domingo, 25 de noviembre de 2012

Causas y telón de fondo de la Guerra Civil.

1. CAUSAS Y TELÓN DE FONDO DE LA GUERRA CIVIL
Hablemos del temperamento español
Este libro, en su primera edición, ha sido escrito en alemán, [Diplomat in roten Madrid, Berlín, Herbig Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído fuera de España.
Por consiguiente, sólo los pocos lectores que hayan visitado España tendrán de ella una idea aproximada, por lo que, posiblemente, habrán sacado la misma consecuencia que, a mi juicio yo saqué tomando como parámetro nuestras propias medidas, de que los españoles, –considerándolos en términos generales–, son unos ciudadanos un tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto ingenuos.
Es evidente, que a todo el que conserve esta imagen del español le habrá resultado incomprensible que se haya producido el estallido de una guerra civil, tan llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan sentido inclinados a creer que se trata de exageraciones de los periodistas. Ante esta disyuntiva, me considero obligado a describir, brevemente, el desarrollo de los acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y temperamento español, condujeron a tal estado de cosas.
Para empezar, narraré un corto episodio que, a modo de “flash”, revela algo de la tradicional sabiduría vital de la mayor parte de pueblo español.
Hace de esto treinta y cinco años.
En un día caluroso llegaba yo a Sevilla, capital de Andalucía, en tren (“tren botijo”) a primeras horas de la tarde.
Esta era, entonces, una ciudad de escasa circulación. La estación estaba fuera de la ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se veía un vehículo, ni tampoco aparecía ningún mozo de cuerda.
Me di una vuelta, buscando por los alrededores de la estación; tumbado a la sombra de un árbol, descubrí, tendido todo lo largo que era, en la acera, a un pacífico durmiente. La gorra que llevaba delataba su condición de mozo de equipajes, ahora le servía para protegerle la cara del sol.
Le toqué con el pie; entonces, cargado de sueño, movió la “gorra de servicio” lo suficiente como para mirarme, con un ojo, por debajo de la misma.
Impresionado por la  falta manifiesta de impulso activo de aquel hombre, me decidí a tentar su ambición: “te doy tres pesetas si me llevas la maleta a la ciudad”.
Venía a ser esto el cuádruplo de la tarifa corriente.
Respuesta: “esta semana ya me he ganado dos pesetas; hoy no hago nada más”.
Una vez dicho esto, se volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió durmiendo.
¿Cómo hacerse con un pueblo así, al que “no hacer nada” le parece más tentador, que el bienestar adquirido mediante el trabajo? Presentándole, como señuelo, el “vivir bien” emparejado con el “no hacer nada”.
Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: “quitadles todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora”.

La guerra mundial y la posguerra.
Hasta la primera guerra mundial, las relaciones entre patronos y trabajadores eran patriarcales. La industria era escasa y quedaba reducida a los alrededores de Barcelona y de Bilbao. Existía una organización socialista, de poca envergadura y características más bien bondadosas, bajo la dirección de Pablo Iglesias. Los trabajadores del campo carecían de cualquier clase de organización.
Vivían en un estado tal de pobreza que, con arreglo a nuestro criterio, calificaríamos de penosa; sus jornales oscilaban entre la peseta y media y las cinco pesetas, según el periodo agrario; trabajando de sol a sol, sin que se pueda decir que se hicieran los remolones. Cumplían su tarea con lentitud, pero con constancia y con resistencia a la fatiga.
El trabajador agrícola, no era sin embargo, muy consciente de su situación de miseria por cuanto carecía, a diferencia de otros pueblos, de pretensiones más ambiciosas en materia de vivienda, comida y ropa; a lo que habría que añadir, sus relaciones patriarcales con los terratenientes de los pueblos. Existía una ley, no escrita, que imponía a los grandes terratenientes la obligación de alimentar a los jornaleros del pueblo durante los tiempos de inactividad, inevitables en la agricultura española, debido al sistema de barbecho en el cultivo de los cereales.
En los tiempos anteriores a la guerra mundial, el pueblo español en su conjunto había tenido poco contacto con el resto de Europa. Tres de los lados de España son costas que dan al mar y el cuarto, con los Pirineos como frontera, le cortaba el “aire” con Europa. Pero la guerra mundial lo trastornó todo. España a pesar de permanecer “neutral”, estableció estrechas relaciones –de índole industrial, concretamente- con los demás pueblos, especialmente con los aliados. Entonces, ya con ese aliciente, cualquiera hacía negocios, ganaba dinero con facilidad, y con la misma facilidad lo gastaba.
Los precios, especialmente los de los productos agrícolas, subían ante la demanda de los países en guerra. Los jornaleros reclamaban y obtenían mejores ingresos, descubriendo, por primera vez, que también podían exigir algo más que una cebolla y un pedazo de pan al día. Al mismo tiempo, irrumpía, cruzando las fronteras, una propaganda socialista reforzada, y cundía por todas partes la fiebre de la industrialización.
Los negocios fáciles y de oportunidad, que se habían presentado durante la guerra mundial, se evaporaron con la misma rapidez con que se habían producido; pero ya en todos los sectores de la sociedad habían quedado abiertos unos incentivos vitales, hasta entonces desconocidos en España.
Al mismo tiempo, profetizaba Lenin que España sería el siguiente país en caer en el bolchevismo.
Con arreglo a tal programa, ayudado con la propaganda y el dinero ruso, nacía el partido comunista, y su organización fue tan eficaz que, -a pesar de no arraigar y mantenerse numéricamente reducido debido al carácter español más inclinado a la anarquía que al comunismo-, la células existentes fueron el núcleo principal que marcaron las pautas tan pronto como estalló la lucha.
La pasión por lo nuevo, la inexperiencia política y la pereza intelectual, arrastraron al experimento republicano, con una clase burguesa que, dada la caótica situación de  España, lo acogió esperanzada y, en parte, incluso con entusiasmo. Pero no habiendo donde escoger, se adueñaron del poder los políticos de siempre que, -entre intelectuales y teorizantes, como Alcalá Zamora, Maura, Azaña,
Casares Quiroga; todos ellos sin un programa político realista, vacilantes y fracasados dentro de la opinión de una clase media empobrecida y decepcionada-, claudicaron y se pusieron a disposición de los socialistas, como instrumento para instaurar la democracia burguesa prevista en un principio y que, luego, generó en comedia.
Los anarquistas, partido mucho más poderoso y numeroso, sobre todo en Aragón, Cataluña y costa mediterránea , que los socialistas organizados, se abstuvieron de cualquier participación en el gobierno. Su programa político lo ejercían, salvo su sindicato C.N.T., al margen de toda legalidad con “acciones directas” sembrando la inquietud y la angustia, con sus bandas de asesinos y ladrones, primero en Barcelona y luego también en Madrid. Entonces los comunistas, como ya hemos comentado, en colaboración con las “Juventudes Socialistas”, comenzaron a actuar de forma similar, a través de sus células, apoyadas con la ayuda económica de Rusia.

En la encrucijada
Pero a los dos años, la opinión pública en general y, en especial, todos los ambientes de orientación conservadora llegaron a un estado de tal repulsa e indignación, y a estar tan hartos, que se produjo un rechazo en la inmensa mayoría del pueblo. El tiempo de vigencia legislativo había cumplido el plazo reglamentario, de acuerdo con la auto-elaborada Constitución, y se hacía necesaria la convocatoria de elecciones para la formación de una nueva Cámara de Diputados. Las elecciones se celebraron contraviniendo en muchos colegios electorales el más elemental orden y respeto a la libertad de expresión, y tan pronto comprobaron que, a pesar de esa violenta oposición, los partidos de derechas habían obtenido la mayoría, las izquierdas se lanzaron con la mayor agresividad a rebelarse violentamente contra el poder constituido. Los diputados socialistas quedaron diezmados.
La frase de cuño democrático relativa a los derechos de la mayoría perdió su validez en el punto y hora que dejó de favorecerles. Ahora se trataba lisa y llanamente de implantar la dictadura del proletariado.
Cuando la mayoría conservadora quiso hacer uso de su derecho democrático de acceder al poder, se le respondió con el levantamiento de Asturias, revelador de los auténticos propósitos, realmente antidemocráticos, de los socialistas españoles que aspiraban al dominio del Poder con los sindicatos. Aún se pudo evitar este incendio que ya, entonces, tuvo posibilidades de extenderse por toda España y que, debido únicamente a fallos de dirección, no prendió con la rapidez suficiente.
Pero el hecho de que se extinguiera, no significa que no se aprovechara para desatar una propaganda sin límites, como acicate y desahogo de los más salvajes sentimientos de odio, que la débil voluntad del gobierno burgués no alcanzó a reprimir con lo que el rescoldo siguió vivo bajo la ceniza. Ese gobierno no supo sacar partido ni del tiempo ni de la oportunidad de que disponía; su grave insensatez atrajo su caída y, por supuesto, lo arrastró directamente a tal suicido el ambicioso charlatán, Alcalá Zamora, que aspiraba al poder personal. En las siguientes elecciones, febrero de 1936, intentó fundar un partido a su propia medida, de acuerdo con su “instrumento” Portela, al que colocó de Presidente del Consejo de Ministros.
Al revelarse, ya en el primer escrutinio, el fracaso de este nuevo invento y resultar por otra parte posible una mayoría renovada de la derecha tradicional, Portela dio por perdida la partida, se retiró y entregó el poder en favor del “Frente Popular” que amenazaba con la huelga general y el levantamiento del pueblo, sin estar en absoluto justificado para ello, pues todo era consecuencia del despecho que sentían, al haber resultado minoritarios, precisamente en esas mismas elecciones. El nuevo escrutinio al que se procedió, a los pocos días, se hizo ya bajo el signo del desconsiderado abuso de poder de los partidos de izquierda, que no contentos con monopolizar para sí los escaños discutidos, aprovecharon la mayoría así alcanzada para anular, en varias provincias, los resultados electorales favorables a la derecha y adjudicárselos, totalmente, a sus propios candidatos. Hubo provincias en las que se había votado a las derechas en un ochenta por ciento y eso bajo un gobierno Portela, del que lo menos que se puede decir es que no tenía interés alguno en que así fuera y en las que, un mes después, bajo la presión del Frente Popular, resultó que se había votado a la izquierda en un noventa por ciento; ¡pocas veces se habrá montado parodia mayor de la tan cacareada libertad de voto! Y, sobre tal base, se asienta ahora la “legitimidad” del Gobierno de la República Española, tan ofuscadamente puesta en primer término por franceses, ingleses y americanos.
El primer paso dado por dicho gobierno del Frente Popular fue derrocar –de modo, por cierto, nada suave- de su sillón presidencial al promotor de tan inesperado triunfo, Alcalá Zamora, y sentar en él a Azaña, que resultaba más cómodo para los socialistas. A partir de entonces se procedió, temperamentalmente, a trastocar a fondo el orden conservador implantando la dictadura del proletariado bajo la máscara de la democracia. El tono empleado en el Parlamento era tal, que los partidos no integrados en el Frente Popular no tenían mas opción que retirarse.
A Calvo Sotelo, diputado sobresaliente que encabezaba esos partidos de derechas, le anunció la muerte que le esperaba el propio Casares Quiroga, Presidente del Consejo de Ministros, en plena sesión parlamentaria y tras un exaltado discurso de despedida. El asesinato se perpetró pocos días después, durante la noche, a manos de la policía estatal. A continuación había de entrar en escena la revolución socialista. La parte del pueblo español de orientación derechista, mayoría numérica indiscutible, se veía abocada a la elección entre dejarse aniquilar por las turbas incontroladas o lanzarse a la lucha. Tal fue el origen de la sublevación de los generales, como ejecutores de la voluntad de la mayoría de la población que no se quería dejar exterminar conscientemente.

El Frente Popular
Con el fin de facilitar una mejor comprensión de la situación política en el seno del Frente Popular, así como de las abreviaturas o siglas ocasionalmente utilizadas de aquí en adelante y correspondientes a las denominaciones de los partidos, me permito hacer unas breves aclaraciones.
El Frente Popular estaba compuesto por los partidos burgueses radicales de Martínez Barrio y Azaña, denominados respectivamente “Unión Republicana” el primero, e “Izquierda Republicana” el segundo, así como por los partidos Socialista, Comunista, Sindicalista y la F.A.I., (Federación Anarquista Ibérica). El Partido Socialista es la organización política de los sindicatos socialistas (U.G.T. = Unión General de Trabajadores). La F.A.I. es, asimismo, el exponente político de los sindicatos anarquistas (a saber: C.N.T.= Confederación Nacional del Trabajo).
La situación de poder, en la medida en que ésta dependa de la adhesión del pueblo a cada una de dichos partidos, era la siguiente.
Los dos partidos de derechas contaban con un número de afiliados reducido. Su influencia se basaba en la mayor antigüedad de su experiencia política, así como en la mayor formación y más elevado nivel intelectual de sus dirigentes y afiliados.
El partido socialista se apoyaba en los sindicatos de la U.G.T. que contaban con el mayor número de adeptos en Madrid y Bilbao. En Barcelona y Valencia estaban en minoría. Mas tarde se produjo una brecha profunda entre el partido y los sindicatos como consecuencia de la enemistad personal entre Indalecio Prieto, jefe de la mayoría de los diputados socialistas, y Largo Caballero, el “mandamás”, sin límites, de los sindicatos. U.G.T. podría ser, numéricamente, la segúnda organización entre las más fuertes de España.
El partido comunista antes de la guerra civil no era numéricamente muy importante. El español es exageradamente individualista y, por lo tanto, anarquista nato; de modo que la teoría comunista no le agrada en absoluto. Bajo la presión de la influencia rusa cobró, sin embargo, mucho auge el partido, habiendo intentado, a pesar de la fuerte oposición de los partidos proletarios, fusionarse con los socialistas, lo que llegaron a conseguir en las organizaciones juveniles; pero no en cuanto a los sindicatos, pues siempre hubo una fuerte resistencia en Largo Caballero que, especialmente durante su presidencia en el Consejo de Ministros, llegó a oponerse fuertemente a los comunistas.
El partido sindicalista, que no era fuerte numéricamente hablando, adquirió influencia por la personalidad de quien lo acaudillaba, Pestaña, fallecido recientemente, el cual había trabajado durante muchos años de modo decisivo en organizaciones anarquistas.
De la F.A.I., cuya infraestructura está constituida por los sindicatos de la C.N.T., puede decirse que es la organización más fuerte, y domina, principalmente, en Cataluña. Allí cuenta aproximadamente con la afiliación del setenta y cinco por ciento del proletariado. En Valencia, Murcia, Alicante; es decir, a lo largo del resto de la costa mediterránea, dispone asimismo de una mayoría, si bien no tan dominante como en Cataluña. En el centro de España, en Madrid, tiene menos fuerza que la U.G.T.; pero, durante la guerra, creció mucho el número de sus afiliados ya que sus condiciones de filiación, al ser más tolerantes, fueron aprovechadas por muchas personas indiferentes, que no tenían más remedio que acreditar la posesión de un carnet sindical. Un ciudadano sin semejante carnet no podía en España justificar su existencia y no gozaba de libertad para vivir con alguna seguridad. En la F.A.I. caben todos, desde el idealista, en el mejor sentido primitivo cristiano de amor al prójimo y de fraternidad, hasta el delincuente común. La teoría política de los anarquistas consiste en una organización sin normas preestablecidas de autoridad. Son ácratas. Sin forma alguna de gobierno. No son marxistas, sino antimarxistas. Su ideal es el individualismo ilimitado.

¿Crueldad, española o bolchevique?
A grandes rasgos, hemos expuesto los contrastes sociales que condujeron a un enfrentamiento, lleno de odio, como fue la revolución española. Ahora bien, ¿de dónde procede esa crueldad salvaje, esos tremendos horrores cometidos? ¿Hay que inculpárselos al carácter del pueblo español o al bolchevismo?
El español, individualmente considerado, es, salvo pocas excepciones, noble, persona digna, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar. Los españoles y ahora hablo del pueblo, y no de la gente culta son elementales, no se guían por la razón debidamente adiestrada, sino por el instinto.
Por ello, no pueden actuar con arreglo a principios, sino que, más bien, se dejan dominar por la inspiración o corazonada del momento. Como los niños pequeños, son compasivos y crueles, según el caso. Lo que les pierde es su sensibilidad ante lo que pueda parecer ridículo. De ahí que en cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.
Si les domina tal psicosis, son capaces de cualquier atrocidad. Así es como al principio se cometieron, por desgracia, graves delitos contra el prójimo, también en la zona nacional.
Pero, en la zona nacional, se reprimían tales brotes de bestial salvajismo y, una vez pasado el desorden inicial, no sólo se restableció la disciplina legal, sino que se ajustaban las cuentas a los transgresores aunque fueran miembros de las organizaciones "blancas". Yo mismo asistí a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en Salamanca en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar.
Los sacaron encadenados. En cambio, en la parte dominada por los rojos, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento, de semana en semana hasta convertirse en una espantosa orgía  de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí, se trataba del asesinato organizado, ya no era sólo el odio del pueblo sino algo que respondía a una metodología rusa: era el producto de una "animalización" consciente del hombre por el bolchevismo. Se trataba de adueñarse de lo que fuera, a cambio de nada, y si era menester matar, se mataba.
En la amplia masa del pueblo español dominaba, desde siempre, en materia política, exclusivamente el sentimiento y nunca la razón. Pero en conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba sobre bases idealistas. El indomable apasionamiento del pueblo español, que a Napoleón le tocó experimentar, se nutría del odio al extranjero y del orgullo nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización de las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y comunista, los motivos de fondo son  principalmente de orden económico y la meta con la que se especula es el disfrutar de la vida con el mínimo esfuerzo.

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