domingo, 25 de noviembre de 2012

Auxilio de las Representaciones Diplomáticas

Auxilio de las Representaciones Diplomáticas
Felix Schlayer (Reutlingen, Alemania; 20 de noviembre 1873 – Madrid, España; 25 de
noviembre 1950) fue un ingeniero y empresario alemán que vivió alrededor de cincuenta años en España y fue cónsul de Noruega en Madrid durante el primer año de la Guerra Civil española. Prácticamente desconocido por el gran público hasta fechas recientes, de acuerdo con su testimonio, salvó la vida a más de novecientas personas en los primeros meses de la guerra en Madrid. Fue también el primero que relató las persecuciones, los asesinatos políticos masivos y las torturas de las checas en el Madrid republicano de 1936 en su obra Diplomat im roten Madrid, publicada en Berlín en alemán en pleno nazismo en 1938, y no traducida al español hasta 2005 con el título Matanzas en el Madrid republicano. Paseos, checas, Paracuellos..., y publicada con nueva traducción en 2008 con el título de Diplomático en el Madrid rojo.

3. EL AUXILIO PRESTADO POR LAS REPRESENTACIONES DIPLOMÁTICAS
El deber del corazón
En ausencia del ministro de Noruega, y ya desde los primeros días, yo había asumido la tarea de velar por los intereses noruegos y atender a los súbditos de dicho país. Estos pudieron salir de España sin más complicaciones. Entretanto, el Gobierno noruego me otorgó categoría diplomática, indispensable en tan difíciles circunstancias. Noruega no tenía en Madrid ningún edificio propio.
Únicamente contaba con un piso de alquiler en el que estaba instalada la Cancillería, y otro con la vivienda privada del Ministro, en una casa de vecinos muy hermosa y elegante, situada en la periferia, al norte de Madrid. Al lado de la misma había otro edificio similar y ambos eran propiedad del Ministro de Agricultura cubano. La vivienda del Ministro de la Legación de Noruega se hallaba en el número 27 de la calle Abascal. La casa colindante era el número 25.
Mientras en la embajada alemana había mucha actividad, por estar acogidos en ella varios centenares de alemanes de uno y otro sexo que buscaban allí su seguridad, en "Noruega", por entonces, vivíamos horas tranquilas. Solamente se había autorizado el traslado a la vivienda del Ministro de Noruega, a una familia que vivían en el mismo edificio, pero que se sentía amenazada a causa de los repetidos registros sufridos y de la detención de uno de sus miembros varones. Allí, gracias a la extraterritorialidad reconocida, estaban a salvo. Poco tiempo después, otros vecinos de la casa me pidieron que ocupara para la Legación dos viviendas de la misma casa que estaban vacías, con el fin de protegerlas de las innumerables organizaciones recién fundadas que podrían instalarse en ellas. Cualquier asociación, grande o pequeña, se atribuía además de una denominación pomposa, el derecho a un domicilio lo más ostentoso posible. En la lengua española se había introducido una nueva palabra mágica: "requisar". Se "requisaba" sin más, lo que gustaba tener: un auto, una vajilla de plata, buenas camas y también viviendas enteras. Todo ello se adquiría bajo la convicción inapelable de la pistola, que no admitía réplicas y ese nuevo vocablo, tan de moda, sustituía a las expresiones habituales españolas utilizadas para designar tales acciones. Yo, por mi parte, "controlaba", aunque, desde luego, de acuerdo con el administrador de la casa , las dos viviendas vacías, sin que se me pasara por la mente utilizarlas. Pero al cabo de unos días se hizo necesario brindar seguridad a la numerosa familia del abogado de la Legación ya que, después de los doce registros  practicados en su casa, corría grave peligro de que se le llevaran, para darle "el paseo", ya que su padre era uno de los políticos conservadores de más renombre que había sido varias veces ministro, por lo que, en realidad, era algo insólito que hasta entonces no hubiera sido víctima de tal destino. Quince personas entre las cuales se contaban seis niños pequeños constituían el grupo inicial del aún no previsto “Gross Asyl Noruega” ("Gran Refugio de Noruega"). El aluvión de personas necesitadas de protección ya no iba a cesar, dada la espantosa situación en que se encontraba la inmensa mayoría de la población, de toda condición, desde las mejores familias por su rango social, hasta otras de condición más modesta y entre ellas jóvenes aislados. Todos, unos por sus ideas políticas, otros por su condición apolítica, aunque significándose, únicamente, por llevar una conducta de trabajo y respeto hacia los demás. Por lo que una representación diplomática tras otra se resolvieron, por un ineludible imperativo de simple humanidad, a poner a disposición de esos seres humanos perseguidos, la protección de la extraterritorialidad de sus  correspondientes edificios o locales.
Desde que cayó en desuso el derecho generalizado de asilo, atribuido hace siglos a lugares consagrados, no se había vuelto a dar, por lo menos en la Europa civilizada, semejante estado de carencia absoluta de derechos, y, además, en tantos miles de personas. Era necesario hacer frente a esta situación completamente nueva, con medios también nuevos. El derecho de extraterritorialidad de las misiones diplomáticas extranjeras, brindaba el único elemento posible de sustitución de la mencionada práctica medieval del derecho de asilo. ¿Qué persona, capaz de sentir compasión, y con posibilidades de  disponer de semejante refugio, podría negárselo a nadie, de quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal rechazo supondría su muerte? Los diplomáticos extranjeros con destino en Madrid siguieron, por tanto, el dictado de su conciencia -siempre cuando no se lo prohibieran expresamente algunos gobiernos en particular- y aprovecharon, muy amplia y generosamente, sus posibilidades de protección.
Las condiciones que yo establecí para la acogida en la Legación eran: en primer lugar; la acreditación de una persecución, producida en el momento, inmediata, sin motivo justificado y no procedente del Gobierno, sino de bandas incontroladas que actuaban a su albedrío; y, en segundo lugar, no ser elemento activo con participación en actuaciones hostiles al Gobierno, ni tener relación de empleo con el mismo. En un informe exhaustivo al gobierno de Noruega le describí la situación y puse en su conocimiento la acogida dispensada a los que solicitaban asilo con arreglo a las condiciones que quedan dichas.
Víctimas de la persecución Los casos particulares que se presentaban cada día y a cada hora eran en parte terribles y en parte grotescos. Un hombre, oficial del Ejército, se pasó tres días con sus noches escondido, tumbado, debajo de un colchón en el que se estaba desarrollando el parto de una señora. Únicamente, así, pudo salvarse.
Una señora acudió a mi acompañada de una muchacha joven para contarme lo que les había sucedido. Pocos días antes, estando en su casa, ella con su marido y su hijo, más un conocido con su hijo, llamaron a la puerta, a golpes, entrando cuatro milicianos exigiendo la presencia del señor de la casa. Al ver que, además de él, estaban allí el hijo y los otros dos hombres, ordenaron que los cuatro se fueran con ellos para prestar declaración ante el "Juzgado"; es decir, "Fomento 9", la célebre "checa".
Algo más tarde, la hija mayor acudió valientemente allí para preguntar lo que les estaba pasando. La mandaron de un lado para otro, porque nadie quería saber nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada, se quedó parada ante la puerta, apareció un coche con los cuatro tipos que se habían llevado a su padre, hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo que le dijeran lo que habían hecho con su familia. Los individuos, furiosos ante la expectación que provocaban en la calle, la arrastraron hacia el interior de la casa. A la mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta por arma de fuego, en una cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al hermano y a los otros dos, los  criminales los habían fusilado, nada más prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados. En cuanto al amigo y a su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres, simplemente por encontrarlos juntos les hicieron correr la misma suerte, según el dicho alemán Mitgefangen mitgehangen, ("juntos hallados, juntos ahorcados").
Trágico fue también el caso de un conde que tenían dos hijos. A uno se lo llevaron una tarde, al otro consiguió esconderlo, todavía a tiempo. Al día siguiente me pidió permiso para refugiarse en la Legación de Noruega; quería venir después de comer a mediodía. Durante la comida aparecieron los milicianos de nuevo y prendieron al más joven de sus hijos. El conde llegó sólo a la Legación.
En la noche siguiente dispararon contra los dos hijos juntos y los mataron.
Se dieron muchos casos en los que la preocupación por los demás miembros de la familia impedía la salvación propia. El amigo de un joven duque perseguido solicitó asilo para este y se le concedió. Pero él se negó a tomar en consideración esta oportunidad porque decía que, al no encontrarle a él, se llevarían a su madre. Al día siguiente lo prendieron en su casa y por la noche lo mataron a tiros. Había sido durante años ayudante de Primo de Rivera. Más tarde, tuve que acoger a su familia, para él ya era demasiado tarde.
Este procedimiento era el corriente; para obligar a presentarse a los hombres, se prendía a las mujeres. La mayor parte de ellos se veían sometidos a esta presión. Por esa razón, tenía yo que acoger en muchos casos, no sólo al hombre perseguido y amenazado de muerte, sino a la familia entera con niños y todo. Más de una vez, cuando el marido y la mujer habían encontrado refugio, se llevaban a los hijos menores. Tal fue la causa de que tuviéramos en casa familias con niños pequeños.
Los escondrijos en los que algunos de los hombres tuvieron que guarecerse, hasta que pudieron llegar a nuestra Legación, pasadas semanas, y, con frecuencia, también meses, eran a veces fantásticos. Solía ocurrir que las personas que habían escondido a fugitivos eran también víctimas de su encomiable proceder. Las situaciones que nos deparan los tiempos revolucionarios son no sólo la falta de reconocimiento, sino el más severo desprecio de las mejores virtudes humanas tales como la nobleza y la lealtad. Podría escribirse acerca de esos meses madrileños un libro entero lleno de ejemplos al respecto, para vergüenza de la humanidad, pues hay que tomar en consideración el hecho de que no se trataba aquí de una persecución más o menos legal por parte de Tribunales o de autoridades, sino del proceder arbitrario de individuos no cualificados, o sea que no se propugnaba una oposición al Estado, sino una ayuda contra la criminalidad.
Y como ejemplo, puede valer éste: el propietario de una finca de mediana importancia, situada al suroeste de Madrid, se encontraba al empezar la lucha, con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores de la cosecha. Antes de que cundiera la consigna, que inmediatamente se extendió por el pueblo, de matar a todos los terratenientes, huyeron, en primer lugar, a esconderse en un pozo, adonde un criado que les era fiel, les llevaba alimentos de noche. Allí se pasaron varias semanas hasta que enfermaron y quedaron sin movimiento.
En uno de sus pajares había una pared doble; el espacio entre ambos lienzos de pared era de unos cincuenta centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al método español de paja cortada. Excavaron por las noches un "túnel" que atravesaba la "montaña" de paja, y, al final de esa "galería" hicieron un hueco en el primer tabique y se cobijaron entre los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos dos hombres unos seis meses largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya que cada pocos días volvían a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado les dejaba, en un lugar determinado, algunos víveres con los que desaparecían, inmediatamente, de nuevo al escondite en el que tenía que permanecer inmóviles aguantando el calor del verano y el frío del invierno, sin ventilación; y eso durante seis meses.
Resulta difícil imaginar los tormentos que tuvieron que soportar. Más de una vez estuvieron a punto de salir afuera y dejarse asesinar antes de seguir aguantando. Sólo les mantuvo la esperanza de recibir ayuda de su familia. Finalmente así fue. Debido a las gestiones de una hija, el camión de la Legación llegó al pueblo con el pretexto de comprar víveres. Al caer la noche, recorrió un trecho hacia las afueras del pueblo y esperó allí a los dos desgraciados a quienes el viejo criado sacó "de contrabando". Los trajeron a la Legación en estado francamente lastimoso.
En muchos casos, era ya corriente que los hombres perseguidos fueran de un lado para otro por las calles y, a la noche, se metieran en cualquier agujero, o debajo de una maleza o en algún otro escondite parecido, hasta que, finalmente, los prendían o ellos encontraron cobijo en una Legación.
Pero, sobre todo, lo que no había que hacer era quedarse en una vivienda a esperar, cada segundo, los golpazos en la puerta, anunciadores del subsiguiente "paseo".

"Controlo" una casa grande
No es, pues, de extrañar que las dos viviendas que yo "controlaba" se llenaran en un plazo muy breve. Tenía que ampliar mis locales, ya que la inseguridad, que día a día iba creciendo, no permitía pensar en dejar de prestar ayuda. Era un peso que la conciencia simplemente "no podía soportar".
Cuando se han vivido esas escenas y se han oído súplicas desesperadas de esposas, madres, hermanas, un ser humano compasivo, prescindiendo de todo sentimentalismo, no puede permitirse una fría reflexión diplomática considerando ulteriores complicaciones; lo que hay que hacer, en tales casos, es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar estimándose a sí mismo.
Decidí, pues, hacerme con toda la casa, de catorce viviendas (dos por cada planta), para la Legación. Los pocos inquilinos que aún quedaban allí, ya se habían tenido que pasar, sin más, a mis locales protegidos. Ahora podían volverse a sus viviendas, con la obligación de mantenerlas a mi disposición, para que pudieran ocuparlas, además, otros refugiados. Mediante una instancia por escrito, bien razonada, más una conversación convincente, conseguí del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) el reconocimiento de todos los derechos de extraterritorialidad para el edificio de Abascal 27, que quedó reconocido, en su totalidad, como residencia de la Legación de Noruega.
Al día siguiente, recibí la correspondiente confirmación expresa por escrito. Pero, ya la víspera, y basándome en la correspondiente promesa verbal, al volver a casa por la tarde, expliqué al portero y a los dos puestos de guardia que, desde ese momento y en lo sucesivo, el territorio noruego empezaba en el umbral de la puerta y que nadie podía cruzarlo sin mi consentimiento. La casualidad quiso que ya esa misma tarde quedará patente la efectividad de la medida; vinieron, primero dos milicianos a recoger al inquilino de una vivienda de planta baja que aún habitaba allí con su familia, empleando la fórmula clásica de que se trataba de prestar "declaración" ante un tribunal, lo cual hubiera acabado ineludiblemente en el "paseo".
El hombre pudo todavía escapar, por una puerta trasera, a otro piso más alto. A los que le venían a buscar, se les explicó que tenían que salir de allí porque se hallaban en territorio extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad asesina, no les había ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez de ellos en dos autos. No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los dos policías de guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de disparar contra el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización.
Hasta eso no querían ellos llegar, ya que tenían un concepto muy unilateral de los disparos. Se retiraron, gruñendo y amenazando, pero no volvieron nunca más. Nuestro hombre había salvado la vida, que hubiera perdido de no ser por ese derecho de reciente adquisición.
Al día siguiente clavamos en la pared, al lado de la puerta de entrada, la copia del documento, que en los tiempos que siguieron prestó servicio más de una vez.
A lo largo de todo ese tiempo, adquirí la experiencia de que una actitud decidida, en que se mantiene desde un principio una conducta intransigente, constituye la mejor protección frente a la masa.
El principio indiscutible de una inmunidad condicionada a un poder efectivo, provoca comouna especie de barrera invencible. Tal actitud me ha ayudado siempre en situaciones difíciles. Si aquello s energúmenos hubieran podido percibir alguna vacilación interna mía en cuanto a la seguridad propia, las cosas se hubieran torcido, ciertamente, más de la vez.

¿Cómo viven novecientas personas en una casa?
El edificio de la Legación se fue llenando durante los meses de septiembre y octubre de 1936, de modo que tuve ocupar, en noviembre, algunas viviendas más, en el inmueble vecino. Por ello trasladé también allí el Consulado, por el motivo de haber sido tiroteado el edificio donde estaba instalado, en el centro de la ciudad. Al final llegó a haber unas novecientas personas en el "asilo" noruego, número superado en algunos centenares por la Embajada de Chile, que contaba, eso sí, con más edificios.
Ahora, imagínense lo que representan novecientas personas a quienes hay que acomodar, juntos, en una casa de pisos de alquiler, aunque ésta sea grande. Luego, pensemos en que esas personas no podían dar un sólo paso fuera de la casa, sin correr peligro de muerte o al menos de privación de libertad; que estaban mezclados al azar, procedentes de todos los niveles sociales y, por tanto, de muy distintos modos de relacionarse; que se pasaban la noche y el día encerrados en los mismos cuartos y todo ello ¡durante más de un año entero! (1937).

A esto hay que añadir las temperaturas diarias de Madrid que, en invierno, a veces descienden a varios grados bajo cero, sin calefacción para combatirlo… ¡Y, aún era, sin duda, peor el verano con un calor que alcanzaba los 40° a la sombra! Quien sea capaz de hacerse cargo de lo que fue esta realidad, podrá tener una idea de los problemas originados por tan terrible situación. Añádase a ello la dificultad de alimentar a estas personas en una ciudad en la que reinaba el hambre desde hacía varios meses. Todo ello, por si fuera poco, sin contar más que con escasísimas cantidades de dinero, ya que la gente, tras varios meses de encierro, muy poco o nada podía aportar. El gobierno noruego no aportó ni un céntimo en la empresa, hasta el punto de que los telegramas que se le enviaron, relacionados con los "refugiados" y con su evacuación, tuvieron que pagarse a costa del fondo común de los mismos acogidos.

Es de esperar que no se repitan acontecimientos como éstos, tan demenciales que obligaron a socorrer en un refugio de urgencia a tal cantidad de gente y por tanto tiempo, pero ya que el destino hizo que interviniera en la organización de la vida diaria en estos digamos "acuartelamientos masivos permanentes" considero de interés desde el punto de vista testimonial, relatar a continuación la historia del refugio en la Legación de Noruega de Madrid. Las doce viviendas disponibles del inmueble estaban ocupadas cada una por sesenta y cinco a ochenta personas.
La casa tenía la ventaja de poseer grandes cocinas con dos fogones cada una, así como amplios cuartos de baño, dos por cada vivienda, más un pequeño retrete. Todo los cuartos, salvo, naturalmente, los mencionados, tuvieron que utilizarse para dormir.
En cuanto a muebles, no había muchos, porque varias viviendas estaban completamente vacías cuando las ocupamos, mientras que otras habían experimentado la pérdida de parte de su mobiliario, con ocasión de anteriores registros. En cuanto a las camas, sólo habían quedado algunas.
En consecuencia, había que dormir en colchones, en el suelo.

Al principio, se recogían colchones y ropa de cama de las viviendas de los refugiados. Pero pronto se hizo esto demasiado difícil, por haberse dictado una disposición por la que se declaraban embargados todo los colchones de Madrid. Tuvimos que comprar cantidad de colchones baratos rellenos de borra. En ellos, se acostaban, en una misma habitación, de ocho a doce hombres o mujeres; únicamente a las familias con niños se les permitía alojarse, juntos, en una habitación para ellos.

Durante el día se amontonaban los colchones, se recogían en algunos cuartos en un rincón y se instalaban las mesas y sillas existentes, fabricadas en nuestra propia carpintería: para montar "cuartos de estar".

Cada piso tenía su Jefe, al que asistía un ayudante; tenía que distribuir el trabajo, la compra y la rendición de cuentas y cuidar del orden de la vivienda y de las convivencia entre los residentes. Los jefes de cada piso habían de responder directamente ante el jefe de Administración (Chef des Kommisariats) que asumía la administración conjunta y empleaba a Jefes de Sección con las siguientes competencias: Caja y Contabilidad, búsqueda y compra de carne, leche, pan, etc.; Transporte, Policía interna, Atención a los presos, Vigilantes nocturnos y Porteros de día, así como una Inspección de higiene. Dicho Jefe de Administración estaba en contacto constante con cada Jefe de piso, por un lado y con mi Secretaría por otro. Todos aquellos incidentes que no podía solucionar el Jefe de piso, pasaban al Jefe de Administración. Únicamente en el caso de que tampoco él  pudiera dominar el asunto, pasaba éste a mí Secretaría que, en un principio, intentaba resolverlo por sí misma y sólo cuando no lo lograba me lo transfería mí. Debo decir en honor de mis refugiados que en este caso, y me refiero a cuando se trataba de desacuerdo entre ellos, sólo se dio pocas veces y que, siempre, mi opinión personal bastaba para resolver, inmediata y totalmente, la posible diferencia.

Disponíamos de un servicio excelente de sanidad ya que contábamos con diez médicos que estaban en la Legación. Se habilitaron dos salones grandes para enfermería, de hombres y de mujeres respectivamente, con buenas camas, cuarto de baño, y otro cuarto para medicamentos, etc. En esta enfermería, atendimos impecablemente a varios partos, pero también tuvimos un caso de defunción por tuberculosis.
La inspección sanitaria de todo los espacios y habitaciones del edificio la practicaba con frecuencia un médico encargado de la misma y se procuraba con esmero mantener la máxima limpieza. También tuvimos la suerte que se produjeran muy pocos casos de enfermedad.
Hubo quienes vinieron a la Casa con toda clase de padecimientos de estómago o de otras enfermedades crónicas, que aducían no poder comer de los platos que constituía nuestro menú diario (a saber, sopas espesas o purés, de garbanzos, judías blancas, lentejas etc. patatas, más un poco de jamón, de cuando en cuando carne fresca y bastante cantidad de arroz) y que, pasado algún tiempo, dejaron de lado sus dolencias de estómago, sin otras causas y comían de lo que había y se dio el caso curioso que muchos enfermos de estómago, curaban su dolencia y estaban más sanos así, de lo que habían estado durante años.
Los niños, y también los mayores a quienes se lo mandaba del médico, podían subir a diario, durante algunas horas, a la terraza de la casa para disfrutar del aire y del sol. A los demás no se les permitía porque hubiera sido demasiado peligroso, ya que había milicianos acuartelados en las "villas" de los alrededores, de quienes se podía pensar que dispararían se veían mucha gente.
Consecuentemente, tampoco se permitía que nadie saliera de día a los balcones, había que tener bajadas las persianas y la casa tenía que dar, por fuera, la impresión de estar deshabitada.
El movimiento en las puertas de entrada tenía asimismo que quedar limitado al mínimo posible.
Dichas puertas que eran de hierro, estaban cerradas y los vigilantes solamente las abrían para dar paso a personas o carruajes. Se anotaba con exactitud en un libro-registro los datos de entradas y salidas con la correspondiente mención horaria y todas las mañanas me presentaban la lista exacta del día anterior. Durante los primeros meses teníamos, a efectos de vigilancia, seis hombres de la Guardia Nacional, que, al ser siempre los mismos, vivían en parte con su familia, en los sótanos de la Legación.
Más adelante, los policías destacados a efectos de protección, montaban guardia en la calle, delante de la puerta y no les estaba permitido traspasar el umbral. Los propios refugiados asumieron entonces la de vigilancia propiamente dicha.
Todo el trabajo que había que realizar en la casa corría a cargo tanto de las mujeres como de los hombres: guisar, lavar, planchar, eran tareas confiadas a las mujeres; limpiar las habitaciones, pelar patatas y otros trabajos auxiliares de la cocina, acarrear carbón y leña y demás trabajos rudos quedaban a cargo de los hombres; sobre todo de los jóvenes. La distribución de las faenas correspondía al "Jefe de piso" y había que atenerse a ella rigurosamente. Con razón podía yo, ocasionalmente, hacer alarde ante los comunistas, del "comunismo ideal" que se practicaba en nuestra casa, donde cada uno trabajaba para todos y donde se daba literalmente el caso de que una duquesa lavara la ropa de su criada, cuando a ésta le tocaba la semana de "cocina" y a ella la semana de "colada".
Así de "comunista", en el buen sentido, era también la solución que se daba a la cuestión económica. Al principio, la mayoría de la gente disponía de alguna cantidad de dinero, mayor o menor, o podía procurársela a cargo de amigos o parientes. Como, en realidad, salvo el tabaco, sólo podía gastarse en comer y en beber y se trataba, por tanto, de gastos comunes, éstos se liquidaban toda las semanas en comunidad y por pisos. El Jefe de piso mandaba buscar cada mañana a nuestros propios almacenes en el sótano los alimentos necesarios que tenía que pagar.
Al final de la semana  hcia las cuentas y las repartía entre los ocupantes de la casa. Los gastos oscilaban según los pisos, ya que algunos se administraban con algo más de "sibaritismo"; pero, como término medio salíamos adelante con tres pesetas (más o menos, un marco) diarias por persona, en "pensión completa"; a saber, con desayuno, consistente en café con leche y pan, comida y cena, con dos platos calientes, tan abundantes como quisieran, y un vino ligero del país.

Tan pronto como aumentó algo el número de refugiados, puse en servicio, primero un camión y, al poco tiempo otro. Ambos los había "controlado yo", es decir que el primero lo puso su dueño voluntariamente a nuestra disposición, para salvarse; sólo teníamos que pagar el carburante y al conductor.
El segundo, lo solicitamos al organismo correspondiente que se hallaba bajo la dirección de mi antiguo chófer, que nos lo proporcionó y cuando ya llevábamos algunos meses utilizando este vehículo, un día que lo teníamos aparcado delante de casa, aparecieron de pronto algunos milicianos increpando al conductor; resulta que aquel camión les pertenecía a ellos; es decir, a la organización anarquista y, según decían, se lo habían robado los socialistas. Por más que les dijimos cómo lo habíamos conseguido no se dejaron convencer, se metieron dentro, tiraron la mercancía que llevaba el camión y se fueron con él. El chófer pudo seguirle la pista y comprobar que lo encerraban en un garaje muy próximo a la Legación. Entró y se quejó al "responsable" del garaje, que se manifestó como un anarquista exaltado y, con malos modos, le echó afuera al chófer, que estaba afiliado al socialismo. Después supimos que se dirigió a varias embajadas ofreciendo, muy amablemente, los servicios del camión en condiciones prohibitivas.
No nos dejamos intimidar y nos dirigimos a los directivos de la Dirección de transportes exigiendo la devolución del vehículo que se nos había entregado con absoluta legalidad. Telefoneé personalmente al que ostentaba la más alta dirección, que me prometió aclarar el asunto, lo más brevemente posible. Tres días después, reconocía que habían surgido dificultades y que no sabía cómo podría dar por resuelto el mencionado asunto. Me enteré, por otras referencias, de que el "cancerbero" del garaje se había comunicado con el alto directivo de transportes y le había propuesto unas marrullerías de las que aquel señor se sintió abochornado y ya no se atrevió a volver a hablar con el anarquista.
Mandé a mi secretario alemán que fuera a ver a aquel bárbaro y le invitara, amablemente, a venir a verme a la Legación para tomarse una copa conmigo. Accedió a la entrevista, y al poco tiempo mi secretario me presentaba a un verdadero oso. Era gallego (habitante del ángulo nordeste de España de donde proceden casi todos los cargadores, seguramente con algún componente germánico, puesto que allí se mantuvo el reino de los suevos), grande, cuadrado, bastote, peludo, con voz poderosa. Le recibí como un buen amigo con el que hubiera "tenido algún malentendido". Habíamos charlado media hora cuando me abrazó efusivamente, como también a mis tres secretarios y nos dijo que repararía enseguida el vehículo que su gente había estropeado conduciéndolo y que en dos días lo tendríamos a nuestra disposición. Y añadió que si, en adelante, tuviéramos que hacer alguna reparación, o necesitáramos otros coches, no teníamos más que decirlo. De hecho, a partir de entonces, no sólo nos reparaba los vehículos, sino que más de una vez, ponía otros a nuestra disposición si, por algún motivo, los necesitábamos.
He referido este episodio como sintomático de la "coexistencia" de rudeza, y de bondad de corazón, en estos seres primitivos. Todo español lleva dentro algo así como un "caballero"; sólo hay que ayudarle a que éste se manifieste.
Nuestros dos camiones, así como el vehículo de reparto, nos llevaban ahora sin impedimentos, por todo el país; primero por las provincias que rodean Madrid y después hasta Almería, Murcia y, con frecuencia Valencia, a comprar víveres. También nos servíamos a veces de los comunistas, que se ponían a nuestra disposición, como mediadores que traficaban, en régimen de intercambio, con organizaciones comunistas de localidades próximas que, por ejemplo, cambiaban jabón por patatas, carne o garbanzos por café. Más adelante, teníamos que llevar, con regularidad, café, azúcar o jabón a los lugares donde queríamos comprar algo, para poderlo hacer, ya que desde la primavera de 1937 los labradores no estaban dispuestos a enajenar víveres por dinero, ni siquiera en localidades más distantes.
Esta organización de compras, que actuaba activamente no solamente nos permitía cubrir generosamente las necesidades de nuestra propia Legación, sino también ayudar ampliamente a la mayor parte de las demás, mediante el suministro de víveres, lo que, dada la escasez que ya empezaba padecerse, nos atrajo naturalmente su simpatía. Pero es que, además de todo lo dicho, llegamos incluso a poder proveer de víveres a las cárceles. Durante mucho tiempo, y de acuerdo con la persona que tenía contratado el suministro de los presos, a razón de 1,50 ptas por individuo y día, suministramos patatas a todas las cárceles de Madrid hasta que empezaron a escasear los alimentos y el combustible para los camiones y hubo que dejarlo.
Con ocasión de mis muchas visitas a las distintas prisiones, sus directores me daban a probar una muestra de la comida y, como ésta solía consistir únicamente en una sopa aguada con arroz o lentejas, replicaban a mis exigencias que no podían procurarse otra cosa y, sobre todo, no había modo de encontrar patatas, tan necesarias para saciarse. Nuestros camiones procuraron ayudar hasta que, en enero Melchor Rodríguez, un hombre de mucho mérito de quien hablaremos más adelante, se procuró en su calidad de Director de Prisiones de Madrid, medios propios de transporte y pudo encargarse de llevar a cabo el suministro.
Según avanzaba la contienda escasearon tanto los víveres en toda la zona dependiente del Gobierno rojo, que los camiones regresaban medio vacíos, a pesar de todas las mercancías que llevaban para el trueque. Entonces, en una situación de emergencia tuvimos que traer víveres de Marsella, mediante una comisión conjunta establecida, por el Cuerpo Diplomático. Mediada la guerra no había modo de conseguir ni siquiera aceite, y a principios de julio de 1937 no pudimos obtener ya ni un solo kilo de arroz, ni en Valencia, el gran centro arrocero, ni en sus alrededores que no cultivaban otra cosa.

El hambre de la población civil
Ya desde el mes de diciembre de 1936, Madrid padecía verdadera escasez. Y esta necesidad no consistía sólo en la falta de alimentos, sino que aún era casi peor la falta de combustible. Se formaban “colas” kilométricas. ¡Mujeres hubo que se habían puesto a la cola a las dos de la madrugada y que a las diez o a las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos kilos de carbón!
A pesar de que había una considerable reserva de carbón en Madrid. Se almacenaba en los trasteros de las casas señoriales, en las que, como de costumbre, ya desde principios de verano, se encerraba el carbón para la calefacción del próximo invierno.
Todo esto había sido objeto de incautación, y el carbón que se suministraba al Cuerpo Diplomático procedía siempre de las carboneras de esas casas. ¿Qué iba a pasar el próximo invierno cuando dicha reserva faltara? Se abatieron árboles, en el mismo Madrid, y sobre todo en los alrededores, y esa leña verde, procedente de pueblos cercanos, se traía en carros arrastrados por mulas y burros a Madrid, donde se vendía a precio de “straperlo”.

Las tiendas de comestibles abrían en su mayoría, pero casi no tenían género. De momento, la gente todavía recibía pan y cierta cantidad de arroz. El azúcar y el aceite se expendían en cantidades mínimas. Pero al cabo de algún tiempo empezó falta el pan, que es lo peor que les puede pasar a los españoles.
Durante algunas semanas, en febrero de 1937, se iban formando, colas interminables para adquirirlo. Junto a la Dirección de Seguridad había una tahona, donde, naturalmente, se formaba una cola como en todas las demás. Me interesé a través de varias mujeres que consideré de mejor apariencia social las vicisitudes que tenían que soportar en la “cola” y así me enteré que llevaban allí de pie, alternándose unas con otras, tres noches desde las doce o la una para que a las diez de la mañana les dijeran finalmente que se había terminado todo el pan. Ó sea, que desde hacía tres días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían recibido nada. En marzo, por fin, se empezó a suministrar el pan, a través de cartillas con raciones muy escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con menos molestias.
Emocionante, ridículo y a la vez trágico era el espectáculo de los carritos de dos ruedas tirados por un burro, procedente de los pueblos colindantes, circulando por Madrid con algo de verdura o de fruta y conducidos por un viejo labrador, a quién seguían detrás, una caterva de mujeres, niños y algunas veces incluso hombres; andaban así hasta que el carro se paraba en cualquier sitio y entonces se procedía a la venta.

En el Madrid sitiado, llegó a adquirir la situación alimentaria extremos límites, verdaderamente angustiosos, en que fallaba hasta el racionamiento, teniéndose que valer los madrileños de los procedimientos más inusitados para poder llegar a adquirir un poco alimento, bien por intercambios de jabón, bebidas alcohólicas, tabaco..., muchos sucumbieron por el hambre, pero hubo muchísimos que lograron sobrevivir  milagrosamente, porque parecía imposible pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante cerca de tres años, cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron literalmente en los huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco e incluso treinta kilos, originándose, como consecuencia, en la población una endemia de  avitaminosis y tuberculosis, con toda las consecuencias patológicas que esto conlleva.

La Legación de Noruega era conocida en Madrid por la alimentación y los cuidados convenientes que dispensaba a sus refugiados; también salían de allí diariamente víveres para los familiares que estaban fuera y para las cárceles. Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación estaba abastecida, en su almacén propio, con los víveres necesarios para mantener, durante unos meses, a un número de personas que oscilaba entre las ochocientas y las novecientas.
Vacas españolas y leche noruega "Noruega" ¡tenía hasta sus propias vacas! ¡Nada menos que cincuenta! Porque la leche era naturalmente uno de los alimentos más escasos. Nosotros no las habíamos comprado, sino "controlado". Me explico: me había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un edificio próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes, situados en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente provisional y primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si de ésta daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas.
No había pienso que comprar en Madrid y su propietario no tenía medios de transporte de ninguna clase para procurárselo trayéndolo de otra parte. Dado que todos los propietarios de vacas estaban en la misma situación, ya se habían sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta de que la carne se pagaba muy cara.
Convine, pues, con el hombre en hacerme yo cargo de las vacas, a cambio del suministro exclusivamente a mi Legación de la leche producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción del coste del pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar y atender como es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros camiones y obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre todo para nuestros ciento veinte niños.
Los garajes existentes en la casa se utilizaron ocasionalmente como mataderos, cuando las vacas ya se secaban o cuando se las podía comprar para sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación una vaca destinada al sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche sorprendió al vendedor y a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre causó extrañeza y acabó siendo conducido con su "acompañante" a la Comisaría y allí pasó la noche.
La vaca se comió la colchoneta de un policía. A la mañana siguiente, tuve que reclamar la vaca por la vía diplomática, después de lo cual, la trajeron a empujones a la Legación, con su propietario por delante tirando y dos policías empujándola por detrás.

Todavía teníamos otras quince vacas más en régimen de "pro-indiviso". Pertenecían conjuntamente a Chile, Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban en un establo chileno junto al hermoso palacio en el que estaba instalado el decanato del Cuerpo Diplomático. Checoslovaquia las había conseguido y Noruega cuidaba de procurarles el pienso. Su leche se repartía amistosamente entre los tres Estados y nunca se formularon reclamaciones diplomáticas aún cuando disminuyera con el tiempo, la ración y se aceptara que la proximidad "geográfica" favoreciera a nuestros amigos los chilenos.

Comienzo de la Guerra Civil



EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL

Hacia el caos
En el curso de una consulta con un abogado de izquierdas, en Madrid, en la mañana del 17 de julio de 1936, me enteré de que las tropas del Marruecos español se habían declarado independientes del Gobierno y no se sabía exactamente lo que estaba ocurriendo en algunas ciudades de provincias. En cuanto a la normalidad en las calles de Madrid, no se notaba nada especial. Yo vivía en mi casa de campo a 35 km. al norte de Madrid, al pie de la sierra de Guadarrama. Cuando al atardecer de ese día, iba subiendo hacia allá, conduciendo mi coche, la carretera estaba animada como de costumbre, con familias que se daban un paseo en sus coches y para las que el buen tiempo reinante resultaba, a ojos vista, más importante que la tormenta política que se temía ¡Era su último día de tranquilidad!
Precisamente en ese mismo día, había yo comunicado, a los obreros de mis talleres que el trabajo se suspendería durante algunos meses y, por primera vez, los encontré reacios a aceptar esa medida, de carácter anual, impuesta por las características de la estación estival. En esta ocasión, se negaron a firmar. Se trataba de trabajadores organizados, socialistas y con algún comunista que otro.
Por primera vez había caído entre ellos un anarquista de la C. N. T. y de ahí que mostraran esa actitud de resistencia a suspender el trabajo. A pesar de mantener una disciplina estricta, siempre me había entendido muy bien con ellos, y, en esta ocasión, confié también en su sensatez.
De repente, durante la noche, la situación se puso más seria. El domingo no cruzó por allí ningún tren procedente del norte de España. Desde Madrid subieron solamente dos trenes vacíos, sin uno sólo siquiera de los cientos de excursionistas que normalmente los utilizaban. Se rumoreaba que Madrid podría estar ardiendo o ser blanco de tiroteos, etc. no había forma de confirmar nada, el teléfono estaba cortado.
El lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de orientarme. El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el primer pueblo, estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del campo con escopetas de caza, que me desaconsejaron la continuación de mi viaje a Madrid, dado que todos los que, hasta entonces, habían pasado para allá se habían tenido que volver porque no les dejaban continuar. Al insistir, exponiendo la necesidad que tenía de llegar a mi Consulado, me acompañaron, con gran cortesía, -porque me conocían personalmente-, al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto para trasladarme libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo siguiente, vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores armados, detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los que se había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más "rojos" que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les tenía sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a ellos. Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus viejas escopetas de caza.
Yo les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme órdenes a mí, ya que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad para trasladarme de un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.
Éste era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No estaban aún muy seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y prefirieron pactar con lo desconocido. Con miradas severas para los compañeros que no estaban conformes de que continuara mi camino, dijeron que podía seguir viaje a Madrid bajo mi propio riesgo, pero que pronto tendría que volver porque, seguramente, más abajo no me dejarían pasar.
En los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el celo revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera armada, cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas, con las mismas pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su voluntad. Pero, a pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba conduciendo y aconsejándoles que no hicieran el ridículo con su exagerado montaje de seguridad.
Una vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me ví obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas.
Finalmente, salvando todos los obstáculos, llegué a la “Puerta de Hierro”, plaza de la que arranca una hermosa avenida que conduce a Madrid. Allí me encontré, por primera vez, con la autoridad oficial del Estado, representada por unos cincuenta policías uniformados. Estaban sentados tranquilamente en los bancos de un café; a la orilla de la plaza y, en contra de lo que me habían vaticinado en todas partes, no parecieron excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos aparatosos para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al policía sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro. Dijo que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las circunstancias no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda, en dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.
Me dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me ví en las calles de Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad, que se habían pertrechado con toda clase de "armamento" metálico, incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi coche el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar fortuna, dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico "¡Cónsul de Noruega!" les desilusionada muchísimo, no sabían cómo encajar esa contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar por la soberana naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto a lo que era "Noruega", por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo seguía, sin más, mi camino, no dejaban de mirarme con cierto asombro.
Finalmente, llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba cerrado y que allí no trabajaba nadie. Las calles estaban completamente vacías de gente, si se exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos que en algunos casos, sin embargo se mostraban francamente amenazadores; en una ocasión fue necesaria la enérgica oposición de unos de ellos, más razonable que los demás, para impedir que disparan contra mi coche.

Rendición del general Fanjul
Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?.
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo.
Ésa misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin  Madrid, y por tanto sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.

Se arma al populacho
El nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral, farmacéutico de Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más control, lanzando un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas, hicieran uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías y, también, el mismo día, se abrieron las puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se les liberó como a “hermanos”, porque en ese momento se necesitaban los locales para los disidentes políticos. Se empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó, con el pretexto de que, desde esos edificios se había disparado contra el pueblo.
Empezó el terror, pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles con sus armas recién “adquiridas”, se consideraban a sí mismos como guardianes de un determinado "orden", al estilo de una especie de "policía política". Toda la gente decente permanecía escondida en sus casas. Todavía no les pasaba nada; la primera "furia" descargaba en conventos e iglesias. Las calles, aún vacías por las mañanas, las llenaba el populacho a mediodía. Los tranvías no funcionaban, sólo circulaban algunos coches aislados, a toda marcha, con gente armada a bordo, que sintiéndose importantes y con marcado desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran velocidad por las calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes, porque mi chófer, que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet socialista en la mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres ya de todo acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi casa, con la ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la carretera conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los "militares", y me dejaron pasar.
La "soberanía" del pueblo Por entonces empezó la era de la "soberanía del pueblo". Y con ello fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto, intimidados por las "especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos. “¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago. Cualquier "san culotte" que llevara uno de los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le ponía la boca del revólver delante de la suya.
A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver.
Estos solían ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P! pronunciado con aire triunfalista.
Esto ocurría así, hasta el punto de que, más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por mandos de las "formaciones" más increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas semanas ese tipo de "explotación" de su negocio, bajo  amenazas de muerte. Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado, de alguna manera el disgusto de su "noble clientela".

Terror en la carretera
En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: "¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!”.
Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros  días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, -que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real-, ser el escenario de asesinatos a gran escala.
Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados "milicianos", gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un "Tribunal", compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos "para el pueblo" cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio "Tribunal". A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales escenas nocturnas.
A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura.
Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó "in situ" a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: "¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!". Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el "encargo", pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del "más allá".
Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.

Se inventa el "paseo"
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno, pero en su gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los "ateneos libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos "piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por "controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches de más potencia desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y  llevarse a sus moradores eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto final" de las “relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la ciudad; así es como en España surgió la expresión "dar el paseo" que equivalía a asesinar.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos, al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron mi intervención.
Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades, situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc.. que se iba llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas, acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por el término municipal para sustraerlos a la mirada de los "incautos" o "no adictos".
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por noche, de cien a trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso, estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los trabajadores.

Tribunales populares sin jueces
Los defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares” constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de "trabajadores" habían montado sus tribunales privados y sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas, de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo.
Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor. Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas "fábricas de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho.
No sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño!
Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento cincuenta y seis de los míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo han traído aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!" Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien,  colaboraban con dichas "checas".
Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino
que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces.
Pero el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los "nacionales" en el buque que viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el "garrote vil" (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).

Así murió el descendiente de Colón
Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del Gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso y vivía muy sencillamente, en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores, requisó y ocupó una parte del viejo  palacio. En la otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que, de repente, desapareció de su casa. Una Embajada sudamericana que permanecía en constante contacto con él, se lo comunicó inmediatamente al Gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio.
En cambio, la citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo  establecer, a los pocos días, que le habían llevado a una "checa" comunista y que había quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación.
En los días que siguieron, aún recibió el Gobierno telegramas de una docena de repúblicas hispanoamericanas que asimismo reclamaban su liberación y se ofrecían para llevarlo a América.
Diez días después de haberse comunicado al Gobierno la dirección del lugar donde lo mantenían preso, el Ministro representante diplomático de una República americana se enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y lo habían matado a tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo inmediatamente, revelaron que lo habían encontrado, efectivamente muerto por arma de fuego, en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral y que lo habían arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos veinte cadáveres más, que asimismo habían hallado y recogido. El ministro asumió la terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha fosa común y se enterrara el cadáver de Duque en una sepultura especial, desde la cual, más  adelante, se le trasladaría a la mencionada República, primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto ocurría ya bajo el "Gobierno Popular", compuesto por socialistas y comunistas, de Largo Caballero, cuyo poder o buena voluntad ni siquiera le había llevado a atender, en el espacio de diez días que tuvo, la demanda de las repúblicas hispanoamericanas en favor de la vida del Duque de Veragua, provocando un baldón más para España con la protesta de la totalidad del mundo americano.

Mi pueblo serrano se contamina
El furor sanguinario llegó a prender, entonces, hasta en nuestro, por lo demás tan pacífico, nido montañero. Junto a la casita solitaria de un peón caminero, situada en la pendiente de enfrente, al otro lado del río Guadarrama, en la carretera directa de Madrid a el Escorial, yacían cada mañana, cadáveres de hombres y mujeres, traídos de Madrid y muertos a tiros ¡Y el trayecto recorrido era ya de más de treinta kilómetros! El peón caminero no pudo aguantar más y se fue, con su familia, a otro pueblo. En cuanto a la inhumación de dichas personas se practicaba, en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacía molesto.
Una mañana yacían allí dos señoras bien vestidas, pertenecientes, por su aspecto, seguramente a la aristocracia, según me contó un guarda. Con el fin de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar en donde, por lo visto, quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Éste episodio se lo conté pocos días después, al ministro Prieto, con el propósito que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional montada, para vigilar nuestros alrededores. El ministro parecía haber quedado muy afectado por los datos, tan precisos, que le facilité, y dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen adquirido por semejante criminalidad, porque él, claro está, no veía lo que ocurría, con sus propios ojos como yo. Aún le di cuenta varias veces más de los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por las noches y, siempre que se lo denunciaba, me prometía intervenir. Pero lo que yo no podía, era comprobar el éxito de mi gestión y, menos aún, averiguar si hacía lo que yo le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a tiros en el mismo lugar en el que cometieron sus crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El Gobierno carecía entonces de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.
Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía dicha bestialidad como un contagio. Sólo pocas semanas antes, la población de esta aldea había cortado la carretera, personalmente con sus cuerpos, cuando unos anarquistas, procedentes de Madrid, quisieron sacar de su castillo, situado en el sitio más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años, era el benefactor de todo los pobres de la zona. Pero, luego, siguiendo las instigaciones de otra banda anarquista de Madrid, que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar de sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su domicilio, matándolo por el camino.
Esos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en hiena. Las casas del extenso barrio de "villas" u hotelitos, sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Un ejemplo, especialmente terrible de ello, lo tuve una tarde en que me llamó la atención un intenso tiroteo en la ladera de enfrente. Me informaron de que cuatro oficiales de paisano eran objeto de una "cacería", organizada desde El Escorial, donde se les había encerrado con centenares de otros en el Monasterio, del que habían huido. Esos oficiales no habían participado nunca en la lucha, sino que los acontecimientos los habían sorprendido en su veraneo y habían quedado detenidos.
Consiguieron cazar a dos de ellos. Los otros dos habían huido y no los encontraban.
Al día siguiente, el que había sido, durante años, chófer del propietario de un "chalet" de nuestra colonia, iba con el antiguo vigilante del coto de pesca del río Guadarrama, conduciendo por la carretera de El Escorial, cuando le llamaron dos hombres y le pidieron que les llevara a un pueblo, pues estaban heridos. El hombre paró el coche, sacó su pistola y mató a uno, mientras que el vigilante, con su escopeta de caza disparaba sobre el otro. Se trataba de los dos oficiales perseguidos que se habían podido esconder y que ahora, acuciados por la necesidad, creyeron poder contar con la compasión de aquellos hombres. Los dos que dispararon contra ellos habían pasado hasta entonces por personas decentes y se hubieran horrorizado ante cualquier homicidio, tanto más cuando se trataba de dos seres humanos totalmente desconocidos y necesitados de ayuda. Tal era el resultado de la revolución roja que bestializaba a sectores enteros de la población.
Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal. Un chico, que hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como trabajador adulto, era persona de toda nuestra confianza, sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dada las relaciones patriarcales que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al principio de la guerra civil, el chico se fue al frente, de miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando, me veía yo con su padre y éste me contaba que el muchacho estaba arriba en la sierra al frente de su compañía y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido, y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese "cerdazo". Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado, sólo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento, ya había caído tan bajo, que él mismo lo cometía y presumía de ello.
La libertad del pueblo, comprada, hasta tal extremo, con la depravación del mismo pueblo, no tendría valor alguno, aún en el caso de que fuera verdadera libertad.
No es, pues, de extrañar que, tras la conquista de los territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el futuro.
Por lo que a mí respecta, y en relación con mis bienes, no tuve que padecer en tales circunstancias, porque desde el principio empleé la energía necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo, que hasta mi fiel jardinero, de muchos años, que pertenecía el partido socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero que yo no le había contrariado en cuanto a sus ideas, empecé a notar que la relación con él se volvía menos amable, con sentimientos de odio y manifestaciones de repulsa hacia el proceder bestial de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes y les animaban a huir, antes de que conquistaran cada pueblo.

Labradores desarraigados
A nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre, multitudes de gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de lo alto de la sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos cacharros, y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no eran rojos, pero sí eran "pueblo" y en su círculo estrecho, habían vivido lo malo y lo bueno. Se habían convertido en víctimas de la furia destructora roja, que quería dejar a los "otros" un país despoblado, sin tomar en consideración el hecho de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento, también les quitaban su resistencia moral. Tenían que convertirse en "rojos"; en parte, por el temor a los "nacionales", que se les infundía y, en parte  precisamente por el desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las provincias entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos encontraban a su paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se había visto obligada a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas, algunos, prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en socavones en el suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así, levantaron bandera contra ellos -inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía; "apartándolos" hacia los pueblos de las provincias  mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado”. Lo primero que decían era: "nos dijeron que al llegar los "moros" matarían a todos los hombres y abusarían de mujeres y niños". Yo les decía: "¿y os habéis creído todo? No sólo vienen moros, sino también españoles y esos son como vosotros, no son bestias... con ellos podéis hablar". “Sí, pero no podíamos decir nada. Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos".
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos entre los que estaban sus cómplices y no había vecino ni labrador respetable que confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huídos o fusilados.
No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que esto exigía.

¿Guerra Civil o bandolerismo?
Los combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto del León de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se habían hecho fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques de la Artillería contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban numerosos aviones rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes del otro lado. En las primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de que la empresa de los nacionales estaba condenada al fracaso. Las dificultades eran demasiado grandes, sus tropas escasas, en cuanto al número. La parte financiera del asunto parecía asimismo carecer de perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una revolución bolchevique rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la revolución, mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el Gobierno, como también las organizaciones políticas. De momento sólo había un enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en Alcalá, Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo habían vencido totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la seguridad en el triunfo de los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En este aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el Estado, por una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra. Concretamente, ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera para ver quién le ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las puertas de los pisos de viviendas privadas donde había un botín que "requisar".
Se dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se disponían a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que recibían amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba. También utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en el pago. En definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas optaron, aún soportando las dificultades económicas del momento, por pagar a los dos. Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos desaforados. Toda la retórica roja de la revolución en favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos tanto denostaban.