CARLOS HERRERA
La muerte de Mónica, a quien Dios le guarde el mejor
de sus jardines, nos obliga a extremar las alertas
Su nombre era Mónica, tenía apenas dieciséis años y
era alumna del IES San Juan de Ávila de Ciudad Real. Después de cuatro días en
la UVI de un centro hospitalario falleció como consecuencia de haber tratado de
quitarse la vida. ¿Qué hace que una joven en la etapa más fascinante de su vida
pretenda -y consiga- suicidarse? Cuesta entrar en la cabeza de quien ya se fue
y queda tan solo investigar cómo fueron sus horas previas a la muerte, sus
meses anteriores a la depresión que la llevó a decidir que mejor fuera que
dentro. Se sabe que Mónica denunció los acosos y abusos que, en edad escolar,
tantas frustraciones e infiernos les cuestan a aquellos más apocados o tímidos
que pueblan un aula. Se sabe que Mónica era increpada a diario por unos cuantos
compañeros de clase que, según informa ABC, la obligaban a viajar de pie en el
autobús escolar, entre otras cosas. Se sabe que los padres de la chiquilla,
ecuatorianos ellos, advirtieron a la dirección del colegio la incomodidad que
mostraba su hija por el trato vejatorio a la que era sometida por unos
determinados individuos, y se sabe también que el jefe de Estudios, los profesores
y la dirección del centro le quitaron importancia al asunto. Hoy, a buen
seguro, lo están lamentando.
Uno de cada cuatro jóvenes, dicen las estadísticas,
sufre acoso escolar. La mayoría pasa por encima, no sin sufrimientos, y procura
cerrar sus heridas con el tiempo. Algunos le echan valor, se enfrentan a los
chulos y salen victoriosos; los menos. Otros, como Jokin, el joven de
Fuenterrabía de 14 años que se quitó la vida un tiempo atrás, sucumben en el
intento. Mónica era de estos últimos. Sabemos lo que se cuece en las aulas
desde que nosotros mismos las pisamos: es una pequeña jungla en la que hay que
sobrevivir a base de valentía, intuición y resistencia. Los matones escolares
son tan antiguos como la misma escuela y siempre que se sea fuerte, práctico,
listo o bravo, se puede sobrellevar la situación. Pero no todos son así:
aquellos predispuestos a hundirse en la tristeza de sentirse excluidos pasan
auténticos calvarios a consecuencia de las ganas de divertirse que tienen los
más desahogados, que siempre buscan y encuentran al débil. Los colegios, como
las calles, como la vida, cuentan con algunos hijos de puta, amparados por
determinadas fortalezas y por alguna que otra ausencia de autoridad, que dan
por hechas superioridades elementales que les licencian para ser los malos de
la película. Si nadie les reconvierte, el mal es inevitable. Muchos profesores
saben que no pueden ir más allá de una modesta regañina: increpar a algún
dictadorzuelo de este jaez conlleva alguna incomodidad amparada por los
insensatos programas de laminación de autoridad a la que ha sido sometido el
profesorado español. Muchos de ellos resultan todopoderosos y son,
incomprensiblemente, amparados por sus propios padres, con lo que en no pocas
ocasiones el profesorado recibe doblemente, del alumno y de sus estúpidos
progenitores.
Un chiquillo feo, débil o apocado, deberá desarrollar
un sistema de supervivencia que le hará fuerte en la vida, pero que le
transformará sus primeros años en un gólgota. Eso ha sido así siempre. Antes se
podía intervenir con cierta mayor contundencia que ahora, pero la pequeña
muerte de ilusiones se produce a diario, sea cual sea la legislación. La muerte
de Mónica, a quien Dios le guarde el mejor de sus jardines, nos obliga a
extremar las alertas y a investigar qué es lo que pasó día a día, minuto a
minuto: si se ha producido alguna dejación de observancia se debe actuar con
toda contundencia y no tener ningún tipo de consideración con los abusadores ni
con los vigilantes. Como gusta decir ahora: caiga quien caiga.
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