lunes, 14 de mayo de 2018

En Cataluña se está quebrando el respeto a las opiniones dispares



Periodismo de trinchera
Jordi Gracia 16 NOV 2012 - 00:01 CET
Del oasis catalán hace mucho tiempo que no queda rastro. El principio del fin fue la evidencia —y la ejecución de la evidencia— de un acuerdo político de izquierdas capaz de relevar del poder al partido gobernante en Cataluña durante más de veinte años, CiU. Nos hemos olvidado de esa etapa, como nos hemos olvidado del oasis, y a veces da la impresión de que vivimos en Cataluña bajo una especie de adanismo fundador que eclipsa o enmudece las razones políticas, sociales e históricas que han llevado a estos dos meses críticos, los dos meses que empezaron con una concentración nacional gigantesca el 11 de septiembre y, sin demasiado respeto por los compromisos explícitos de una democracia, desembocaron en un súbito adelanto electoral que ha condicionado la agenda política de todos.

En historia y política los giros de rumbo dictados por las movilizaciones sociales tienen poco de recomendable porque descartan los cauces jurídicos y legales: simplemente los subvierten como medios de expresión política legítima en democracia. Pero para mi gusto la secuela más nefasta de este giro es otra, más desdibujada e invisible pero ya cotidiana: no soy el único que la detecta, ni es este un artículo de hombre singularmente perspicaz. Es una aprensión que recorre numerosas columnas y artículos, de forma sinuosa y delicada, poco explícita y hasta dicha con timidez (la timidez que dicta el miedo a hacerla crecer solo con nombrarla). Pero la percepción de una impunidad verbal y retórica creciente y la quiebra del respeto convencional a las convicciones dispares está siendo registrada por muchos. Es una fractura de la complicidad social y democrática porque hay una trinchera recentísima, aguda y abrupta: o se es independentista o no se es, o se pertenece al bloque soberanista o se está fuera de él, no sé si a la intemperie, pero desde luego fuera de lugar.

Si hoy en Cataluña no se es independentista, ni por sentimiento ni por razón ni por convicción, se es automáticamente aguafiestas antipático y descreído ante un sueño colectivo que expresa como nada la mirada sostenida de Mas en su antológico cartel publicitario. Los nombres de esos articulistas felizmente aprensivos son de honda y potente relevancia, aunque parezcan ausentes o inoperantes en el escenario público o aunque parezca que no forman parte del discurso crítico y analítico sobre el presente. Estoy hablando de columnas y artículos que aparecen en periódicos como La Vanguardia y EL PAÍS, también en El Periódico, incluso en Ara o El Punt-Avui.

El aire viciado del periodismo de Madrid se ha acercado al catalán

Es una percepción intimidatoria y es quizá el resultado más inmediato del fin de la ambigüedad, como la ha llamado Jordi Amat en La Vanguardia. El fin de la ambigüedad está deteriorando día a día los tejidos invisibles de concordia y complicidad que hicieron de la sociedad catalana un espacio de estratos, ángulos, niveles y expresiones complejas, cruzadas, mestizas y oscilantes, donde nada tenía por qué estar tajantemente claro porque el espacio de definición política era más vasto y flexible, más civilizadamente dúctil y negociable.

Hoy se ha polarizado acelerada y artificiosamente y está exigiendo de la gente que se ponga en una u otra trinchera, en uno u otro bando, como si de veras la realidad social de este país pudiese dirimirse en relación con ese eje a toda velocidad. O como si hubiese saltado por fin el tapón que permite la expresión en libertad de un deseo político. El efecto de estilo y actitud que esta percepción ha tenido en el articulismo o en las tertulias pasa por acentuar la irritación, perdonar el desplante, condenar sin remilgos la postura contraria. Más de una y de dos respuestas desde Cataluña al manifiesto que EL PAÍS publicó en defensa de la continuidad de Cataluña en España han sido indefendibles y hasta con brotes de resentimiento. Alguno, como el profesor Joan Ramon Resina, no es capaz de encontrar entre los trescientos a nadie “que un catalán pueda sinceramente llamar amigo”. Sin embargo, no resulta fácil ocultar que cada cual tuvo el derecho a decidir durante más de 30 años la opción más o menos independentista o más o menos catalanista o más o menos dura o blanda, porque estaban todas en el mercado electoral.

Hoy el mercado simbólico se ha reducido a una sola, como si las respuestas múltiples no fuesen lo que una sociedad saludable demanda a su vida política.

El fin de la ambigüedad nos instala en el maniqueísmo, aunque los mismos que lo impulsan sepan que nada es blanco y negro. Y eso es lo peor: que el mal estará ya hecho, porque en estos dos meses se ha trabajado a fondo para favorecer unas trincheras que no existían, unas radicalidades que la mayoría no echaba de menos, unas creencias que eran compatibles con las de los otros. Hoy ya no. El clima político y mediático está forzando a posiciones militantes y extremadas, está tensando el discurso público pero también el privado, está exigiendo de cada cual una definición categórica de posturas políticas e ideológicas. No es esa la mejor atmósfera para una democracia adulta porque va a dejar un rastro diseminado en la conciencia colectiva en forma de agravios y de ofensas, de desplantes y de malsonancias que tardarán en perdonarse porque ahora se han hecho munición retórica combustible.

El deterioro del respeto democrático es el primer resultado del proceso soberanista

Una fuente cierta para verificar este cambio de tono, este nuevo mal tono, este encastillamiento en un lado frente a quienes están en otro lado, es un sector creciente del columnismo de prensa y la crónica periodística que ha ido adquiriendo una pátina de desprecio y manipulación de las posiciones no soberanistas de la que no había costumbre. Es el nuevo tono que no se arredra ante la pura incorrección civil o la descalificación impune. Mientras leo o escucho algunas de esas tribunas resucita el disgusto y el asombro que la corte mediática más derechizada y monolítica nos despertaba (a todos) escuchando la Cope, leyendo algunas columnas de El Mundo o el Abc, o espantándonos ante las pantallas tóxicas de Intereconomía.

Para quienes no creemos que la independencia contribuya tanto a resolver problemas como a resucitar algunos antiguos y crear otros nuevos, lo intranquilizador de veras es la nueva legitimidad del periodismo de trinchera. Ha ido acercando a la prensa de Cataluña el aire viciado de crispación, intemperancia e insolencia argumental que fue patología de una etapa nefasta del periodismo escrito, televisivo y radiofónico de Madrid (y que aun sobrevive).

No sé a dónde va el poder en Cataluña ni si la independencia hará más felices a las personas; lo que es seguro es que el deterioro del respeto democrático a la discrepancia es el primer resultado indeseable de haber alterado, en cosa de días, el programa político e ideológico de un partido de gobierno elegido hace menos de dos años.

Jordi Gracia es profesor y ensayista. Su último libro se titula Burgesos imperfectes. L’ètica de l’heterodòxia a les lletres catalanes del segle XX (La Magrana).

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