jueves, 5 de julio de 2018

La transformación del Estado español


La transformación del Estado español
Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional.
Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»

Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso?
Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos?
No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.

La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.

Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.

Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El persupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.



Ley de Defensa de la República
La ley que ayer aprobó la Cámara para reforzar la de Orden público es la siguiente:

«Artículo 1.: Son acto de agresión a la República y quedan sometidos a la presente ley:
1.: La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la autoridad.
2.: La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre Institutos armados o entre éstos y los organismos civiles.
3.: Difundir noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público.
4.: La comisión de actos de violencia contra personas, cosas o propiedades por motivos religiosos, políticos o sociales o la incitación a cometerlos.
5.: Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado.
6.: La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras.
7.: La tenencia ilícita de armas de fuego o sustancias explosivas prohibidas.
8.: La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase sin justificación bastante.
9.: Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial; las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación.
10. La alteración injustificada del precio de las cosas.
11. La falta de celo, la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.

Art. 2.: Podrán ser confinados o extrañados por un período no superior al de la vigencia de esta ley o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números 1 al 10 del artículo anterior. Los autores de hechos comprendidos en el número 11 serán suspendidos o separados de su cargo o postergados en sus respectivos escalafones.

Art. 3.: El Ministro de la Gobernación queda facultado:
1.: Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública.
2.: Para clausurar los centros o Asociaciones que se consideren incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo 1.: de esta ley.
3.: Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la ley de Asociaciones.
4.: Para decretar la incautación de toda clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.

Art. 4.: Queda encomendada al Ministro de la Gobernación la aplicación de la presente ley.
Para aplicarla el Gobierno podrá nombrar delegados especiales, cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias.
Si al disolver las Cortes constituyentes no hubieran acordado ratificar esta ley, se entenderá que queda derogada.»
(El Sol, de 21 de octubre de 1931.)




Sánchez Albornoz, Unamuno, Maura, Azaña

El Sr. Presidente: El Sr. Sánchez Albornoz tiene la palabra.

El Sr. Sánchez Albornoz: Quiero comenzar, Sres. Diputados, por declarar que esta enmienda no responde exactamente al pensamiento de ninguno de los firmantes, ni siquiera al mío (Rumores y risas.) Sin embargo, todos hemos aceptado Discusión sobre el uso del catalán y del castellano en la educación de Cataluña. Hablan el texto de la misma, con la mira puesta en el porvenir de la República y de España; hemos cedido cada uno una parte de nuestras opiniones; hemos descendido de nuestras posiciones ideales, porque, Sres. Diputados, se trata de algo trascendental para la vida de España. No nos hallamos en presencia de una de tantas cuestiones como se han tratado y se han de tratar en esta Cámara en el debate de la Constitución, referentes a la vida jurídica del nuevo Estado y de la nueva sociedad que estamos organizando en estos días; emerge la cuestión de la entraña misma del futuro de España. Si nos equivocamos en cualquiera otro de los temas aquí resueltos o que hemos de resolver, habremos hecho o haremos un cieno daño a tal o cual ideal y, en último término, al Estado que estamos formando; pero si nos equivocamos al resolver este problema, habremos hecho un grave daño a la República y a España.

No creo que pueda ser sospechoso de falta de fervor por Castilla y por España; cuantos me conocen saben hasta qué punto vibra mi sensibilidad ante todas las cuestiones que afectan a Castilla, ante todas las tradiciones castellanas, ante el pasado y el futuro de Castilla. En esta misma Cámara he demostrado ese interés y esa devoción y muchos saben también cómo constituye para mi una pesadilla el recuerdo de la ruina de Castilla, por el abandono de las otras regiones en el momento en que ella estaba sosteniendo una politica, heredada precisamente de la corona catalanoaragonesa. Pero, a pesar de todo, estoy satisfecho de haber puesto mi firma al lado de las de otros Sres. Diputados castellanos y catalanes, para encontrar una solución a este problema fundamental de las lenguas, porque estoy convencido de que en el problema de las lenguas radica tal vez la clave de la futura organización de España; que en el problema de las lenguas estriba la clave de los movimientos regionales que han venido constituyendo la grieta de España, como se ha dicho con frase gráfica por un escritor norteamericano.

Mientras nosotros no acertemos a encontrar una fórmula que satisfaga por igual a todos, el problema de las lenguas seguirá pesando sobre España, y España seguirá en equilibrio inestable, arrastrando esa pesadumbre de los problemas regionales que han constituido un obstáculo para la Monarquía y que pueden constituirlo para la República. Será vano que nosotros concedamos las máximas autonomías a las regiones, que lleguemos a ser ultraliberales en el establecimiento de las funciones de los órganos regionales, si nosotros dejamos pendiente un hilillo, por leve que sea, que pueda parecer coyunda para el futuro desenvolvimiento de esas lenguas vernáculas de las regiones hermanas de Castilla. Por eso, señores Diputados, todos sabéis que llevo semanas preocupándome de resolver esta cuestión, de acuerdo con los Diputados de las regiones, especialmente con los Diputados de Cataluña; ellos saben hasta qué punto ha llegado en mí la tenacidad en la disputa con ellos mismos, y mis compañeros de minoría, cuál ha sido mi constancia en la defensa de mi pensamiento y de mis ideas a este respecto.

Algunos amigos catalanes, entre bromas y veras han llegado a hablar de que se proyectaba en mí como una sombra del viejo imperialismo de Castilla, deseando establecer también un nuevo imperialismo castellano en los tiempos modernos. Ni entonces ni ahora empuja la nave de Castilla la más leve ráfaga de imperialismo; cuando el castellano triunfó en las regiones hermanas de Castilla, no hubo disposición alguna que lo inpusiera; fue el genio de Castilla, movido entonces por los cerebros más fuertes de la raza, el que determinó la adopción libérrima de nuestra cultura y de nuestras letras por las regiones gallega y catalana (Muy bien.) No me mueve, Sres. Diputados, un átomo de imperialismo. ¿Para qué? ¿Qué podría importarnos a nosotros que hablasen o no mañana el castellano cuatro millones de catalanes españoles, si lo van a hablar cientos de millones de hombres a través de todos los mares y de todos los continentes? Porque, como decía Nebrija, la lengua sigue al imperio y por los azares de la Historia (aunque yo no creo que el azar presida la Historia), el castellano se ha difundido por todos los mares a todos los continentes y cada año aumenta el número de las gentes que piensan, sienten, sufren y aman empleando el verbo de Castilla. No puede, por lo tanto, preocupar a ningún castellano el porvenir de nuestro idioma; el porvenir de nuestro idioma está definitivamente asegurado en el mundo.

Algunos escritores catalanes hablan, tal vez con gozo, de la posible dispersión de esa lengua en una serie de lenguas diferentes, a través de todo el mundo en donde se habla nuestro idioma; yo debo decir desde aquí, a Rovira y Virgili, que ha sostenido esta tesis, que no olvide que en estos tiempos la Imprenta, la intercomunicación entre los hombres, la rapidez de los viajes, la posibilidad incluso de hablar con América a través de los mares, ha de impedir esa transformación. No olvidemos que para producir la de la lengua latina fue necesario que pasaran muchos siglos. No nos preocupa, por tanto, el porvenir, ni tenemos interés alguno en imponer el castellano; quiero que esta afirmación quede terminante y precisa por boca de un hijo de Castilla.

Hay otros, castellanos, que, a la inversa, piensan que me mueve un temor de ruptura de la unidad española. No; ni imperialismo orgulloso ni temor pusilánime al futuro de España. La unidad española radica en algo sustantivo; pese a algunos amigos catalanes que se sientan enfrente, hay una unidad geográfica, racial, cultural, de temperamento y de destino, que nos ata a perpetuidad; pese a las pesadillas de los cerebros torturados de uno y otro bando, no corre peligro la unidad española, primero, porque sólo desean la ruptura de esa unidad una docena de insensatos, que llaman ya traidores a las gentes que se sientan en esos bancos (Señalando a los de la minoría catalana) y que defienden la libertad de las regiones; después, porque si algún día la pasión cegara de tal manera las mentes de todas las gentes que integran una cualquiera de las regiones españolas que les llevara a un suicidio colectivo, a pensar en una separación de España, las otras regiones no lo consentirían, y, por último, porque si España tendiera algún día puente de plata a la region hostil que no se comportara fraternalmente con otras, todos lo sabéis, la región que atravesara el Rubicón de la ruptura, antes de medio siglo, o tendría que pedir sin condiciones su reingreso en la comunidad española o seria un montón de harapos y de ruinas.

Yo estoy absolutamente tranquilo por la unidad de España; no creo que corra ningun peiigro; por lo tanto, no es un movimiento imperialista ni un movimiento de temor lo que me ha llevado día tras día a discutir con unos y con otros para asegurar el mantenimiento de la enseñanza del castellano en Cataluña. Porque hay, Sres. Diputados, dos problemas en el artículo que estamos discutiendo: uno, el que hace referencia a la perpetuación del conocimiento del castellano en toda Espana; otro, que se refiere al respeto de los derechos de las minorías o de las mayorías de habla castellana en una región determinada. No hay paridad entre ambos; los separa un abismo. El derecho de las minorías de habla castellana, para gentes de espíritu liberal como nosotros, es un derecho respetable, más que respetable, es un derecho sagrado; pero no puede haber comparación entre el respeto de este derecho sagrado de las minorías y el interés supremo de mantener la unidad espiritual de España, de mantener el conocimiento integral de la lengua castellana en toda España, y a este mantenimiento del conocimiento del castellano va encaminada precisamente mi enmienda, que todos conocéis, que trata de establecer el empleo del castellano como instrumento de enseñanza, para que puedan las gentes que habitan las distintas regiones conocer debidamente la lengua que es trabazón del Estado español.

Me mueve a mantener esta enmienda, a procurar su aprobáción, un claro deseo de mantener la unidad espiritual de España y un férvido entusiasmo por el propio interés cultural de las regiones. La unidad espiritual de España se mantendrá, como se mantuvo en otros tiempo, sin imposición legal de ningún género; lo he dicho otro día desde estos bancos: nunca hemos estado más atados por las leyes que en los últimos tiempos, y nunca hemos estado, sin embargo, más distanciados en las voluntades y en los corazones. Yo no siento pavor alguno ante el mañana, porque la cultura de Castilla seguirá triunfando como hasta ahora, y más que hasta ahora, cuando no represente una imposición para Cataluña, cuando represente sencilla y únicamente la cultura del Estado dentro del cual se mueve; la cultura de corte universal a la que está unida por una tradición secular.

Pero aun más interés tiene para las regiones que para nosotros el mantenimiento del conocimiento del castellano en ellas, porque la Historia ha dejado reducidas las hablas de Vasconia y de Cataluña, por ejemplo, a un rincón de los Pirineos la una; a un rincón de la costa mediterránea la otra. Para moveros en España y en el mundo, hermanos de Cataluña y Vasconia, necesitáis una segunda lengua; esa segunda lengua, desde que Cataluña se unió a Aragón, hace siete siglos, y en Galicia y Vasconia, desde que el castellano se formó en las montañas de Bureba, ha sido siempre la lengua castellana. La hermandad, la facilidad de aprendizaje, hace que no sea para vosotros dificultad ninguna su conocimiento; además es la lengua de todo el Estado español y, sobre todo, de esa comunidad hispanoamericana, formada por 80 millones de hombres (cuyo número puede doblarse y triplicarse a medida que ascienden en su curva de desenvolvimiento los Estados hermanos de América), dentro de cuyo imperio cultural tenemos por fuerza que movernos, si no queremos perecer en el choque futuro de las constelaciones de Estados; porque es notorio que la Humanidad marcha hacia organizaciones superestatales que descansen en unidades distintas de la nación, y naturalmente, una de esas constelaciones ha de ser la constituída por los pueblos hispanoamericanos. Dentro de ese radio de acción hemos de vivir si no queremos perecer todos, y en estos momentos en que los espíritus adivinos del mañana ven con claridad que el mundo futuro ha de repartirse entre los pueblos de habla eslava, entre los pueblos de habla inglesa y entre los pueblos de habla castellana, son cientos de miles las gentes que en Germania, en Eslavia, en Inglaterra, en Francia y en América buscan el instrumento de la lengua castellana, pensando en ese inmenso porvenir reservado a nuestra raza. ¿Puede haber una sola región tan suicida que, teniendo en su mano el instrumento maravilloso del idioma castellano, que ha de permitirle moverse dentro de ese ámbito general de la cultura hispanoamericana, lo abandone? Por eso los catalanes han aceptado mi enmienda y la han firmado conmigo, convencidos de que era necesario para ellos, como para todos, no abandonar ese arma, de universal alcance, para las luchas futuras del mañana. Y aceptada por ellos la convicción de que era necesario el conocimiento de la lengua castellana, la fórmula de que se utilizara como instrumento de enseñanza era una consecuencia natural de las normas pedagógicas modernas. Es notorio, señores Diputados, que en todas partes surgen hoy instituciones que procuran facilitar el conocimiento de las lenguas utilizándolas como instrumento de enseñanza; este es el régimen, por ejemplo, que se recomienda en la Sociedad de las Naciones, el que se emplea en instituciones de Ginebra, el que se emplea hoy también en instituciones españolas, como el Colegio Pluriling|e; este el método que al fin y al cabo ha de imponerse en todas partes, el método que científicamente ha de emplearse mañana para aprender aquellos idiomas que quieran ser perfectamente conocidos y hablados por las gentes de verbo diferente.

El problema del mantenimiento del castellano en España, en todas las regiones que forman la trinidad de las que no usan la lengua castellana como suya, está, pues, garantido con la enmienda que un grupo numeroso de Diputados de distintos sectores de esta Cámara hemos sometido a deliberación.

Queda el problema de las minorías, señores Diputados; queda un problema tal vez leve hoy, pero grave por sus posibles consecuencias. Piense la Cámera que vamos a jugar con fuego. No hay en el articulo una sola sombra que limite el derecho de esas minorías a recibir la enseñanza en la lengua nacional. Está garantido en el artículo 47 (El Sr. Maura pide la palabra), porque nosotros estableceremos en la futura ley de Instrucción pública cuáles han de ser las formas y sistemas de enseñanza en todas partes; está garantido en este propio artículo 48, en la frase que dice: «Se concederá a las regiones el derecho a establecer la enseñanza conforme a lo que determinen sus Estatutos.» En esos Estatutos, en el catalán, por ejemplo, viene ya el reconocimiento de las minorías a recibir la enseñanza en castellano en la Escuela y en el Liceo, y de ahí lo llevaremos también a las Universidades, y lo llevaremos, porque para eso estamos nosotros aquí, y porque además yo me fío por completo de la lealtad de esos hombres que saben perfectamente que la única garantía para la aprobación de su Estatuto es nuestro espíritu liberal. Siendo nosotros los más, y a pesar de los movimientos pasionales que algunas palabras, algún gesto de ciertos catalanes habían levantado en nosotros, hemos convenido aquí en el reconocimiento de su autonomía. Ellos, en nombre de la libertad, nos piden el reconocimiento de su derecho al libre establecimiento de sus leyes, pero no nos podrán pedir en nombre de esa libertad el establecimiento de una tiranía para las minorías. Yo estoy seguro de que ellos han de venir aquí aceptando en sus Estatutos la misma libertad que nosotros hemos votado y vamos a votar. Pero si, por el contrario, alguna región no lo trajera así establecido en su Estatuto -siempre estaría en nuestras manos el aprobarlo o no-, esa garantía para la minoría castellana siempre queda asegurada por el derecho del Estado a establecer en esas regiones aquellos Centros de enseñanza que juzgase necesarios para salvaguardar la unidad espiritual española y el derecho de las minorías ling|ísticas.

Yo no dudo, señores Diputados, de que estas consideraciones que sugiere el examen atento y minucioso de los artículos que discutimos, llevarán al ánimo de la Cámara el convencimiento de que no tiene nada que temer tampoco el derecho, he dicho antes que sagrado, de todos los españoles a recibir la enseñanza en la lengua materna y en la lengua oficial de la República. Queda la Cámara como garantía última para la aprobación o denegación de los Estatutos en que se niegue aquella libertad a la que nosotros asentimos. Y esto sentado, que piense la Cámara, que medite la Cámara en lo que va a votar. Vosotros, amigos radicales, que habéis sido el partido histórico de la revolución, y vosotros, amigos socialistas, que sois firme esperanza del mañana para la República, tened en cuenta que mientras dejemos pendiente un solo hijo que pueda parecer coacción, sombra de menoscabo en el empleo de las lenguas regionales, habrán sido inútiles todos nuestros esfuerzos, habrá sido inútil nuestra revolución. La República seguirá viviendo en situación inestable, como vivía la Monarquía, arrastrando tras sí el peso de los movimientos regionales, que dificultarán, no la vida de la República, que esta asegurada (porque, pasara lo que pasara en esta Cámara, en Cataluña no podría ocurrir nada contra la República), pero sí la emoción cordial de las regiones frente a esta República que nosotros hemos traído y que queremos afirmar para bien de España.

Sólo mediante la concesión de las máximas libertades y mediante los máximos respetos a las hablas regionales podremos encontrarnos todos a gusto dentro de este Estado que estamos edificando todos juntos. Porque, señores Diputados de habla castellana, de la misma manera que nosotros amamos nuestra lengua, que ha sido la lengua de nuestros padres, que lo es de nuestras mujeres y de nuestros hijos, en la cual hemos vertido nuestros pensamientos, los frutos de nuestras vigilias, con la misma emoción aman también la suya nuestros hermanos de Vasconia, de Galicia y de Cataluña; y si nosotros pondríamos todo nuestro esfuerzo si amenazara la más leve sombra de coacción a nuestra lengua, si nosotros lucharíamos sin freno y sin tregua para obtener la libertad de la lengua castellana, tenemos también la obligación de asentir con el mismo entusiasmo a la lucha sin freno y sin tregua por el mantenimiento y por el reconocimiento de sus idiomas de las otras regiones hermanas de Castilla.

El Sr. Presidente: Advierto al Sr. Sánchez Albornoz que ha pasado ya el tiempo reglamentario.
El Sr. Sánchez Albornoz: Termino en este momento dirigiéndome también a los Diputados de Cataluña para decirles: yo preferiría que votaseis y que asintieseis a esta fórmula, pensando como pensaba el gran poeta Mistral cuando decía: «J'aime mon village plus que tout vilage, j4aime ma Provence plus que ta province, j'aime la France plus que tout.»
Preferiría, señores Diputados catalanes, que votaseis esta enmienda, amando sobre todo a España, como Mistral amaba a Francia; pero tened en cuenta, por lo menos, este gesto cordial de Castilla y no os apresuréis a doblar, como lo ha hecho recientemente «Gaziel», por la muerte de España, porque aún no ha llegado el momento de entonar cantos funerarios por la España única, que hizo Castilla en fraternal alianza con las otras regiones; aun no pueden cantar gallos en esa aurora, porque España existirá mientras exista el mundo. (Aplausos.)

El Sr. Presidente: La Comisión tiene la palabra.

El Sr. Jiménez de Asúa: La Comisión acepta la enmienda.

El Sr. Presidente: El Sr. Maura tenía pedida la palabra, pero puesto que la Comisión ha aceptado la emnienda, si lo estima oportuno, le reservaré la palabra para cuando se discuta inmediatamente una enmienda presentada por el Sr. Unamuno, y entonces, cuando llegue el momento de la votación, tendré mucho gusto en conceder al Sr. Maura la palabra para explicar el voto.

El Sr. Maura: Pero ¿no se va a votar esta enmienda?
El Sr. Presidente: No, porque queda incorporada al dictamen. Yo supongo que, después de las manifestaciones de la Comisión, la Cámara no tendrá inconveniente en tomar en consideración esta enmienda. La Presidencia entiende que, admitida por la Comisión, queda sin más incorporada al dictamen y que la Cámara se pronunciará en relación con las otras enmiendas.

El Sr. Alba: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Alba: Por encima de la voluntad de la Comisión, señor Presidente y señores Diputados, está la voluntad de la Cámara, y ésta podrá hacer uso de su derecho de admitir o no esa enmienda.

El Sr. Presidente: Efectivamente, por encima de la voluntad de la Comisión está la de la Cámara. Pero la admisión de esa enmienda no quiere decir sino que, si no se admiten otras, va a ser sometida a una votación definitiva como artículo, como ponencia del artículo, y entonces es cuando se manifiesta la voluntad de la Cámara.

Hay otra enmienda del Sr. Unamuno. (Véase el Apéndice 3.: al Diario número 60.)

El Sr. Unamuno: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Unamuno: La enmienda dice asi:

«A LAS CORTES CONSTITUYENTES

Los Diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al dictamen de la Comisión de Constitución, en el art. 48:

«Art. 48. Es obligatorio el estudio de la Lengua castellana, que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los Centros de España.

Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus Lenguas respectivas. Pero en este caso el Estado mantendrá también en dichas regiones las Instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la República.

»Palacio de las Cortes a 21 de octubre de 1931.- Miguel de Unamuno.- Miguel Maura. - Roberto Novoa Santos.- Fernando Rey.- Emilio González.- Felipe Sánchez Roman.- Antonio Sacristán.»

Y ahora Sres. Diputados, debo confesar que me levanto en muy especial estado de ánimo, no muy placentero ciertamente. Apenas convaleciente de un cierto arrechucho, no sólo físico, sino también psíquico, vengo con el ánimo profundamente entristecido y contristado y no sé si podré poner la debida sordina a mis palabras y contenerme en los límites también debidos, porque no tengo costumbres ninguna de ese forcejeo de partidos políticos ni de cambalaches ni de transacciones. Afortunadamente para mí, y acaso más afortunadamente para vosotros, no pertenezco o no formo parte de ninguno de esos partidos, mejor o peor cimentados, y en los que se resuelven las cosas bajo normas de disciplina; pero hay por debajo de esos partidos políticos una especie de -no le llamaremos partido- agrupaciones, que podían denominarse profesionales. En esta Cámara hay médicos, en esta Cámara hay abogados, en esta Cámara hay ingenieros, hay también hombres de oficios manuales, y en esta Cámara, señores, hay demasiados catedráticos (Murmullos); probablemente somos demasiados entre maestros y catedráticos. Yo, que sé lo que he sufrido bajo el pliegue profesional, quisiera hoy, cuando se trata de la enseñanza, poder libertarme de él, poder libertarme de ese triste pliegue que no nos deja ver las cosas con bastante claridad. Dondequiera que el Ejército ha abusado, se ha formado un partido antimilitarista; donde el Clero ha abusado, se ha formado un partido anticlerical. Nuestros hijos, nuestros nietos, conocerán en España un Partido antipedagogista, porque yo temo mucho a la pedantería de los que nos arrogamos el sacerdocio de la cultura. (Muy bien, mny bien.) Esto es algo muy peligroso; mas ahora que oigo hablar continuamente de cultura (ya es una palabra que me duele en los oídos del corazón), y aquí, cuando parece que se trata de apoderarse, por la enseñanza del niño, de formar su alma, hay veces que, tristemente, creo que de lo que se trata es de dejar tranquilos a los maestros y a los profesores; es un funcionarismo. No sé por qué en esta Constitución de papel que estamos haciendo no se ha puesto un artículo que diga: «Todo español será funcionario público»; y en muchos casos esto quiere decir que todo español será pordiosero. Esta es la verdad verdadera.

Digo esto, porque precisamente en estos días, cuando estaba apasionando aquí y fuera de aqui -en Cataluña, en Vasconia, en Galicia y en las demás partes de España- este problema de la enseñanza del idioma, he recibido cartas y telegramas de padres de familia, de muchachos algunas, de una amargura extrema, que me recordaban a aquellos pobres españoles que fueron a Cuba en un tiempo, casaron allí, formaron allí su familia y se vieron luego despreciados por sus hijos. He recibido cartas de una enorme amargura; pero la mayor parte de los telegramas han sido de funcionarios, de maestros, que lo que querían es que no se les quitara una colocación. Y es que en el fondo, más que de otra cosa, se trata de eso: de si ciertos funcionados podrán seguir funcionando en unos sitios con libertad o no podrán seguir funcionando. No es más que eso; muchas veces es una cuestión de competencia profesional.

Pero, viniendo al fondo de la cuestión, no es, acaso, lo de la lengua, con serlo tanto, lo más grave. La lengua, en muchos casos -y lo decía muy bien el Sr. De Francisco-, en mi tierra nativa se toma como un instrumento de nacionalismo regional y de algo peor, y es alli, además, una lengua que no existe, que se está inventando ahora y que rechaza todo el mundo, porque el genuino aldeano, si se le pregunta a solas, dice: 'A mí no me importa eso; lo que yo quiero es aquello que me pueda elevar el espíritu y que me pueda hacer entender de la mayor parte de las gentes.» Pero lo que se trataba con la lengua es de establecer lo que la Biblia llama un «schibolet» para distinguir a unos de otros y que pasara el que pronunciara una cosa bien y no pasara el que pronunciara otra mal. Yo he visto cosas, como decir que para poder aspirar a ser secretario de un Ayuntamiento era menester conocer el vascuence en un pueblo donde el vascuence no se habla.

Quiero abreviar, porque ya digo que no estoy en ánimo muy propicio. Se ha venido aquí hablando continuamente de cultura (oímos esta palabra allá en los principios de la guerra mundial): cultura con c de la pequeña, latina, o con k alemana, con cuatro puntas como un cabaIlo de Frisia; pero hay otra cosa que parece más modesta que la cultura y que, sin embargo, a mí me preocupa mucho más, que es la civilización: la cosa civil. Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, cuando se dirigía a sus paisanos, a los hebreos, les hablaba en hebreo -lo cuenta el libro de «Los hechos de los Apóstoles»-, pero dictaba su cristianismo en lengua griega, que era la lengua ecuménica del Imperio romano; cuando se presentaba ante el pretor, contestaba: «Soy ciudadano romano.» La civilización es de ciudadanía y es romana y lo de la civilización es siempre imperial.

Aquí se hablaba el otro día de minorías étnicas. ¿Qué es eso de minorias étnicas? ¿Dónde están las minorías étnicas? ¿Minorías en qué sentido? ¿Contada toda España o contada una sola región? Yo me acuerdo que, hace años, un alcalde de Barcelona se dirigió al entonces rey D. Alfonso XII, en nombre, decía, de los naturales de Barcelona. Yo me creí obligado a protestar. Un alcalde de Barcelona no puede dirigirse en nombre de los naturales, sino de los vecinos, sean naturales o no, ni se puede establecer una diferencia entre vecinos y naturales. No hay, ni puede haber, dos ciudadanías.

Este es el punto de la civilización. Yo no sé cuántos son los que constituyen esa llamada minoría étnica; por ejemplo, en Barcelona no sé si son el 10, el 20, el 30 ó el 40 por 100. Lo que me parece bochornoso es que se les vaya a proteger como a una minoría. ¡ A proteger! El Estado no debe pasar por eso; a que le protejan otros y a que se les dé como una asignatura el castellano; como un instrumento, no; como una asignatura, no. Esto hace que se forme ese triste caso de lo que llaman el meteco, el hombre que está continuamente sufriendo. ¿Que por qué no se asimila? ¡Ah! Eso habría que verlo muy despacio y con mucha calma.

Pero dejando estas consideraciones, porque si me dejase llevar de ellas llegaría a cosas muy amargas, vengo al texto concreto. «Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los Centros docentes de España.» Yo hubiera preferido que se dijera: «es obligatorio enseñar en castellano. Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus lenguas respectivas (naturalmente, los comunistas podrán organizarlas en esperanto o en ruso); pero en este caso, el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la nación.» En este caso, y en cualquier caso, «mantendrá». La cosa está bien clara; no tiene más que seguir manteniendo.

Hoy hay en Barcelona una Universidad de España, y este es el punto fuerte; Universidad de que no puede ni debe desprenderse el Estado español en absoluto; que no debe caer bajo el control de ningún otro Poder que el del Estado español, ni compartirlo. Porque aquí, de lo que se trata en el fondo es de apoderarse de esa Universidad. ¡Cuidado!, que yo temo más aún que a la autonomía regional a la autonomía universitaria. Llevo cuarenta años de profesor, sé lo que serían la mayor parte de nuestras Universidades si se dejara una plena autonomía y cómo se convertirían en cotos cerrados para cerrar el paso a los forasteros. Alguien me decía: ¿Es que se va a sostener allí una Universidad con el dinero de Cataluña? No, con el dinero de toda España, naturalmente, incluso Cataluña; como se mantienen las Universidades del resto de España, y con el dinero de Cataluña.

Además, yo que no entiendo mucho, ni quiero entender, de ciertas distinciones jurídicas, veo que hay una cosa, que nunca comprendo bien, cuando se habla de catalanes y no catalanes. Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías.

Por lo demás, y quiero abreviar, por encima de esta Constitución de papel está la realidad tajante y sangrante. Se quiere evitar con esto cierta guerra civil (claro; no una guerra civil cruenta a tiros y palos, no): me parece que va a ser muy difícil, y además no lo deploro. Me he críado, desde muy niño, en medio de una guerra civil y no estoy muy lejano de aquello que decía el viejo Romero Alpuente de que la guerra civil es un don del cielo. Hay ciertas guerra civiles que son las que hacen la verdadera unidad de los pueblos. Antes de ella, una unidad ficticia; después es cuando viene la unidad verdadera. Y ¿qué más da que hagamos la guerra civil? Cualquier cosa que hagamos estará siempre en revisión; la revisión es una cosa continua; los períodos constituyentes no acaban nunca; es una locura creer que porque pongamos una cosa en el papel, va a quedar ya hecha. Además, ¡hay tantas cosas que no quieren decir nada, que no tienen eficacia ninguna!

Y como alguien más podrá manifestar algo (puede ser que yo tenga ocasión de añadir algo también), digo que no veo peligro, como se me ha dicho, en tomar ciertas actitudes. Me han dicho que hay peligros para la República. No sé; no veo que los haya. Parece la República muy timorata; cree que es hasta un acto de agresión hacer la apología del régimen monárquico. A mí me parece esto una inocentada; pero, en fin, yo no veo esos peligros y, en último caso, si los viera, creo que hay que atajarlos; mas, también, como he dicho muchas veces, creo que aquí hay algo por encima de la República. (Aplausos.)

El Sr. Ruiz Funes (de la Comisión): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ruiz Funes: La Comisión ha aceptado la enmienda del señor Sánchez Albornoz, por mayoría de votos, porque entiende que en esa enmienda resultan coincidentes la mayor parte de los criterios de los grupos o sectores de la Cámara, en su deseo de resolver este problema con el máximo de acierto posible.

Aceptada la enmienda del Sr. Sánchez Albornoz, la Comisión hace, por mi boca, la declaración dolorosísima, porque le consta al maestro Unamuno que todos y cada uno de los miembros de la Comisión tienen para el ilustre profesor una veneración especial, de que no puede admitir su enmienda por haber sido aceptada ya la del Sr. Sánchez Albornoz, que no coincide exactamente con la del Sr. Unamuno, aunque sí tiene con ella algún punto de contacto.

El Sr. Presidente: Antes de proceder a la votación, si el Sr. Maura desea usar de la palabra, puede hacerlo.

El Sr. Maura: Porque atribuyo a lo que ahora se está discutiendo la máxima importancia, dentro del tema constitucional, me levanto, no sólo a explicar el voto, aunque sea ese el trámite reglamentario, sino a hacer un llamamiento a la conciencia de la Cámara y a pedir, si ello es posible, que se definan, de una vez, las actitudes de cada cual en este problema de la enseñanza de Cataluña. (Muy bien.)

Y vamos a colocar el problema en su verdadero lugar, porque yo, Sr. Sánchez Albornoz, teniendo por S.S. el máximo respeto, he de decirle que toda la disertación de S.S. en esta tarde ha flotado en el vacío. Porque el problema no es ése; no es el problema de la Lengua; es un problema mucho más vivo. (El  Sr. Sánchez Albornoz pide la palabra) Luego la pedirá S.S. con más razón, después de que oiga todos mis razonamientos. (Risas y rumores.)

El problema es éste: frente a las regiones autónomas, ¿cuál va a ser la actitud del Estado en materia de enseñanza? Pues hay tres posturas: una, la inhibición total; otra, la de hacer compatible la enseñana del Estado con la enseñanza de las regiones en unos mismos Institutos y Universidades, y otra, la de que el Estado diga a las regiones autónomas: «Yo estoy donde estoy y no me voy, porque cumplo una obligación elemental (Muy bien), y tú, región autónoma, si quieres montar tu Universidad, te autorizo a ello y te doy la facultad para que colaciones los grados; pero yo no me voy.» (Muy bien.) Esta es la postura que este Diputado considera más adecuada. Pero eso, Sr. Sánchez. Albornoz, con carácter obligatorio. ¿Por qué? Pues la razón es clara: porque el Estado que deserte de esa misión fundamental, fundamentalísima, que supone nada menos que formar las conciencias de las generaciones en los Institutos y en las Universidades, entrega a estos señores, o a quien sea, el porvenir entero de una región, del alma de una region, que es mucho más que el de la economía y que el de todas las esencias de la vida de la región. Y un Estado que hace eso se suicida. (Muy bien.) Y yo digo que el Estado español y las Cortes Constituyentes españolas, al votar hoy la enmienda con el «podrá», lo que harán será facultar, a través de cubileteos y de enredos, como los que estamos presenciando a diario... (Aplausos que impiden oir el final del párrafo.) Esta minoría (señalando a la de izquierda catalana) arranca al Gobierno el desistimiento de la enseñanza allí y hace que no pueda volver jamás el Estado a establecer, con pleno derecho, la enseñanza en Cataluña. Tiene una gravedad inmensa lo que se está discutiendo hoy.

Pero, además, Sres. Diputados, en la enmienda nuestra, en la propuesta nuestra, ¿dónde está el agravio para Cataluña? ¿Qué queréis? ¿La autonomía? La tenéis absoluta. Cread otras Universidades, dadles la colación de grados. ¿En qué os daña, en qué os perjudica que el Estado esté allí presente, cuidando de la enseñanza, de la cultura castellanas, que tiene la obligación de defender? ¿En qué os perjudica eso? Hablad sinceramente. ¿Hay algo que os perjudique en eso? ¡Ah! Pues si hay algo, lo que quiere decir es que pretendéis imponer en la Universidad vuestra el espíritu vuestro, con exclusión del espíritu castellano, a las generaciones de Cataluña. Y frente a eso estaremos todos como un sólo hombre. Pero, además, señores, tenemos la experiencia. ¿Pero es que no ha habido en Barcelona un Instituto de Estudios catalanes? ¿No ha funcionado ese Instituto durante años? ¿Y qué ha salido de ese Instituto? (Un Sr. Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Muchas obras en castellano, ya lo sé; pero allí se ha forjado toda esa pléyade de separatistas que son hoy la flor y nata de la juventud separatista de Cataluña.

Está bien; que sigan haciéndolo si quieren; pero el castellano que vive en Cataluña, ¿No tiene derecho a que el Estado cumpla con su obligación de darle el asilo intelectual y de fórmarle su espíritu en castellano con la Ciencia castellana? (Un Sr. Diputado: Y la catalana.) Y la catalana para los catalanes. (Rumores.) Se decía ayer: es que nosotros enseñaremos también la cultura castellana ¡Pues no faltaba más que se negaran a enseñar la cultura castelllana! Y si no enseñaban eso, ¿qué iban a enseñar? (Risas y rumores.) ¡Ya lo creo! Pero hay muchos modos de enseñar una cultura. La cultura castellana no consiste sólo en enseñar la historia de la literatura o la historia patria, no; hay muchos modos de imbuir en el espíritu de las gentes, de los muchachos, de los alumnos, el fondo de la cultura. Y eso es lo que yo temo, y por eso es por lo que el Estado no puede ni debe pasar.

Y ahora, para ser breve, vamos a aclarar la situación parlamentaria. Señor Guerra del Río y señores de la minoría radical: ¿Qué ha pasado de ayer a hoy para que, levantándose S.S. cuando se discutía el voto del Sr. Iglesias, dijese que no lo votaban porque había una enmienda socialista que iban a votar SS.SS. por estar con ella conformes? (El señor Guerra del Río pide la palabra.) Que venga el Diario de Sesiones de ayer, a ver si no digo cosa cierta. (Rumores.-El Sr. Guerra del Río: Pregunte S.S. a la minoría socialista por qué no votó ayer la enmienda de la minoría radical -Nuevos rumores y algunas protestas en la minoría socialista.-El Sr. De Francisco: La minoría socialista ha explicado su actitud a la faz de todo el mundo. -Nuevos y prolongados rumores.)

Lo que yo deseo, no es causar una perturbación política; lo que yo deseo es ver si en este problema, de una gravedad tal que lo considero el más grave de todos dentro del problema constitucional, hay modo de aclarar actitudes y de que no prevalezcan aquí conciliábulos de fuera. Lo menos a que tenemos derecho los Diputados y el país es a saber dónde está cada cual en un problema de esta naturaleza. (Muy bien, muy bien. El Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo) pronuncia palabras que no se perciben.) ¿Qué dice S.S.? (El Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo): Que el diablo, harto de pasteles, se metió a fraile.) ¿Por quién dice eso S.S.? (El Sr. Ortga y Gasset (D. Eduardo): Por los muchos pasteles que ha hecho S.S. Rumores.) ¿Yo? ¿Con quién? ¿No será con S.S.? (Risas y aplausos.)

Yo lo que digo es que en la tarde de ayer la minoría radical, por boca del Sr. Guerra del Río, manifestó que estaba en esencia conforme con el espíritu de la enmienda del Sr. Iglesias. (Rumores.- El Sr. Guerra del Río: Fué al revés.) Y que, salvando la parte personal que el señor Iglesias había puesto en su discurso, no votaba con él porque al día siguiente se iba a votar la enmienda de los socialistas. (Denegaciones en las minorías radical y socialista.) ¿No es eso? (El Sr. Guerra del Río: Todo lo contrario.) Bien.

Señores radicales: ¿Podéis decir...? (El Sr. Guerra del Río: Interrogatorios, no. Ya contestaremos; pero aquí no admitimos interrogatorios. Grandes rumores.) Tienen SS.SS. que escucharme. (El Sr. Guerra del Rio: No admitimos ese tono, ni a S.S. ni a nadie; eso al Sr. Pildain, cuando estaba aquí; a nosotros, no. -Nuevos rumores y protestas.)

Si eso no es así, quedará claro que planteado el pleito en esa forma, que es la única en que se puede plantear, porque ese es el fondo del pleito, votarán en contra de la enmienda del Sr. Unamuno todos los que piensen que es indiferente para el Estado tener o no tener su enseñanza propia en Cataluña. (Rumores y protestas. El Sr. Presidente del Gobierno: Eso es un sofisma, Sr. Maura. Pido la palabra. -Grandes rumores.)

Señor Presidente del Consejo, quiero anticiparme a la observación o a la réplica que S.S. ha de hacerme. Seguramente me va a decir que, desde el momento en que en el precepto constitucional se dice que el Estado «podrá tener», es facultad del Estado, en todo instante, tener o no la enseñanza allí, los organismos allí y, por consiguiente, que el Estado, cuando lo considere preciso, asistirá a la enseñanza en Cataluña y en las demás regiones estableciendo sus organos de enseñanza. Pues bien; yo a eso contesto, por anticipado, a S.S. con este sencillo argumento: el Estado hoy está emplazado en Cataluña, su enseñanza instalada. Y el problema que se plantea es éste, que cuando haya un Gobierno lo suficientemente débil y para que la presión de los señores catalanes sea bastante eficaz a fin de que el Estado les ceda las Universidades allí existentes, a partir de ese momento el Estado tendrá necesidad de entrar por la fuerza, ¡por la fuerza!, y volver a instalar allí la Universidad. Y quien no conozca eso, no conoce la realidad. (El señor Presidente del Gobierno: ¡Con la Guardia civil!) Ni con la Guardia civil. (Grandes rumores. -Muchos Sres. Diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Si yo no pretendo convencer a nadie. Me he levantado a salvar mi responsabilidad, y lo he hecho. (El Sr. Hurtado pronuncia palabras que tampoco se perciben.) Aguarde S.S. Repito que me he levantado a salvar mi responsabilidad y decir que, si se vota y subsiste eso, la inmediata, después de votada la Constitución y arrancado eso con el Estatuto, será que la actual Universidad española en Barcelona pasará a manos de los catalanes; y esa responsabilidad, hoy, en el Diario de Sesiones, quiero dejarla a salvo, concretamente, para ahora y para lo sucesivo. Lo demás no es de mi incumbencia; es de la vuestra, señores de los partidos. (El Sr. Pittaluga: Pido la palabra para una aclaracion de voto.)

El Sr. Presidente del Gobierno (Azaña): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Presidente del Gobierno: Tenía la intención de no intervenir en esta discusión, no ciertamente porque fuera mi propósito escudarme en un prudente silencio para eludir una declaración de actitud o de pensamiento político en la materia, como parece que suponía el señor Maura cuando requería a todos, en general, a una definición clara de actitudes. No. No pensaba intervenir, en primer término, porque mi posición en este problema es conocidísima, notoria y antigua; segundo, porque la enmienda que se discute va encabezada por mi correligionario el Sr. Sánchez Albornoz y está aceptada por todo el partido de Acción Republicana, y, tercero, porque, ocupando yo este puesto, la más elemental prudencia me aconsejaba mantenerme un poco apartado del debate, a fin de que no pareciese que yo trataba de ejercer alguna presión o coacción sobre los correligionarios que contienden en este asunto. Pero la actitud del Sr. Maura me obliga, bien a mi pesar, a decir cuatro palabras que pongan la cuestión en sus verdaderos términos.

El Sr. Maura está satisfecho, seguramente, de lo que acaba de hacer. El Sr. Maura ha levantado una bandera, y es natural. El Sr. Maura acaba de salir del Gobierno, tiene plena libertad para sus movimientos políticos, es un fogoso temperamento de propagandista y necesita inmediatamente -yo lo comprendo- una plataforma sobre la cual luchar. (Grandes y prolongado rumores. -El Sr. Maura hace gestos negativos y, como otros Sres. Diputados, pronuncia palabras que no se perciben.) Yo le digo al Sr. Maura que, no obstante ser libre cada cual en la elección de los términos políticos en que se plantean las cuestiones del gobierno de España, me parece un error que un hombre de la autoridad de S.S. haya tomado parte en esta cuestión en nombre del españolismo. (El Sr. Manra hace signos de extraneza.) Lo acaba de decir S.S... (El Sr. Maura: No.) Ha empleado S.S. estas palabras... (El Sr. Maura: ¿Me perdona S.S.?) en nombre del españolismo. Y yo digo; Sr. Maura, que el error más grave, si no se trátara de S.S. diría que la pifia más grave (Rumores), que se puede cometer en esta materia, es contraponer el criterio de S.S., en nombre del españolismo, al criterió de los Diputados catalanes o de los partidarios de las autonomías o de los demás partidos políticos que tienen un criterio opuesto a S.S., pero que no dejan de ser españoles ni españolistas por ser autonomistas y catalanes. (Muy bien.)

Este es el error fundamental. Su señoría es muy dueño de apreciar la situación como le plazca, pero ni S.S ni nadie tiene derecho a decir que es más españolista que los demás si éstos no compartén el criterio que su señoría acaba de defender.

Es demasiado seria la cuestión, Sres. Diputados, para llevarla a términos de pasión y de efecto político parlamentario inmediato.

¿Quién da al Sr. Maura el derecho a decir que los que voten en un determinado sentido son indiferentes a que el Estado mantenga o no en Cataluña la enseñanza? Pero ¿de cuándo acá tiene S.S el derecho de interpretar por anticipado el voto de los partidos? (El Sr. Maura: El texto de la ley.) El texto de la ley no es el que ha dado S.S. Su señoría ha dicho que el que vote en contra de la enmienda que acaba de defender el Sr. Unamuno significa que le es indiferente que el Estado tenga o no a su cargo la enseñanza en Cataluña, y éste es un derecho que S.S. se toma, pero que nadie le ha concedido. (Rumores.)

Lo que tengo que decir a las Cortes, y lo digo como hombre de partido y como Diputado que va a votar en favor de la enmienda, hoy dictamen, a causa de haber sido aceptada por la Comisión, es esto: nosotros hemos hecho una revolución, o la ha hecho quien fuere; hemos traído la República, o la ha traído quien fuere, y una de las cosas que tiene que hacer la República es resolver el problema de Cataluña, y si no lo resolvemos, la República habrá fracasado, aunque viva cien años (Rumores), y la única manera de resolver el problema de Cataluña es resolverlo en sentido liberal, haciendo honor a las propagandas, a las promesas y a los programas de los partidos, publicados en todas partes y suscritos, en lo que se refiere al problema de Cataluña, por el propio Sr. Maura. (Muy bien en la minoría de izquierda catalana y en algún otro banco.) Y en todo el problema catalán no hay nada más sensible, nada más doloroso, nada más irritante, a veces, que la cuestión de las Lenguas.

¿Cómo es posible, Sr. Maura, que nosotros, en esta situación, al dicutirse la Constitución, vayamos a adoptar un texto constitucional que haga imposible el día de mañana la votación libre del Estatuto de Cataluña, o del de otra región cualquiera, prejuzgando una cuestión que debe resolverse en su esencia al votarse esos Estatutos y no la Constitución? ¿ Qué hemos hecho nosotros en estas Cortes cada vez que el texto constitucional ha rozado de cerca o de lejos el problema de las autonomías, sino adoptar un texto constitucional que no prejuzgue la cuestión, que deje íntegramente su resolución al porvenir, con el fin de que al llegar la discusión de los Estatutos catalán, vasco o gallego, las Cortes, con plena soberanía, con plena autoridad, puedan aprobarlos o rechazarlos en todo o en parte? Lo que no se puede hacer desde ahora es cerrar los caminos, disgustando a los que hemos venido aquí con el mejor deseo de dar a este problema una solución armónica y constitucional que permita vivir a Cataluña en paz con toda España.

Este es mi criterio y ésta estimo que es la verdadera cuestión, señores Diputados; de ninguna manera creo procedente lanzarse a fondo sobre el problema de si el Estado debe tener estas o las otras atribuciones respecto a la enseñanza en Cataluña, en Vasconia o en Galicia. ¿Que es este el problema parlamentario actual, Sr. Maura? No; el problema parlamentario actual consiste en votar un texto constitucional que, reservando íntegramente todas las facultades del Estado en el porvenir, reserve también todas las posibilidades del Estado para cuando las Cortes lo quieran votar.

No es otro el problema y tomarlo en otro sentido, aunque la contraposición sea leal, sincera y noble, es muy mal sistema, Sr. Maura, y puede llevarnos a situaciones inextricables que, desde este sitio aconsejaría a su señoría que no las provocase.

Por lo tanto, Sres. Diputados, yo no voy a hacer una defensa de la enmienda del Sr. Sánchez Albornoz, aceptada por la mayoría de la Comisión, pero puesto que el Sr. Maura decía que había que fijar actitudes, yo fijo públicamente la mía, voy a votar el texto de la Comisión, y lo voy a votar por esa razón, porque deja libre el camino del Estatuto, porque no prejuzga el Estatuto y porque, habiéndolo aceptado los Diputados catalanes, de cuya vigilancia por el porvenir de sus aspiranes no creo que pueda caber ninguna duda, y teniendo nosotros, hombres de partido, la convicción de que no se roza para nada ni se mete para nada con el porvenir de las atribuciones del Estado, estamos en el deber de transigir así y proponer a nuestros amigos y correligionarios que voten la enmienda tal como la ha aceptado la Comisión.

Me parece que la situación es bien clara, Sr. Maura. ¿Qué tiene que ver con un problema de la gravedad de éste lo que dijo ayer el partido radical o lo que dijo ayer el partido socialista? ¿Es que el partido radical ayer no defendía legítimamente una posición histórica suya? ¿Es que no se votó? ¿Es que no quedó denotada la posición del partido radical? ¿Es que un partido, el partido radical, una vez que pierde una votación no puede ya volver a moverse más en los debates parlamentarios, no puede adoptar otra posición dejando a salvo su criterio y el ideario de su partido? ¿Es posible, Sr. Maura, que S.S., que conoce las responsabilidades del Gobierno, ahora que se ve libre de ellas, pueda en un ímpetu oratorio magnífico como suyo y prenda de su magnífico temperamento político y parlamentado, crear una situación parlamentaria difícil? Sr. Maura, hay responsabilidades, colaboraciones, que no se rompen en veinticuatro horas, y S.S. no puede ahora venir a decirnos que él no participa en cabildeos, en secretos y en cambalaches. ¿Cuándo no han ocurrido estos cabildeos, secreteos y cambalaches? ¿Es que es alguna cosa punible, vergonzosa, deshonrosa, que los Diputados y los partidos, enfrentándose en el salón de sesiones por criterios opuestos, se reúnan, expongan en común sus ideas, razonen alrededor de una mesa, digan familiarmente los argumentos o los motivos o los hechos que quizá no caben en los términos de un discurso y lleguen a un convencimiento común, a un texto aceptable para todos, transigiendo todos? ¿Es que esto es lo que se llama con tono despectivo un cabildeo, cambalache o cosa por el estilo? Pero Sr. Maura, ¿cuántas veces en nuestra accidental etapa de Gobierno no hemos hecho S.S. y yo lo mismo en otras cuestiones? ¿Pues no ha ido S.S. al despacho de Ministros a preguntarme qué es lo que íbamos a hacer, y yo se lo he dicho? ¿Está feo? No. Pues si no lo está, ¿por qué nos censura S.S.? (El Sr. Maura: Ya lo explicaré.) Yo, Sres. Diputados, dicho esto, y dando a esta réplica del Sr. Maura, que, naturalmente, he tenido que poner en el tono de viveza que él ha dado a su intervención, cosa que me cuesta poco trabajo, porque seis meses de convivencia con el Sr. Maura me han hecho familiarizarme con su timbre de voz y su tono, rogaría a las Cortes que apreciasen el problema tal como es, que no se trata ahora de resolver para siempre si el Estado va a tener la enseñanza de Cataluña, si el Estado va a tener esta o la otra función, que se reserva íntegra la posibilidad del Estado en Cataluña, que este problema se plantea para el Estatuto, que hay que dejar paso al Estatuto y que no hay derecho a contraponer nunca la vigilancia, el cuidado y el amor a la cultura castellana con la vigilancia, el cuidado y el amor a la cultura catalana.

No puedo admitir eso porque la cultura catalana y la cultura castellana son la cultura española (Muy bien), y cada una de ellas forma su parte alícuota en la cultura de mi patria y es absurdo sembrar la discordia, crear un resquemor injustificado cuando a la noble ambición de aquellos hombres que traen de su país una aspiración, un lenguaje y una ambición legítimas se les pone, como valladar, el respeto a la cultura castellana, que nada tiene que temer de ninguna otra cultura nacional, puesto que forma parte, como todas las otras, de la cultura española. Sr. Maura, no hablemos a los catalanes en tono de oposición de la cultura castellana. Tan española es la suya como la nuestra y juntos formamos el país y la República.

¿Vamos a olvidar la colaboración de los Diputados republicanos catalanes en la instauración de la República? ¿Es posible, Sr. Maura, que su señoría se vuelva a esos hombres, como acaba de hacerlo, y prevea para el porvenir presiones, gestiones sobre supuestos Gobiernos chiles que van a abandonar en manos de los grupos políticos catalanes no sé qué parte esencial del Estado? Pero ¿en qué manos cree S.S. que va a caer el Gobierno de España, o qué clase de hombres cree S.S. que son esos Diputados catalanes? Pues qué, ¿no sabe S.S. que actualmente la República en Cataluña no tiene mejor apoyo, ni tiene mejor escudo, ni tiene mejores paladines que todos esos Diputados y los partidos que ellos representan? ¿O es que cree S.S. que el escudo de la República en Cataluña está en el nacionalismo de la extrema derecha o en los sindicatos revolucionarios?

Esos hombres, esos Diputados, para nosotros representan un sentido de libertad republicana y un sentido de autonomía que coincide exactamente con los programas, con las ideas y con los propósitos de nuestro partido republicano, que responde exactamente al ideario, de la revolución y de la República, y se comprometerían las promesas, las obligaciones y el porvenir de la República, si ahora, por un movimiento pasional, por un patriotismo que no puede ser mayor ni menor en unos que en otros, les defraudásemos, presentándonos como enemigos de las reivindicaciones de Cataluña. (Grandes aplausos.)

El Sr. Maura: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Maura: Si S.S., Sr. Presidente del Consejo, está tan habituado, como dice, al tono mayor que por lo visto, yo acostumbro a emplear en las conversaciones, voy a hablarle en tono menor; pero en ese tono voy a decir a S.S., que es indigno de S.S., indigno de mi e indigno de la Cámara que haya empezado S.S. por suponer que yo he venido aquí a buscar una bandera. (El Sr. Presidente del Consejo: A buscarla, no; a enarbolarla.) A enarbolarla, a levantarla. Pues peor. Y S.S., que me conoce, segun dice, hace seis meses (algo más hace), ¿me considera capaz de enarbolar una bandera de esa naturaleza que, una vez votado el artículo, se esfuma? Pues ¡divertido estaría yo si no tuviera otra bandera que enarbolar en la República! Pero el solo hecho de que S.S. me haya supuesto capaz de eso, me basta para relevarme de muchos compromisos en lo sucesivo.

Y ahora vamos al fondo del asunto.

Españolista me ha llamado S.S. Indudablemente, S.S. tiene una habilidad dialéctica extraordinaria; pero no se atiene a la realidad, porque yo no he hablado en nombre del españolismo, sino en nombre de la autonomía más perfecta y acabada, que es como han hablado los señores de la minoría socialista.

¿Qué otra cosa significa, Sr. Azaña, decirles a las regiones autónomas: «Tenéis plena libertad, tenéis absoluta libertad para instalar vuestras Universidades y vuestros centros docentes, todo lo que queráis, y además, el Estado os da incluso la facultad de colación de grados, en lo cual podéis ser soberanos, si es que se puede aceptar esta palabra, para practicar la enseñanza libremente en vuestra región; pero respetad el derecho del Estado a practicarla también para los que quieran cultivarla dentro de las Universidades castellanas o de las Universidades españolas»?

¿Es eso ser españolista? ¿Es eso levantar la bandera españolista? No, Sr. Azaña; eso -permítame S.S. que se lo diga- es discutir con no muy buena fe. Yo he defendido un punto de vista perfectamente liberal y autonómico, y no hay nadie que pueda decir que en la enmienda del partido socialista o en la enmienda del Sr. Unamuno haya ni tanto así que vaya contra el principio de la autonomía regional.

Afirmá S.S. que todo queda reducido a posponer la cuestión para cuando se discuta el Estatuto. Pero, Sr. Azaña, yo supongo que por mucho que sea el Estatuto y por muy avanzado que sea el Estatuto, no llegará nunca a impedir que el Estado mantenga en su Constitución fundamental un derecho elementalísimo y además sagrado y una obligación ineludible; supongo que a eso no llegará ningún Estatuto, porque entonces sobraría que nosotros aprobáramos ahora esta Constitución. Por consiguiente, lo que nosotros pedimos es que esta obligación sagrada del Estado no quede pendiente de un «podrá», sino sencillamente precisada y fijada de un modo definitivo, y queda libre, absolutamente libre para el Estatuto el si han de tener Universidades y la forma en que van a ejercitar ese derecho las regiones; de modo que tampoco es ese argumento que se pueda mantener.

Y por último, Sr. Azaña, yo desearía que cuando se quiera sacar adelante eso que llamaba el Sr. Sánchez Albornoz fórmula, no enmienda, fórmula, porque, en efecto, lo es, no se saque el tropo de la Lengua, porque prácticamente, Sr. Azaña, nadie discute la Lengua, ni a nadie se le ha ocurrido pretender que estos señores (Señalando a la minoría catalana) dejen de enseñar el catalán. Ayer decía el Sr. Xiráu con gran acierto que el problema de la Lengua no es problema, porque la práctica lo resuelve por sí sola; cuando un maestro se encuentra con alumnos castellanos, los enseña en castellano, y con alumnos catalanes, en catalán; eso es natural y en eso no hay problemas; pero no se apele al tropo fácil de hacer cantos a la cultura ni a la Lengua catalana, porque eso es muy sencillo, pero no tiene que ver con el asunto (El Sr. Presidente del Gobierno: Yo no he cantado.> No ha cantado S.S. porque no ha llegado el caso; pero ha recitado y recitado muy bien. Y en cuanto a la cultura castellana, no he sido yo quien ha hablado de eso, porque ayer desde esos bancos no se ha hablado de otra cosa sino de la cultura castellana y de la cultura catalana. (El Sr. Presidente del Gobierno: Y tiene razón.) Y S.S. también, porque es verdad que todo eso es cultura española; pero cuando yo he hablado de cultura castellana, he hablado contestando a las consideraciones que ayer se hicieron con motivo de la cultura catalana y de la Lengua catalana; no ha sido invención mía; también eso es muy fácil; pero no me siento con vocación para entonar un canto a la cultura española. Y nada más.

El Sr. Sánchez Albornoz: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Sánchez Albornoz: La Cámara comprenderá la situación desigual en que me encuentro para contender con parlamentado de palabra tan ágil y de intención tan aguda como el Sr. Maura; pero no puedo menos de levantarme a rectificar algunas de sus afirmaciones, porque si yo, según él, he estado moviéndome sobre el vacío, el Sr. Maura ha estado combatiendo fantasmas. Con un dramatismo extraordinario ha hablado aquí de que vamos a entregar el alma de Cataluña al catalanismo, de que no habíamos tenido en cuenta la enseñanza del castellano, la enseñanza del Estado español en Cataluña.

Y yo voy a replicar muy brevemente, quizá en menos de cinco minutos. El Sr. Maura no sabe que las palabras de la Constitución «mantendrá», fueron llevadas al dictamen precisamente por iniciativa mía y por boca del representante de Acción Republicana; pero me he convencido después de que inferíamos un daño a España si nosotros nos empeñáramos en mantener la enseñanza del Estado, si las regiones atienden a esa necesidad de las gentes de habla castellana, en Cataluña, en. Vaconia y en todas partes. Porque yo no puedo olvidar, Sr. Maura, el caso de un gran pueblo, Austria, que encontrándose con problemas que no eran iguales, pero sí parecidos, acudió a la forma que proponen el Sr. Maura y algunos otros Sres. Diputados en esta Cámara.

En Praga funcionaba una Universidad alemana al lado de la Universidad checa; en las tierras polacas de Austria funcionaba una Universidad alemana al lado de la Universidad polaca; en las regiones servias de la monarquía austríaca ocurría otro tanto; y yo quiero llamar la atención de la Cámara para que contemple el resultado que ese antagonismo entre dos Universidades, entre dos culturas, entre dos pueblos, ha dado al cabo de muy poco tiempo. Pensad un momento en que no ha servido para nada en orden al mantenimiento de la unidad del Estado austríaco el mantenimiento en esos pueblos de dos Universidades: alemana y checa; alemana y polaca; alemana y servia, puesto que al cabo de muy poco tiempo Checoeslovaquia era una país independiente, Polonia recobraba su libertad y Yugoslavia constituye un Estado nuevo.

Yo no quiero contribuir con mi voto a que nosotros ahondemos las diferencias que puedan existir entre España o el resto de España y Cataluña; no quiero que el día de mañana pueda ocurrir, por haber nosotros atizado la llama de la contienda, algo parecido a lo que ha ocurrido en el Imperio austríaco y nos encontremos con un fraccionamiento semejante, que no sólo no ha evitado, sino que ha contribuído a crear ese antagonismo de Universidades, de culturas, de centros encontrados.

Y yo quiero también llamar la atención del Sr. Maura y de la Cámara, que precisamente el poner trabas a la expansión de la enseñanza catalana, la contraposición violenta entre las dos lenguas, practicada de modo cruel por la Dictadura, nos ha traído al estado presente; precisamente si hace veinte años hubiera habido en el banco del Gobierno gentes capaces de comprender el problema catalán, no estaríamos nosotros discutiendo hoy alrededor de esta cuestión, en una situación que puede ser muy grave si no dejamos la pasión a un lado y si no habla la reflexión, el entendimiento y el deseo de concordia. (Aplausos.)

El Sr. Presidente: El Sr. Guerra del Río tiene la palabra.

El Sr. Guerra del Rio: Sres. Diputados y Sr. Maura, sólo hago uso de la palabra ante el requerimiento de S.S. y decidido a no seguirle en el tono que ha empleado, sino a contestarle con el mayor comedimiento y limitándome a restablecer la verdad, que el Sr. Maura olvidó o fue mal nformado respecto a ella.

En el día de ayer la minoría radical sostuvo y votó, por acuerdo suyo, un voto particular de esta minoría, en el cual se decía: «Es obligatoria la enseñanza en castellano en todas las escuelas primarias de Espana. En los casos en que las regiones autónomas organicen la enseñanza en sus lenguas respectivas, el Estado mantendrá en aquéllas Centros de instrucción de todos los grados en la lengua oficial de la República.»

Este voto particular, que condensaba el criterio del partido radical, fue desechado por la Cámara por 192 votos contra 78. De esos 78 votos, ponga S.S. todo el margen más amplio que quiera, y son votos radicales y federales; en los 192 votos en contra puede contar todos los Diputados socialistas que se encontraban presentes. Terminada la votación y derrotado nuestro criterio y desechado por la Cámara el voto particular, fue el Sr. Cordero, no yo, que, aunque manso, no soy cordero, ni me llamo Cordero (El Sr. De la Villa: Ni manso es tampoco S.S.), fue el Sr. Cordero el que se levantó a decir que la minoría socialista presentaría hoy esa enmienda a que se refería S.S. En ello el partido radical no intervino para nada; defendió su criterio, le votó y fue derrotado.

En el día de hoy, ¿qué hará la minoría radical? Lo lógico, lo que nos imponen nuestras convicciones: ir buscando en las enmiendas, en las proposiciones, en las fórmulas que presenten los demás partidos la que más se acerque a la nuestra; pero escogiéndola nosotros, sin necesidad de que sea el Sr. Maura quien nos la indique. Es lo menos a que creemos que tenemos derecho; seremos nosotros los que escojamos, una vez desechado nuestro criterio, el que más se acerque al nuestro. Entonces, señor Maura, ¿a qué viene el requerimiento a la minoría radical y a Guerra del Río, cuando hemos actuado con una actitud tan clara, tan franca, como la que expresé ayer en la Cámara, y que está avalada por el voto de toda la minoría radical?

Con esto hemos terminado. El Sr. Maura, seguramente, y con ello no demostró más que sus relaciones antiguas con esta minoría, tiene todavía en el oído las reiteradas palabras de los radicales, mientras él se sentaba en el banco azul, que en otra ocasión decíamos: «Lo que se diga desde ahí (Señalando al banco azul), eso vota la minoría radical.» Nosotros no hemos cambiado, Sr. Maura, y seguimos diciendo lo que el primer día: «Lo que se diga desde ahí (Señalando nueva mente al banco azul), eso vota la minoría radical.» Si el Sr. Maura ha cambiado de sitio, la culpa no es nuestra. (Aplausos.)

(Diario de Sesiones, 22 de octubre de 1931.)



Fernández-Flórez comenta la sesión con criterio anticatalanista
Siguen dominando los catalanes, y todo se doblega ante su voluntad. Puede decirse que la política española tiene hoy un eje catalán, y que sólo en aquellas cuestiones que no interesan fundamentalmente a Cataluña se expresa con libertad el criterio de la Cámara. Resulta curioso, en estas condiciones, oír hablar de la hegemonía castellana y del imperialismo de la meseta, cuando la verdad es que el libre albedrío del Congreso está hipotecado en favor precisamente de la región que se cree avasallada.

En el artículo 48, que se discutió ayer, el Estado entrega la enseñanza a las regiones. Todas las argucias que disimulen esta realidad son inútiles. Las regiones autónomas pueden organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas; se estudiará el castellano como una asignatura más, según frase exacta de don Miguel de Unamuno, y en todos los Centros de instrucción de primero y segundo grados (nada se dice de las Universidades, que quedan casi totalmente referidas a la lengua regional> se empleará también el castellano. El Estado «puede» -¡amable concesión!- mantener o crear en todas partes instituciones docentes de cualquier grado.

La inmensa mayoría de la Cámara (con exclusión de los socialistas, que es el grupo que viene revelando más patriotismo y mejor sentido politico) encuentra encantadora esta solución. Y, en cambio, vota en contra de la enmienda firmada por capacidades como Unamuno, Sánchez Román y Novoa Santos, que restituía la cuestión a sus verdaderos términos: esto es, que conservaba la función docente para el Estado en la lengua oficial, que es la de mayor difusión, y reservaba a las regiones el derecho de mantener o crear instituciones de enseñanza. Ha parecido mucho dar al Estado lo que no se quiso regatear a la Región.

Ayer hemos visto patinar al señor Sánchez Albornoz para hacer concesiones que seguramente están en pugna con sus verdaderos sentimientos de hombre talentoso y culto. Hemos oído la voz aguardentosa de Guerra del Río cuando lanzaba a ras del suelo sus ideas de vuelo corto para afirmar, primero, que votarían lo contrano que los socialistas; después, que apoyarían aquello que fuese más próximo a sus ideas (¿pero no era Lerroux el españolista que se paseaba por las Ramblas con la bandera amarilla y roja en la cinta del sombrero?), y, por último, que obedecerían lo que el Gobierno mandase, con un ministerialismo incompatible con la misma composición del Gobierno y con la gravedad de los asuntos que se discuten. Hemos presenciado la violencia con que Azaña quiso reducir a don Miguel Maura, violencia de coronel gotoso que no tolera la contradicción, réplica malhumorada en la que se perdió todó el sentido de la elegancia y se habló chabacanamente de «pifias», y se recordó que Maura está solo en el Parlamento, como si al leer hoy sus opiniones el pueblo español no hubiese de tener a su lado más pareceres que los que pueda merecer el criterio de Azaña. Hemos saboreado el conocido gusto de todos los tópicos en la intervención de don Eduardo Ortega y Gasset, uno de los que teme que le digan que «no comprende» el problema catalán, y que unió en un breve discurso todos los lugares comunes más divulgados que circulan acerca de esta cuestión.

Pero, como hizo constar en sus afortunadísimas palabras el señor Sánchez Román, nadie contestó con argumentos a los argumentos. Citas pedantes, frases aduladoras, vulgaridades ecoicas. ¿Razones? Nadie las adujo en respuesta a las de Unamuno, a las de Maura, a las de Sánchez Román.

La de ayer ha sido una de las peores tardes del Parlamento de la República.

Los catalanes tienen un pilar más en el que asentar sus intenciones. Seguros del triunfo, deseosos de no comprometerlo, después de haber sembrado por los pasillos la amenaza de su retirada, se han abstenido de intervenir con algo más que con movimientos de cabeza. Sin duda poseen una superioridad política sobre los otros, y, por otra parte, con esa visión detallada de los asuntos, con ese don de organizar que les caracteriza, cuidan los pormenores hasta un punto que hace dificilísimo el fracaso.

¿Cómo pudo ser aprobado el artículo 48? A primera vista, parece imposible que los diputados constituyentes no hayan comprendido la esencialidad que para el Estado tiene la cuestión de la enseñanza, y, en efecto, hubo algunos momentos, antes de la sesión de ayer, en los que parecía haberse decidido una transformación importante en el texto del dictamen. Sin embargo, nada podía ocurrir, porque el único peligro serio lo habían eludido los catalanes con una sagacidad extraordinaria.

Contaremos cómo. Muy pocas personas lo saben.
El martes de la semana pasada los diputados catalanes pensaron trasladarse a Madrid desde Barcelona, y, como hacen siempre -a costa de considerables dispendios para el presupuesto de la Cámara- solicitaron plazas en el avión. Pero eran tantos los diputados que deseaban realizar el viaje, que no había sitio para todos en el único aparato disponible, y la Compañía hizo salir otro de Madrid para estar apercibido el transporte de los representantes de Cataluña.

El billete tomado, los aviones en espera, alguien cayó de pronto en la temeridad que se intentaba.
¡Era martes, y trece el día en que se proponian venir volando a Madrid! ¡Martes y trece! Podían matarse, y entonces que el diablo se llevase el artículo 48. Podían ser derrotados en el Congreso. ¡Alto! ¡Prudencia!
Y tomaron el tren. Ni uno solo vino en el aeroplano. La Cámara tendrá que pagar, sin embargo, de sus fondos, cuatro mil pesetas por el envío del avión supletorio.
La noticia es rigurosamente cierta, y nadie la rectificará. Ahora comprenderán ustedes que a unos señores que hilan tan delgado nada puede resistirles ni es posible que algo les salga mal.
(ABC, 23 de octubre de 1931.)


Indalecio Prieto en un discurso: «La reacción... habrá de acrecer su fuerza y se habrá de plantear la gran batalla: Los elementos reaccionarios y clericales contra el partido socialista... y en esta gran batalla.., se habrán esfumado, diluído los actuales partidos republicanos»

(Al levantarse a hablar el orador es acogido con una calurosa ovación. Voces: «¡Viva Pablo Ialesias! ¡Viva el ministro honrado!»)

Van a ir engarzadas mis palabras con las últimas que ha pronunciado el compañero Jiménez Asúa. Creo que en la síntesis en que él ha resumido las perspectivas políticas de España está la base de mi disertación, y ella ha de ser como tres miradas: una, hacia atrás, con la evocación, el recuerdo de un pasado muy próximo; otra, contemplando el presente, y otra, atalayando desde la cumbre de la fantasía socialista el porvenir de España. El pasado próximo, muy imnediato. Allá por estos mismos días de diciembre del año 30, quienes entonces formábamos el Comité revolucionario y hoy constituímos el Gobierno de la República estábamos dando por terminados nuestros trabajos, que llevaban algunos meses de vacilaciones, de dudas, de entusiasmos, de depresiones, de toda esa gama que forzosamente invade el espíritu en trances tales, coloreándolo unas veces con el tono rosa de la ilusión y tiñéndolo otras con las negruras del pesimismo. Por fin, allá en la primera decena del mes de diciembre, en tales días como hoy, decidimos señalar la fecha para el movimiento revolucionario, movimiento que tuvo aquella anticipación sublimemente frustrada de Jaca; tras ella el movimiento huelguístico, en que el proletariado español mostró públicamente su adhesión a los designios revolucionarios que trazó el Comité, formado por representantes de elementos republicanos y socialistas, y luego, ganada la conciencia nacional simplemente por estos sencillos brotes revolucionarios -que fueron la jornada de Jaca y la huelga general, aunque ella no llegara a alcanzar, por razones que no hemos de examinar ahora, la espléndida intensidad por nosotros soñada-, la conciencia nacional, digo, ganada por estos brotes revolucionarios, hizo innecesario un movimiento de mayor envergadura, hizo innecesario un esfuerzo cruento, surgiendo la jornada electoral del 12 de abril, que determinó el derrumbamiento de la Monarquía y la instauración de la República. Son ocho meses escasos los transcurridos desde aquella jornada, y quienes hablaron desde esta tribuna antes de mí han ido esbozando, exponiendo, sintéticamente o a jirones, la obra realizada por el impulso revolucionario, que plasmó en el Gobierno que hoy rige a España. No tenemos, sin estar plenamente satisfechos, por qué mostrarnos descontentos, pues las obras de transformación pólítica no son simples mutaciones teatrales. En este escenario, con el cambio de unas telas y de unos bastidores de madera, se transforma en minutos un salón en un bosque, en una cascada, en una pradera. Las mutaciones políticas no son labor de tramoya, de escenografía, y desgraciados los países que se entreguen a mutaciones escenográficas en su régimen sin haber sustituído los pilares en que se halle sustentada toda su obra política y económica, porque entonces las gentes se dejarán deslumbrar por una ilusión óptica, por algo que no tiene un basamento de verdadera firmeza; pero nosotros, sin estar plenamente satisfechos, no tenemos por qué considerarnos descontentos. Por de pronto, alejamos de España el panorama triste, deprimente y vejatorio para el ciudadano que suponía la Monarquía encarnada en D. Alfonso de Borbón; expulsamos a un Rey que se había hecho incompatible con la libertad, y libramos a España de verse regida por frutos de una degeneración física que la hubiera envilecido más.

La República está afirmada
Los partidos republicanos y socialistas españoles tienen en su haber la victoria de haber destruido una Monarquía, y además tienen también el título de honor de haber hecho efectiva la República española en forma tal -lo podemos decir midiendo separadamente nuestro juicio- de haber afirmado la República en forma tal que sea totalmente imposible la restauración de la Monarquía, encárnela quien la encarne. (Muy bien.) Esto no quiere decir que no exista ningún peligro, y un peligro grande. El peligro no está para mí en la restauración de la Monarquía borbónica ni en la instauración de ninguna otra; el peligro esta -lo he dicho y cumplo mi obligación recalcándolo, aun a costa de que mis palabras no ofrezcan en este aspecto la más mínima novedad-, el peligro está en el posible adueñamiento de la República española por parte de los elementos clericales. (Muy bien.) Y ése es el peligro contra el cual tenemos que luchar, ese es el riesgo que nos incumbe evitar, y para ello toda cautela, toda precaución, que no es exención del denuedo, serán siempre escasas.

La situación de la Hacienda
Hemos hecho esa Constitución que os diseñaban Llopis, Sánchez Banús y Jiménez de Asúa, que no es una Constitución socialista; hemos instaurado una República que no puede satisfacer las apetencias ideales del socialismo; pero nosotros tenemos la convicción de que con la Constitución, con el régimen republicano diseñado en ella, los socialistas tenemos una excelente herramienta, un magnífico instrumento de trabajo. Eso es todo. Nuestra capacidad política nos aleja de la desilusión que pudieran sufrir gentes de gran simplismo, capaces de creer que esta República sería la plasmación de nuestros ideales, lo mismo en el orden sindical que en el orden político. La República es un cauce más anchuroso, más dilatado, para la consecución de nuestros ideales; una herramienta, come antes he dicho, un instrumento de trabajo, y la obligación de los elementos socialistas es saber utilizarlo inteligentemente.

Ha advenido la República en los momentos económicos más difíciles por que ha atravesado España en toda su historia contemporánea, enfrentándose con dificultades indudablemente superiores a aquella conmoción económica que se produjo como consecuencia del desastre colonial, a fines del siglo último. Ha encontrado la República a España en un desmoronamiento económico producto mixto de una administración orgiástica realizada en tiempos de la Dictadura, de unos reflejos inevitables en la economía española del desastre de la economía burguesa mundial, y además, de todas aquellas depresiones económicas que habían producido las inclemencias del cielo en las zonas agrícolas, que son el área más dilatada y el fundamento más firme de la riqueza nacional, y, naturalmente, estos factores han sido hábilmente aprovechados por nuestros enemigos para presentar ante la conciencia pública sus consecuencias dolorosas como resultado de la gestión administrativa de la República. Esto, como hemos dicho ya reiteradamente -y repito que nuestras palabras no han de tener novedad-, es completamente falso. Esto es una maniobra reaccionaria para enfrentar a esa inmensa masa neutra española que no está afiliada en las organizaciones políticas, pero que pesa muchas veces considerablemente en los destinos públicos, contra el régimen republicano.

El presente y el porvenir
Visto ese panorama del pasado, descrito sintéticamente, vamos a contemplar el presente y a atalayar el porvenir con arreglo a nuestra imaginación. Habéis visto -el compañero Llopis lo ha sintentizado en cifras- cómo el Gobierno de la República, aun siendo la situación economica verdaderamente deplorable, no ha puesto el más mínimo obstáculo al desenvolvimiento de la enseñanza, que era indispensable en España, y no lo ha puesto porque sabe perfectamente el Gobierno de la República, como lo sabemos todos, que si hay un gasto densamente reproductivo, es el gasto que se emplea en la instrucción, porque al acrecer la riqueza cultural de cada ciudadano acrece el acervo común, y si en algún punto del orbe van parejas la educación ciudadana y la exaltación de la cultura individual al engrandecimiento del acervo común, es precisamente en España, cuyo individualismo yo no me cansaré de reconocer. Creo en las virtudes de mi raza; tengo hasta cierta jactancia, quizá excesivamente españolista, de creer que el individuo español necesita de algo que, desligando su individualismo del sentido gregario, a veces convenientísimo en las organizaciones modernas, promueva dentro de si una fuerza vital, algo como una superexaltación individual que facilite la obra tremenda que ha de tener al expandir sus destinos una raza que está ahora deprimida simplemente por su incultura, que está deprimida, a la vez que por su incultura, por ese ambiente clerical domeñador, sedimento de la Inquisición española, que ahogó las conciencias y ahora parece estrangular las voluntades. (Aplausos.)

España debe ser pacífica
Abogamos por un imperialismo español, pero un impenalismo puramente interior, que es el que consiste en imperar sobre nosotros mismos. El pacifismo típico de nuestras ideas socialistas nos hace repugnar todo afán de imperialismo bélico, de dominio sobre otros pueblos, sobre otras razas, sobre otras tierras; pero, aun sin ese espíritu pacifista, la propia realidad económica y social de España empuja a la convicción de que España no puede tener un ideal internacional que no sea el de vincular fraternalmente con lazos más fuertes aquella solidaridad racial con los pueblos de América que España creo, y con respecto a los cuales era evidentemete una dificultad, un obstáculo un entorpecimiento, el régimen monárquico; que sobre esas apetencias de mayor solidaridad con los hombres de nuestra raza que habitan extensiones imnensas de territorios al otro lado del Atlántico, nosotros tenemos también la ilusión, la esperanza, de vivir en relaciones de franca y cordial amistad con los pueblos más próximos a nosotros, con aquellos que nos circundan.

Si España llegara, en el espasmo de ciertos extremismos incompatibles con su realidad política y social, a pretender, como el compañero Jiménez de Asúa insinuaba, la instauración de un régimen que estimara peligroso para ellas las democracias europeas, no ocurriría lo que en Rusia. Aquel inmenso país, después de haber derrotado a los ejércitos que las potencias capitalistas enviaron contra él para ahogar en sus brotes iniciales al comunismo, defiende hoy la integridad de su sistema a base de un ejército enorme, dotado del más maravilloso armamento; pero España no podría con una carga semejante; nosotros tenemos que aspirar a ser como espejo y guión de un espíritu profundamente pacifista, que se traduzca más que en la fuerza escasa y disipatoria del verbalismo, en verdadera realidad. España, situada en una codiciadísima posición geográfica, más codiciada desde que la revolución operada en los elementos de transporte la puede hacer eje de la comunicación entre Europa y América, es una nación modesta, que jamás podrá defender la integridad de su territorio ante la acometida de potencias extranjeras que a pretexto de disturbios interiores de carácter anárquico trazaran la línea codiciosa de una intervención. No obstante, o nos equivocamos mucho, o en la conciencia universal ha ido ganando en rango el pacifismo, y España, en el régimen que está comenzando a darse, y que yo, en mi ilusión, quiero que sea, y espero que sea, el ejemplo de Europa, pudiera ofrecer ante el mundo, ante la conciencia universal, el espectáculo de su pacifismo real, el espectáculo de una nación que renuncia a defenderse militarmente, porque las cargas militares desbordarían su potencia económica, y que se entrega inerme a la conciencia universal de los pueblos, ya influídos por el socialismo haciendo que esta tierra sea una tierra sagrada, por ser la de una nación que no ambicionaba- (Grandes aplausos, que impiden oír el final del párrafo.)

En ese caso -hablo de futuros quizá más proximos que los por nosotros soñados-, misión ha de ser del partido socialista y de esa gigantesca falange sindical que tiene tras de sí y que se denomina la Unión General de Trabajadores, ir incrustando en la conciencia nacional la obligación, la necesidad y la conveniencia de presentarse España como una nación hondamente pacifista, que desdeña, desprecia e inutiliza los instrumentos guerreros.

El partido socialista no debe aspirar a la realizaci6n de su programa mientras no haya ganado la conciencia nacional

Ello no es obra de hoy, no es labor de estos días. ¡Ah! El partido socialista, con una influencia considerable en el Gobierno español, no debe cometer la insensatez de aspirar a la realización de su programa de modo inmediato, mientras no haya ganado la conciencia nacional. Ni los socialistas que estamos en el Gobierno, ni los que se sientan en los escaños parlamentarios, ni los organismos directivos de nuestras agrupaciones política y sindical, deben dar jamás un paso de avance, aunque las circunstancias parecieran favorecerles, sin estar seguros de que detrás de sí hay ese apoyo inmenso que se deslíe en un hálito impalpable, pero que los sentidos advierten con bastante suficiencia, que existe una masa de opinión suscribiendo nuestras ideas. Y claro está, la expresión de los ideales es hoy, en este régimen democrático, la papeleta electoral.

Nosotros hemos entregado a la mujer, con una fidelidad a nuestros principios que quizás allí en lo recóndito de mi ánimo llegue yo a considerar excesiva, el derecho a la papeleta electoral, y nosotros hemos estado un poco desviados de la acción femenina, por lo cual ahora al partido socialista y a la Unión General de Trabajadores las circunstancias atribuyen como una obligación inmediata, inexcusable, la conquista de la mujer, el arrancamiento de la mujer a la influencia clerical, al fantasma terrorífico de los suplicios del infierno (Grandes risas); porque en mí no hubiera habido vacilación alguna si al otorgar el voto a la mujer el Parlamento hubiese acordado también la expulsión íntegra de las órdenes religiosas. (Grandes aplausos.) Mi temor personal -porque estoy hablando como si os hiciera una confesión puramente individual- es el que origina el hecho de haberse otorgado el voto a la mujer sin haberla adiestrado todavía en el ejercicio de su derecho y dejándola aún sormetida a ese régimen de terror cultivado por las congregaciones católicas.

La obligación del socialismo es la conquista de la mujer
Pero, en fin, ésa es una dificultad más aún, pero no invencible. Creo, lo digo sinceramente, que en los sectores de democracia española el voto a la mujer no hará flaquear, sino que probablemente la acrecentará la proporción de los votos socialistas; pero los votos socialistas no son toda la izquierda en el actual mapa electoral de España, y yo temo que por aquella debilidad de conciencia laica que han padecido los partidos republicanos españoles, sabiendo que las mujeres en los hogares de muchos republicanos españoles están dominadas por el clericalismo (Grandes aplausos); temo mucho que el voto de la mujer por ese lado pueda ir a engrosar la falange clerical. Estoy haciendo un examen, un análisis, que no es una repulsa; pero nadie me podrá pedir que, por crudas que sean mis expresiones, abdiqué de mi convicción. (Muy bien.) La obligación del socialismo español es, de un modo inmediato, la conquista de la mujer, la adscripción de la mujer a las filas socialistas, el adiestramiento ciudadano de la mujer, la labor profundamente ennoblecedora de arrancar a la mujer -ser de fantasía algunas veces enfermiza- de las garras del clericalismo, que, a través de la mujer, ha tenido y tiene un dominio formidable en España.

El partido socialista debe apartarse del Poder
Y volvamos, como un ritornello, a aquellas mis primeras palabras, en las cuales decía que no hay, a mi juicio, ningún riesgo de restauración monárquica; pero que lo hay evidente del adueñamiento de la República por elementos retrógrados, y que ese peligro es el que exige toda aquella mesura, toda aquella cautela y toda aquella precaución de que antes os hablaba. Estamos en momentos en que el partido socialista viene aquí, por la expresión de sus órganos ministerial y legislativo, a rendir sus cuentas ante el pueblo. En la histona política de España no es frecuente que hombres que participan en las muy delicadas responsabilidades del Poder anden constantemente en contacto con la multitud; jamás ha presenciado España, como ahora, tantos actos políticos en que hayan ocupado tribunas populares -con todos los inconvenientes que la pasión lleva consigo, pasión que está en el auditorio y que suelen recoger, como una antena, los oradores-, poniéndose en contacto con la muchedumbre aquí y allí, en uno y en el otro confín de nuestra nación, quienes asumen la responsabilidad del Poder.

Y esto después de haber recorrido varias etapas. Los agoreros, los que no creían en la revolución, negaban la posibilidad de la instauración de la República, y la República se instauró. Cuando la República estuvo instaurada, quienes le negaban eficiencia se atrevían a aventurar que no llegarían a formarse las Cortes constituyentes, y las Cortes constituyentes se formaron. Ya las Cortes constituyentes en funciones, se atrevieron a vaticinar que los elementos que las componen, a impulsos de sus diferencias políticas, de sus recelos si queréis, de sus rencillas personales, no llegarían a cumplir la sagrada misión que la nación española les había conferido de redactar la Constitución, y la Constitución está redactada y aprobada, próxima su aprobación definitiva y su promulgación, e inmediatamente detrás de esto, de manera inmediatísima, la elección del jefe dell Estado. El problema que se plantea al partido socialista es el de, si llegado ese momento, debe considerar terminado o no su compromiso. Debo decir -entre los militantes es excusada la advertencia- que yo hablo aquí sin la representación de nadie, en un sentido totalmente personal, y que no extrañaría que hubiese correligionarios nuestros que disintieran de mi parecer; pero voy a exponer lealmente el mío. Comienzo por hacer esta afirmación: creo que todas las conveniencias de táctica, todas las conveniencias del partido socialista y las no menos respetables de la Unión General de Trabajadores aconsejan el apartamiento de los socialistas del Poder. Este gasta a las personas; pero ello es un factor poco importante. Poca abnegación tendría el hombre que se entrega a la vida pública si no supiera que sobre el riesgo dramático de determinados sucesos en que puede andar bamboleándose constantemente su existencia da, previamente, su propio honor al desgaste de los maldicientes. (Muy bien.)

Eso no tiene importancia, pero puede tenerla el reflejo de ese desgaste personal en la organización. Y en este sentido toda discreción es poca. Que unos hombres fracasen personalmente en el Poder; que unos hombres se encuentren con problemas superiores a sus aptitudes y a su buena voluntad; que esos hombres se deshagan y pulvericen, eso carece de importancia, no reviste interes. Pero lo tiene muy considerable si el fracaso personal de esos hombres ante las dificultades que no hayan podido vencer se refleja como un quebranto en las filas de los organismos a que pertenecen. (Muy bien.) Y esta es una cuestión de orden delicadísimo. Si nosotros viéramos libre de todo riesgo, que, repito, no es la posibilidad de una restauración monárquica, la consolidación de la República, para nosotros no habría ninguna clase de vacilaciones; consideraríamos el apartamiento del Poder como un deber ineludible.

Lo que hay que examinar es si el régimen republicano gana o pierde al retirarse del Gobierno la representación socialista

Lo que tiene que examinar fría y concienzudamente el partido socialista es si el régimen republicano gana o pierde al retirarse en estos momentos una representación suya del Gobierno. Si nosotros advirtiéramos en la composición posible del Gobierno, dada la estructura de las fuerzas parlamentarias que han de ápoyarle, que no había daño alguno para la República, a mi juicio no podía haber vacilación: el papel del partido socialista sería apartarse del Poder, y apoyar, acuciándola, la acción izquierdista de un Gobierno genuinamente republicano. Ahora bien: el riesgo proviene de que pueda formarse un Gobierno que, con unos u otros apelativos, tenga una tendencia hacia la derecha y suponga cierta adhesión a los elementos que quisimos destruir al instaurar la República. En ese caso, la responsabilidad del partido socialista, al dejar abrir brecha a los elementos reaccionarios y al capitalismo derechista para el apoderamiento del Gobierno, sería enorme. Y ahí está encuadrado el problema, sin que se pueda advertir con claridad -tan delicados son sus matices- dónde está nuestra obligación, dónde está nuestro deber, si dentro o fuera.

He leído hoy -soy hombre que habla con lealtad- unas declaraciones que en París ha hecho el Sr. Lerroux. Vamos a examinarlas con toda objetividad. Una afirmación de Lerroux, muy lógica, muy natural, profundamente política, desde su posicion, es la de que él no pertenecería a un Gobierno que presidiera un socialista. Repito que me parece la actitud de Lerroux perfectamente lógica, profundamente po]ítica, e incluso bien acoplada a la posición que, circunstancialmente, ocupa él en la política española. No voy a decir, porque sería innecesario y en ello no hay ningún desdén; no hace falta recalcar que también otros nos encontraríamos en el caso de no ser ministros en un Gobierno presidido por Lerroux. (Aplausos.) Dejadme que yo reflexione, sin que vosotros subrayéis con aplausos mis manifestaciones, para mantenerme en aquel plano de serenidad que necesito al examinar este problema, porque ya comprenderéis que en este acto no vengo a ahondar diferencias ni a provocar discrepancias -todo lo contrario-, sino a analizar serenamente la situación política.

Esta afirmación de Lerroux carece de importancia, es una cosa a la que yo doy de lado; a lo que no doy de lado es a otra manifestación que Lerroux ha hecho, en el sentido de que los partidos republicanos no deben repudiar a los elementos que quieran adscribirse ahora a ellos, simplemente por razón de sospechas en cuanto a su actuación pasada: No tengo delante el texto; pero creo interpretar limpiamente sus palabras. Este es el peligro que yo veo. Comprendo que los partidos republicanos, como todo órgano vivo, necesitan una reposición de sus cuadros. Es más, creo que lo mismo los hombres republicanos que los hombres socialistas que hemos actuado en este movimiento revolucionario tenemos la obligacion de no cerrar el paso a ningún elemento nuevo que puedan alumbrar las luchas políticas; y creo que, a juzgar por aquellos maravillosos atisbos que nos ofreció la juventud universitaria en su precursora labor revolucionaria, nos colmará de honor el poder abrir de par en par las puertas del alcázar del Poder a esa juventud política, superior en entusiasmo a aquella otra que nosotros representamos. (Muy bien.) Pero esto dista mucho de que se adscriban a los partidos republicanos, y con ello logren adueñarse del Poder, todos los elementos caciquiles de la vieja España, que la desangraron. ¡Ah, eso no! Los partidos republicanos, por sí, en aquella su obligación delimitada por los confines de su propia organización, tienen, cierto es, el derecho, que nadie les va a regatear, de atraer a sus filas a los elementos que quieran; pero aun pensando con la mayor generosidad y con la mayor amplitud de miras en la regeneración de las culpas de un pasado tan inmediato, cuyo recuerdo ha de permanecer indeleble en nosotros hasta que la tierra cubra nuestros huesos -¡caciquismo cruel, despiadado, incivil!-, si la atracción de esos elementos, que antes se llamaron liberales o conservadores, sin ninguna fe en la Monarquía, como tampoco la tendrían en la República; si la atracción de esos elementos a los cuadros políticos republicanos supusiera su acceso al Poder, ¡ah!, entonces yo digo que el partido socialista no puede ser, respecto de esa política, ni cómplice, ni encubridor, ni meramente comparsa. (Muy bien. Aplausos.) El partido socialista tendría entonces que batallar, con la misma firmeza que lo hizo en tiempos de la Monarquía, contra un sistema de Gobierno que recogiera todos los detritos políticos y sociales del país para deshonrar al régimen, y si el robustecimiento de una u otra fracción republicana -robustecimiento meramente numérico, pero dañoso para la vitalidad de su esencia democrática- hiciera que esos elementos se encontraran en la posibilidad de volver a regir los destinos de España, nosotros no lo podríamos consentir. Bien sabemos que cuando el régimen seudoconstitucional de los partidos liberal y conservador se esfumó ante la Dictadura y parecía disiparse de momento la tenebrosa acción del caciquismo político, los que entonces eran serviles y a la par constituían el propio cimiento de los políticos de la Monarquía; los que entonces servían a Romanones o a uno u otro personaje, se hicieron del Somatén o de la U.P., y sirvieron con la misma servidumbre envilecida a la Dictadura que al régimen seudoconstitucional. Nosotros ahora no podemos consentir que dichos elementos caciquiles se pongan la escarapela republicana y el gorro frigio para apoderarse de España, y contra ellos estaremos con toda energía, para cerrarles el paso. Contra ese peligro deben estar alerta los republicanos, pero mucho más alerta y vigilantes los socialistas.

Los órganos que el partido socialista ha designado para asumir tan trascendental acuerdo habrán de dirimir dentro de pocos días, si la oferta nos es hecha, porque jamás, en ningún caso, nos pondremos como mendigos a las puertas del Poder (Muy bien), si el partido socialista participa o no en el Gobierno que se haya de constituir. Ya digo que esa es una cuestión de matiz, que no hay manera, por clara que sea la visión política de nuestros hombres directivos, de apreciar bien dónde está en ese instante el puesto que imponga al deber, del cual no ha de desertar en ningún instante el partido socialista. He aquí cómo atalayamos el panorama político español: el porvenir político es del partido socialista. Al partido socialista irá forzosamente, dentro de muy poco tiempo, casi de un modo automático, el Poder. Para capacitarnos más en el ejercicio del Poder, cuando él llegue (de forma que no vacilo en calificar de fatal, porque llegará a nosotros en circunstancias difíciles), el partido necesita afinar su educación, el partido socialista necesita hacer más limpia su pureza, porque a veces, quiera o no, puede sallpicársele de lodo desde las cumbres del Poder.

La reacción española es más fuerte que los partidos republicanos españoles
Es decir, que todas aquellas perspectivas de las conveniencias políticas y sindicales nos aconsejan el alejamiento del Poder para entregarnos plenamente a la labor de propaganda y de educación en forma de dar al partido, y sobre todo a la legión de trabajadores de la U.G.T., cifrada ya en más de un millón de afiliados; a todos los que en este advenimiento un tanto tumultuario ingresan en nuestras filas sin la necesaria preparación, toda la procedente educación política. A nosotros, todas las conveniencias, repito y recalco, nos aconsejan el apartamiento del Poder. Pero eso está contrapesado por aquella responsabilidad en que pudiéramos incurrir ante el asalto cauteloso de las derechas al Poder público, porque yo no tengo inconveniente en sentar aquí una afirmación, repitiendo la que ya hice en Córdoba, a saber: que la reacción española, que no la podemos considerar disuelta, aniquilada, destruída, la reacción española es más fuerte que los partidos republicanos españoles; pero esa su fortaleza está en el campo de las izquierdas contrapesada y superada por el aportarniento a la obra de Gobierno del partido socialista, aunque a mí no se me oculta que también se gobierna desde fuera del Poder, que también se desempeña una misión rectora desde los bancos de la oposición. Si me preguntarais ahora mi opinión concreta, terminante, definitiva, sobre el pleito. yo no tendría más remedio que confesaros mi propia vacilación, mi propia duda, y deciros, como he dicho en el seno intimo de la Comisión ejecutiva del partido socialista, que no tengo todavía un criterio claro y firme sobre este problema, y que los hechos, en el proceso que hayan de tener, probablemente contribuirán a la formación de mi juicio; estoy seguro que en el instante de emitir mi voto sobre la cuestión no será con entereza firme, sino vacilante por la duda.

Pero vamos a lo del porvenir político. El porvenir político, a mi juicio, es éste: la reacción, que ha necesitado muy poco tiempo para rehacerse, que está envalentonada, jactanciosa, retadora y desafiante, habrá de acrecer posiblemente y en fecha muy próxima su fuerza, y que aquí se habrá de plantear dentro de poco tiempo la gran batalla con una nitidez asombrosa: los elementos reaccionarios y clericales contra el partido socialista, y el partido socialista, contra los elementos clericales y reaccionarios; y que en esa gran batalla, cuando llegue, habrán desaparecido, se habrán esfumado, se habrán diluído los actuales partidos republicanos. Nosotros tenemos la firmísima esperanza de que todo lo que haya de vigoroso en los partidos republicanos habremos de atraerlo a las filas socialistas, y que lo que pueda ahora agregarse a las viejas o a las nuevas organizaciones republicanas de los detritos y escorias del viejo caciquismo se irá al otro lado o desaparecerá del campo de combate; pero que la gran batalla estará entre el socialismo genuino, profunda, honradamente republicano, y el clericalismo, que no se resigna a perder su dominio de siglos sobre España. (Aplausos.)

Para poder aceptar esa batalla hay que ir eligiendo con cautela las posiciones. Es una lucha en que no basta dejarse deslumbrar por el horizonte luminoso del ideario, sino que hay que tener astucia de combatientes; saber que, cuando se dé un paso hacia adelante, se pisa terreno firme; que no habrá avalancha enemiga capaz de hacemos retroceder; que iremos con nuestra bandera y con nuestra antorcha caminando pausadamente, con la pausa que tiene el luchador seguro de su victoria, y no con el galopar alocado de los delirios de un extremismo que se deja engañar por las más fantasmagóricas ilusiones.

El futuro socialista
Es grave, enorme, la responsabilidad del partido socialista español, que no puede, por el coeficiente extraordinario que aporta actualmente al Gobierno, desentenderse alegremente de las responsabilidades del Poder. ¡Ah! Cuando en el Parlamento seguíamos tras aquella venerable figura de Pablo Iglesias una minoría compuesta de seis u ocho hombres, nuestra posición era cómoda, la holgura de nuestros movimientos infinita, la crítica de los actos gubernamentales no tenía para nosotros ninguna restricción, porque tras aquello no había más que buscar el eco en la calle, haciendo una obra de propaganda desde la tribuna de más resonancia del país, cual es la del Parlamento. Pero hoy, detrás de nuestras palabras, hay la responsabilidad de tener una minoría de más de cien hombres, cuyo voto puede ser decisivo en los destinos del país. Se ha comportado brillante, brillantísimamente el grupo parlamentario socialista, que es la síntesis más afortunada del pueblo español: obreros que en la tosquedad de su oficio no han encontrado obstáculos para adquirir una experiencia de luchadores políticos; obreros educados en la secretaría sindical, en la redacción del semanario, en los mítines pueblerinos, en la acción callada y modesta; hombres sin fulgor, pero con una conciencia de acero. Y en torno de ellos, en brillante, en magnífica escolta, esta representación universitaria que, con gran abnegación, con magnífico desinterés, se ha unido a nosotros para servirnos de guía y para contribuir al esclarecimiento de los problemas. Esa síntesis del pueblo español, cifrada hoy en cerca de 120 diputados, será, no lo dudéis, por el voto, incluso por el sufragio de la mujer, la que, en tiempo muy próximo, constituirá la mayoría del Parlamento español. Y entonces el partido socialista habrá echado sobre sus hombros la inmensa responsabilidad histórica de regir un pueblo con vicios ancestrales creados por un clericalismo cerril, de educarle, de levantarle de la tierra donde se sentía abatido, de hacerle mirar cara a cara el porvenir venturoso de la Humanidad, no la felicidad, en la cual, amigos y compañeros, yo no creo; porque esa felicidad cantada por los poetas es sencillamente el simplismo de los tontos. (Risas.) Yo creo que la felicidad es el placer momentáneo, pasajero, de media hora en el hogar, cuando se llega fatigado de la lucha en la calle o en el Parlamento, para decirnos a nosotros mismos, dentro de la propia alma, que se ha cumplido el deber y que se ha cumplido con honor, y cuando se contempla tras las cumbres, azotadas por todos los vendavales de la pasion política, la propia honradez, no para exhibirla como una prenda vistosa de escaparate a la atención llamativa de las gentes, sino como un panorama de recreo interior. Esa es la felicidad del luchador.

Que nosotros, socialistas, en los escasos momentos que la pelea, fuerte, formidable, sin tregua, más intensa que la de antaño, que vamos a emprender desde hoy, tengamos la felicidad momentánea del luchador, y que en los breves momentos de reposo espiritual sintamos la honda satisfacción ante nuestro propio tribunal de saber que hemos cumplido nuestro deber y que no nos hemos deshonrado; que hemos mantenido el honor y que detrás de ese leve descanso está la otra jornada, también de combate, también de lucha, también de pelea; que nuestra felicidad sea la felicidad santa del que está luchando con abnegación, no para el bien personal suyo, sino para el de las generaciones futuras, que deben saber que sus padres, los españoles de hoy, los socialistas de hoy, en horas históricas supieron cumplir con su deber.

Reposad en este instante, hombres que me oís, miraos por dentro, contemplad vuestro panorama interior y preguntaos a vosotros mismos, sin acudir a espectadores extraños, dentro de la propia conciencia, si habéis cumplido con vuestro deber, y si sabéis que lo habéis cumplido, si vosotros, ante vosotros mismos, cuando no cabe la hipocresía, que es la carátula para deslumbrar a papanatas, si vosotros sabéis que habéis cumplido con vuestro deber, luego de reconocerlo, levantad vuestros bríos y decíos que el descanso no puede continuar, porque el descanso eterno es la muerte; que habéis nacido para la pelea, para la lucha, y decir, decíos a vosotros mismos: «He sido un momento feliz al contemplar mi alma en este instante augusto de reposo; ahora a lo más sagrado, a pelear. ¡Venga la bandera! ¡ Venga la antorcha! ¡Adelante, por España, por la República y por el socialismo!» (Grandes y prolongados aplausos. Muchos concurrentes dan diversos vivas.)



PALABRAS DE D. RAMON MENENDEZ PIDAL
Biling|ismo

La opresión ling|ística que en España existió últimamente ha cesado por completo, para siempre, con la República. Las generaciones regionales educadas en la protesta contra los atropellos propenden, sin embargo, a organizarse pensando en el idioma como arma y no como instrumento.

El biling|ismo, que unos estiman riqueza espiritual y otros mero embarazo para el período educacional del individuo; el biling|ismo, ventajoso o inconveniente, es un estado natural de multitud de pueblos, un estado que no se escoge, sino que viene impuesto por la geografía, por la historia y por la ley de gravitación de los idiomas que los agrupa según sus masas. Y si es muy cierto que hay que respetar el hecho del espléndido renacimiento catalán moderno, no es menos necesario contar imprescindiblemente con el hecho magno y secular de la pacifica y perdurable penetración del castellano, desde la Edad Media, tanto en Galicia como en Cataluña y Vasconia.

Y al oír renegar de esta penetración, al oír comparar insensatamente el castellano al inglés, comprendemos que aún está muy viva la psicología del amargor; por lo cual yo no sé sino pedir a las regiones que hagan el mayor esfuerzo de apartamiento respecto a ese estado ideológico formado en la vejación pasada, y se lo pido con alguna confianza de que no me miren como un enemigo, porque soy gallego de nacimiento; porque me sumé cordialmente a la protesta contra el atropello de que fue víctima la lengua catalana y trabajé porque fuese reparado; porque he cooperado en lo que he podido a glorificar el cultivo del vasco.

En definitiva, perdura en múltiples formas la psicología de la incomprensión. ¿Se ha de estructurar bajo esta ideología la España nueva (la nueva vida que ha de proyectarse en largo provenir)? Hay que proceder con el mayor cuidado para que después de una segregación razonable de funciones en lo puramente necesario pueda la República proceder a una poderosa reintegración de los esfuerzos dispersos que levante la vida nacional al punto máxime.
(El Sol, 3 de noviembre de 1931.)


PALABRAS DE D. RAMON MENENDEZ PIDAL
Biling|ismo
La opresión ling|ística que en España existió últimamente ha cesado por completo, para siempre, con la República. Las generaciones regionales educadas en la protesta contra los atropellos propenden, sin embargo, a organizarse pensando en el idioma como arma y no como instrumento.
El biling|ismo, que unos estiman riqueza espiritual y otros mero embarazo para el período educacional del individuo; el biling|ismo, ventajoso o inconveniente, es un estado natural de multitud de pueblos, un estado que no se escoge, sino que viene impuesto por la geografía, por la historia y por la ley de gravitación de los idiomas que los agrupa según sus masas. Y si es muy cierto que hay que respetar el hecho del espléndido renacimiento catalán moderno, no es menos necesario contar imprescindiblemente con el hecho magno y secular de la pacifica y perdurable penetración del castellano, desde la Edad Media, tanto en Galicia como en Cataluña y Vasconia.
Y al oír renegar de esta penetración, al oír comparar insensatamente el castellano al inglés, comprendemos que aún está muy viva la psicología del amargor; por lo cual yo no sé sino pedir a las regiones que hagan el mayor esfuerzo de apartamiento respecto a ese estado ideológico formado en la vejación pasada, y se lo pido con alguna confianza de que no me miren como un enemigo, porque soy gallego de nacimiento; porque me sumé cordialmente a la protesta contra el atropello de que fue víctima la lengua catalana y trabajé porque fuese reparado; porque he cooperado en lo que he podido a glorificar el cultivo del vasco.
En definitiva, perdura en múltiples formas la psicología de la incomprensión. ¿Se ha de estructurar bajo esta ideología la España nueva (la nueva vida que ha de proyectarse en largo provenir)? Hay que proceder con el mayor cuidado para que después de una segregación razonable de funciones en lo puramente necesario pueda la República proceder a una poderosa reintegración de los esfuerzos dispersos que levante la vida nacional al punto máxime.
(El Sol, 3 de noviembre de 1931.)


HABLA D. JOSE ORTEGA Y GASSET
Señoras, señores: En estos días, con la aprobación del texto constitucional y la elección de Presidente, queda establecida jurídicamente la República española. Tenemos ya un cauce legal por donde pueda fluir fecundamente nuestra vida colectiva; tenemos ya bajo nuestras planteas un suelo de Derecho donde hincar los talones e iniciar la marcha histórica. Termina, pues, en estos días el primer acto de la implantación de la forma republicana en nuestra vieja, en nuestra viejísima España. No es el momento excelente. (Se promueve un incidente porque se quejan de lo deficientemente que se oye.) Perdonen ustedes, pero no estoy acostumbrado a hablar con altavoz, y acontece que mientras voy pronunciando las palabras las escucho yo mismo, y esto es demasiado: hablar y encima escucharse. (Risas.) Decía, pues, si no es el momento excelente para que hagamos un alto y recogiendo bien las riendas de la atención, miremos en rededor, percibamos claramente la situación interna de nuestro país; analicemos el próximo sábado, y sobre todo, proyectemos en grande la arquitectura de nuestro porvenir. No todo esto, porque sería demasiada tarea; pero sí algo de eso, un comienzo de esto, quisiera yo hacer ante vosotros.
Van transcurridos siete meses de vida republicana, y es hora ya de hacer un primer balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas, que han hecho de ella lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora de máximo peligro. Era justo que los demás quedásemos, por de pronto, a la vera, procurando no estorbar; más aún, formando un círculo defensivo, dentro del cual esos hombres, sobre los cuales el destino había hecho caer la tremenda carga de enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar en plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigírsenos era que si desde el principio jugábamos algo erróneo esos primeros, cuidásemos de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi parte, creo haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque durante estos meses he evitado estorbar, porque he defendido desde mi puesto excéntrico a los que gobernaban y, en fin, porque a los quince días de sobrevenida la República comencé yo a hacer señas (que éstas venían a ser mis tenues palabras en artículos periodísticos y en discursos parlamentarios), comencé a hacer señas a los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión tomaban vía muerta. (Muy bien.)

Era, señores, de superior urgencia que lo antes posible existiese una ley, una figura de Estado, más o menos imperfecta, que permitiese iniciar la vida política normal, y a esta urgencia convenía supeditar todo lo demás. Pero esa ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación histórica de nuestro país; que declare su opinión sobre el modo como ha sido planteada la vida republicana. Ya no es necesario, y, por lo mismo, no es lícito que sigan más o menos confundidas las actitudes políticas. Es preciso que se deslinden los juicios y los programas, porque es preciso también que se deslinden las responsabilidades. (Muy bien.)

Cuando la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos, sólidamente instalados, puede impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de distracción, y aun de frivolidad en la conducta, pensando que sus actos públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una hora como ésta, en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuído es algo tan tierno, tan débil, que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al revés, el Estado tiene que ser sostenido y alimentado por nuestros propios actos, es preciso que cada uno de éstos, los míos como los vuestros, vayan inspirados por un sentido casi patético de responsabilidad. Notad que nuestra vida ahora no consiste en repetir una vez más lo que veníamos haciendo ayer o anteayer, que no vamos cómodamente embarcados en usos antiguos, sino que, por el contrario, queramos o no, estamos iniciando nuevas formas y modos de vida pública, nuevas normas y propósitos y hasta vocabulario de convivencia; en suma; señores, que estamos creando historia con cada una de las palabras, gestos y movimientos que hacemos. Es preciso que el pueblo español se dé plena cuenta de esto; que se percate del rango que para los destinos de España tienen estos meses, semanas y días, porque sólo así podrán esas palabras, esos gestos y esos movimientos nacer como rezumando sobre aquel fondo de dignidad, de elevación moral, que requiere una tarea tan enorme como ésta en que estamos sumergidos. Por eso el crimen mayor que hoy se puede cometer en España es empequeñecer el momento. (Muy bien. Varios espectadores: No se oye.) Yo ruego que me digan las personas que ocupan las localidades más remotas de mí si me oyen, porque de otra manera, con los escasos medios de mi voz, yo intentaría tomar cada palabra en la honda y lanzarla a las alturas. (Risas.)

Son, pues, instantes de rango sublime, o ¿es que creéis que podemos entrar en tan soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina?

Diatriba contra la chabacanería y elogio de la pasión
¿De dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia, sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarrería, el chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal, estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien, minusculizadas, encanalladas, miopes como ratones se perderán en el laberinto miserable de las querellas de rincón, y no podrán ver las líneas sencillas, pero gigantes, que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.)

Yo, señores, soy un pobre hombre, con muchas menos pretensiones de las que algunos suponen; simplemente un pequeño ser que ha ligado siempre su microscópico destino individual al ancho macroscópico destino de su raza. Y que por eso, cuando ve que España va a cometer un error o, por el contrario, que puede hacer algo grande, arrostra el ser tachado de pretencioso y abandonando su habitual oscuridad, da al viento la poca cosa de su voz y lanza a sus conciudadanos una advertencia o una indicación. Nada más. Así, yo ahora, en este momento decisivo, comienzo por decir: hermanos españoles, no toleréis en vosotros ni en vuestro alrededor el triunfo de la chabacanería; mirad que por ese punto se ha ido siempre la media toda de las posibilidades españolas; ni consintáis tampoco que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino. Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión... fría. La otra, el fácil apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad.
Por eso os pido que, juntos en este rato y cualesquiera que sean vuestras opiniones, me dejéis razonar sencillamente sobre los destinos nacionales. (Aplausos.)

La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?
Y es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda exageración en el diagnóstico y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las cuales veinte mil tertulias, desde hace cincuenta años, se complacen en desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones. (Muy bien.)

Nada grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida, no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Nació esta República nuestra en forma tan ejemplar que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen, no por manejos, ni por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta en el frutal. Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República, nos garantiza que el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la Monarquía.

Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente? (Muy bien.)

No voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además sería injusto. Conozco esos hombres que hoy dirigen la vida pública española -y me refiero no sólo a los Gobiernos, sino a muchos que militan próximos a ellos-; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana. Y aún, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos hombres de la noche a la mañana improvisar la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?

No; hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad histórica profunda. No somos culpables de que se haya roto de modo tan total la continuidad de las fuerzas políticas españolas.

Hace diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada «Vieja y nueva política», anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las fuerzas nacionales, sino que establecía una valla, más allá de la cual quedaban desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.

Parecerá extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y sobre todo, nadie espere que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que han gobernado mi vida, ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad. Quien busque, pues, palabras más desaforadas, o más simplistas, o más injustas, puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra parte donde reluzca. (Aplausos.)
Pero digo que aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no se puede imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial.
¿Por qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que hace siete meses? Esto es lo inadmisible, lo injustificable.
Para ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha, en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol nocivo que onubila la mente de los triunfadores.

República conservadora y República burguesa
Cuando preparaban la revolución, los hombres que han aparecido al frente de la República veían con plena claridad lo que ésta tenía que ser durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. «La República que ahora triunfe, decían -notad bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora-, la República que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una República burguesa.» Algún ministro recordará los atronadores aplausos que estas palabras pronunciadas por él disparaban en el auditorio; pero yo aproveché la primera ocasión para hacer notar que ambas expresiones eran poco o nada felices.

¿Conservadora? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservado, de auténticamente conservador? Podrá este o el otro individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus nostalgias, ser conservador; pero hoy no es posible en parte alguna una política conservadora. Los problemas que encuentra ante sí hoy el Estado son de tal gravedad y profundidad, que ningún pretérito puede servir de norma para atacarlos. La sustancia misma del hombre medio se ha hecho hoy tan distinta de lo tradicional, que nos obliga, ni más ni menos, como si dijéramos, a brincar de una época a otra, a abandonar todo el mundo político conocido e ingresar medrosos, atemorizados, en un mundo completamente nuevo y totalmente incógnito.

No creo que haya hoy en Europa nadie que se haga ilusiones de lo contrario: poco, muy poco y muy condicionalmente, puede conservarse del pasado, y por eso los ingleses, al acudir a unas elecciones recientes en extraña coalición jamás sospechada en sus islas, puestos a conservar no han podido conservar -ya lo veréis- más que el nombre de conservadores. (Muy bien. Aplausos.)

No hay más que un pueblo maestro en inquietudes, gran doctor en convulsiones: Francia, que por la convergencia de una serie de azares ha podido intentar hasta la fecha el sostenimiento del statu quo, que es cosa muy distinta de una política conservadora. Se trata de un equilibrio inestable, en cuya perduración nadie confía, y que en definitiva se nutre de demorar sine die las grandes cuestiones del tiempo. Inexorablemente, en una u otra jornada, llegará a ese admirable país la marea viva de los problemas actuales: el statu quo zozobrará y se disparará en él un proceso parejo al que acude a todos los demás países.

Decir, pues, que la República española debía ser una República conservadora equivale a no decir nada. Menos aún: equivale a desorientar el porvenir de nuestra República.

Pero menos afortunada todavía me parece la otra expresión: ¡República burguesa! ¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la relativa inexistencia, por lo menos en la anormal debilidad, de la burguesía en esta Península! Cualquiera diría que se trata de una simple anécdota, cuando es el hecho básico causante de la decadencia que ha padecido España durante toda la Edad Moderna. Porque una edad, una época, es un clima moral que vive del predominio de ciertos principios disueltos en el aire. La época moderna vivió impulsada por el racionalismo y el capitalismo, dos principios emanados de cierto tipo de hombre que ya en el siglo XV se llamaba «el burgués». Y si España se apagó al entrar en ese clima como una bujía se apaga por sí misma al ser sumergida en el aire denso de una cueva, fue sencillamente porque ese tipo de hombre era en nuestra raza escaso y endeble, y el alma racional se ahogaba en la atmósfera de aquellos principios. Y si no ha gozado España de salud durante la Edad Moderna porque era insuficientemente burguesa, ¿va a dar la casualidad de que ahora, cuando la modernidad sucumbe, y con ella la burguesía pierde la plenitud de su mando; vaya a dar la casualidad, digo, de que al renacer un Estado, este Estado se edifique como Estado propiamente burgués? No hay, ciertamente, grandes probabilidades de ello.

El magnífico movimiento ascensional de las clases obreras
Importa, pues, mucho en materias graves, como ésta, cuando se trata nada menos que de empujar a todo un pueblo en cierta dirección hacia la línea azul de su horizonte, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más duros que la humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas consecuencias; consecuencias que son las suyas, pero que no son las nuestras. Se reconocerá no haber grandes probabilidades de que en el mundo actual, al acontecer un cambio de régimen, el nuevo Estado que nazca sea, hablando con propiedad, un Estado burgués. Y como yo voy ha hacer un llamamiento a todas las fuerzas eficaces del país, entre ellas a las llamadas burguesas, especialmente a las capitalistas, y quiero que este llamamiento mío sea entusiasta, pero a la vez serio y riguroso, me interesa que quedan claras ciertas cosas elementales. Una de ellas, ésta: cualesquiera que sean las diferencias políticas que existen o puedan existir mañana en nuestra vida pública, es preciso que nadie cometa la estupidez de desconocer que desde hace sesenta años el más enérgico factor de la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues, inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir a la postre inscrita dentro de este formidable influjo. Tiene que contar con él y aceptarlo, como se acepta el avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules. (Muy bien. Aplausos.)

No se hable, pues, de ningún rincón planetario de política burguesa; pero, viceversa, no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la humanidad obrera con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que a la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente superficiales de aquella realidad, mucho más profunda e inexorable. (Aplausos.)

De modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe a esa tremenda corriente marina que empuja a la historia actual. Pero, a la par, ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación única, definitiva e infalible de esa realidad sustantiva de nuestro tiempo. Bastará comparar la situación del socialismo o sindicalismo en Europa veinte años hace y hoy para convencerse de ello.

Para no desorientarnos evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto que pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución, los que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta: que la República, durante su primera etapa, debía ser sólo República, radical cambio en la forma del Estado, una liberación del Poder público, detentado por unos cuantos grupos; en suma: que el triunfo de la República no podía ser el triunfo de ningún determinado partido o combinación de ellos, sino la entrega del Poder público a la totalidad cordial de los españoles. (Grandes aplausos.)

Lo que significó el cambio de régimen
Porque no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arropar en él propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida, por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.
Apenas sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.) Esta agitación formó un círculo de inquietud en torno a los gobernantes, la mayor parte de los cuales -estoy seguro- no simpatizaba con ella, veía perfectamente su vanidad, pero no acertó a recibirla.
Ahí es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente hoy bajo la figura de una República. ¿Es que se sabe, se sabe lo que esa Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos particulares, por su esencia misma, lo que significaba para los destinos españoles?

La Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos
España es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público, una vez afirmado, tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque, desgraciadamente, nuestra espontaneidad social ha sido siempre increíblemente débil frente a él. Pues bien: la Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación: eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia.

No voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas; en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto, exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas, que no importa al caso; pero el hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos mínimos grupos para uso del Poder público. El Monarca era el gerente de esa Sociedad, nada más, pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente del país coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la nación quien tenía que ceder, padecer y anularse para que el grupo amenazado no sufriera erosión.

Dicho en otra forma: los grandes capitales, el alto ejército, la vieja aristocracia, la Iglesia, no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en hora decisiva, tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¿Resultado? Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, parte de esos exiguos grupos, no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado franquía a su propio intransferible destino; no ha podido hacer la historia que germinaba en su interior, sino que era una y otra vez y siempre frenado, deformado, paralizado por ese poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente; ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación por intereses divergentes de los sagrados intereses españoles, y les llamo sagrados porque la historia de un pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre historia sagrada. En ello va algo tan profundo, tan imprevisible y tan respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente respetados y nunca desvirtuados. Esta es la tesis principal de mi discurso. De un lado, señores, iba, mejor dicho, pugnaba por ir a la nación; del otro, marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el Poder pública desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria. El caso más claro de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos la ofrece la Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable, sino que la venía del Estado como un regalo que el Poder público le había puesto a su servicio. Con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las fuerzas sociales de España, y de paso la Iglesia, viviendo en falso, y esto es lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes aplausos.)

No concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca en su detalle n perfecta ni deseable. Mas, por lo tanto, hay que acatarla sin más. El Estado tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)

¿Cómo iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos en uno; esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.)

Es necesario nacionalizar la República
Pues bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vague libremente a su destino, de dejarlo fare da se, que se organice a su gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte, que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuesen auténticamente lo que son, sin quedar, por la presión o el favor, deformada su sincera realidad.
Eso es lo que significaba para mí eso que algunos llaman «simple cambio de forma de gobierno», y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y angostos programas de angostísimos partidos.
Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada) puedo elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir siendo el antiguo Comité revolucionario o declararse representante de una nueva y rigurosa legalidad que iniciaba su constitución. Al preferir lo primero, por lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico esencial que ha emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva aspiración: ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este hecho es la verdad de España, superior a todo capricho, y que aplastará cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía: primero, el desorden pícaro de los viejos partidos, sin fe en el futuro de España; luego, el desorden petulante y sin unción de la Dictadura. (Aplausos.)

Los perturbadores de la República

A esa unidad de la voluntad nacional que la República tiene que significar es preciso que volvamos, porque hay a la puerta de la República, instalados en hilera, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Hacen ellos grandes aspavientos de revolución, la cual podrá en alguno ser sentimiento sincero; pero revolución que hoy en España sería no buena o mala, sino algo más definitivo: históricamente falsa. Exigen esos hombres pruebas de pureza de sangre republicana y se dedican a recitar sin parar las más decrépitas antífonas de la caduca beatería democrática. Urge salvar a la República de esa vieja democracia que amenaza arrastrarla cien años atrás; urge salvarla en nombre de una nueva democracia más sobria y magra, más constructiva y eficaz; en suma: la democracia de la juventud. Esta tenemos que constituirla.

La composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que acreditaba y simbolizaba el carácter nacional, y no particular o partidista, del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la República, y en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran hecho nacional.

Muy pocas veces acontece, señores, que la voluntad prácticamente integral de un pueblo se concentre en unánime decisión para dar una embestida sobre el horizonte, abriendo en él ancho portillo hacia al futuro. Por lo mismo, cuando esto acontece, es un radical deber impedir por todos los medios que esa unificación maravillosa de la vida colectiva quede sin fértil aprovechamiento y recaiga demasiado pronto en la habitual disociación. Es menester conservar este tesoro de unidad, y a los quince días del triunfo, dueño de los resortes más imprescindibles del Poder público, debió el Gobierno declarar que empezaba a constituirse un Estado integral superior a todo partidismo, riguroso frente a toda ambición arbitraria. Hubiera podido hacerlo perfectamente; hubiera podido, aprovechando la mágica ocasión, lanzar al país, en mole solidaria, hacia un plan de sistemáticas reformas dirigido desde arriba, el cual ofrecería a cada uno la ilusión de un nuevo quehacer. Por ejemplo, para no referirme sino al orden de la vida pública, que es el más agudo en todas partes, pudo crear, desde luego, un Consejo de Economía, que rápidamente dictaminase ante el país sobre la situación de nuestra riqueza, sobre los peligros o dificultades probables, sobre lo que se podía esperar y lo que se debía evitar. De esta suerte, cobrando el país conciencia de su situación material, se evitaban muchos apetitos parciales e inconexos, que han deprimido, no diré que gravemente, pero sí en dosis injustificadas, la economía española. (Muy bien.)
En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto vistoso, como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente. (Muy bien. Grandes aplausos y bravos.)
No es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el Gobierno provisional habían sido convenidos de antemano, cuando se preparaba la revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella magnífica reacción de nuestro pueblo, que anulaba las previsiones revolucionarias. (Nuevos y prolongados aplausos.)
De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares, y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación frente y contra todo partidismo.
Por fortuna, el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una calidad intelectual y moral en las personas que condensaba en parte las consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana. Porque no se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, que acostumbradas a mandar sobre España tascan el freno de su soberbia derrocada... (Muy bien. Grandes aplausos.) No se hagan ilusiones cuando tan acerbamente combaten a esos ministros. Una cosa es que hayan cometido un error genérico en esta hora difícil, y otra, que no posean muchos de ellos excelentes condiciones de gobernantes, que aun al través de su error trasparecen. La verdad aquí, como muchas veces, tiene dos vertientes, y es verdad que parcialmente se han equivocado; pero es verdad también que no pocos de ellos ofrecen para España, en lo futuro, grandes posibilidades de dotes de hombres de gobierno. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Rectificación necesaria. La creación de un gran partido nacional
Mas lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento político en el país, un partido gigante que anude de la manera más expresa con aquel ejemplar hecho de solidaridad nacional portador de la República, que interprete ésta como un instrumento de todos y de nadie para forjar una nueva nación, haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la Fortuna histórica, animal fabuloso que pasa ante los pueblos siempre muy a la carrera. En suma, señores, que frente a los particularismos de todo jaez urge suscitar un partido de amplitud nacional; de otro modo, el Estado naciente vivirá en continuo peligro y a merced de que cualquiera banda de aventureros le amedrente e imponga su capricho.
¿Qué puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué principio puede inspirarlo? Muy sencillo; éste: la nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado, frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar, con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de la otra clase.
El mejor ejemplo de ese partido de amplitud nacional se dibuja en el orden económico. De ordinario, no se ve de la economía sino una pululación de intereses múltiples que divergen y que se contraponen: se habla del interés del capitalista, del interés obrero, del industrial, del comerciante; pero no se advierte que todos esos intereses viven espumando una realidad más amplia que hay tras ellos, distinta de cada uno de ellos: la realidad objetiva de la economía nacional; es decir, el sistema de la riqueza efectiva y posible de un país, dados su clima y su suelo, dadas las condiciones de saber técnico de sus habitantes, las virtudes y los vicios de su carácter.
Los partidos socialistas de Alemania e Inglaterra han creído que podrían intentar impunemente i sin límites sangrar en beneficio del obrero ese cuerpo objetivo de la economía nacional. El ensayo ha concluído con la derrota de ambos partidos, cuya política contribuía a dispara la terrible crisis mundial; pero no canten victoria los capitalistas, porque esa crisis mundial no procede sólo -ni mucho menos- de la política obrera, sino que alarga una de sus más gruesas raíces hasta la gran guerra europea, que fue una operación capitalista. Por tanto, la terrible experiencia de Europa marca hoy el fracaso parejo del capitalismo y colectivismo, y se resume en una invitación e evadirnos de todos los «ismos» y a reconocer que la economía nacional tiene su estructura y su ley propia, que todo interés parcial necesita respetar, so pena de ser él mismo el aplastado. (Aplausos.)

El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo
Por eso en mis primeras palabras en el Parlamento pedía yo al partido socialista español, que es sin duda un excelente, un admirable educador de multitudes, aunque a veces las excite sin mesura, como, por ejemplo, en la última propaganda electoral; pedía yo al partido socialista español que enseñase a los obreros algo que es perogrullesco, una verdad incontrovertible: que para ser ellos menos pobres tenían que ayudar a hacer una España más rica. (Muy bien.)
El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo. Así lo proclamaba el socialista Wissel, que fue ministro de Trabajo en Alemania. «La participación de los obreros no puede crecer -decía- sino en la medida en que crezca el rendimiento total de la economía nacional.» (Muy bien.) Por eso añado yo: un partido de amplitud nacional que acepte ese movimiento ascendente de la humanidad jornalera y que cuide de que sus empresas tengan la seriedad que garantiza el cumplimiento llevará en su programa el máximo aventajamiento del obrero, pero sólo el compatible con la integridad de la economía nacional. (Grandes aplausos.)
Para colaborar en el engrandecimiento de esta economía bajo el régimen republicano se llama desde aquí a las clases productoras españolas. Todo el mundo advierte que, habida cuenta de las condiciones de nuestro suelo, del retraso de nuestra técnica, es nuestro país el que en más breve tiempo y con más facilidad puede lograr un progreso relativo mayor. Todo está por hacer: en la técnica de la producción y en la técnica de la administración.
No hace muchos días me refería alguien que en más de una provincia española el modo de recaudar la contribución territorial es éste tiene que ir el propietario con el recaudador a casa del herrero, para que éste haga constar cuántas calzas de arado ha vendido al labrador. Es decir, la Administración a ojo de buen cubero más extremada que se pueda imaginar, tan ruda, tan primigenia, que a no hablarse en la anécdota de hierro y de agricultura habría que pensar en la época neolítica.
Está, pues, todo por hacer. Tarea posible es para encender la ilusión de todo el que no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a los españoles de entusiasmo por la técnica.
Para esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión, tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación, y no al revés.
No se le llama para poner un partido al servicio del particular de la clase capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la planificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan íntegro de reformas en la economía nacional. Yo no sé si los capitalistas españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me sorprende un poco que tenga que ser hecho. No debía ser necesario llamarlos, sino que debían estar ya ahí, desde el primer instante, y sin llamamiento alguno. Porque no tiene sentido condicionar la adhesión a un Estado nacional; otra cosa equivale a moralmente desterrarse, a salirse de la nación, a enajenarse. Si ellos se creían injustamente vejados, pudieron, reuniéndose en fuerza política, acometer al Gobierno, pero sin dejar ni durante una fracción de segundo de actuar según su deber y su ser de capitalistas en la vida nacional, impidiendo en lo posible la paralización de la producción y del crédito.
Lo que pasa es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Yo, que ahora los llamo a colaborar, quiero lealmente hacerles esta advertencia. Si se exceptúan los propietarios andaluces y de alguna otra gleba, que han sido, preciso es reconocerlo, insoportablemente tratados, los demás capitalistas españoles no tienen derecho a quejarse de la República. Y si dan una vuelta por el planeta traerán algo que contar (Aplausos.)
Lo que ocurre es que estaban mal acostumbrados; no estaban hechos a luchar por sí mismos, como acontece a sus parejos en las otras naciones, sino que se habían habituado, como la iglesia, a vivir bajo el amparo y el mimo del Estado. Esto explica que habiendo padecido tan poco de la política social, el capitalismo español, sólo con unos cuantos gestos y unos cuantos vocablos ariscos de los gobernantes, ha caído en el pavor. Recuerdo a este propósito una ingenua anécdota que hace muchos años leí en las memorias de una princesa rusa. Había gran fiesta en la Corte, y toda ella bajaba la escalinata de palacio. De pronto se oyen gritos de ¡fuego! Prodúcese la natural confusión, todo el mundo desaparece, vacando cada cual a su salvación. Queda la pobre princesa sola en medio de la escalinata y ante un terrible conflicto: tener que bajar sola la escalera, cosa que no había hecho en su vida, porque siempre había encontrado el oportuno apoyo del brazo de un gentilhombre o de la mano de un chambelán. Es decir, que lo que para cualquiera de nosotros es la operación más sencilla descender una escalera, era para esta pobre criatura atrofiada por privilegios un conflicto casi trágico. (Risas.)

Las dos potencias de la humana actividad
Es preciso, pues, que sin desánimo, las fuerzas favorecidas antes por el Estado se acostumbren a vivir bravamente a la intemperie; creedme que la intemperie es cosa sana: tonifica el músculo y aligera la cabeza. (Grandes aplausos.)
Si vienen a este movimiento político, sepan que lo van a hallar previamente constituído por la gente del trabajo, trabajadores de la mente y trabajadores de la mano, que con ellos ha de colaborar; que a esos trabajadores se llama aquí a concurso antes que a nadie, porque la vida de un pueblo es sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura. Esas dos potencias de humana actividad tienen que dar el tono en el nuevo partido posible. Esas dos y esta tercera: la juventud.
Pero a este llamamiento puede dirigirse una objeción justísima, fundada en la escasa capacidad de acción política que padece quien lo hace. Sin embargo, pienso que la tarea a emprender es tan integral, que en ella pueden aprovecharse no sólo las virtudes, sino también los vicios, y yo creo que algunos de los míos son explotables, y que ellos precisamente indican que sea yo quien levante ante el país esta bandera. Pero repito que la objeción es justísima, y como quiero cuentas limpias con mis conciudadanos, advierto desde ahora que no consideraré como existente el movimiento si no acuden a él hombres dinámicos, políticos en el sentido más estricto, que se hallen ya en la brecha, aptos para todo combate, y que compensen con su eficacia lo inválido de mi persona.

Palabras finales
Yo quisiera convencerlos de que van a hacer muy poco si extenúan su esfuerzo, como hasta ahora, en pura dispersión. La República nueva necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista. Por eso me da pena ver cómo en este mismo Parlamento actual pierden la mayor parte de su energía viviendo en grupos dislocados, cuando no en singularidad solitaria, atractiva y grácil, sin duda, pero inoperante.
Hay algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por personas que han dado ya pruebas de sus dones de mando, de su aptitud para la política más difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como el que yo he venido aquí a postular. Hay también alguna personalidad, hoy señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de político, y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos de un vocabulario extemporáneo derechista, incompatible con su temperamento y el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y cuajar en gran gobernante.
(Gran ovación, que se hace extensiva a D. Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.)

Piensen, les digo, que la obra por hacer es ingente, y tiene que serla también el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España; para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias que pod
ríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la alegría de la República española. (Grande y prolongada ovación.)
(El Sol, 8 de noviembre)

El episcopado español define en una Pastoral su disgusto ante varios preceptos constitucionales.

Quienes conozcan la santa dignidad de la Iglesia católica no habrán extrañado la actitud contenida y paciente con que han obrado la Sede Apostólica y el Episcopado, durante la primera etapa constituyente de la República española. Deferentes con el régimen y sus representantes, les ha guardado las consideraciones y respetos a que es acreedor todo Gobierno constituído. Ante multiplicadas disposiciones ministeriales que inmutaban unilateralmente el statu quo legal de la Iglesia, elevaron las debidas protestas en la forma más conducente al mantenimiento de las buenas relaciones entre ambas potestades. Iniciado el proceso deliberativo de las Cortes constituyentes para dar a España su nueva Ley fundamental, no dejaron las diversas provincias eclesiásticas, y en general las organizaciones católicas, de exponer directamente al poder legislativo del Estado los principios doctrinales, los derechos sagrados y los anhelos prácticos de la Iglesia, en la confianza de que habrían de ser tenidos en cuenta al formularse los preceptos definitivos de carácter religioso. En todo momento, por difícil y apasionado que fuese, la Iglesia ha dado pruebas videntes y abnegadas de moderación, de paciencia y de generosidad, evitando con exquisita prudencia cuanto pudiera parecer un acto de hostilidad a la República. Aun aprobado el art. 24, en el texto definitivo, art. 26, la dolorida y alta protesta del Papa, a la que se adhirió fervorosamente el Episcopado, debió ser considerada por todos como una lección ejemplar de dignidad serenísima.

Promulgada la Constitución española y organizados jurídicamente los Poderes del Estado, éntrase en una nueva etapa de la República, y ha llegado el momento de que el Episcopado dé forma solemne a su actitud ante los hechos y alecciona a los fieles para señalarles su conducta futura. Lo debemos a nuestra misión sagrada de Obispos que nos obliga a sostener la doctrina y los derechos de la Iglesia, nos lo impone nuestra condición de ciudadanos que no consiente mostrarnos indiferentes al bien público de la Patria. Con aquella libertad de espíritu con que a todo ciudadano ha sido respetada la exposición de sus ideas, pero con la firmeza y mansedumbre evangélicas propias de Obispos, en que por nadie debemos ser superados, hemos de publicar nuestro pensamiento, que un imperativo de conciencia nos veda contener en la intimidad de nuestro ministerio pastoral.

El privilegio constitucional de la excepción y el oprobio.- Los principios y preceptos constitucionales en materia confesional no sólo no responden al mínimum de respeto a la libertad religiosa y de reconocimiento de los derechos esenciales de la Iglesia que hacían esperar el propio interés y dignidad del Estado, sino que, inspirados por un criterio sectario, representan una verdadera oposición agresiva aun a aquellas mínimas exigencias.

Hubiérase creído oportuna la modificación del statu quo tradicional para atemperarlo al cambio político del país, y a la Iglesia, que se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los hechos por donde va pasando nuestro siglo, no le hubiera faltado la debida condescendencia, aun no concediendo derecho alguno sino a lo verdadero y honesto, para no oponerse a que la autoridad pública tolerase algunas cosas ajenas a la verdad y justicia con el fin de evitar un mayor mal o de obtener o conservar un mayor bien. Mas, en lugar de diálogo fecundo y comprensivo, se ha prescindido de la Iglesia, resolviendo unilateralmente las cuestiones que a la misma afectan.

La Iglesia, excluída de la vida pública.- Más radicalmente todavía se ha cometido el grande y funesto error de excluir a la Iglesia de la vida pública y activa de la nación, de las leyes, de la educación de la juventud, de la misma sociedad doméstica, con grave menosprecio de sus derechos sagrados y de la conciencia cristiana del país, así como en daño manifiesto de la elevación espiritual de las costumbres y de las instituciones públicas. De semejante separación violenta e injusta, de tan absoluto laicismo del Estado, la Iglesia no puede dejar de lamentarse y protestar, convencida como está de que las sociedades humanas no pueden conducirse, sin lesión de deberes fundamentales, como si Dios no existiera, o desatender a la Religión, como si ésta fuere un cuerpo extraño a ellas o cosa inútil y nociva.
En tal situación de cosas, era lógico, a lo menos, reconocer a la Iglesia su plena independencia y dejarla gozar en paz de la libertad y del derecho común de que disfrutan, como derechos constitucionales, todo ciudadano y cualquier asociación ordenada a un fin justo y honesto. Y en lugar de tal independencia, hásela sometido, a Ella y a sus instituciones, a medidas de excepción y a ordenamientos restrictivos, con que se la pone injustamente bajo la dominación del poder civil y se invaden materias de exclusiva competencia eclesiástica.
Una negación de libertades y derechos.- Derecho y libertad en todo y para todos, tal parece ser la inspiración formulativa de los preceptos constitucionales, con excepción de la Iglesia.
Derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión; y el ejercicio de la católica, única profesada en la nación, que le debe sus glorias históricas, su patrimonio de civilización y de cultura y su actual conciencia religiosa, es rodeado de recelos y hostilidades comprensivos de sus legítimos y libres movimientos.
Libertad a todas las asociaciones, aún a las más subversivas; y se preceptúan extremas precauciones limitativas para las Congregaciones religiosas, que se consagran a la perfección austerísima de sus miembros, a la caridad social, a la enseñanza generosa, a los ministerios sacerdotales.
Libertad de opinión, aun para los sistemas más absurdos y antisociales; y a la Iglesia, en sus propios establecimientos, se la sujeta a la inspección del Estado para la enseñanza de su doctrina.
Derecho de reunión pacífica y de manifestación; y las procesiones católicas no podrán salir de los edificios sagrados sin especial autorización del Gobierno, que cualquier arbitrariedad, temor ficticio o audacia sectaria pueden ser ocasión de que fácilmente se niegue.
Libertad de elegir profesión; y es mermado este derecho a los religiosos, que quedan sometidos a una ley especial, variamente prohibitiva.
Libertad de cátedra y de enseñanza para todo ciudadano y para la defensa y propaganda de cualquier sistema y error; y se impone como obligatorio el laicismo en las escuelas oficiales, y a las Ordenes religiosas les es prohibido enseñar.

El Estado y las corporaciones públicas podrán subvencionar toda asociación, cualesquiera que sean sus objetivos y actuaciones; sólo la Iglesia y sus instituciones, que sirven la más alta finalidad de la vida humana, no podrán ser auxiliadas ni favorecidas.

Es permitida cualquier manifestación cultural o social en los establecimientos beenéficos y en otros centros análogos dependientes del Estado y de las corporaciones públicas; no obstante, un radical espíritu de secularización rodea en ellos de obstáculos y suspicacias el ejercicio del culto y la asistencia espiritual; aun respecto de los cementerios, extensión sagrada de los mismos templos, y  perenne expresión de culto, se le niega a la Iglesia el derecho de adquirir nueva propiedad funeraria y la plena jurisdicción.

Se reconoce el derecho de propiedad y se dan garantías para su uso y socialización posible; y los bienes de la Iglesia están sometidos a restricciones abusivas, se tiene a las Ordenes religiosas bajo continua amenaza de incautación, y la propiedad de las Ordenes cuya disolución se decreta, es afectada a fines docentes o benéficos, aun sin la garantía de respetar el carácter religioso de su origen y de sus fines fundacionales.
Parece, en suma, que la igualdad de los españoles ante la ley y la indiferencia de la confesión religiosa para la personalidad civil y política sólo existan, en orden a la Iglesia y a sus instituciones, a fin de hacer más patente que se les crea el privilegio constitucional de la excepción y del agravio.
El presupuesto de culto y clero.- En un punto, por lo menos, era de esperar ecuanimidad generosa, siquiera para evidenciar que aun el más rígido doctrinarismo laico sabía abstenerse de perseguir ni vejar a nadie. La separación de la Iglesia y el Estado no siempre excluye las relaciones amistosas entre ambas potestades, ni el que sean justamente respetados los sagrados derechos de aquélla. Tampoco impide la subvención del culto y clero en méritos del reconocido valor social de la Religión, y menos puede justificar que se desatiendan la cancelación y rescate de obligaciones de justicia anteriormente contraídas. En España, la supresión del presupuesto eclesiástico decrétase casi tajante, prescindiendo de su carácter de compensación desamortizadora, dando a los derechos adquiridos del clero un trato de desigualdad notoria en relación con los de otros estamentos en esto análogos, dejando de tener toda consideración a quienes, por su bienhechora ejemplaridad son dignos de la magistratura moral y social que desempeñan para la elevación espiritual del pueblo, y que, aun desde el solo punto de vista de la civilización, a nadie puede ser indiferente.
Doloroso es confesarlo, la Constitución española no ha acertado a colocarse ni en el tipo medio del derecho constitucional contemporáneo, y no ha sabido auscultar el respetuoso movimiento de comprensión religiosa en que se inspiran los más nobles pueblos que después de la guerra ha debido dar su ley fundamental a las nuevas democracias.

II. La enseñanza, el matrimonio y las Ordenes religiosas.- No menos dolorida hemos de exhalar nuestra voz pastoral, si nos detenemos a considerar los derroteros que se apresta a seguir la legislación española en lo concerniente a la enseñanza, al matrimonio y a las Ordenes religiosas.
Frente al monopolio docente del Estado y a la descristianización de la juventud, no podemos menos de ser firmes en sostener a una los derechos de la familia, de la Iglesia y del poder civil en la convivencia armoniosa que exigen la razón, el sentido jurídico y el bien común.
Derechos docentes de los padres y de la Iglesia.- No se puede, sin violación del derecho natural, impedir a los padres de familia atender a la educación de sus hijos, expresión y prolongación viviente de sí mismos, con la debida libertad de elegir escuela y maestros para ellos, de determinar y controlar la forma educacional en conformidad a sus creencias, deberes, justos designios y legítimas preferencias. No se puede, sin atentar a la propia maternidad espiritual de la Iglesia, desconocer u obstaculizar su derecho docente, a cuyo ejercicio debe la civilización su perfección y su historia, por el que no es lícito sustraerle los fieles, desde su tierna infancia, para la formación cristiana de su mentalidad, de su carácter y de su conciencia en escuelas propias y aun en las escuelas públicas. No se puede, sin deformar la indefensa y reverenciable conciencia de los niños y adolescentes, negarles su derecho estricto a precibir una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, a la cual pertenecen por la incorporación sacramental del bautismo, y, todavía menos, someterlos a aquella mutilación del hombre por la escuela neutra, que así fue ésta enérgicamente definida por los egregios doctor Torras y Bagés y Menéndez Pelayo.

Aplauso y colaboración habrá de merecer todo cuanto haga el Estado para el fomento de la cultura popular, si no se deja llevar por el exceso de estatificar la enseñanza y se atiene a estas dos ormas: Es ilícito todo monopolio docente que, directa o indirectamente, obligue a las familias a enviar sus hijos a las escuelas del Estado, contrariando las obligaciones de su conciencia o aun sus legítimas preferencias. Sin una buena formación religiosa y moral, toda cultura de los espíritus será malsana; los jóvenes no educados en el respeto de Dios serán reacios a soportar disciplina alguna para la honestidad de la vida, y avezados a no negar nada a sus concupiscencias, serán llevados fácilmente a agitar la misma paz del Estado.

La potestad judicial eclesiástica.- Infausto para la juridicidad del Estado fue el decreto provisional con que se precipitó la nueva legislación acerca del matrimonio, negando la potestad judiciaria de la Iglesia en las causas matrimoniales y suspendiendo los efectos civiles de las ejecutorias sobre divorcio o nulidad de matrimonio emanadas de las tribunales eclesiásticos desde el advenimiento de la República. Incalificable atentado jurídico, que sólo una ofuscación sectaria pudo producir, porque no se puede obligar a comparecer en causa canónica ante el tribunal civil a quienes su confesión religiosa se lo veda en conciencia para tales causas; no es lícito dar efectos retroactivos obligatorios a leyes civiles posteriores sin exigencias indeclinables del bien público, y no cabe sustraer los matrimonios contraídos canónicamente a la norma innegable de que tales contratos han de regirse perpetuamente por la ley que los regulaba cuando tuvieron efecto. No es de extrañar que tan rápidamente se haya presentado el proyecto de la ley del divorcio vincular con la radicalísima e insólita admisión del mutuo disenso como causa disolvente y se pretenda aplicarla a todo matrimonio, cualquiera que sea la forma de su celebración; no habrán de extrañar tampoco las previsibles imposiciones de la anunciada ley del matrimonio civil.

Concepción estatista del matrimonio.- Materia delicada como pocas la legislación matrimonial. El matrimonio es padre y no hijo de la sociedd civil, y por este solo concepto habrían de merecer de ésta los máximos respetos y su intrínseco carácter religioso y la anterioridad de sus claros privilegios, que proceden del derecho natural y divino, y no de la gratuita concesión de la potestad humana.

Inseparable como es el contrato nupcial del sacramento en el matrimonio cristiano, toda pretensión del legislador a regir el mismo vínculo conyugal de los bautizados implica arrogarse el derecho de decidir si una cosa es sacramento, contraría la ordenación de Dios y constituye una inicua invasión en la soberanía espiritual de la Iglesia, que en virtud de la ley divina y por la naturaleza misma del matrimonio cristiano a ella corresponde exclusivamente. La ley civil debe reconocer la validez o invalidez del matrimonio entre católicos según la Iglesia la haya determinado, y las formalidades legales sólo deben ordenarse a que sean atribuídos efectos civiles al matrimonio que coram Ecclesiae sea debidamente celebrado.

Con esto no se pretende atribuir al matrimonio católico una situación civil privilegiada, sino simplemente reivindicar para los fieles el derecho a casarse siguiendo la obligada disciplina de su religión, evitándose de esta suerte el hecho inexplicable de que el Estado imponga a los ciudadanos una celebración nupcial a la que ellos no atribuyen ningún valor, en virtud de un más alto imperativo espiritual. El mismo principio de la justa libertad de las conciencias obliga al legislador, obliga al Estado a abandonar sus pretensiones secularizadoras del matrimonio. El matrimonio civil y la legislación divorcista laica es una concepción estatista del matrimonio, otro de los excesos de esa omnicompetencia del Estado, que tan funesta es para la libre expansión de la personalidad humana y la dignidad de las instituciones que no deben a él su existencia, ni sus fines, ni sus derechos esenciales.

Reivindicaciones canónicas de la Iglesia.- Frente a tales demasías, la Iglesia no cesará de reivindicar, en un país católico como el nuestro, el reconocimiento oficial de su competencia, el acuerdo de la legislación canónica y civil y la supresión del divorcio, segura de que labora eficazmente por la salud misma de la República, librándola de la depravación de las costumbres públicas, impidiendo la inmerecida humillación de la mujer, expósita y víctima segura de tales viciosas emancipaciones, enfrenando el culto de la carne, a que conduce la práctica fácil y el deseo mórbido del divorcio, y ofreciéndole, en cambio, por matrimonio cristiano una raza de ciudadanos que, animados de sentimientos honestos y educados en el respeto y el amor de Dios, se considerarán obligados a obedecer a los que justa y legítimamente imperan, a amar a sus prójimos y a respetar todo derecho de sus conciudadanos.

Las excelencias de las Ordenes religiosas.- Muy afligido ha de mostrarse nuestro ánimo cuando nos vemos obligados a lamentarnos gravemente de los peligros que amenazan a las Congregaciones religiosas, que todo católico considera como expresión social de su más elevado idealidad religiosa, que la Iglesia mira como instituciones inseparables de su vida evangélica y de su apostolado, y a las cuales la sociedad civil ha de agradecer ejemplos de virtud incomparable, misericordias de heroica caridad, eficacias de sólida enseñanza y de muy alta espiritual educación, bienes generosísimos de que han disfrutado luengas generaciones y que son el más rico patrimonio moral de los hijos del pueblo. No creemos, empero, no queremos creer que el Estado español llegue a desconocer tales excelencias de las Ordenes religiosas, y las someta a una ley que pueda ser triste recuerdo de despóticas legislaciones creadoras del llamado delito de Congregación.

La Compañía de Jesús.- Amarguísimo y aflictivo sobremanera se nos hace el referirnos a la subsistencia constitucional del precepto que, según autorizadas declaraciones, se refiere directamente a la Compañía de Jesús. No salimos de nuestro asombro de que haya podido sostenerse tal iniquidad y de que persista el absurdo moral y jurídico de su motivación, que si para la Compañía vuélvese gloriosa, para el Estado es humillante. De ser válido el motivo alegado, implicaría la persecución radical de todo religioso y de todo católico, porque el cuarto voto de los jesuítas, en lo que tenga de realidad, sólo representa la perfección de aquella obediencia que todos los católicos, y por disciplina más rigurosa los religiosos deben al Papa; y significa, en todo caso, un ultraje al más alto poder espiritual del mundo, al venerado e inerme Soberano de la institución ecuménica superior, y por consiguiente no ligada por principios nacionales, a la sagrada autoridad del Jerarca supremo de la Iglesia, cuya soberanía en el orden religioso es tan legítima a lo menos como la del Estado en su esfera propia, y que no ha de considerarse extraño a un país donde es reverenciado y obedecido por millones de ciudadanos.

Inverosímil por su motivo absurdo y antijurídico, la disolución de la Compañía de Jesús, como de cualquier otra congregación, representa además una violación de derecho, una ofensa a la Iglesia, una ingratitud del pueblo español y un daño considerable para la vida civil de la República.

Contra el Derecho internacional.- Con tal medida sectaria se atenta a las normas del Derecho internacional público declaradas Derecho positivo español, son violadas las garantías individuales y políticas proclamadas en la Constitución, que se derivan de la libertad de asociación y de la igualdad de todos los españoles ante la Ley y es desconocido el derecho elemental de no ser nadie castigado sin ser oído, ni sentenciado sin previa y probada formación de causa, conforme a los trámites legales.

La Iglesia aparece atacada y ofendida en una de sus instituciones más queridas y expresivas de su apostolado intelectual y social, sin atención además al derecho innegable con que puede reclamar de todo Estado que le sea respetada su plena personalidad jurídica y libertad de actuación por medio de las instituticones inseparables de ella; mucho más en este caso, porque la sola consideración del motivo alegado arguye inexistencia de razón fundamental y de justificable inculpación.

Que la disolución de la Compañía, creación del genio religioso y humano de un Santo español, sea una ingratitud de nuestro pueblo representado por el Parlamento y el Gobierno, no debe probarse ante su larga, fecunda y conocida actuación en pro de la cultura superior y formación científica de la enseñanza en general, de los ministerios sacerdotales y de toda suerte de obras e instituciones sociales, sin que pueda omitirse su poderosa influencia en conservar y extender el espíritu y la cultura españolas en todos los países hispanoamericanos.

A nadie, finalmente, ha de ocultarse el daño que va a sufrir la República si con la disolución de la Compañía quedan desatendidas las obras e instituciones que ella dirige, incumplidos los fines de las donaciones con que tantas familias piadosas han contribuiído al establecimiento y vida de aquéllas, y ofendidos en su conciencia de creyentes y carácter de ciudadanos los católicos españoles que sienten como propia la injusticia con ella cometida y han de sufrir la ingrata correspondencia con que la Constitución misma, estímulo y garantía de convivencia civil, trata a beneméritos y amados compatriotas, dignos al menos de todo respeto por su cooperación a la vida pública del Estado.

III. Protesta y reprobación de la Constitución promulgada.- Ante los excesos e injusticias que en materia religiosa se contienen en la Constitución, de diversos lados, y según los respectivos puntos de vista particulares, se han formulado críticas severísimas y justificadas. Aun personalidades ecuánimes de significación católica la han reputado agresiva y la tienen como una solución de venganza; quien es hoy el más alto magistrado de la Nación, en su noble afán de volverla justa y conciliadora, proclamó ante el Parlamento que no era la fórmula de la democracia, ni el criterio de libertad, ni el dictado de la justicia. ¿Podían callar los obispos, sobre quienes recae la responsabilidad de la misma Iglesia, que habrá de sufrir los efectos de tales agravios, excesos e injusticias?

Queda, pues, manifestado el juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y a la cual no podemos prestar nuestra conformidad por lesiva de los derechos de la Religión, que son los derechos de Dios y de las almas, atentatoria a los principios fundamentales del derecho público, contradictoria con las propias normas y garantías establecidas en la misma Constitución para todo ciudadano libre y toda institución honesta, inmerecida e injusta en daño de la eficacia social y de la independencia espiritual de una sociedad religiosa perfecta y soberana en su orden, que, así como no aspira a entrometerse en la soberanía propia del Estado, tiene derecho a ser respetada plenamente por él en su misión propia y a ser reconocida como la primera e incomparable institución moral y civilizadora de España. Ni los derechos internacionales del hombre y del ciudadano, que la conciencia jurídica del mundo civilizado considera inviolables por los Estados, han sido aplicados a los que profesan la religión católica, ni colectivamente a la Iglesia se le ha concedido siquiera el trato de minoría religiosa que los tratados internacionales otorgan aún a los grupos confesionales sin posible comparación con lo que ha sido y es la Iglesia en nuestro país, a la cual pertenece la mayoría de los españoles como religión única profesada por sus ciudadanos.

Derecho a una reparación legislativa.- Sea, por tanto, pública y notoria la firme protesta y reprobación colectiva del Episcopado por el atentado jurídico que contra la Iglesia significa la Constitución promulgada, y reste proclamado su derecho imprescriptible a una reparación legislativa, por la cual claman a una la justicia violada, la dignidad de la religión ofendida y el bien general de la misma sociedad española, y que confiamos habrán de procurar los propios gobernantes, aun para el prestigio del poder civil, la convivencia libre y pacífica de todos los españoles y la progresiva consolidación del régimen.

No es sólo nuestra conciencia de obispos la que nos obliga a elevar esta protesta y formular estos votos en bien de la Iglesia; nos impele también el nobilísimo deber de ciudadanos, cuyo más grande amor, después del de Dios y de las almas, es el bien y la prosperidad de la Patria.

IV. Espíritu y carácter de la actuación de los católicos.- No sería perfecto el cumplimiento de nuestra misión de obispos si nos limitásemos a la anterior declaración, plenamente justificada y necesaria. Después de considerar los hechos presentes a la faz de toda la nación y proclamar el juicio que nos merecen, nos incumbe dirigir la mirada al interior de la Iglesia y señalar a los fieles cuál deba ser el espíritu y el carácter de su actuación en roden a las realidades y problemas que nos rodean.

Por ello, en forma precisa, teniendo presentes, como es debido, las directivas pontificias, y transmitiéndoos aún el propio acento de su auténtica palabra, atendiendo inmediatamente a las exigencias del estado actual de cosas y a la más congruente actuación con que los católicos han de tratarlo, venimos, amados fieles e hijos en el Señor, a señalaros las siguientes normas y orientaciones para regir vuestra conducta en lo porvenir.

Devoción y obediencia al Papa.- 1. Todos los fieles pondrán especial empeño en intensificar su mentalidad y conciencia cristiana a fin de pensar y sentir acordes con la Iglesia jerárquica y obrar siempre según sus mandatos y orientaciones. Aumentarán, por tanto, su devoción al Papa y le mostrarán la obediencia pronta y cordial que le es debida como Vicario de Jesucristo, centro de la unidad de la fe y del sacerdocio, autoridad suprema y legítima, con potestad de jurisdicción ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de las diócesis y sobre todos y cada uno de los obispos y de los fieles. A tal fin exhortamos a todos, asociaciones y particulares, a que se promueva el sólido conocimiento y la amplia difusión de las enseñanzas pontificias, en especial de las Encíclicas y Letras apostólicas del Papa León XIII, que constituyen como la teología social de la Iglesia, y las del actual Pontífice, Pío XI, singularmente las que versan sobre la educación cristiana de la juventud, el matrimonio cristiano y la restauración del orden social, donde se contienen las direcciones precisas y prácticas que mejor convienen al renacimiento católico de España.

Concurso leal a la vida civil y pública.- 2. Cuanto más difícil aparezca la situación de la cosa pública en nuestro país, más habrán de redoblar los fieles su celo y esfuerzo en defensa de la fe católica, y al mismo tiempo de la patria, dos deberes fundamentales a cuyo cumplimento ninguno de ellos puede sustraerse. En consecuencia, aportarán su leal concurso a la vida civil y pública, con tanta más razón porque los católicos, por la virtualidad misma de la doctrina que profesan, están obligados a cumplir tal deber con toda integridad y conciencia; y aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de censurable en las instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que estas mismas instituciones, cuanto sea posible, sirvan para el verdadero y legítimo bien público, proponiéndose infundir en todas las venas del Estado, como savia salubérrima, la orientación y la virtud de la religión católica. Un buen católico, en razón de la misma religión por él profesada, ha de ser el mejor de los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso, dentro de la esfera de su jurisdicción, a la autoridad civil legítimamente establecida, cualquiera que sea la forma de gobierno.

Acatamiento y obediencia al Poder constituído 3.- La Iglesia, custodio de la más cierta y alta noción de la soberanía política, puesto que la hace derivar de Dios, origen y fundamento de toda autoridad, jamás deja de inculcar el acatamiento y obediencia debidos al Poder constituído, aun en los días en que sus depositarios y representantes abusen del mismo en contra de ella, privándose de esta suerte del más poderoso sotén de su autoridad y del medio más eficaz para obtener del pueblo la obediencia a sus leyes. Con aquella lealtad, pues, que corresponde a un cristiano, los católicos españoles acatarán el poder civil en la forma con que de hecho existía y, dentro de la legalidad constituída, practicarán todos los derechos y deberes del buen ciudadano. Una distinción, empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima distinción que debe establecerse entre «poder constituído» y «legislación». Hasta tal punto esta distinción es obvia, que nadie deja de ver cómo bajo un régimen cuya forma sea la más excelente, la legislación puede ser detestable, y, al revés, bajo un régimen de forma muy imperfecta puede darse una excelente legislación. La aceptación del primero no implica, por tanto, de ningún modo la conformidad, menos aún la obediencia, a la segunda en aquello que esté en oposición con la ley de Dios y de la Iglesia. Pero las naciones son sanables; las legislaciones, perfectibles. Sin mengua, pues, ni atenuación del respeto que al poder constituído se debe, todos los católicos considerarán como un deber religioso y civil desplegar perseverante actividad y usar de toda su influencia para contener los abusos progresivos de la legislación y cambiar en bien las leyes injustas y nocivas dadas hasta el presente, seguros de que obrando con rectitud y prudencia, darán con ello pruebas de inteligente y esforzado amor a la patria, sin que nadie pueda con razón acusarles de sombra de hostitilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública.

Intensidad de vida religiosa personal y colectiva 4.- Dada la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y por grandes que puedan ser las esperanzas cifradas en la eficacia del movimiento reparador de la legislación, a que precedentemente les hemos instado, no deben los católicos perder de vista la realidad actual para situarse debidamente y sacar de ella, y a pesar de ella, el mayor provecho. Es necesaria, como fundamento de toda otra actuación, la mayor intensidad de vida religiosa, personal y colectiva, dentro de los templos y fuera de ellos, en el culto, interno y externo, más digno y fervoroso que hemos de dar a Dios, y en el apostolado más consciente y activo con que hemos de reavivar las tradiciones religiosas y restaurar el espíritu cristiano en el pueblo. Cuanto no sea esta obra primordial de actuar en pronfundidad la fe, el sentimiento y el apostolado católicos en la cultura y la vida individual, familiar y social, será edificar sin base y reincidir en métodos inadecuados. Hemos de sostener la fuerza e independencia de la Iglesia, cultiplicar su ministerio espiritual en la sociedad, mostrarla cada día más pujante, viva y apostólica, aun en bien de aquellos mismos que quisieran verla menguada y proscrita de la vida pública de nuestra patria. Y ello no se logrará si el mismo estado presente de cosas no se convierte desde luego en estímulo poderoso para que todos, sacerdotes y fieles, robustezcamos nuestra mentalidad y nuestra conciencia de católicos y alcancemos aquella renovación interior de idealismo religioso y de elevación sobrenatural que en la santificación propia y en la expiación paciente preparan las futuras energías con que ha de procurarse la restauración cristiana de nuestra sociedad, recobrándonos de tantos sopores y negligencias con que hartas veces se ha descuidado el ahogar el mal con la abundancia del bien. Consecuencia inmediata de esta orientación ha de ser una plena participación en el ejercicio de todos los deberes religiosos privados y sociales, aportando cada uno el máximo concurso a la parroquia, al sostenimiento económico del culto y clero, al fomento de la prensa católica, a las asociaciones piadosas y de apostolado intelectual y social, a la recta organización de los factores de producción y distribución de la riqueza, y armónica y caritativa solución de los problemas entre los mismos existentes, a la defensa de las Ordenes y Congregaciones religiosas, en especial las más atacadas y perseguidas; en suma, a todos los fines y actividades de la Acción Católica, que es la participación de los seglares en el mismo apostolado jerárquico de la Iglesia.

Reivindicaciones escolares.- 5. No obraría como buen católico quien, en los actuales momentos, no colaborase en las reivindicaciones escolares, que constituyen un punto capital del programa restaurador de la legalidad española, para la defensa del derecho natural de los padres a escoger y dirigir la educación de los hijos, del derecho de los mismos hijos a que la formación religiosa y moral ocupe en su educación el primer lugar, del consiguiente derecho de la Iglesia a educar religiosamente, sin trabas, a sus fieles, aun en la escuela pública; de la justa ibertad de enseñanza, sin la cual aquellos derechos no podrían ser efectivos, y de la repartición escolar proporcional que la justicia distributiva exige para que la escuela pública y privada rivalicen noblemente en la elevación progresiva de la cultura popular. Nunca los católicos se ocuparán lo bastante, aun a costa de los más grandes sacrificios, en sostener y defender sus escuelas, así como en obtener leyes justas en materia de enseñanza; sus éxitos en este orden serán su mayor gloria y la mayor eficacia de sus actuaciones, como lo han sido de los católicos belgas, que pueden servir de modelo en esta obra renovadora y constructiva.

Contra la enseñanza laica.- 6. No menor esfuerzo han de poner en combatir la enseñanza laica, trabajar por la modificación de las leyes que la imponen y bajo ningún concepto contribuir voluntariamente a las instituciones que en ella se inspiren o la promuevan. Así como procurando tener escuela católica para sus hijos, aun creándola propia si es preciso y hay de ello posibilidades, los católicos no realizan de ninguna manera obra de partido, sino obra religiosa indispensable a la paz de su conciencia, ni se proponen separar a sus hijos del cuerpo y del espíritu de su nación, sino al contrario, darles la educación más perfecta y más capaz de contribuir a la prosperidad del país, así tamibén, oponiéndose a los avances de la escuela laica, obra del Estado, impedirán la perturbación de la conciencia de muchos que, sin desear aquélla, habrán de llevar a sus hijos a la escuela pública descristianizadora, y contribuirán a evitar la segura desmoralización del pueblo si progresare la escuela atea, en que, según la experiencia contemporánea ha demostrado, se convierte siempre la escuela laica y neutra, a despecho de lo que pregonan sus defensores. Y no hay que olvidar a este propósito las instrucciones de la Sede Apostólica acerca de las cautelas que han de poner en práctida los padres cuyos hijos se vean en la precisión de frecuentar la escuela laica, informándose de los textos que en ella se usen y de las doctrinas que en ella se enseñen, para exigir por todas las vías posibles que por lo menos nada se les enseñe opuesto a la religión y a la sana moral, substrayéndolos diligentemente a la influencia de otros alumnos que pudieran pervertirlos, procurándoles fuera de la escuela una instruccción cristiana tanto más sólida cuanto su fe corra en aquélla mayor peligro.

Validez exclusiva del matrimonio canónico.- 7. Ningún católico medianamente instruído tiene la menor duda acerca de la plena potestad de la Iglesia en el matrimonio de los bautizados, cuya celebración, legislación y jurisdicción a Ella sólo competen, sin merma ni dificultad de las atribuciones que en el orden estrictamente civil corresponden legítimamente al Estado. Para evitar, no obstante, cualquier confusión y ayudar a los menos ilustrados a tener ideas claras sobre este punto, tan importante para la vida familiar y social, no se olvide que para los católicos, el válido y legítimo matrimonio es sólo el canónico y sacramental celebrado in facie Ecclesiae y por ésta regulado; a la jurisdicción civil compete solamente regular los efectos meramente civiles del matrimonio cristiano. Cualquiera imposición legal que pueda sobrevenir estableciendo el llamado matrimonio civil obligatorio, será para los católicos mera formalidad externa, sin eficacia intrínseca alguna en su pacto nupcial. Los fieles sólo contraen matrimonio cuando el consentimiento nupcial se emite ante la Iglesia en la forma por ésta establecida, no cuando se cumplen las formalidades o ritos legales a los que el fuero civil obliga, aunque también para ellos quiera darles carácter de verdadero matrimonio; tales formalidades, empero, conviene no sean omitidas por los fieles, a fin de no provocar conflictos innecesarios y de que no sean negados efectos civiles a sus nupcias. Quienes, prescindiendo del matrimonio canónico, y sólo cumplidas las formalidades legales, osaren vivir como cónyuges, faltarán gravísimamente a su conciencia de católicos, quedando excluídos de los actos legítimos eclesiásticos y privados de sepultura sagrada, si antes de morir no dieren señales de penitencia. Sea igualmente indiscutido que el matrimonio cristiano es en sí mismo de tal modo indisoluble, que no puede ser disuelto ni por el consentimiento muto de las partes, ni por autoridad meramente humana, y que las causas matrimoniales entre bautizados competen en derecho propio y exclusivo a la jurisdicción eclesiástica. Es, por tanto, ilícito a los cónyuges católicos acogerse a la ley del divorcio civil, si pidieren la disolución del vínculo a fin de poder contraer nuevas nupcias; y, por modo general, los fieles han de tener presente que en materia de tanta trascendencia corresponde a la competente autoridad eclesiástica el determinar qué cooperación sea lícita o ilícita respecto a las leyes civiles.

La falsa prudencia y la presuntuosa temeridad.- 8. En la obra general de reconquista religiosa que ha de ser el ideal totalitario de la actividad de los católicos, apelarán éstos al concurso de todas las buenas energías y usarán de las vías justas y legítimas a fin de reparar los daños ya sufridos y conjurar el mayor de todos, que sería el oscurecerse y apagarse los esplendores de la fe de los padres, única salvación de los males que en España amenazan al mismo consorcio civil. A nadie le es lícito quedar inactivo, o dejar de emplear todos los medios honestos, cuando la religión y el interés público están en peligro. Dos escollos procurarán, empero, evitar cuidadosamente: la false prudencia y la presuntuosa temeridad. Sería lo primero tener por inoportuno el resistir abiertamente el ímpetu de los enemigos de la Iglesia por temor de que la oposición los exaspere todavía más, o bien favorecerles indirectamente por excesiva indulgencia o pernicioso disimulo. Es lo segundo, el falso celo, o peor aún, una simulación desmentida por la conducta de muchos que arrogándose una misión que no les compete pretenden subordinar la acción de la Iglesia a su juicio y arbitrio, hasta el punto de tomar a mal y aceptar con repugnancia todo lo que de otra manera se hace. Esto no es seguir a la autoridad legítima, sino prevenirla y transferir a personas privadas las funciones de la magistratura espiritual, con gran detrimento del orden perennemente establecido por Dios en su Iglesia, no permitiendo a nadie que impunemente lo viole. El justo medio de la recta actuación de los católicos ha de ser una docalidad efectiva a la Jerarquía, unida al ánimo discreto, constante y esforzado, para no caer en timidez desconfiada y perezosa o en presuntuosa temiridad.

La Iglesia, ajena a partidos políticos.- 9. En el orden estrictamente político, no se debe en manera alguna identificar ni confundir a la Iglesia con ningún partido, ni utilizar el nombre de la Religión para patrocinar los partidos políticos, ni subordinar los intereses católicos al propio triunfo del partido respectivo, aunque sea con el pretexto de parecer éste el más apto para la defensa religiosa. Es necesairo superar la política, que divide, por la Religión, que une. Lo bueno y honesto que hacen, dicen y sostienen las personas que pertenecen a un partido político, cualquiera que éste sea, puede y debe ser aprobado y apoyado por cuantos se precien de buenos católicos y buenos ciudadanos. La abstención y la oposición a priori, son inconciliables con el amor a la Religión y a la Patria. Cooperar con la propia conducta  o con la propia abstención a la ruina del orden social, con la esperanza de que nazca de tal catástrofe una condición de cosas mejor, sería actitud reprobable que, por sus fatales efectos, se reduciría casi a traición para con la Religión y la Patria. Por lo demás, en los momentos trascendentales para el bien público, y especialmente cuando grandes males afligen a la Iglesia o la amenazan, es un deber ineludible de todos los católicos la unión, o por lo menos la acción práctica común, sea cual fuere el partido a que pertenezcan, sacrificando las opiniones privadas y las divisiones de partido, salvo la existencia de los partidos mismos, cuya disolución por nadie se ha de pretender.

Deberes de los católicos para con la Prensa.- 10. Todos los fieles juzgarán como un deber especial suyo el de abstenerse, bajo grave responsabilidad de conciencia, de leer la mala Prensa o de favorecer, directa o indirectamente, su prestigio y divulgación, así como el de tener en alta estima y ayudar con todas sus fuerzas y posibilidades al sotenimiento y difusión de las publicaciones católicas, particularmente de la Prensa periódica que se inspire en los principios de nuestra santa Religión y defienda rectamente los intereses de la Iglesia y de la Patria. Jamás ha sido tan sentida esta necesidad como en los actuales tiempos, en que urge afirmar y difundir la verdad cristiana, impedir el contagio del error, defender a las instituciones católicas de prejuicios, odios y perfidias, que la Prensa enemiga propaga inicuamente. Iluminar el criterio y excitar el celo de los mismos para la comprensión, defensa y servicio de la Iglesia en las difíciles circunstancias presentes.

Empero, no menos que este deber imperioso que a todos incumbe, interesa la recta dirección y auténtico espíritu cristiano de que han de estar informados los escritores dedicados a tan alta y delicada misión, llena de graves responsabilidades. Dense en primer lugar al diligente y perseverante estudio de la doctrina católica en sus fuentes autorizadas, a su clara, persuasiva y serena exposición, a su objetiva y prudente aplicación a las realidades contingentes. En la persuasión y defensa de todo lo verdadero y justo, sea su norma indefectible el sostenimiento de los derechos de la Iglesia, la suprema reverencia a la Sede Apostólica, la fidelidad a las inspiraciones de la Jerarquía con respecto a la cual es deber de todos los fieles,  y particularmente de los escritores católicos, seguirla y no precederla, obedecerla y no pretender criticarla o remolcarla tendenciosamente, de tal modo que no puedan merecer el grave reproche de desatender de hecho, por hábiles distinciones y subterfugios, su dirección, o de interpretar a su manera los claros documentos por los cuales la autoridad eclesiástica no haya aprobado su manera de obrar. No olviden que los derechos y deberes nacidos de la caridad no son menos graves que los derechos y deberes que nacen de la verdad; eviten, por tanto, los escritores católicos vanas o injuriosas polémicas; absténganse de aplicar calificativos despectivos e inconvenientes que hartas veces se usan para distinguir unos católicos de otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón de pertenecer a bando distinto, como si la profesión de catolicismo estuviese necesariamente unida a tal o cual partido político. Conviene evitar a apartarse de todo lo que sea y parezca inmoderación, intemperancia y violencia de lenguaje, como lo más opuesto a la concordia de los ánimos y a la eficacia de la propaganda, puesto que para la defensa de los sagrados derechos de la Iglesia y de la doctrina católica no son acres debates lo que hace falta, sino la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor.

Espíritu de concordia y dependencia de la jerarquía.- 11. Las anteriores normas y direcciones sean escrupulosamente observadas por todos, y en particular por quienes, en virtud de su ministerio, cargo o profesión, están en ocntacto más directo con los fieles y tienen notable influencia en el movimiento católico, debiendo ser los sacerdotes y religiosos los primeros en el eficacísimo apostolado del buen ejemplo, y cuantos con la pluma o la palabra puede decirse con toda verdad que ejercen misión de dirigir y mover las conciencias de los católicos en estos momentos tan delicados para la vida de la Iglesia en España. Más que nunca conviene defender la Religión y laborar por la Iglesia con absoluta dejación de particulares miras y secundarios intereses, por encima y al margen de la política, con amplio y abnegado espíritu de concordia y plena dependencia de la Jerarquía. El movimiento católico ha de ser dirigido tal como quiere la Iglesia y según las normas prácticas de sus legítimos y autorizados representantes, que de él tienen la responsabilidad. Tal es la orientación de la Acción Católica, acerca de cuya definitiva organización no tardará el Episcopado en dar las correspondientes directivas. Apréstense desde luego los fieles a imbuirse de aquella orientación, observando las presentes normas que, de un lado, responden a la misma, y de otro, han de servir para facilitar el desarrollo y eficacia ulteriores de la Acción Católica.

V. Fe, caridad y perseverancia en el apostolado.- Hemos de poner fin a esta obligada declaración de criterios y de posiciones, en la cual todo espíritu ecuánime ha de ver el cumplimiento de un ineludible deber y la clara voluntad de contribuir, por nuestra parte, a la pacificación religiosa, política y social. Séanos, empero, permitido hacer sentir a todos los españoles nuestros más íntimos anhelos y recomendaciones, que salen nde nuestro corazón de obispos y patriotas.

Voces apasionadas claman todavía por la prosecución de una guerra implacable a la Iglesia, con un afán de exterminio que, cuando menos, es perturbador e irrealizable. Infundadas acusaciones continúan sosteniendo el gesto receloso e irascible contra la Jerarquía y los católicos, como si fuese cierto el supuesto de que aspiran a la dominación política del Estado, o como si sus actitudes respondiesen de verdad a la vieja inculpación de ser los cristianos ciudadanos facciosos y enemigos de la cosa pública, de igual suerte que a nuestro adorable Redentor osaron declararle enemigo del César y subversor del pueblo. Ni faltan hombres poco avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con preceptos legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española, y declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.

Ortodoxia civil de la Iglesia.- Vanas y temerarias recriminaciones e ilusiones. Después de nuestra colectiva declaración, nadie puede negar con fundamento lo que cabe lllamar la perfecta ortodoxia civil de los propósitos y orientaciones de la Iglesia, que no mira egoístamente sólo por ella y por sus intereses espirituales, sino muy eficazmente aún por el bien y la prosperidad de la Nación, inseparables quiérase o no, del progreso y estabilidad del orden religioso. No es culpa nuestra si en España queda en pie una grave, honda protesta y reivindicación de libertad para los derechos e independencia de la Iglesia, de cuya justa y eficaz solución son de esperar los mayores beneficios para el mismo fortalecimiento y auge del régimen político. En ninguna parte del mundo el catolicismo se toma como un hecho social desatendible o como un problema de secta efímera. A ninguna potestad  y ninguna mente esclarecida es indiferente la trascendencia oral y la actual fecundidad de la Iglesia Católica, que ha regido milenariamente la civilización humana, a la que se mira en nuestros tiempos por doquier como la solución más coherente y orientadora de la reacción espiritualista de la sociedad contemporánea, y en cuya firmeza doctrinal e independencia afirmativa de actuación en la verdad y en el bien confían innumerables hombres como en baluarte seguro del espíritu y de la libertad humana frente a la barbarie materialista de las herejías sociales invasoras y a los excesos de la opresión cesarista del nuevo absolutismo del Estado. Menos indiferente ha de ser el Catolicismo a gobernantes y ciudadanos españoles, porque si la historia de nuestra patria revela de una manera incontrastable que él ha sido el elemento generador y conservador de su grandeza moral, la experiencia ya asaz dura de las dificultades presentes habría de demostrarles que la influencia religiosa es necesaria para fortalecer los vínculos sociales y asentar en sólidos fundamentos la paz espiritual y la consolidación progresiva del Estado.

Armonía futura de la Iglesia y el Estado.- Por ello no cejaremos los Obispos de sostener los principios  y orientaciones expuestas, que sabemos favorables para tan nobles eficacias religiosas y civiles, y de laborar generosamente a fin de reparar los daños infligidos a nuestra sacrosanta Religión, evitar en lo posible los que la amenazan todavía, y preparar días mejores, en que Iglesia y Estado, de mutuo acuerdo, según corresponde a dos sociedades perfectas y soberanas en su propia esfera, coordenadas por la naturaleza que les dio Dios, autor de ambas, y por la necesidad de convivir armónicamente en bien de unos mismos hombres, cuya perfección sobrenatural y temporal les está respectivamente encomendada, renueven y alcancen la anhelada inteligencia con que se pueda asegurar en plena paz y estabilidad la constitución cristiana de nuestra patria en el orden legal y social. Mucho habrá de ayudar al avance de tales anhelos el mayor conocimiento de la verdadera naturaleza y actuación de la Iglesia, así como la ajena experiencia de cuán nocivas y perturbadoras han sido las rupturas entre la Iglesia y el Estado, que después de violencias apasionadas, daños considerables de todo orden y largos períodos de arduas dificultades, han debido ser reparadas recomenzando por el diálogo comprensivo, por el trato amistoso, que nunca se debiera haber interrumpido para el logro de grandes bienes y en evitación de graves males. En España, donde, a pesar de la situación a que se ha llegado, no se puede desconocer la existencia de buenas voluntades, aun entre los mismos hombres de gobierno, todavía se está en sazón de no desatender consejos y experiencias, que los peligros que amenazan al mismo consorcio social acumulados por sus peores enemigos, hacen todavía más preciosos y apremiantes.

La persecución, bienaventuranza de los cristianos.- Cualquiera, empero, que fuese el porvenir que, por cumpa de los hombres, el Señor nos tenga deparado, vosotros los fieles hijos de la Iglesia, hijos muy amados nuestros, manteneos firmes en la fe, constantes en la caridad, perseverantes en el apostolado. Nada te turbe, nada te espante, decía la admirable y serenísima Teresa de Jesús; quien a Dios tiene, nada le falta. También las aflicciones y la persecución por causa de la justicia, son bienaventuranzas para los cristianos. Ni os portéis jamás como quienes no tienen esperanza. Motivos de consuelo no nos faltan para alentarla: en la misma previsión de días mejores que nos permite augurar el no desmentido patriotismo de nuestros conciudadanos, en las nuestras de fraternidad cristiana que hemos recibido de eminentes representaciones de los católicos de todos los países y que de corazón agradecemos como estímulo de fortaleza y augurio de victoria, y sobre todo en la protección del Señor, de la Virgen y de los santos que son testimonio y honor de la religión de nuestro pueblo.

Con tal estado de ánimo fortalecidos, amados hijos en el Señor, renovad el cumplimiento fiel del deber de cada instante, que es camino de perfección, y lanzaos a la nueva reconquista religiosa que nos imponen las realidades presente: ahondamiento en la cultura cristiana del espíritu, de la verdad y de la vida, recobramiento social de la eficacia de la fe en nuestro pueblo. Para ello revestidos de Nuestro Señor Jesucristo, imitad sus entrañas de misericordia y amad todavía más a vuestros conciudadanos redoblando para nuestro pueblo la caridad de patria, que también tiene forma de la sobrenatural y divina caridad.

Amor a los hombres y a los pueblos.- A los hombres y a los pueblos les hemos de amar no por lo que sean, sino por lo que pueden, deben y merecen ser ante la presencia de Dios. Y no con el desamor los ganaremos, no con erguimiento sedicioso o violento reparan los cristianos los males que les afligen; es la confianza en la supremacía y fecundidad, aun humanas, del Espíritu, en la potencia de la fe y la caridad activas lo que alcanza, con ayuda del Señor, la victoria. Nuestro adorable Salvador, que afirmó sus derechos divinos sobre los hombres diciendo: «Quien no está conmigo está contra Mí», no quería que sus discípulos pidiesen fuego del cielo sobre la ciudad que no les había recibido, y reprendía su exclusivismo con aquellas otras palabras, complemento y aclaración de las primeras: «Quien no está contra vosotros, a favor de vosotos está» (Luc., IX, 50).

Con tal emoción perseverante de caridad y de espiritual optimismo, poneos a la obra de apostolado a que os estamos invitando, esforzadamente, generosamente, pacientemente. Y cualquiera que fuesen las aflictivas circunstancias en que veamos sumergida a la Iglesia, no temáis ni pretendáis ejercer la vindicta que sólo al Señor corresponde. Recordad que la Iglesia vence el mal con el bien, que responde a la iniquidad con la justicia, al ultraje con la mansedumbre, a los malos tratos con beneficios, y que en definitiva también la ciencia cristiana del sufrir es un poder de victoria: «Somos maldecidos y bendecidos, sufrimos persecución y la soportamos, somos calumniados y oramos» (I Cor., IV, 12-13).
Invitación a la paz cristiana.- No podíamos, amados hijos en el Señor, suscitar en vuestros ánimos tales sentimientos en días más propicios a la santa dulcedumbre como estos en que toda la humanidad se prepara a sentir la humulde y pacificadora alegría de Belén. Por toda la tierra pasa la emoción íntima de los cánticos angélicos anunciadores de paz a los hombres de buena voluntad; aun los espíritus menos inclinados a la suavidad se estremecen ante la lumbre con que en las tinieblas de la noche resplandece el día eterno del Señor que viene a nosotros para amarnos y redimirnos.
La gracia, la benignidad y el amor de Dios nuestro Salvador, hácense visibles a todos los hombres, para enseñarnos a vivir con templanza, justicia y piedad en este mundo, renunciando a la impiedad y a las mundanales concupiscencias, en expectación de la bienaventurada esperanza y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador nuestro Jesucrito, que se inmoló a sí mismo en bien nuestro para redimirnos de toda iniquidad, y purificándonos, hacerse un pueblo todo suyo, seguidor de las buenas obras.
Tal habla la Liturgia de Navidad por boca del Apóstol. Sintamos todos la divina invitación a esta alta y pacífica vida del espíritu cristiano, a esa perdurable tregua de Dios que empezó para el mundo en la Nochebuena, comienzo bendito de la regeneración de los individuos, de la familia y de los pueblos. En el recogimiento de la oración pura, en el fervor paciente de la mortificación abnegada, en la efusión de la caridad divina, que se aprenden adorando el Verbo de Dios hecho Hombre en las humildades sobrenaturales del Natalicio del Señor, preparemos el advenimiento de Dios en este pueblo que le espera a El, verdadero y único Príncipe de paz perdurable.
Los Obispos de la Santa Iglesia, bendiciendo a todas las familias españolas como prenda y augurio de esta venturosa paz, para la cual son todos los anhelos y sacrificios de Pastor de la grey cristiana, elevan al cielo fervorosamente con todos sus hijos la oración sagrada que la Liturgia del día de hoy pone en los labios suplicantes de la Iglesia: Moved vuestro poder y venid, os rogamos, Señor; y con gran eficacia socorrednos a fin de que, mediante el auxilio de vuestra gracia, vuestra misericordiosa piedad acelere lo que nuestros pecados retardan.
(El Debate, 1º de enero de 1932.)


Los socialistas atacan la nota episcopal
Sobre una pastoral. Conceptos equívocos.
A consecuencia del cambio de régimen, vistos sus resultados y su manera de actuar, los católicos españoles han recibido del episcopado una pastoral colectiva, redactada en términos bastante equívocos.
Ha coincidido esta decisión de la Iglesia española -«a caza de espera, jauría muda»- con la consolidación del actual estado de Gobierno, como si una esperanza lejana la hubiese mantenido en su mutismo, aun durante la discusión en las Constituyentes de las leyes que más directamente le afectaban.
La formación del clero está presidida por un sistema de doblez y de falso acatamiento hacia todo aquello que se quiere derribar, y que por el momento no es derribable por no poseer medios propios.
Nosotros hemos creído siempre que la función religiosa era una cosa completamente desligada, profundamente aparte de la cuestión política. Al abogar por la libertad de conciencia para todos, no creemos que en nuestro fuero interno se alcen obstáculos, que constituyan barreras infranqueables, producidos por la ley que se estudia, se discute y se aprueba con caracteres generales.
La Iglesia, considerando que no es así, hace un distingo entre lo que es ley y lo que es legislación, entre lo que ordena el Poder constituído y lo que se estampa en el papel, cosa que no entendemos bien, pero que sirve a maravilla a esa labor de resistencia pasiva y que proporciona a los católicos un dilema favorable para desobedecer el derecho, siempre que su cociencia se lo dice.
Numerosos actos, llevados a cabo desde que existe la República, demuestran una labor enemiga, sucia y torpe por parte de los elementos católicos, que se da de bofetadas con los ideales que ellos dicen sustentar.
(El Socialista, 2 de enero de 1932.)


No hay comentarios:

Publicar un comentario