jueves, 1 de noviembre de 2012

Legalizacion del Partido Comunista de España en el proceso de la Transición.

(Adaptación, con fines didácticos de "El Sábado Rojo" de Victoria Priego publicado por "El Mundo"

«...Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas.
Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras, las suyas.
Bien, ése es el terreno en el que deben dirimirse las divergencias.
Y que el pueblo, con su voto, decida».
(asi concluyó la declaración que Santiago Carrillo, líder del, hasta ese día histórico, ilegal Partido Comunista de España, hizo pública desde Cannes a las 18 horas del 9 de abril de 1977, Sábado Santo).

«Yo sabía que si le daba un abrazo [a Suárez] en ese momento, era el abrazo del oso e iba a agravar todavía más sus dificultades.
Y sabía también que si emitía una reserva sobre Suárez, en el fondo eso le iba a ayudar. Era una forma de mostrar que la legalización del PCE tampoco era una bajada de pantalones de Suárez. Diciendo que Suárez era un anticomunista inteligente pensábamos ayudarle porque a nuestra gente la legalización le bastaba para considerar a Suárez de una manera positiva, de nuestro lado no le iba a perjudicar».

El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, acababa de legalizar al PCE. La noticia provocó estupor y miedo en los sectores no politizados, indignación en los franquistas y una furia casi incontenible en el seno del Ejército.
La legalización se logró a través una negociación con el propio presidente Adolfo Suárez, quien había pedido Carrillo que evitara elogiarle.
Esta petición le llegó de Suárez a Carrillo a través de José Mario Armero, abogado y presidente de la agencia de noticias Europa Press, y uno de los pocos hombres que apoyó incondicionalmente a Suárez en todo el proceso que hizo posible la legalización del PCE.

Adolfo Suárez, ante la inminente legalicación de PCE, advirtió a Carrillo que era conveniente que no estuviese en España cuando se diera la noticia de la legalización.
n España cuando salte la noticia.
A Carrillo no le hace demasiada gracia que la legalización del PCE. Para Suárez esas fechas son las más convenientes
Para Suárez es el momento menos difícil para intentar una operación que sabe casi imposible.
 «Días antes del Sábado Santo», confirma Carrillo, «a través de Armero me dicen cómo van a intentar la legalización y me recomiendan que no esté aquí. Yo me voy entonces a casa de Lagunero y quedo con Armero en que él me llamae en cuanto la legalización se produzca».
«Yo nunca había visto a Santiago tan nervioso», recuerda Lagunero. «Él es un hombre templado, tiene nervios de acero, pero aquella vez estaba impaciente, intranquilo, ansioso. No es que desconfiara, no. Él estaba convencido de que el partido se legalizaba, pero quería que fuera ya, que todo sucediera de una vez».

Antes, el 27 de febrero de 1977, por la tarde, el líder comunista había celebrado una entrevista en el máximo de los secretos con el propio presidente Suárez.
De aquel encuentro secretísimo Carrillo había salido sin ningún compromiso por parte de Suárez, pero sí con dos convicciones: una, que la legalización se iba a producir y, dos, que Adolfo Suárez era hombre en cuya palabra él podía confiar. Los hechos posteriores no le desmintieron, todo lo contrario. 

El Viernes Santo, 8 de abril, Adolfo Suárez se quedó en Madrid con muy pocos de los suyos, los que él necesita para dar este salto mortal de resultados más que inciertos y en el que se lo está jugando todo. Y no sólo él: también se juega todo el Rey, que está al tanto de la operación y la bendice. «En ese momento, Adolfo no cuenta con casi nadie» dice Armero. 
El propio presidente y cinco de sus ministros trabajan ese día en un Madrid vacío por vacaciones, en silencio absoluto y a toda velocidad, pero con el vértigo de no saber si las cartas que esperan tener pronto en las manos les van a permitir ganar finalmente la partida. 


Sábado Santo, 9 de abril.
«Esa mañana temprano me llama Suárez» cuenta José Mario Armero, «y me dice: 'Voy a legalizar hoy al Partido Comunista'. Yo me puse muy nervioso y, como no sabía si tenía el teléfono de mi casa intervenido, me tuve que marchar a la calle. Estuve andando por Madrid yo solo, esperando la llamada definitiva». 
Lo que va a permitir a Suárez tomar en cuestión de horas la decisión de legalizar el PCE, está aún por llegar. Se trata del dictamen de la Junta de Fiscales, que ha sido convocada de máxima urgencia ese Sábado Santo a las nueve de la mañana.
Los fiscales deliberan durante tres interminables horas.
A las doce del mediodía la cúpula de la Fiscalía, presidida por el fiscal del Reino, concluye que, de la documentación que le ha sido presentada «no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del expresado partido [el PCE] en cualquiera de las formas de asociación ilícita que castiga el artículo 172 [del Código Penal] en su reciente redacción».Vía libre, pues, para Adolfo Suárez.
Una hora después, a la una de la tarde, el Ministerio de la Gobernación ya tiene preparada la Resolución por la que el PCE queda inscrito en el registro de Asociaciones Políticas según la terminología vigente en la época.
Y tanta prisa se dio Rodolfo Martín Villa, ministro de la Gobernación, en dar cauce rapidísimo a la legalización del PCE, que el documento que entra a formar parte del expediente oficial del caso se queda sin firmar. Pasados los años, siendo ministro del Interior el socialista José Barrionuevo, Martín Villa firmó por fin para la Historia un documento tan singular.

A esa misma hora, y en una carrera contra reloj perfectamente sincronizada, José Mario Armero, el intermediario de Suárez, llama a La Moncloa y recibe de boca del presidente la noticia que tanto había esperado: «Hablé con Suárez a la una de la tarde desde un bar del Rastro, el bar Álvarez. Después me marché inmediatamente a casa de mi amigo Basilio Martín Patino [director de cine], para poder hablar ya más tranquilamente. Desde allí hablé con Carrillo y le comuniqué la noticia que, en principio, casi no lo podía creer». 

Teodulfo Lagunero, en su casa de Cannes, recibe por teléfono la noticia de Armero:«Ya se ha legalizado el Partido Comunista».

A las seis de la tarde saltó la noticia por los teletipos de la agencia Europa Press, la que tiene como presidente a José Mario Armero. La noticia es recogida inmediatamente por Radio Nacional de España:
«Señoras y señores, hace unos momentos, fuentes autorizadas del Ministerio de la Gobernación han confirmado que el Partido Comunista...perdón... que el Partido Comunista de España ha quedado legalizado e inscrito en el... perdón... (ráfaga musical)... Hace unos momentos fuentes autorizadas...(ráfaga musical).
«el Partido Comunista ha quedado legalizado e inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas».
Los españoles se quedan en ese instante sin aliento.a:

«Eso era la ruptura» asegura Santiago Carrillo.
«La ruptura con el pasado era la destrucción de todo lo que había sido la argumentación básica del régimen, según la cual el franquismo había surgido para contener la revolución comunista. Que se legalizara al PCE era romper ya con eso definitivamente. Yo creo que ese fue un momento crucial y por eso muy difícil, el más difícil de la Transición».

El júbilo de los militantes del partido es inmenso, pero sucede que, junto con la noticia, han recibido también unas instrucciones muy precisas: nada de demostraciones excesivas de júbilo que puedan ser consideradas como una provocación. Contención y buenas maneras. Aquel día extraordinario, las bases responden sin excepciones y sin la menor resistencia a las órdenes impartidas por Carrillo.

«Armero, de parte de Suárez, nos había dicho que si, como consecuencia de la legalización, se creaba en la calle una situación de desorden, con banderas rojas, con 'La Internacional', con todo, eso podía dar pretexto al Ejército para intervenir. Quizá nos pareció un poco exagerado, pero tampoco era tan irreal.
Por eso decidimos aconsejar a nuestros camaradas que fueran prudentes, que no manifestaran de una manera desabrida o exultante su euforia porque se trataba de un proceso complicado y difícil en el que había que ir paso a paso y en el que había que evitar provocar a la ultraderecha y fundamentalmente al Ejército».

Tanto el líder comunista como el presidente del Gobierno tienen perfectamente claro en ese instante que este delicadísimo tramo de la transición política hacia la democracia sólo se podrá recorrer con alguna garantía de éxito si cada una de las dos partes cumple escrupulosamente su palabra y juega con total lealtad hacia el otro. 
Por eso, porque la moderación de los comunistas está en el pacto no escrito entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, un pacto mudo que fue sellado en el encuentro secreto que ambos celebraron en la casa de campo de José Mario Armero el 27 de febrero, no hace ni seis semanas, por eso se cumple religiosamente el compromiso de la moderación pedida. 
Todas las manifestaciones tienen lugar en medio de un orden impecable.
La sede clandestina del Partido Comunista en Madrid ha estado durante años en la calle de Peligros. Oficialmente, albergaba el Centro de Estudios de Investigaciones Sociales, CEISA. A partir de ese día una pancarta enorme cubre las cinco ventanas de la fachada con esta leyenda: PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA.

En Cannes Santiago Carrillo hace las maletas. Vuelve a Madrid.
El Domingo de Resurrección, 10 de abril de 1977, Santiago Carrillo está en París. No hace ni 24 horas que ha vivido la alegría y la emoción de la legalización del Partido Comunista de España y se dispone a tomar un avión para regresar a su país.
En realidad, el líder comunista llevaba viviendo regularmente en Madrid desde hace un año, pero la suya ha sido una estancia clandestina. Ahora está en el aeropuerto de Orly a punto de tomar un avión que le devuelva a casa.
Dentro de dos horas tendrá la ocasión impagable de respirar por primera vez en cuarenta años el aire de la libertad en España. Pero la libertad que desde ayer le reconoce la ley no es la que la realidad va a permitirle. Y eso lo comprueba aún antes de abandonar París, en mitad del aeropuerto:
«Estábamos esperando a embarcar» recuerda Lagunero, «cuando se acercaron unos señores a Santiago y le dijeron que tenían un mensaje oficial, del Gobierno español, para pedirle que no fuese en ese avión a Madrid porque su vida corría sumo peligro. Que le estaban esperando en el aeropuerto de Barajas gentes que podían atentar contra él. Que el Gobierno había ya reservado en el avión para Barcelona, que estaba al lado del nuestro, con la gente dispuesta ya para embarcar, dos plazas en primera para Santiago y para Carmen. Una vez ellos hubieran llegado a Barcelona, el Gobierno les traería a Madrid, pero evitando la presencia de quienes sabían ya que Santiago llegaba ese día a Barajas. Santiago dijo que no:

— Si yo esta vez cedo, van a querer que ceda siempre. A mí no me organiza nadie. Sé que son momentos difíciles, yo tengo que ir a Madrid. Y el Gobierno que cumpla con su obligación de protegerme. ¡Qué es eso de decir que me asesinan en el aeropuerto!
Retrasaron los vuelos pero él sostuvo que él haría lo que debía hacer y punto».

El episodio más importante vivido por Carrillo en estos últimos meses, episodio que ha hecho posible que ese día 10 de abril él esté a bordo de un avión camino de Madrid como líder de un partido legal, después de 40 años de lucha clandestina, ese episodio es secreto. Sólo tres hombres lo presenciaron. 

La llegada de Santiago a Madrid:
En Barajas le están esperando individuos que podrían intentar una agresión contra él, quién sabe de qué envergadura. Así que les dice a sus amigos que bajen del avión como si no tuvieran nada que ver con él.
Llegamos al aeropuerto», cuenta Lagunero, «y antes de salir el pasaje nos bajaron a nosotros. Allí nos encontramos con un Land Rover del Ejército del Aire. Dentro estaba Pilar Brabo, Belén Piniés y un señor, que se acercó a Santiago, le saludó, le felicitó y le dijo que era el comisario jefe del aeropuerto de Barajas:

— Tengo instrucciones de protegerle. Si usted viene conmigo, tenga la seguridad de que no le va a pasar nada».
Así pues, Carrillo abandona el aeropuerto sin que nadie, amigos ni enemigos, le vean salir. Es un comienzo tranquilizador. Lo que él aún no sabe es que en esos precisos momentos se está fraguando en el seno de las Fuerzas Armadas una rebelión formidable en la que la cabeza de Adolfo Suárez y la del Rey están ya peligrosamente en juego.

«¡Teodulfo, la situación es horrorosa, es delicadísima! Suárez está en una situación violentísima. Hay que apoyar al Rey, hay que apoyar a Suárez. ¡Su cabeza no vale un duro en estos momentos, Teodulfo, no te lo digo en sentido figurado ¿eh? Su cabeza, físicamente no vale un duro! Suárez puede caer, le pueden matar. Hay que apoyar al Gobierno».
Estas dramáticas palabras las pronuncia José Mario Armero en su despacho el lunes 11 de abril por la mañana a un Lagunero que, llegado la víspera de París, ha acudido a informarse de cómo se ha recibido en España la legalización del PCE. Pues, en ciertos sectores, así. Lo que ha sucedido durante el fin de semana y se ha materializado a primera hora del lunes es lo siguiente:

El sábado por la noche, en cuanto la noticia de la legalización del PCE se hace pública, los ministros militares se ponen inmediatamente en contacto entre sí y suspenden sus vacaciones. Dejando a un lado el Ejército del Aire, que se comporta con mayor serenidad, el Ejército de Tierra y la Marina reciben la legalización del PCE como una bofetada, como una ofensa inadmisible y como una traición de Suárez. La indignación por parte de jefes y oficiales es altísima.

El lunes 11 de abril, cuando el presidente del Gobierno se incorpora a su despacho, se encuentra con la carta de dimisión del ministro de Marina, almirante Pita da Veiga.
«Fueron momentos de gran tensión» recuerda Alfonso Osorio, entonces ministro de la Presidencia del Gobierno Suárez.
«Pita da Veiga toma la decisión de dimitir. Los otros dos ministros militares vacilaron. Varios de los ministros civiles se mostraron muy disgustados por no haber sido informados a tiempo de la decisión del presidente del Gobierno y también estuvieron a punto de dimitir. Hubo que convencerles de que no lo hicieran».

El problema, gravísimo, es que en su carta de dimisión, el almirante Pita no sólo plantea su renuncia irrevocable, sino que deja entender que ni uno sólo de los almirantes en activo va a estar dispuesto a aceptar la cartera de Marina en vista de que el presidente ha tomado una decisión tan ofensiva e hiriente para el sentimiento y la memoria de la Armada como es la legalización del Partido Comunista. 
La situación es, efectivamente, gravísima. Una indignación incontenible recorre todos los cuarteles y la posición de Adolfo Suárez es sumamente frágil.
El problema añadido es que hay una convicción unánimemente compartida en la sociedad española: la de que el Rey está detrás de todos los movimientos políticos llevados a cabo por Suárez desde que él mismo le nombró presidente. Eso significa que, si Adolfo Suárez se ve obligado a renunciar, se pondría en peligro no sólo su proyecto político, sino también la estabilidad de la Corona. Porque lo que hay en ese momento en el país es el temor, fundado, de que el Ejército se plante.

«Aquella mañana hablo yo con Adolfo Suárez», dice José Mario Armero, «que se encuentra en una situación muy complicada. No ve posibilidades de sustituir al almirante Pita da Veiga, parece que nadie quiere ser ministro de Marina en esas condiciones. Entonces, Suárez me dice que está considerando la posibilidad de nombrar a un almirante retirado o hacerse cargo él mismo de la cartera. Pero, claro, no era sólo la Marina. Era prácticamente la mayor parte del Ejército y una gran parte de la sociedad española los que habían reaccionado mal ante la legalización del PCE. Aquel momento es enormemente difícil, uno de los más difíciles de Suárez. Creo que él era muy consciente de que había tomado una decisión muy importante, que era necesaria, pero que era grave. En ese momento, Adolfo Suárez se la estaba jugando. Y se la siguió jugando hasta mucho tiempo después».

Es entonces, en el momento de la búsqueda desesperada de un almirante capaz de superar las presiones y el previsible desprecio de sus compañeros y dispuesto aceptar la cartera de Marina en esas condiciones terribles, cuando Suárez acude a Santiago Carrillo. Lo hace, de nuevo, a través de estos dos hombres a quien la Transición debe tanto: Lagunero y Armero.

— «Teodulfo, no es un capricho mío, ten la seguridad de que te estoy hablando en nombre de Suárez, considera esto como una misión de Estado: tienes que localizar a Santiago y que te diga inmediatamente quién es el almirante que está de acuerdo con la legalización del PCE. Él me comentó en una cena que él sabía de un almirante que no se oponía a la legalización».

— «Santiago me dice que es el almirante Buhigas, pero luego parece que se desdice, que no está seguro de que sea así».
Finalmente, y después de una búsqueda frenética, el teniente general Gutierrez Mellado se acuerda de un almirante que ha pasado a la reserva prematuramente y a petición propia y que por entonces preside la Compañía Transatlántica: Pascual Pery Junquera. Pery tiene una hoja de servicios inmejorable, tiene prestigio y tiene además una condecoración del máximo nivel, la medalla naval individual. La conversación entre Gutiérrez Mellado y Pery Junquera, es ésta:
«¿Tú qué opinas del reconocimiento del Partido Comunista?».
— «Pues que lo lamento muchísimo, pero considero que era de todo punto inevitable».
— «Querría hablar contigo. ¿Podrías venir esta tarde a La Moncloa, a las cuatro y media?».
Después de una larga conversación con el ministro de Defensa, es recibido esa misma noche por el presidente. Pery Junquera acepta la cartera de Marina.

Al día siguiente, 12 de abril, está convocado el Consejo Superior del Ejército. Allí están nada menos que los capitanes generales de las 11 regiones militares, el jefe del Alto Estado Mayor, el jefe del Estado Mayor del Ejército, el director de la Guardia Civil, el de la Escuela Superior del Ejército y el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, el teniente general Emilio Villaescusa, que ha permanecido dos semanas secuestrado por el GRAPO.
El clima de la reunión es brutal. Los militares se sienten engañados por Suárez, le consideran un traidor, porque muchos recuerdan la reunión del 8 de septiembre en la que, según ellos habían entendido, Suárez les aseguró que el Partido Comunista no sería nunca legalizado en España.

Independientemente de sus interpretaciones, lo grave de esta reunión es su resultado: un comunicado que, a pesar de haber sido suavizado muy mucho gracias a los oficios del jefe del Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez, y al director general de la Guardia Civil, general Ibáñez Freire, dice cosas de este tenor:
«El Consejo estima debe informarse al Gobierno de que el Ejército, unánimemente unido, considera obligación indeclinable defender la unidad de la Patria, la bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas».
Esto es una advertencia durísima.
Y muy concreta además, porque está hablando de todo lo que el PCE no respeta por entonces: ni la unidad, ni la bandera bicolor, ni la Monarquía.
Todo eso es lo que el Ejército considera obligación indeclinable defender. Es decir, que, o las cosas cambian o el Ejército interviene.

El comunicado se hace público el 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda República española. Mal día para el asunto que se dirime. Y, para mayor escarnio, ése es el día en que el Partido Comunista de España celebra la reunión de su Comité Central. Es la primera vez, desde el final de la guerra, que el PCE se reúne en España en la legalidad.
«En aquellos momentos lo que hay es un Partido Comunista que se considera legalizado», recuerda Armero, «que ya aparece por las calles con sus símbolos y sus banderas, y una sociedad española y, sobre todo, un Ejército, que está en una posición enormemente negativa. La tensión sigue siendo muy importante. Hay que intentar tranquilizar, pacificar aquello. Por eso yo me voy, de acuerdo con Suárez, a un bar que está muy cerca del lugar donde se reúne el Comité Central».

El lugar de esa reunión es el local de un restaurante de la cadena Topics, en la calle Capitán Haya. Y allí enfrente se aposta Armero, que lleva un encargo de Suárez muy concreto. «Yo estoy en aquel bar y, a través de Jaime Ballesteros, hago unas peticiones en nombre de Suárez. Pido que en el PCE se tomen unos acuerdos que sirvan para mantener la paz. Concretamente, pido que se acepte la bandera española, que se acepte la Monarquía y que se reconozca en algún sitio que están de acuerdo con la unidad de España».

Es decir, Suárez pide que el PCE haga un movimiento inaudito en su trayectoria política para que él pueda dar respuesta a las exigencias que acaban de plantearle los indignados militares. Ahora es Suárez quien necesita a Carrillo. Vamos a ver cómo responde.
«Cuando estábamos reunidos», confirma Carrillo, «Armero nos hace llegar la declaración del alto mando del Ejército reprobando nuestra legalización, lo que demostraba la tensión que había. Y poco después nos hacen llegar la noticia de que no hay ninguna garantía de que el Comité Central pueda terminar normalmente, que los militares están muy indignados y que no saben qué puede pasar. Entonces cabían dos cosas: o disolver la reunión y ceder, o dar un paso adelante».

En el bar de enfrente, un ansioso Armero espera noticias. Mientras tanto, se comunica con el presidente del Gobierno a través de un teléfono de fichas. «Yo estaba en el bar. Jaime venía, volvía... Teníamos ese sistema de comunicación un poco primitivo».

A la reunión del Comité Central asisten 180 personas, lo más granado del comunismo español. Muchos de ellos, viejos comunistas curtidos en una lucha de décadas. Y a esos hombres y mujeres es a quienes se dirige Santiago Carrillo cuando, en un momento determinado de las discusiones, se levanta y dice:
«Nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy desde la guerra [...] En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va hacia la democracia o se entra en una involución gravísima que afectaría no sólo al Partido y a todas las fuerzas democráticas de la oposición, sino también a las reformistas e institucionales [...] Creo que no dramatizo, digo en este minuto lo que hay».
«Yo me adelanté», explica Carrillo, «a proponer al Comité Central que adoptásemos la bandera nacional, pensando en que eso iba en cierto modo a neutralizar la agresividad contra nosotros. Ese era un tema que no había sido discutido en el Partido, pero no íbamos a hacer en este país una batalla por el color de una bandera. Y, además, una batalla así no la iba a entender casi nadie. El Comité Central aprobó la proposición que yo hice sin casi discusión, en unos minutos, aunque hubo alguna abstención, fundamentalmente de los camaradas vascos».

Los estupefactos militantes se comportan con la disciplina habitual y no rechistan: 169 votos a favor, ninguno en contra y 11 abstenciones. Con esa noticia cruza la calle Jaime Ballesteros .

«Yo sigo en aquel bar. Viene Ballesteros para comunicarme que todo ha sido aceptado. Pido también que se retiren las banderas republicanas, cosa que fue aceptada también. Y salgo enseguida hacia La Moncloa para darle la noticia a Suárez. Creo que aquel día dimos el paso más importante».
«Yo estaba convencido», explicaba años más tarde Adolfo Suárez, «de que no podía permitirme no legalizar el Partido Comunista. Pero hacía falta que el PCE garantizara a su vez la tranquilidad, mantuviera la calma y no reaccionase con agresividad. Carrillo se había comprometido a eso antes de que se produjera la legalización, lo había hecho en la conversación que celebramos en casa de Armero. Si Carrillo cumplía su palabra, el proceso hacia la democracia se haría irreversible. Y la cumplió».
Mientras Suárez recibe de Armero la noticia de que todas sus peticiones han sido aceptadas, el secretario general del Partido Comunista celebra una rueda de prensa.
La Monarquía, la unidad de España y la bandera son los puntos estrellas de su intervención:
«Si la Monarquía continúa obrando de manera decidida para establecer en nuestro país la democracia, estimamos que en unas futuras Cortes nuestro partido y las fuerzas democráticas podrían considerar la Monarquía como un régimen constitucional [...] Estamos convencidos de ser a la vez enérgicos y clarividentes defensores de la unidad de lo que es nuestra patria común [...] En tanto que representativa de ese Estado que nos reconoce, hemos decidido colocar hoy aquí, en la sala de reuniones del Comité Central, al lado de la bandera del partido, que sigue y seguirá siendo roja, la bandera del Estado español».

¿De dónde había salido esa bandera? «No la teníamos, la debieron comprar en algún establecimiento» dice Carrillo. En los mentideros se dijo que la había comprado Jaime Ballesteros a toda prisa en una tienda de la Plaza Mayor. «Desde luego, para muchos fue una sorpresa. Lo cierto es que esa decisión la hubiéramos tenido que tomar una semana antes o una semana después, pero que, tomada en aquel momento, salía al paso de cualquier disparate».
A partir de ese día, en efecto, la bandera borbónica luce en todos los actos públicos del PCE. Es más, la que no vuelve a aparecer es la bandera tricolor, la republicana, que el líder comunista se ha comprometido con Suárez a retirar.
Con este movimiento final, Carrillo acaba de proporcionar al presidente Suárez el espaldarazo que él necesitaba imperiosamente para poder culminar su tarea.

La irritación en el Ejército se atenúa, pero no desaparecía. En algunos sectores, los más recalcitrantes, queda encapsulada y archivada en la memoria. Éste será el primero de los varios agravios que la ultraderecha esgrimirá para intentar, un día de febrero de 1981, que el Ejército eche abajo el régimen de libertades conquistado por todos. Pero eso tardará en verse.
Lo que sucede de momento es que, a partir de aquel día, Adolfo Suárez, acompañado de todos los españoles, enfila la recta final que llevará al país a celebrar, dos meses más tarde, las primeras elecciones libres en 40 años.


 Los acontecimientos previos a la llegada:
«¡Cuántas horas de sueño me ha quitado usted!». Quien pronuncia esa frase es el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. En ese momento está en el vestíbulo de una casa de campo totalmente vacía en las afueras de Madrid. Y las palabras se las dirige al secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, que desde hace unos minutos está ya en la casa, dispuesto para celebrar una reunión con el presidente del Gobierno en el más absoluto de los secretos. Es domingo, 27 de febrero de 1977.
El encuentro entre nada menos que el jefe de los comunistas, todavía ilegales, y el presidente del Gobierno se ha montado como una operación de espionaje.
«Esto va a ser en una casa en la que yo vivo gran parte del verano y que en el invierno está cerrada», cuenta José Mario Armero (fallecido en 1995).
«Pero yo tenía unos guardas. Como yo quiero hacer el tema con la máxima seguridad, les digo a los guardas que por qué no se van unos días a Almería, que yo les invito. Y se van».

Armero ha hecho previamente de correo entre Carrillo y Suárez y ha transmitido al presidente del Gobierno que el líder comunista no quiere seguir esperando más y no acepta que las futuras elecciones democráticas se hagan con su partido fuera de la legalidad. Que quiere verle. Y Suárez ha recogido el guante. La intendencia la pone Armero, que organiza el traslado de ambos hombres hasta el chalé con las máximas garantías de seguridad.
La operación es especialmente peligrosa para Adolfo Suárez, no sólo porque el Ejército está absolutamente convencido de que el Partido Comunista está completamente fuera de los proyectos políticos del presidente del Gobierno, sino porque el clima general creado después de los sucesos de diciembre y enero —secuestros de Oriol y Villaescusa, detención y puesta en libertad de Carrillo—, la Semana Negra de los asesinatos de enero ha excitado enormemente los ánimos del espectro político que va desde el centro derecha hasta la extrema derecha. Si la noticia de este encuentro trasciende, si se llega a saber que el presidente se está entrevistando con el líder comunista, las consecuencias para Suárez serían devastadoras. 
Por eso, incluso el traslado de ambos personajes se hace con las máximas precauciones. Y, a pesar de todo, hay problemas: «Como nos comunicábamos por notas y mensajes con claves, se produce una confusión inicial. En principio, yo había quedado con Suárez en un bar de la carretera, pero él me manda una nota en la que me dice que no. Yo tengo miedo, pienso que el mensaje es falso, le llamo y me lo confirma: prefiere que yo le recoja en La Moncloa. Después, en un coche suyo, salimos Adolfo Suárez y yo a mi casa de Pozuelo».

A Carrillo le recoge en su casa Ana, la mujer de Armero, que tiene instrucciones muy estrictas: si tiene la menor sospecha de que alguien la sigue, no debe continuar, debe detenerse. Y así lo hace. Una vez que ha recogido a Carrillo en su casa del Puente de Vallecas se da cuenta de que alguien les está siguiendo. Finalmente se aclara todo: es el hijo menor de Carrillo y dos compañeros suyos, que están siguiendo el coche por mera seguridad. Ellos no saben, y Carrillo tampoco tiene la menor idea, a dónde le van a llevar. Ana Armero insiste: si la siguen no continúa. Al final, Jorge Carrillo y sus dos compañeros renuncian y ella sigue su camino. Finalmente, llegan a la casa. Son los primeros. Inmediatamente después aparece Armero con Adolfo Suárez. «¡Cuántas horas de sueño me ha quitado usted!», dice el presidente a Santiago Carrillo con la mano tendida.

«La verdad», recuerda Carrillo, «es que Suárez me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Fue cordialísimo, al punto de que, de todos los dirigentes políticos que yo traté en aquella época, y que eran de la oposición, el que menos señas daba de ser anticomunista y de tener menos reservas hacia nosotros era Suárez». 
«Después pasamos a un salón», cuenta Armero, a quien ambos piden que esté presente durante toda la conversación, «donde se sientan estos señores, se fuman los dos un montón de paquetes de tabaco... Mi mujer ha preparado algo para tomar pero no prueban absolutamente nada ninguno de los dos. Y entran en un mundo suyo, de su discusión, de lo que quieren, en el que prácticamente no se enteran de nada más. Se produce un pequeño incidente que lo demuestra. En un momento dado, suena el teléfono, es el teléfono de una casa que está cerrada. Yo me levanto para ver quién ha llamado. Pero cuando yo luego se lo comento ¡ninguno de los dos se había enterado de que había sonado el teléfono! Estaban en su mundo».
(...) es algo que corroboró años más tarde el propio Adolfo Suárez: «Yo tuve una conversación muy especial con Santiago Carrillo en una casa de Pepe Mario Armero, en las afueras de Madrid. En un determinado momento, cuando yo le estaba diciendo que yo podría legalizarle, pero sólo en determinadas circunstancias, él me dice:
    — Si yo leo en sus ojos que usted me va a legalizar.
    Y yo le contesto:
    — No, no le voy a legalizar.
Estábamos, naturalmente, negociando. En un determinado momento me dijo que por qué tenía él que creer en mí y yo no podía creer en él. Y tenía razón».

La conversación dura seis horas ininterrumpidas. Se meten «en su mundo», como dice Armero, y Carrillo pone desde el principio las cartas sobre la mesa: «Al comienzo le dije: 
    — ¿Vamos a hablar de política con P mayúscula o con p minúscula?
    — No, con P mayúscula, me dice Suárez.
Conversamos sobre la situación económica del país, sobre cómo veíamos el proceso de democratización en España. Estuvimos hablando del Partido Comunista, de siMonarquía sí o Monarquía no. Hablamos de muchísimas cosas».
Pero la estrella de este encuentro insólito, es, naturalmente, la legalización del PCE. Ahí José Mario Armero recuerda bien la presión de Carrillo: «Ni muchísimo menos se establecen allí las bases para la legalización del partido Comunista. Lo que sí hace Carrillo es presionar mucho, ¡mucho!, por la legalización. Pero no hay pacto, no se habla de fechas, ni de que el PCE tiene que reconocer la bandera, ni nada parecido. Tan sólo que se va a hacer lo posible por conseguir la legalización». 

Al contrario, más bien sucede que, en un primer momento, el presidente del Gobierno intenta llevar a Carrillo por un camino más cómodo. Más cómodo para Suárez. Pero el intento fracasa desde sus primeros compases. «Suárez me proponía que fuéramos a las elecciones como independientes», recuerda Carrillo. «Mi respuesta fue negativa. Le dije: 
    — Mire usted, si no nos legalizan, nosotros montamos mesas electorales a las puertas de los colegios y decimos a la gente que vote en esas mesas y no en los colegios. Bueno, eso no va a cambiar mucho las cosas, pero, ante Europa, esas ya no van a ser unas elecciones democráticas.
Entonces nos usteábamos y me dijo: 
    Usted sabe que en este país hay gente muy importante que está contra la legalización del PCE.
    Sí, pero si el Rey y usted quieren, legalizan al PCE.

La verdad es que Suárez, sin afirmarlo categóricamente, me dio a entender que iba a hacer todo para legalizarnos. Y lo hizo. Lo hizo con una gran coraje personal. Yo creo que Suárez obró con inteligencia, echándole valor al asunto. Quería de verdad un sistema democrático y estaba dispuesto a jugárselo todo para lograrlo. Y de ahí nació la amistad que luego he tenido con él».

A Adolfo Suárez, aquella apuesta política le llevó a hacer equilibrios durante meses en el filo de la navaja: «Yo asumí los riesgos que corresponden a un político que es en esos momentos presidente del Gobierno. Puede que asumiendo esos riesgos pierda las elecciones. Bien, ha perdido. Pero la grandeza del sistema democrático es ésa. Si un político, a la hora de ejercer el poder, no hace aquellas cosas que cree que debe hacer en beneficio de todos, obviamente no está siendo el presidente de todos los españoles. Yo sé que en aquella época asumí, efectivamente, muchos riesgos. Pero es que yo estaba llamado para eso».







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