sino hasta el momento en que la República se consolide? Eso lo podremos decir nosotros, pero no ellos. (Muy bien.) Eso lo diremos nosotros pero no ellos.

Vamos a la conquista del poder
Además, hay quien dice: «Ya la República está en marcha, y, como es República, debemos gobernarla los republicanos. (Risas.) ¿Pero qué somos nosotros? ¿Es que porque somos socialistas no somos republicanos? Hace poco hacía referencia al primer punto de nuestro programa mínimo: supresión de la monarquía. Nosotros, por ser socialistas, somos republicanos; si es simplemente por el título de republicanos, tenemos el mismo derecho que puede tener otro cualquiera a gobernar el país. Pero hay quien dice: «No, no; ustedes son un partido de clase. Y como son un partido de clase, no pueden, no deben ustedes gobernar con los partidos republicanos.» ¿Qué significa esta declaración? Porque nosotros no negamos que defendemos a la clase trabajadora principalmente, al mismo tiempo que defendemos los intereses generales del país. Pero esa declaración quiere decir que si nosotros somos defensores de los intereses de la clase obrera, ellos serán defensores de los intereses de la clase burguesa. Si nosotros, por defender más principalmente los intereses proletarios, estamos incapacitados de gobernar los intereses del país, los del lado contrario estarán, a la inversa en la misma situación. Claro que no es ésa la realidad; la realidad es todo lo ocntrario, pues en un Gobierno como el actual se hace una política de transacción. Pero ellos argumentan así: somos un Partido de clase. ¿Qué quiere decir eso? ¿Es que a la clase obrera no se le va a permitir gobernar, siempre que lo haga con arreglo a la Constitución y a las leyes del país? ¿Es que se le repudia, por ser clase obrera, para la gobernación del Esatdo, si esta clase obrera procede con arreglo a la Constitución y a las leyes vigentes? ¡Ah!, esto es muy grave. ¿Es que vamos a volver otra vez a los partidos legales e ilegales, ya que no en la Constitución, en la práctica de cada día? A nuestro Partido, por ser partido obrero, partido de clase, como ellos dicen, ¿se le repudia para la gobernación del Estado, permitiéndolo la Constitución, permitiéndolo las leyes? ¿A dónde se le empuja? De una manera inconveniente, están haciendo una labor anarquizante que asombra. Nosotros vamos a la conquista del Poder. (Muy bien. Gran ovación.) Si vamos a la conquista del Poder, nuestro propósito es lograrlo según la Constitución nos lo permite, según las leyes del Estado nos lo consientan.
(El Socialista, 25 de julio de 1933.)


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