jueves, 6 de diciembre de 2012

La hora de la verdad

Los nacionalistas han olvidado que la Constitución es fruto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político
JOAQUÍN LEGUINA 1 OCT 2012 – Tribuna El País.
 “La naturaleza nos echó a este suelo libres y desatados y nosotros nos aprisionamos en determinados recintos  como los reyes de Persia, que se imponían la obligación de no beber otra agua que la del río Choaspes”. Michel de Montaigne.
 La música nacionalista nos era conocida y también nos era familiar la letra, pero la orquesta y los atambores nunca habían sonado con tanto estruendo como ahora. Una huida hacia adelante que la crisis no ha hecho sino empujar, por dos razones, al menos:
1) la tracción centrípeta europea ha perdido fuerza y
2) el victimismo nacionalista exige más que nunca echarle la culpa de “nuestros males” a Madrid.
 ¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
 En primer lugar, ganando la batalla dentro y fuera de Cataluña a unos adversarios que prefirieron no plantar cara. Y, ya se sabe, las batallas que no se dan siempre se pierden. Además, cuando alguien no encuentra oposición a sus ideas acaba desbarrando. Por otro lado, los nacionalistas jamás hablan de las complicaciones jurídicas y tampoco de los riesgos que para ellos conlleva el viaje a ese Eldorado de la independencia. Para los nacionalistas, Cataluña (representada exclusivamente por ellos) siempre estará por encima de la Ley.
Si te opones a las ideas nacionalistas serás tachado de “centralista” y hasta de “fascista”
El desistimiento de “la otra parte” ha permitido a los independentistas convertir en mozárabes a los catalanes no nacionalistas, especialmente a aquellos que provienen de la inmigración (conviene saber a este respecto que la mayor parte de los catalanes tiene como lengua materna el castellano). En este proceso de asimilación a martillazos el gran responsable político ha sido el PSC. Basta para demostrarlo con ver las actitudes de quien ha sido el paradigma del mozárabe, José Montilla. Un hombre nacido en Córdoba, que no solo ha apoyado con entusiasmo la “inmersión lingüística” sino que le montó un pollo al Tribunal Constitucional por atreverse a “tocar” el famoso Estatuto. En verdad, si hoy te opones a las ideas y sentires de los nacionalistas serás tachado de “centralista”, “nacionalista español” y hasta de “fascista”.
También ha existido la complicidad de los grandes partidos de ámbito nacional, debida —en buena parte— al papel en que la ley electoral coloca a los nacionalistas: el de bisagra para la gobernabilidad. “No critiquemos a los nacionalistas, pues los necesitamos para gobernar (o podremos necesitarlos en el futuro)” ha sido la consigna y como consecuencia los nacionalistas han ignorado, sin más trámite, entre otras leyes, los artículos 1, 2 y 3 de la Constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo español”; “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”; “Todos los españoles tienen la obligación de conocerla [la lengua común] y el derecho a usarla”). Y así, el bilingüismo que consagra la Constitución en los territorios con “lengua propia” ha sido combatido, y no solo con la “normalización lingüística”. Imposiciones que han producido discriminación contra las personas a causa de su lengua materna.
Los nacionalistas también se han olvidado de que la Constitución es el producto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político en el que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas (los nacionalistas también).
También ha existido la complicidad de los grandes partidos de ámbito nacional, debida al papel en que la ley electoral coloca a los nacionalistas: el de bisagra para la gobernabilidad
Para acabar con el fuego, Rodríguez Zapatero —a impulsos de Maragall— echó sobre la hoguera unos cuantos bidones de gasolina en forma de nuevo Estatuto (voraz Saturno que acabó comiéndose a todos sus hijos) que, tras un delirante proceso legislativo y un referéndum fallido (la proporción de catalanes que votó a favor del Estatuto rayó con el ridículo) acabó recortado por el Tribunal Constitucional, es decir, otra vez la frustración, esa que tanto ama el victimismo nacionalista.
Pues bien, de todos aquellos polvos han venido estos pesados lodos sobre los cuales se pretende ahora poner en marcha el proceso de divorcio entre Cataluña y el resto de España. En otras palabras: se quiere recorrer un camino hacia una disgregación “a la yugoslava” que el resto de los españoles no podemos contemplar como quien oye llover y no se moja… Y sin embargo, de la boca de muchos de los políticos que representan a los ciudadanos no nacionalistas, dentro y fuera de Cataluña, salen de nuevo palabras melifluas tales como “calma”, “racionalidad”, “diálogo”, “pacto”… Volvemos, pues, como la burra, al trigo. Es decir, a la confusión… y mientras, ellos, tan dialogantes, siguen con la matraca de “España nos roba”.
¿Una negociación? ¿Sobre qué parte del salchichón? ¿Sobre la que sigue en manos del Estado o sobre la que se han tomado, legal o ilegalmente, los nacionalistas? Porque si solo se va a negociar acerca de las ya escasas competencias que mantiene el Estado, mejor apaga y vámonos.
Lo que se ha vuelto urgente para quienes no somos nacionalistas es apelar con vigor a un “patriotismo constitucional” y activo, derivado de la tradición liberal y democrática. No se trata de enfrentar un nacionalismo (el español) con otro (el catalán) sino de dejar las cosas claras: que España es una nación —la única en este territorio, eso nos dice la Constitución— y todos los líderes políticos han jurado o prometido defender esa Constitución.
En este asunto, el PSOE y, sobre todo, el PSC son víctimas de varios malentendidos que tienen su origen en el franquismo. Una primera confusión proviene de pensar que todos los que estaban contra Franco eran “de los nuestros”. Pues no. Los nacionalistas nunca han sido “de los nuestros” ni en su concepción del Estado ni en sus ideas sociales. La segunda y más grave confusión se deriva del añoso prejuicio según el cual los conceptos de “patria” o de “España” son un invento del franquismo. Bajo tales prejuicios es fácil llegar a creer, por ejemplo, que hablar o escribir en español dentro de Cataluña es el producto de una imposición de “la lengua del imperio” por parte de Franco y no una tradición muy anterior a Prat de la Riba.
El PP ha sido a menudo tan consentidor como el PSOE. Baste para demostrarlo con recordar la negativa del Gobierno de Aznar a recurrir (forzó también al Defensor del Pueblo para que no lo hiciera) la ley lingüística aprobada en tiempos de Pujol (esa que permite poner multas a los establecimientos que no rotulen en catalán). Pero, hoy por hoy, son los socialistas —que tienen en Cataluña más votos que el PP— quienes han de cargar con mayor responsabilidad a la hora de defender allí las ideas y los intereses de los catalanes no nacionalistas —que son millones—, a los cuales se les está reduciendo —ya se ha dicho— a la condición de mozárabes. Y esa es una tarea que el PSOE (con o sin el PSC) no puede obviar y para ello y en primer lugar es preciso olvidar ese estúpido “horror al lerrouxismo” que se impuso durante la Transición. Por lo tanto, ha de clarificarse cuanto antes la relación del PSOE con el PSC y aclarar también si este último quiere jugar a “la puta” o a “la Ramoneta”. Se precisa claridad; por ejemplo, acerca del federalismo (¿y qué otra cosa es el Estado de las Autonomías en su desarrollo actual?). Convendría saber de qué federalismo habla el PSC, no vaya a ser que estemos ante esa ensoñación impracticable y contradictoria en sus términos que algunos llaman “federalismo asimétrico”.
Lo que no puede hacer el PSOE en este asunto es el papel de don Tancredo, pues en tan incómoda postura va a ser el primero a quien el toro se lleve por delante.
Joaquín Leguina es economista y fue presidente de la Comunidad de Madrid.

Carlos Seco Serrano: «Zapatero tiene una herida familiar de la que no quiere curarse»

ANTONIO ASTORGA Actualizado 09/06/2007 - 08:25:10
Luchando contra el dolor y la miseria a sus 12 años, Carlos Seco Serrano se hizo hombre para sustentar a su familia, sumida por la incivil guerra de la indigencia. Desterró el rencor y desde su indiscutible autoridad ética y moral analiza la España de hoy al hilo de la de «Alfonso XII» (Ariel), su nueva e imprescindible obra.

-Hace más de un siglo Cánovas abrió un prolongado paréntesis al cainismo. ¿Cree que los exaltados se convencerán de que la verdadera democracia descansa sobre la prudencia?
-Esperemos que sí, pero la verdad es que no me fío mucho.

-¿Por qué se sigue cultivando el odio tras una ejemplar Transición que puso fin a la Guerra Civil reconciliando a los españoles?
 -Ese odio es lo que me parece absolutamente negativo. La Transición fue uno de los capítulos de nuestra Historia que más nos pueden enorgullecer, o el que más. Y lo que tenemos que agradecer al Rey y al presidente Suárez -que ahora está muy olvidado, pero que realmente fue esencial- es una cosa que no se debe borrar. Me parece lamentable el intento de revisar lo que fue la Transición, porque la Transición fue ejemplar.

-¿La sombra de Caín se alarga sobre esta España actual?
-Puede que me equivoque, pero tengo esa sensación de que la sombra de Caín siempre está presente entre nosotros.

-¿Incluso entre los que están en el poder que se afanan en remover la memoria del terror?
-Yo soy historiador, de modo que no puedo rechazar la memoria histórica. Lo que no puedo es aceptar una memoria histórica totalmente parcial. Un historiador no puede concebir la Historia como un enfrentamiento entre buenos y malos. La misión del historiador está precisamente en buscar o entender la razón de unos y de otros. Cada uno tiene su razón, y el historiador no puede inclinarse por una o por la otra, simplemente tiene que reflejar lo que es la razón de las fuerzas enfrentadas.

-¿La sombra de Caín se proyecta directamente sobre Zapatero?
-Creo que Rodríguez Zapatero es buena persona, de modo que no quiero decir una cosa como esa con respecto a él.

-¿El gran problema de los españoles es que «no hemos sabido digerir nuestra historia»?
-Una de las cosas de las que estoy más orgulloso es haber podido tratar como amigo y admirador a Emilio García Gómez. Y tenía toda la razón en eso.

-Para Zapatero la Transición debió consistir, por parte de la España vencedora, en el contrito reconocimiento de que la razón estaba con la España vencida; y de que sólo en aquella -la vencedora- hubo crímenes y represión...
-Por supuesto que en eso no puedo estar de acuerdo. Y mire usted que por mis condiciones personales podía definirme de una manera parecida a la de Zapatero. El presidente del Gobierno tiene una herida familiar de la que no quiere curarse. Siempre he visto la Guerra Civil como una guerra en la que la culpa la tuvieron unos y otros. No salvo ni a los de la derecha ni a los de la izquierda, y hay que evitar poder llegar otra vez a una situación como esa.

-¿El rencor debe estar excluido en quien gobierna una nación?
-Por supuesto.

-La guerra incivil (como llamó a la tragedia Unamuno) le estalló a usted cuando tenía doce años, en Melilla.
-La viví de lleno porque incluso yo vi declarar el estado de guerra debajo de los balcones de mi casa. Vivíamos en unos pabellones militares, calle por medio de la Comandancia General, y allí bajo nuestros balcones se leyó el documento en el que se declaraba el estado de guerra. Recuerdo que lo hizo don Julio Latorre, que era entonces teniente de la Legión, luego llegó a ser general y hasta Capitán General de Madrid, y que era muy amigo de mi casa. La guerra civil la he vivido muy duramente, y como pocos.

-El alzamiento supuso la pérdida de un padre ejemplar para usted, cuyo único delito fue mantenerse fiel a su superior.
-Mi padre era un militar absolutamente ajeno a la política, pero con una gran lealtad a su jefe, el general Romerales, al que yo conocí muy bien, era una persona excelente, pero tenía una desgracia: era amigo de Azaña con quien coincidió en el colegio de los agustinos de El Escorial. Azaña confiaba en él, y el general era leal a Azaña, y claro cuando se produjo el 17 de julio el gran enemigo era Romerales. Mi padre, que no entraba ni salía en juegos políticos, era un hombre leal a su general, y cuando los conjurados entraron en el despacho de Romerales en la Comandancia de Melilla, el general se rodeó de los militares amigos en los que creía y podía confiar cuando tuvo noticia de que se preparaba un golpe. Los que entraron en el despacho destituyeron al general, que a la semana fue fusilado. Y a los que estaban allí les preguntaron: ¿están con nosotros o con el general? Mi padre se limitó a decir que estaba a las órdenes del general, y le costó la vida.

-¿Sería conveniente un turno de Gobierno en la España actual?
-Eso es inevitable, depende de las urnas. Y afortunadamente ahora ya estamos en una época en que las urnas son sinceras y el sufragio es sincero, y por consiguiente estamos en una democracia auténtica, y cuando no nos gusta una orientación política que esté en el poder es cuestión de esperar la ocasión para desterrarla de donde está, sin más algaradas.

-¿Como en las municipales?
-El resultado de las elecciones municipales, sobre todo en Madrid, ha sido muy significativo. Soy un admirador de Ruiz-Gallardón, si no fuera que a veces se empecina demasiado. Y soy muy admirador y amigo de Esperanza Aguirre, que me parece una mujer extraordinaria, con equilibrio y serenidad de criterio.

-¿El caso De Juana le ha podido pasar factura al PSOE el 27-M?
-Yo creo que sí porque es un caso que ha impactado mucho en la opinión general del país.

-¿Cree usted que el resultado de la municipales es un preludio de cambio en el Gobierno ante las generales que se avecinan?
-Yo creo que sí, probablemente habrá un cambio en las próximas elecciones. Esta especie de consulta general que ha tenido lugar con motivo de las elecciones municipales me parece que preludia un cambio de situación en el Gobierno.

-¿Se «empecina» Gallardón al querer ir en la lista de Rajoy?
-Ruiz-Gallardón nunca oculta sus ambiciones. En tiempos dijo que él quería ser presidente del Gobierno, pues claro todos los políticos quieren serlo, pero el único que lo dice con sinceridad es él, así que me parece lógico que piense así, y me parece normal que lo piense.

-¿La España de «Alfonso XII» (Ariel), que usted estudia en profundidad en su nuevo libro, habría que reivindicarla para la España convulsa y amenazada de hoy?
-Creo que sí. Siempre he sido un gran admirador de Cánovas, el máximo estadista español de nuestra época contemporánea. Y Alfonso XII, un rey muy inteligente y culto, tenía además una virtud que hay que resaltar: su sentido de la lealtad, que profesó siempre a Cánovas, y que iba tan lejos como para a veces contradecir a Cánovas en beneficio del propio Cánovas. Y esa lealtad también se extendía, por supuesto, al general Martínez Campos, que fue el hombre que realmente le puso en el trono. Pero lo que llama la atención de Alfonso XII es que siendo muy joven atesora una cultura insólita con respecto a quienes le precedieron en el trono. Se formó en los centros vitales de Europa. Cuando es adolescente emigra a Francia, Suiza, Austria, estudia en el Theresianum y en Sandhurts. Reúne un cosmopolitismo que le da una visión de conjunto mucho más amplia que la de sus antecesores.

-¿No existen posibilidades de Gobierno sin «transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes», como sostenía Cánovas?
-Es un lema que siempre debían tenerlo en cuenta muchos estadistas, o supuestos estadistas, de nuestro tiempo.

-En contraste con Cánovas, Azaña optó por la intransigencia.
-Ese es el gran error de Azaña, aunque sus panegiristas a lo mejor se lo elogian, pero me parece un gran error. Fundamentalmente hay que tener presente todo lo que viene de atrás, todo lo que hay de razón en la herencia histórica, y romper bruscamente con todo lo pasado, como quiso Azaña. Fue uno de sus grandes errores.

-¿Cree usted que pervive esa intransigencia en la política de hoy?
-En eso afortunadamente hemos avanzado mucho, pero hay criterios de intransigencia, sobre todo en las formas, que no me gustan. En ese sentido me he permitido, aunque no logré publicarlo, llamarle la atención con todos mis respetos ( porque creo que es una figura muy importante de la vida española) al propio Rajoy, por esa tendencia suya a contestar a cualquier intento transaccionista por parte de sus adversarios políticos con un palo.

-La eclosión democrática fue posible en todos los sentidos...
-Bueno, no se puede hablar con exactitud de una democracia en un país que tenía unos condicionamientos sociales que había que superar. Pero en cambio hay una cosa que es efectiva en la época de Cánovas: hay un liberalismo en el sentido moral y cultural que abre una de las etapas más positivas de la Historia española. La etapa de paz de Cánovas o «la paz chiquita», como la llamó Laín. Pues no era tan chiquita esa paz que abrió Cánovas entre los españoles tras un siglo de contienda civil. Se prolongó hasta el final del reinado de Alfonso XIII. Y esa paz dio paso a la «edad de plata» de la cultura española, aunque yo siempre he dicho que habría que calificarla como segunda Edad de Oro, porque es una época extraordinaria que reúne tres generaciones: la del 98, la del 14 y la del 27, que aún no han sido superadas.

-El sistema encarnado por Azaña (la II República) apenas vivió un lustro y desembocó en la peor de nuestras guerras civiles. ¿Hay que fomentar empresas políticas de paz como la canovista?
-Sin duda. En cierto modo reconozco la valía intelectual de Azaña, lo que era la ambición de su empresa política, pero se equivocó en esa manera de conducirse mediante una ruptura radical con todo lo anterior. Fue su gran error y lo que condujo a la crisis final.

-Don Alfonso XII tenía, como Cánovas, una exacta noción de la realidad: la templanza precisa para no dejarse arrastrar por falsas y peligrosas exaltaciones de un patriotismo a lo «marcha de Cádiz».
-Bueno, creo que me entenderán con lo de «marcha de Cádiz». Él era un hombre con una ponderación extraordinaria que se manifiesta sobre todo en sus facetas diplomáticas: en su aproximación a Alemania en un momento en que Francia no era precisamente una gran amiga. Conocía perfectamente Europa, era un rey intelectual y eso le ayudaba muchísimo.

-En el reinado de Alfonso XII las tensiones y los pronunciamientos del periodo isabelino quedaron desplazados por la colaboración constructiva, sobre una plataforma de básico acuerdo: la lealtad a la nueva Monarquía.
-Eso también se debe a que hay una nueva generación en el ciclo de lo que Jesús Pabón llamó «la etapa histórica de los generales». El general Martínez Campos no era un Espartero ni mucho menos. No tenía ambición política, y que se limitó a precipitar la Restauración porque ésta de todas maneras hubiera llegado por los procedimientos que prefería Cánovas: un Parlamento que trajera la Monarquía.

-El «sistema» creado por Cánovas cerró una Guerra Civil y duró más de medio siglo...
-...Es una insólita etapa de paz civil, de prosperidad y de progreso en todos los órdenes.
-Aunque partió de unas «lacras» iniciales y heredadas.

-La gran virtud de Cánovas del Castillo y el canovismo es el sentido de la transacción y de la convivencia, cosa que no suele abundar mucho en los Gobiernos que hoy en día se llevan.