¿Qué
derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten
Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...
El
Sr. Ministro de Justicia (Albornoz): Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Ministro de Justicia: Señores Diputados: Me levanto a cumplir un rito
parlamentario, haciendo en este debate el discurso resumen de totalidad. En mi
oración, que no quisiera que fuese demasiado larga, habré de recoger, en lo que
alcance mi memoria, todas las observaciones que se han formulado al proyecto
desde los distintos lados de la Cámara, y no le extrañará al Sr. Botella, a mi
amigo el Sr. Botella, que yo haya de dirigir principalmente mi exposición y mis
razonamientos esta tarde hacia los sectores de la derecha y de la extrema derecha,
que es de donde proceden las impugnaciones más vivas al proyecto. Ello no será
obstáculo para que, en momento oportuno, recoja también sus observaciones,
aparte de que algunos de los problemas planteados por el Sr. Botella, donde
tendrán más adecuado desarrollo será en la discusión del articulado,
principalmente en la discusión de los artículos 12 al 20 y después en los
artículos en que se regula, conforme al precepto constitucional, la vida que
han de tener las Ordenes monásticas.
Al
comenzar esta discusión vino una tarde a la Cámara el Sr. Gil Robles y, en uso
de un derecho indiscutible como Diputado, se limitó a realizar un acto
político. Tomó el proyecto, no lo examinó, apenas hizo referencia a él, y dijo:
«Eso no hay que discutirlo, eso hay que rechazarlo; no hay que discutirlo y hay
que rechazarlo por que es un atropello, porque es un atentado.» Yo me propongo
demostrar ante la Cámara y ante el país que ni el Sr. Gil Robles ni los que
opinan como él tienen razón.
Ante
todo quiero dejar sentado algo que es a la vez un hecho y una observación, y es
que este proyecto de ley de Confesiones y Congregaciones religiosas no viene a
las Cortes, Sres. Diputados, después de una serie enconada de luchas como las
que han producido en otros países la ruptura de relaciones entre el Estado y la
Iglesia. No estamos, pues, por ejemplo, en el caso de Francia, al que se
refería en su discurso, que celebró la Cámara, el Sr. Pildain, cuya ausencia
lamento en estos instantes. (Varios Sres. Diputados: Está aquí.) Pues celebro
mucho que se halle presente S.S., porque a S.S. he de dedicar una parte de mi
disertación.
Decía
que éste no es el caso de Francia. Allí, una serie de difíciles crisis y de
peligros graves atravesados por la República habían agrupado y enardecido a las
falanges izquierdistas en torno a lo que fue un día la bandera tremolada por
Gambetta, cuyo lema «Le clericalisme; voilà l´ennemis», era un grito de guerra.
Nosotros no agitamos ninguna bandera ni lanzamos ningún grito de guerra.
Nosotros venimos lisa y llanamente a cumplir la Constitución. Sería, por tanto.
Sres. Diputados de la extrema derecha, Sres. Diputados católicos, desfigurar
nuestro propósito, desfigurar la obra que hemos presentado al examen de las
Cortes, atribuirnos, -por honroso que ello pudiera ser para nuestra
significación izquierdista- una política anticlerical. Y sería no sólo error
considerable, sino injusticia de mucho bulto, suponernos inspirados por móviles
sectarios, a que en ningún modo podemos obedecer porque repugna a nuestro carácter.
Todo nuestro anticlericalismo y todo nuestro sectarismo en esta ocasión y con
relación a este proyecto, se reducen al cumplimiento del artículo 26 de la
Constitución, precepto que exige, de un lado, que la ley de Confesiones
religiosas sea votada por estas mismas Cortes, y que obliga a la vez a votar
una ley especial sobre las Congregaciones religiosas.
Si
lo primero es imperativo, Sr. Abadal, lo segundo es no sólo conveniente, sino
necesario, porque ha transcurrido más de un año desde que se promulgó la
Constitución y porque no precede dejar transcurrir más tiempo sin llevar a la
práctica uno de los artículos básicos de nuestro Código fundamental.
¿Qué
se ha debido discutir primero que éste el proyecto de ley del Tribunal de
Garantía Constitucionales? El proyecto de ley del Tribunal de Garantías
Constitucionales sobre la mesa está; bien pronto será sometido el examen de la
Cámara. Por lo demás, si había de discutirse este proyecto antes, o antes
aquél, compete eso determinarlo al Gobierno, que es quien, habida cuenta de
todas las circunstancias, dirige la política, y el Gobierno entendió que no era
posible demorar ya más tiempo la presentación de este proyecto y su discusión.
Por eso viene aquí, y por eso viene sin otro propósito que el cumplimiento del
art. 26 de la Constitución. El Gobierno -lealmente, podrá equivocarse- no
quiere hacer otra cosa que cumplir el art. 26 de la Constitución; ni más allá,
ni más acá; ni más, ni menos; ni atenuaciones, ni agravaciones; el cumplimiento
fiel, con error posible, -claro está, esto es inevitable-, pero con el más leal
de los propósitos. En este sentido he de decir yo las palabras que son
necesarias para hacer el discurso resumen de totalidad, respondiendo en todo
momento a este propósito del Gobierno, que no es otro, repito, que el de
cumplir el art. 26 de la Constitución.
Informa
todo el proyecto, Sres. Diputados, un principio que es alma de la Constitución:
la soberanía del Estado. Esta doctrina de la soberanía del Estado podrá no ser
grata a los Sres. Diputados de la extrema derecha, a los Diputados católicos;
pero es, sin embargo, una doctrina bien conocida de ellos en materia de
política eclesiástica, porque, en materia de política eclesiástica, los
derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen
regalías de la Corona.
Por
la regalía del patronato, no podía subir el prelado a su Silla sin licencia del
Rey; por la regalía de intervención, eran impuestas a los eclesiásticos
rebeldes las mismas sanciones que, a veces, con escándalo vuestro, con vano
escándalo vuestro, ha tenido que imponer la República. Lasa bulas, los breves,
los rescriptos pontificios, tropezaban, cuando eran atentatorios a la dignidad
o a la independencia del Estado, con la negativa del pase regio, y la regalía de
guardiana demuestra hasta qué punto, como veremos luego, el Estado del antiguo
régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un patrimonio
nacional.
Y
he aquí -siento no ver ahora enfrente de estos escaños al señor Valdecasas-
cómo nuestros ascendientes en la materia no son los jacobinos de los
anticlericales franceses; nuestros antecesores en la materia fueron los grandes
juristas y teólogos españoles. Tengo gran satisfacción en decir a la opinión
católica de nuestro país que nuestros precursores en la materia, Sres.
Diputados católicos, fueron los grandes juristas y los grandes teólogos
españoles Palacios Rubio, el Consejero de la Reina Católica; Vázquez Menchaca;
Gregorio López, el insigne glosador de las Partidas; el gran Melchor Cano; Alonso
Cepeda, el comentarista del primer Ordenamiento de Alcalá; el Consejero de
Indias, Solórzano Pereira; Ramos del manzano, Presidente del Consejo de
Castilla; Fray Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona; el gran D. Melchor de
Macanaz. Del mismo modo, Sres. Diputados católicos, cuando proclamamos en la
Constitución de la República la libertad religiosa, lo que hacemos es afirmar
una de las más castizas tradiciones españolas, porque ya en el Fuero Viejo de
Castilla se autoriza a los judíos a jurar en la sinagoga, o, lo que es igual,
ante sus jueces y por sus creencias, y en el Fuero Real se respeta la fiesta
del Sábado, y en el primer Ordenamiento de Alcalá, y en una famosa pragmática
de Don Juan II, se dan lecciones de tolerancia y de transigencia, lo bastante
ejemplares para confundir al antisemitismo moderno; lo cual quiere decir
-permitidme que insistentemente me dirija a vosotros, Sres. Diputados de la
extrema derecha, con todos los respetos- que nosotros, sin llamarnos
tradicionalistas, descubrimos y alumbramos la verdadera tradición de nuestro
país, oscurecida durante los siglos últimos por el despotismo extranjero, para
incorporarla a las corrientes modernas de la democracia y a una obra -la
nuestra, la de todos, la de estas Cortes Constituyentes de la República- que no
por ser revolucionaria deja de tener aquel indispensable sentido de continuidad
histórica, que es el único con el cual se pueden hacer las grandes obras
nacionales. (Muy bien. Muy bien.)
Los
artículos fundamentales del proyecto son los que van del 11 al 20, en el
primero de los cuales se declara que los bienes eclesiásticos son propiedad
pública nacional. Sin razonamientos, sin reflexión, precipitadamente, los
impugnadores del proyecto, del lado de la extrema derecha de la Cámara, han
tomado en bloque estos artículos y han dicho: «Aquí hay una confiscación de
bienes de la Iglesia»; y una vez más, con escasa prudencia, permitidme que lo
diga así, han lanzado al hemiciclo, sin parase en las consecuencias, la palabra
«despojo» ¡Mucho cuidado, Sres. Diputados de la extrema derecha! En primer
lugar, no se trata de los bienes de la Iglesia, no se trata de los bienes de la
propiedad pirvada de la Iglesia, se trata de los bienes del culto o para el
culto, cosa enteramente distinta, concepto jurídico en un todo diferente. En
segundo lugar, y a consecuencia de esto, no hay
tal despojo, como voy a tener el honor de demostrar ante la Cámara y
ante el país, ante el país católico, al cual no se le pueden decir ciertas
cosas, señores Diputados.
El
proyecto de ley hubiera podido ladear esta cuestión, que, sin duda, era
espinosa, hubiera podido no referirse de una manera directa y concreta al
problema de los bienes eclesiásticos: ¿hubiera sido prudente, hubiera sido
hábil, hubiera sido político? No lo sé; no hubiera sido honrado, y ello bastaba
para que semejante criterio y procedimiento tal no fueran vistos con agrado y
con simpatía por el Gobierno. Había que afrontar el problema de los bienes
eclesiásticos al consagrar, mediante este proyecto de ley, la separación del
Estado y de la Iglesia en España, y al afrontar este problema, Sres. Diputados,
el Gobierno entendió que no había otra solución posible sino la que se le da en
el proyecto de ley la de declararlos bienes de propiedad pública nacional. Fundamentos
de esta proposición, de esta solución: una doctrina que no ha inventado el
Gobierno. El culto católico era en España, desde los tiempos de Recaredo, un
culto oficial; el culto oficial es un servicio públco, los bienes afectos a un
servicio público son bienes públicos; deploro otra vez, nuevamente, que no se
encuentre en este momento en su escaño el Sr. Valdecasas, que impugnó
especialmetne esta parte del proyecto de ley. Que los bienes afectos a un
servicio público son bienes públicos no lo discute nadie seriamente en Europa
desde la época, ya remota, en que el escritor Proudhon publicó su célebre
tratado «De dominio público»; y no hay un solo tratadista de alguna autoridad y
de todas las ideas como Duguit, Hauriou, hombres de derecha, que no sostengan
que los bienes afectos a un servicio público son bienes de derecho público, y
todos estos autores, y otros, que no pecan ciertamente de una significación
radical, como Barthèlemy, coinciden en que los bienes afectos al servicio
público, es decir, los bienes religiosos, son bienes públicos, y no sólo es la
teoría dominante en el Derecho administrativo moderno, sino también la teoría
dominante en el Derecho civil, y ya los primeros comentaristas del Código
napoleónico sostenían que las iglesias, así como los cementerios, eran bienes
públicos, en cierto modo bienes nacionales. Pero no es esto sólo, es que ha
sido la doctrina legal española constantemente, sin interrupción hasta estos
últimos años del siglo XX, que los bienes eclesiásticos, mejor dicho, los
bienes del culto y para el culto, Sres. Diputados católicos y Sres. Diputados
sacerdotes, no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la
Iglesia; ¡nunca!
Ved
lo que dice la ley III, del libro I, del Título V del Fuero Real: «No pueda
Obispo, ni Abad, ni otro Prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de
las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia». ¿No está esto claro?
Pues oíd lo que dice la ley I, título XIV de la Partida I: «E las cosas de la
Iglesia non se pueden enagenar si non por alguna destas razones señaladamente».
Enumera las razones; por ejemplo, el hambre de los pobres, para redimir a los
cautivos, etcétera. ¿No es esto suficientemente explícito? Pues aquí tenéis la
ley XV, del título V de la Parida V: «Ome libre que la cosa sagrada o religiosa
o santa o lugar público, assí como las plaças e las carreras, e los exidos, e
los ríos, e las fuentes que son del Rey o del común de algún Concejo non se
puede vender ni enajenar». (El Sr. Molina: En eso estamos conforme, Sr.
Ministro.) Pues si estamos conformes, espero que también lo estará S.S. con la
conclusión a que me prometo llegar. (El Sr. Molina:Me parece que no va a ser
lógica; ahí se refiere a las personas, no a la Iglesia.) Aquí se refiere a que
todos estos bienes de que estoy hablando, no están en el patrimonio privado de
la Iglesia. (El Sr. Molina: Habla de los clérigos; «privados» de los clérigos,
no de la Iglesia.) Si estuviesen en el patrimonio privado de la Iglesia, ésta
podría disponer de ellos, y no podía, como veremos después (El Sr. Molina: No
podían los clérigos; pero la Iglesia, sí.) La Iglesia tampoco. Si pudiesen los
clérigos, podría la Iglesia.
Esta
doctrina es, asimismo, la de la Novísima Recopilación, que estaba vigente
cuando se hizo el Concordato de 1851 y el Convenio-ley de 1859-1860. En la
Novísima Recopilación hay leyes como las siguientes: Libro I, título II, ley
IV; es una ley de carácter particular, en la que se dice que se necesita real
licencia para hacer obras en las iglesias del reino de Granada. Otras tienen un
sentido general. Leyes I a VII, libro I, título V: «Los bienes de culto son
inalienables y su desafectación está sometida a la superintendencia del Rey.»
Ley VI, título V, libro I: es una ley que confirma la posibilidad que el Rey
tiene de usar la plata y los bienes de la iglesia para fines nacionales.
Y
que este sentido, Sres. Diputados católicos, es absolutamente el de toda la
legislación española hasta el momento actual, lo confirma una Real orden que no
he de leer aquí, pero que pueden ver SS.SS., del año 1834, referente a la
licencia necesaria del Rey, superintendente de todos los bienes eclesiásticos,
de todos los bienes para el culto, para hacer obras, aun cuando sean de
mejoras, en los templos; otra Real orden, me parece, del año 1849; otra Real
orden del año 1869; viene luego la Constitución, en la que el carácter del
culto católico oficial se afirma de modo que no ofrece la menor duda y siguen
afirmando este sentido, que arranca ya de la primitiva legislación castellana,
las disposiciones del Poder público posteriores a la Constitución del 76; por
ejemplo, una Real orden de 1887 sobre capellanías laicales, el artículo 36 de
la ley de Presupuestos del año 1890, el Real decreto del año 1918 sobre la
reparación de templos e incluso una disposición de la dictadura -de esa
dictadura que a muchos de vosotros os fue tan cara- del año 1930, que empezaba
de esta manera: «Podríamos comenzar afirmando la soberanía, la potestad del
Estado sobre estas clases de bienes». Luego, de una manera específica, esa
disposición se refiere a los bienes que constituyen, podríamos decirlo así, el
patrimonio artístico nacional, el tesoro nacional. En todas estas
disposiciones, que acabo de enumerar, se afirma la misma doctrina que se
sostiene en esas otras leyes viejas y en alguna más reciente de Castilla, a que
también he aludido. Los bienes del culto para el culto no son patrimono privado
de la Iglesia; los bienes del culto para el culto están en poder de la Iglesia
meramente en la afectación a ese mismo servicio, la Iglesia no puede disponer
de ellos; no puede disponer de ellos nadie que no sea el Estado; es decir, en
aquella época el Rey, hoy el Estado moderno con todo lo que representa y con
todo lo que significa. Por consiguiente, Sres. Diputados católicos (y
nuevamente os ruego que me dispenséis esta insistencia respetuosa con que a
vosotros me dirijo, deseoso de demostrar mi tesis, no tanto en el recinto de
esta Cámara, como ante el país, y, muy señaladamente, ante la opinión católica
del mismo), no tenéis derecho a decir a la opinión nacional que profesa
vuestras ideas que hemos arrebatado a la Iglesia sus bienes, que hemos
realizado un despojo, que hemos verificado una confiscación y, mucho menos, que
hemos consumado un latrocinio, no; el Estado moderno, el Estado laico, el
Estado republicano no hace otra cosa que reivindicar los derechos, las
prerrogativas, las potestades que ha tenido siempre el Estado en España; no iba a hacer en defensa
del patrimonio nacional la República menos de los que hizo la monarquía; por
consiguiente, esta primera objeción que vosotros hacéis al proyecto de que es
una confiscación, de que es un despojo, no se puede mantener: el Estado declara
la propiedad nacional de esos bienes con un derecho indiscutible, con un derecho
absolutamente indiscutible, y yo tengo que afirmarlo así ante la Cámara y ante
toda la opinión de nuestro país. (El Sr. Molina: ¿Me permite el Sr. Ministro de
Justicia una interrupción?) Todas cuantas S.S. quiera. (El Sr. Molina: Si el
Estado tiende a recobrar ese privilegio o esa autoridad sobre los bienes porque
están afectos al culto público, ¿por qué no se cuida también de atender a las
personas consagradas a éste? Rumores.)
No
pretenderá S.S., Sr. Molina, que aun cuando no sea más que a los efectos de
esta discusión, sean comparadas las personas eclesiásticas con los bienes
inmuebles. (Risas.- El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
Yo
tendré mucho gusto en discutir con S.S. esta materia, como ya lo hice cuando se
discutió el presupuesto último, y como volveremos a hacerlo cuando se discuta
un proyecto de ley que está sobre la mesa, regulando la total extinción del
presupuesto eclesiástico dentro del plazo que señala la Constitución del
Estado.
Y
si no hay un despojo, si no hay una confiscación, porque los bienes del culto
para el culto no han sido nunca de la propiedad privada de la Iglesia, ¿hay un
abuso por parte del Estado cuando al regular lo relativo a los bienes
económicos de la Iglesia, en aquella parte que el Estado reconoce de la
propiedad privada de la misma, establece una limitación? Tampoco, Sres.
Diputados católicos. En España, el Estado no renunció nunca a esa limitación
del patrimonio de la Iglesia y de los monasterios; no renunció nunca.
El
Sr. Valera leía ante vosotros unas páginas de Jovellanos -de las que yo no voy
a hacer nuevamente uso-, en las que se citan, una por una, absolutamente todas
las disposiciones de la tradicional legislación española, limitando la
adquisición por la Iglesia y por las manos muertas de bienes raíces. A esa
recopilación que se comprende en las notas de Jovellanos, leídas por el Sr.
Valera, se podría añadir el texto de una ley de la Novísima Recopilación, que
tengo aquí y que no he de leer porque no quiero en modo alguno causar la atención
de la Cámara. Se ha limitado siempre el derecho de adquirir de la Iglesia;
tradicionalmente, en nuestro país, se ha limitado por motivos económicos, por
motivos jurídicos y por motivos políticos. Se ha limitado por motivos
jurídicos, por la índole de lo que se ha venido llamando manos muertas, con
todo lo que ello significa en relación al orden contractual y con relación al
movimiento de los bienes en el país. Se ha limitado en el orden económico,
porque hubo un momento, Sres. Diputados, en que se encontraba en poder de la
Iglesia católica en España, un sexto de la propiedad territorial de nuestro
país; momento aquel en que representando todas las rentas fiscales del Imperio
español, comprendida América, 18 millones de escudos, cerca de dos millones constituían
la renta de 52 potestades eclesiásticas, y en que sólo una de ellas, el
arzobispo de Toledo, tenía una renta superior a 300.000 ducados; momento,
señores y señor Gómez Roji, que no era precisamente el de mayor abundancia,
bienandanza y bienestar del pueblo.
El
Sr. Gómez Roji esta tarde hizo lo mismo que otro de los oradores anteriores, el
Sr. Molina, el cual pretendió establecer aquí unos paralelos entre el laicismo
y la miseria popular. ¡Apurados andarían SS.SS. si quisieran establecer
paralelos semejantes!
Acabo
de referirme a una época en que la Iglesia tenía en España una opulencia
fabulosa; en esa época, sólo en una diócesis, en la de Calahorra, por ejemplo,
había más de 18.000 clérigos. En esa época estaba España llena de conventos, y
en esa época, en que no había nada que de cerca ni de lejos pudiera parecerse a
laicismo, Sr. Molina, era precisamente cuando las gentes morían de inanición,
lo mismo que en una época análoga del reinado de Fernando VII, bajo los
apostólicos era la de Jaime el Barbudo y de José María, «el Tempranillo». (Muy
bien.)
Antes
de pasar adelante recogeré, sin perjuicio de remitirme a la discusión del
articulado, y para que de ninguna manera sea ello achacado a descortesía, una
de las observaciones que mi amigo el Sr. Botella hacía al proyecto de ley,
diciendo que al dejar los bienes que el Estado declaraba de propiedad pública
nacional, afectos al servicio del culto católico, se vulneraba el artículo
constitucional, en el sentido de representar esto algo así como una ayuda o un
subsidio económico otorgado a la Iglesia. Creo yo, Sr. Botella, que no, porque
el sentido en que la Constitución habla de ayuda económica es otro, ya que el
hecho de quedar los bienes para el culto adscritos al mismo, en poder de la
Iglesia, implica un gasto y un esfuerzo de conservación y de administración que
no puede menos de representar una carga que recaería sobre el Estado, si los
tomara para sí éste; carga que no sería fácil de conllevar, y porque, además,
se trata de bienes desvalorizados.
Estos
bienes que el Estado declara de propiedad pública nacional, quedan afectos al
servicio del culto católico; es decir, quedan fuera del comercio; estos bienes
siguen siendo inalienables, siguen siendo imprescriptibles, son bienes
desvalorizados; no son susceptibles de un beneficio económico, no pueden , por
ejemplo, ser objeto de alquiler; son bienes que no están en el comercio, y como
no pueden ser vendidos, ni hipotecados, ni permutados, no pueden ser
alquilados. Un alquiler de esos bienes, Sr. Botella, dicho sea con todos los
respetos que merece la competencia de S.S. en la materia, sería algo nuevo, un
contrato de una forma jurídica rarísima; no sé qué podría ser eso. Y esta
situación nace de que quedan adscritos al culto católico y continúan siendo inalienables
e imprescriptibles.
Me
inclino, además, a creer que esto no puede significar, no significa privilegio
o ayuda en el sentido económico a la Iglesia, el hecho de que en este sentido
no ha llegado hasta el Gobierno reclamación alguna, las demás Iglesias
existentes en España no han protestado contra esta disposición del proyecto, no
se han considerado agraviadas, no se han considerado lesionadas; lo cual quiere
decir que ellas no han visto que se las coloque en situación distinta, ni que
el mero hecho de quedar los bienes para el culto católico afectos la mismo en
este proyecto de ley, implique un auxilio o represente un privilegio concedido
a la Iglesia católica.
Pero,
además, hay una cosa que a mí me importa declarar, sobre todo cuando, como he dicho
otra tarde, tanto el Gobierno como yo hemos querido hacer una ley nacional;
esos bienes no los hizo el Estado laico, no los hizo el Estado republicano, no
los hizo el Estado revolucionario; esos bienes los hizo la piedad católica,
esos bienes los hicieron las creencias del país, los hizo la historia, y yo
creería que violábamos algo tan augusto como un mandato histórico, si nosotros,
a la vez que para salvaguardarlos los declaramos bienes de propiedad pública,
pusiéramos manos sobre ellos para considerarlos como patrimonio privado del
Estado, en vez de considerarlos como bienes de servicio público nacional. (Muy
bien.)
Y
ahora voy a pasar a uno de los puntos más delicados del proyecto, que tiene
mayor emoción y que espero que podré desenvolver con toda libertad, porque
habré de hacerlo sin herir los sentimientos de nadie. Digo esto porque me doy
perfecta cuenta de cuál es la situación de elementos que, sea cualquiera la
fuerza que tengan en el país, aquí están en minoría; están en minoría con la
representación de unos intereses nacionales o públicos, como se les quiera
llamar, que no se les puede desconocer. Con este respeto, que es obligado en
mí, me propongo, Sres. Diputados, ahora aludir al problema de la enseñanza en
el presente proyecto de Confesiones y Congregaciones religiosas, y veré sin
tengo la fortuna de contestar con claridad, ya que no con suficiente fuerza de
razonamiento para convencerle, porque ésto lo dudo, por lo menos con claridad,
a mi querido amigo el Sr. Carrasco Formiguera.
La
libertad de enseñanza. Uno de los argumentos que principalmente se esgrimen
aquí y fuera de aquí contra este proyecto de ley, es el de que va contra la
libertad de neseñanza, de la cual se dice, y creo haberlo oído aquí en este
debate, aquí en este mismo sitio, que es un derecho inseparable de la
personalidad humana; uno, por lo visto, de aquellos derechos individuales
inalienables e imprescriptibles, uno de los derechos característicos de la
soberanía, según la escuela de Rousseau. ¿No? Algo semejante. La libertad de
enseñanza, advierto el interés con que me sigue en esta parte de mi discurso mi
querido y siempre respetado maestro Unamuno, la libertad de enseñanza ha
seducido siempre a todos los espíritus generosos, que es lo mismo que decir a
todos los espíritus liberales; por eso han defendido la libertad de neseñanza
republicanos franceses de un republicanismo tan indiscutible, como, por
ejemplo, el viejo Laboulaye, Julio Simón, Favre y Julio Ferry, del cual
tendremos que hablar dentro de un instante. Por eso defienden la libertad de
enseñanza en España, entre otras personas que merecen todos nuestros respetos y
nuestra más alta estimación, el Sr. Unamuno y el señor Marañón, para citar sólo
a estos dos hombres insignes, compañeros nuestros en la Cámara.Pero aquellos
republicanos franceses se convencieron pronto de que estaban en un error
defendiendo la libertad de enseñanza. ¿Por qué? Porque les convenció el ejemplo
de su propio país. Los católicos franceses habían conseguido ya en el año 1839
la llamada ley Lisseau, en la cual se asignaba en la enseñanza primaria el
primer lugar a la educación religiosa y se atribuía un puesto en los consejos
de comuna, encargados de vigilarla, al cura párroco. Los católicos franceses
habían conseguido en el año 1850 la célebre ley Favre, en virtud de la cual,
prácticamente, se les entregaba la segunda enseñanza; mediante esa ley podían
abrir colegios sin más requisito que una declaración; y mientras el profesor
del Estado necesitaba ser un titular, al profesor de ese colegio privado de
segunda enseñanza le era bastante el ser declarado apto por una comisión de
siete miembros, de los cuales sólo uno era representante del Estado.
Pero
no les bastaba esto, y entonces lo que quisieron fue conquistar la Universidad
y emprendieron una campaña inolvidable que produjo una emoción extraordinaria
en toda Europa contra la Universidad; contra la Universidad napoleónica, contra
la Universidad revolucionaria, contra la Universidad moderna. Decían de los
profesores de Universidad que eran los apologistas de los regicidas del 93 y
que tenían la misión sacrílega de transformar a los jóvenes en bestias inmundas
y en animales feroces; atribuían a las consecuencias de la enseñanza
universitaria todos los delitos y todos los vicios que corroían las entrañas de
la sociedad francesa, como de todas las
sociedades contemporáneas; decían que todas las escuelas de Instrucción pública
de Francia, bajo la rectoría suprema de la Universidad, eran focos de
pestilencia pública; y con esta campaña consiguieron, primero, abrir brecha en
el Consejo de la Enseñanza superior y, más tarde, el derecho de fundar
Facultades libres, en las cuales el Estado se reservaba sólo la colación de
grados en el Bachillerato de Letras y Ciencias, en que los demás grados eran
concedidos por un Tribunal mixto, en que esas Facultades estaban también
representadas y que, además, sólo requerían un Decreto para ser autorizadas,
mientras que para ser extinguidas requerían nada menos que una ley.
Así
se fundaron las facultades católicas de París, Tolosa, Lila, Angers y otras,
Facultades que se comprometían a no funcionar sino bajo la autoridad del Papa,
que estaba representado en ellas por un canciller; y así se llegó a dar el caso
de que los cursos universitarios eran abiertos en una buena parte del país
francés, no bajo los auspicios del Presidente de la República, no bajo los
auspicios del Jefe del Estado, sino bajo los auspicios y bajo la alta
presidencia moral del Sumo Pontífice. Y fue entonces cuando se convencieron los
republicanos franceses, mi insigne maestro Unamuno, de que aquella bandera de
la libertad de enseñanza no había sido otra cosa que una bandera clerical, y
cuando Jules Ferri, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, que había
defendido con los demás la libertad de enseñanza, hizo las famosas leyes
escolares «les lois escolaires», y fue cuando se hizo la escuela laica, y
cuando se llegó, por fin, a la legislación de Combes; desengaño, decepción de
aquellos republicanos, que, al defender la libertad de enseñanza, al patrocinar
la libertad de enseñanza, al agitar la libertad de enseñanza como una bandera
liberal y revolucionaria, no habían hecho otra cosa que dejar en manos de la
Iglesia una bandera clerical, con la cual había llegado a punto de apoderarse
de los destinos públicos de Francia.
(Muy bien.)
La
Iglesia no ha necesitdo siglos y siglos de la libertad de enseñanza. La Iglesia
ha tenido siglos y siglos la libertad de enseñanza y no la ha practicado.
Aparte el esfuerzo que con posterioridad representan las Escuelas Pías, durante
el transcurso de largos siglos la enseñanza eclesiástica no tiene más símbolo
que el pobre sacristán que da algunas enseñanzas en el atrio de la iglesia. La
reivindicación de la enseñanza como una función pública -aquí está la médula del
problema, Sres. Diputados-, es la obra del Estado moderno y revolucionario.
En
España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la
Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita
sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de
ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de
conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en
España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la
Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela
Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los
moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante,
ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza
pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el
sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres.
Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por
un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de
este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos
tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el
Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el
Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de
Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del reino.
Por
eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se
caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella
instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública,
al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de
un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal:
Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal:
Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza
pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de
pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal;
Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la Residencia
de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela,
etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública ha venido siendo
históricamente una obra ligeral, y es el Estado liberal, el Estado de la
revolución en España, como en todo el mundo, el primero en reivindicar esta
función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo; misión que para
nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por qué no cita S.S.
al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para caracterizar un
ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?) Hasta el final,
naturalmente; desde que comienza en España el Estado revolucionario, el año 12,
hasta que adviene la República. Este es todo un ciclo histórico.
De
manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante
siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa,
no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que
surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva
burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una
industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el
medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del
país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y
otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.-
El Sr. Presidente reclama orden.)
La
instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro
matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que
tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales.
El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el
Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el
Estado laico.
El
primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran
asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de enseñanza,
sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela política,
en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no divide,
que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse una
conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad de
enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según Condorcet,
la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de conciencia, y la
libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de verdades, y la
libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados en una
situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las libres
opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo liberal que
es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una
incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede
y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y
ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.
Señor
Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la
Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco
Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las
Ordenes monásticas; lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago):
¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)
El
Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.
El
Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas,
lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no
pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en
la mayoría.)
El
Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los
discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.
El
Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.
El
Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.
El
Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de
producir el Sr. Guallar.
No
pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohibe la Constitución, ni por
sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si
un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho
de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas
científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede
ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio
del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como
cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra
enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los
derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una
monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa
está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a
la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr.
Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta
cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni
por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la
Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que
dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco
Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)
La
cosa está, pues, clara, digo, lo msimo en lo referente a los bienes que en lo
referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la
Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento
de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada,
con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de
carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el
abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios
económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia;
pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le
permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro
del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen
republicano.
Y
en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para
enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón
de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para
enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la
misma. Libertad de neseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función
pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por
tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de
enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de
mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó
ciencia, ni historia, ni lteratura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó
una academia. (Aplausos en la mayoría.)
Y
unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este
discurso-, sobre las Ordenes religiosas.
El
Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si
calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al
Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que
representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero
Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en
contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la
suficiente delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden
representar las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El
Ministro que en estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de
espiritualidad una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita
espiritualidad la de un San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por
la curia romana! ¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la
santa española! ¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra
reformadora por la misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones
que han vivido largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las
Ordenes religiosas han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes
religiosas, que han tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo
período de decadencia.
Montalenberg,
que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro
célebre «Los Monjes de Occidente» - «Les Moins d´Occidents-», a la vez que
canta las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y
más terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un
párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será
para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un
párrafo de uno de los capítulos de su libro «Historia de los Heterodoxos», y
dice el sabio escritor montañes: «Basta abrir el enorme volumen «De Planctu
Ecclesiae», que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y
confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del
cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no
denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más
triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos
vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su
tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con
feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o
revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las
novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia.»
Nadie,
señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a
las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana
sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a
título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas
entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución,
sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna
falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.
Porque
las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas
páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menézdez y Pelayo;
porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su
obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente
aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar
desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia
mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como
ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas
enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que
describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de
España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores
sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.-
El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes
de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias
obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del
país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y
tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes, que
están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa. Y
esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay
unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohiba
que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los
rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado
para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres.
Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país
reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y
que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay
unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se
dirigen al Rey y le dicen: «Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos
Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se
padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para
construir más monasterios.
Y
este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII,
este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las
significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo
XIX; y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos
liberales del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas
llamaradas siniestras tan sólo son como un reflejo dlas del antepenúltimo
verano; en el año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no
se apaga nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para
convertirse en una manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento
nacional tenga que ser recogido incluso por los mismos Gobiernos de la
Monarquía, y así se explica que un día con Canalejas se dicte la Real orden de
2 de abril de 1902 y la ley del Candado del año 1910, y el proyecto de ley de
Asociaciones de 1912 y el convenio de 1904, que en el orden de las citas
deliberadamente he dejado para lo último, convenio en el cual se trata de la
reducción de las Ordenes religiosas y de su sometimiento a la ley de
Asociciones, que lleva la firma de un Ministro conservador, nada menos que la
firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes
republicanas, y pregunto al país, incluso al país católico, si dados estos
antecedentes, esta trayectoria, todos los signos históricos que he señalado, se
puede con justicia decir que la ley que el Gobierno ha traído es una ley
sectaria. Eso, señores Diputados, no se puede decir ni con visos, ni con asomos
de razón. (Muy bien.)
Yo
me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la
opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos
constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr.
Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que,
personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos
bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable,
defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del
artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación.
(El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido
radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un
Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que
cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo
con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la
Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he
querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o
menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí,
entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará
entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere
que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una
ley nacional. (Muy bien.)
Unas
palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el
momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír
pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la
disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la
enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituída por la
que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo
que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la
sustitución de la enseñanza que prohibe esta ley. Se entendió que con esta
disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por
intedeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva
se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la
idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó
en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohibe a las
Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque,
repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de
aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al esclarecimiento
del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener más sentido que
el de una declaración política, y es la siguiente dar el espectáculo de poner
en la calle, en un día determinado, a todos los actuales alumnos de esos
establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar el cumplimiento
del precepto constitucional «as kalendas graecas», dejar indeterminadamente que
continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que la Constitución les
prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones españolas, tampoco,
absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término racional prudente,
justificado por la previsión republicana y amparado por los medios técnicos de
que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de prudencia ha de
encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en este momento no
quiero discurrir.
Y
voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración,
rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y
recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain,
refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de
ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.
El
Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro
Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación
internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco
Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a
invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al
proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha
habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y
mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los
liberales, los librepensadores, que somos los que constituímos el Gobierno de
la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes
países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas
desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de
Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes,
puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.)
Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco
Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante
quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha
quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de
intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr.
Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr.
Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras
dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr.
Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de
este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.
Sí
que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día
menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en
virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma
monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido
nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un
cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas
cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones
y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están
exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos
de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: «¿Por qué no hacéis vuestro tal
artículo de la Constitución de Weimar?» ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es
el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y
España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica
durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias
históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr.
Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado
tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al
frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social
como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la
famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland,
que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio
que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España
prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela
laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de
ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza
espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain,
entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como
nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que
he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)
El
Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.
El
Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para
mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba
de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y
a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese
por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales
palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger
la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo
conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que
constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus
alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.
No
era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento,
por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los
precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba
presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión,
una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el
sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con
minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento,
siguiendo aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que
consiste en colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer:
Vamos a pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr.
Ministro, que no lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se
reconozcan a los católicos de la República española aquellos derechos que
tienen reconocidos las minorías nacionales.
Esto
es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda
claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación
que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por
muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S.,
honrándome una vez más con su cortesía y con su biena disposición hacia mí, me
dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de
esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos
menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados internacionales
todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados afectan.
En
una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por
ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector
católico en un país que no está constituído en su mayoría por católicos, tiene,
a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de
carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de
esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por
ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para
organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado;
nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.
El
Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a
la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de
incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote
o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título
profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de
carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar
el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y
la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción
pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los
particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta enseñanza
públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que habiendo una
Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y suficientes para
obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay una Academia de
carácter privado, en la cual se proporciona una preparación especial para que
se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado otorga. Y el punto que
queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden privado, en esta enseñanza
privada, la condición religiosa será o no motivo de incapacidad o de dificultad
para el ejercicio de tal derecho.
Sé
que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano,
he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice
S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la
enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las
Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman
parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso,
¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la
enseñanza?
Ayer
aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia,
por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba,
provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué
váis a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso
práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a
esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la
industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus
colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de
la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano
de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una
contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para
las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior.
¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano
español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa
competencia o un título?
Esto
es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo
agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado
a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta
afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las
minorías nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la
República; pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le
diría que, con arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y
que están amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un
principio fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos
tratados, unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían
negadas a los católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría
en el país. Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación
categórica en este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de
la Comisión, Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa,
porque me ha dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con
arreglo al dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos
partiuclares para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se
considera permitido.
El
Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.
El
Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más
elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan
cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el
Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad
quisiera poner en mis modestas palabras.
Decía
el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que,
dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al
pueblo, tuviésemos que dedicar estas
sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa.
Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos
que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a
aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la
solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que
estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se
inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo
137, me respondía diciendo: «¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en
Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del
catolicismo.» Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio
de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de
una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la
religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto
Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo
se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la
Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha
dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos
austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que
ahora se encuentran los ciudadanos españoles: «Socialistas austríacos, realizad
la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han
realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis
como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado
Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de
Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas
contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y
los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos
que pueden darse.»
Y
si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona
que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria,
mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y
permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a
citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno
a encariñárse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero
sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y
después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el
mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia
contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la
Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de
Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista
francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert
Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar
cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las
Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se
reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista,
que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo
parlamentario socialista de la República vecina y respondía: «Sí, debemos
cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho
no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906,
porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que
las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos, debemos
exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la derogación
de las leyes infames antidemocráticas.»
Por
lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una
alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre,
y ha dicho que cómo en serio podrían
aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos
llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de la
gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los
subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los
derechos de ciertas minorías.
Pues
bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos
tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos
principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me
gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran
internacionalista, ha titulado «los derechos internacionales del hombre», y
esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado
contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados
especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar
esos derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier
religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S.
sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se
levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese
respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales
del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están
dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos categorías:
la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos
internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que
ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación
jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen
Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que
la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de
que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos
internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a
que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal
lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la
Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no
se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que
vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado
turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos
derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han
provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y
Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene
tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de
Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes
de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar
esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del
hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada
Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.
Y
aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y
respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la
razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario
de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M.
Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las
modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver,
la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración ministerial
de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las leyes
anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las extendería a
Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el Vaticano, y la
nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot no ha aludido
a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como programa de su
partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre de talento, no
ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de Francia se pudiera
erguir algún día esa Comisión internacional de que habla Mandelstan, a recordar
a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los postulados
indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados inviolables por parte
de los Estados contemporáneos, con relación a esos derechos internacionales del
hombre, que todo Estado debe respetar en todos los ciudadanos de cualquier
religión, de cualquier condición religiosa que sean.
Por
lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por
si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es
posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para
hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero
sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el
traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con
sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado
que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de
elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha
de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia
como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me
avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con
que muchos de vosotros la defenderíais si os encontráseis en mi caso. Pues
bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor
Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía
que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la
libertad de neseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de
practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios
a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa
la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.
Señor
Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las
condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar
sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como
yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel
genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la
República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor
Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D.
Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de
Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el
célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización
contemporánea, que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo
Kurth dice que el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los
primeros siglos no fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron
de ahogar a la Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos
carga a nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y
tendido si hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del
martirologio, las primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por
la Inquisición estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de
todos los Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las
llenan los cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de
agradecer a la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba
otra Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el
crimen horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los
asesinaban a puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más
diabólicamente dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos
estos sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la
pérfida de Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en
sembrar cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues
bien, Sr. Ministro (y pernonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera
oír de labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D.
Emilio Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la
situación del mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra
la barbarie de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres.
Diputados, la libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana,
proclamar ahora la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que
está en el ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la
corriente en contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa
fraternidad y esa libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola,
recién salida de las catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano,
para, después de vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la
libertad de cultura y de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a
los hordas más enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.
Es
el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan
maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno
recordaréis mejor que yo: «Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la
Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio,
rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la
podre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio
romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte»; y va
describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los
godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los
sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano,
convirtiendo en otros tantos cráteres de hirivente sangre cada una de las islas
de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera
ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques
talados, de templos derruídos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas
arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres
insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de
cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares
cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio;
«cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo
sabían derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los
dedos de las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas
circunstancias, las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza,
tuvo la cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para
instruir, para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?» «Yo he de
confesaros -añade el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos
se aprovechen de esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin
la Iglesia católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera
perecido para siempre.» «La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la
institución que levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los
atrios de sus iglesias, las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus
abadías, las primeras escuelas de artes e industrias en los talleres de sus
conventos, las primeras Universidades en los claustros de sus catedrales»;
aquellas Universidades cuya enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la
gran figura de D. Vicente Manterola, contendiendo frente a frente con aquella
otra figura insigne de D. Emilio Castelar»
Fue
la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y
pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de
espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de
Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras
escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras
Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios
pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las
figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la
Ciencia, las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de
la Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a
esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine
-que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino
Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire
que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba
enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había poblado
los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de innumerables
escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa mayoría de los
alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo, porque la Iglesia
no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba derechos de examen,
sino que distribuía gratuitamente la enseñanza universitaria a todos y mantenía
además gratuitamente a los hijos de los pobres, mientras las Universidades
dependieron de la Iglesia -de la Iglesia, que hasta ese punto supo ejercer la
maravillosa libertad de enseñanza que S.S. anhelaba esta tarde-, que los hijos
de los pobres, repito, podían cursar en ellas y concluir la carrera que
quisieran con tal de que tuvieran talento, hasta que vinieron los Estados
liberales, esos Estados liberales cuyo panegírico trataba de hacer S.S., y lo
primero que hicieron, al apoderarse de las Universidades hasta entonces creadas
y regidas por la Iglesia -y no es testimonio mío, es testimonio de un
catedrático de la Universidad Central, que todavía vive-, lo primero que
hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta de las Universidades, una
taquilla que hasta entonces no había existido nunca.
A
esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a ellas
se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes dinero?
Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de Banco?
Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un jumento.
Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la libertad de
enseñanza y, usando de esta ibertad de enseñanza, laborar con ella para la
instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro (y no
voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy mismo
son gratuitamente instruídos por la Iglesia; ahí están los telegramas de
millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros
sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del
campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser
ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser
en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y
siendo sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque
sea hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es
mantener, esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de
enseñanza en sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)
Decía
el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros
tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es
la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo
decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron
por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran
sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de
un correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la
Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría,
radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía?
Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica,
habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país
la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una
ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el
Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la
República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque
creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.
Pues
bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la
manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la
escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me
refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella
discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito
de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del
jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro
discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de
Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: «Partidario de la
escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que
la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al
mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista
holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela
laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida,
¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que
ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela
confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la vida?
¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta que
la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse por
la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de
persuasión.» Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble,
que no es digno luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo
noble, dice, es luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el
Estado; escuela confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no
por la imposición del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más
pedagógica, aquella cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más
moderna.
Por
lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión
de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha
extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo
clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo
contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el
que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar
que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo
haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia
lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo
cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos
que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan
enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno
de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de
seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por
qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco
azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar
testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas
medievales. (Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de
Justicia de la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho
Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne
jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del
hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de
las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos
ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!
Y
puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por
qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda
infenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera
vez esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista
de nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las
que el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar
cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de
ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a
tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a
Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes
juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo,
y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no
estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la
época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como
los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos
ya en otra época.
Todavía
recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D.
Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando
dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: «El Sr. De los Ríos
rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no
quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea
el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la
Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado.» Aquella voz del Sr.
Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión
religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En
aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente
del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de
opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por
juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un
Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que
representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por
decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis
aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de
fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del
Derecho internacional contemporáneo.
Por
lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso
pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central
para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente
tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una
excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de
esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.
El
Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de
catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.
El
Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por
antiguo «dilettantismo», que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento
la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya
sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser
las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en
cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de
que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta
se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad
de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los
mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la
autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la
Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un
trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde
decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías
filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora, representa
un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final de un
periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los que la
reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado ya como
absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha sido
estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última
intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo
está precisamente en el naturamismo positivsta. Gambetta y Ferri, a los que
también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía
que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a
Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a
la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era
la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las
quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la
Presidencia de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco
ministerial Combes, se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir:
«Sí, señores, nosotros venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía
que estaba oyendo aquí su eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de
Justicia), porque en nuestra característica, porque en nuestro honor, está en
no tener una religión nacional, el tener un laicismo naiconal, porque la
religión está entrando en franco período de descomposición y va a ser
sustituída, poco a poco, por la Ciencia.» Era la época aquella, Sr. Ministro,
prediluviana, la época de la ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la
pedagogía sin Dios. Hoy sabe S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la
Ciencia siguen corrientes diametralmente opuestas.
La
ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más
célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres
biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida
cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de
decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto
con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la
época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como
yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los
Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está
demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la
guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni
la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas
militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente
la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos
del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de
la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.
Y
por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo
texto: «... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro»,
escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería
corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que
están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento;
estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, «el gran pedagogo
social», en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran
sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del
porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan
podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de
no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el
problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es
la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de
esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las
sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando
una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto
de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo
le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista
francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que
yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de
un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve
a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina
no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.
Pues
bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no
estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato.
Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia
Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica,
en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas
Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber
dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que
profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como
ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el
conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia
no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y fugura la
asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato
francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la
estudie su hijo (porque al padre es al que le correspnde juzgar y al padre es
al que le corresponde dirigr la instrucción del hijo); hace falta una
declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo
de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que
no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria sifucientemente fiel para
recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a
continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía
Jaurés: «Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré
jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación
serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia,
cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la
Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva
civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar
las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en
la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la
Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón,
Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de
ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que
debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas
a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes
cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron
católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?» Y concluía la carta
diciendo: «La Religión católica está tan entrelazada con todas las
manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización
nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de
inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo
esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca
ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán
incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son
monsergar muy buenes para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio;
además de que el estudiar la religión...» -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr.
Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: «Te parecerá extraño este lenguaje
después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo
mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que
están en pugna con el más elemental buen sentido.»
Y
más abajo continúa: «Querido hijo: Convéncete de lo que te digo: muchos tienen
interés en que los demás desconozcan la religión, pero el mundo desea
conocerla. En cuanto a la tan cacareada libertad de conciencia y otras cosas
análogas, no es más que vana palabrería.» (Un señor Diputado: Exacto.), «que
rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anticatólicos
conocen, por lo menos medianamente, la religión; otros han recibido educación
religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad. Y, además,
no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres
para no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues en caso
contrario, la ignorancia les obliga a irreligión. La cosa es clara: la libertad
exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.» Esto es lo que dice
Jaurés, Sres. Diputados, y si yo no temiera el eco de un campanillazo
recordándome la noción del tiempo, os demostraría en estos instantes que los
que se llaman grandes intelectuales incrédulos modernos, comenzando por Hegel y
acabando por Spengler e incluyendo a cualquiera de los otros representantes de
la Filosofía contemporánea, en materia de religión, han sido hombres que
empezaban por ignorar los conceptos más fundamentales de la misma. Si estuviera
aquí D. Miguel de Unamuno podría decirnos, mejor que yo puedo hacerlo, que en
su obra «El sentimiento trágico de la vida» cita la frase del famoso filósofo
norteamericano Williams James, en la que habla de nuestro dogma de la
Eucaristía, atribuyéndonos algo que es la contradicción de lo que nosotros
profesamos y podría, como digo, hacernos... (El Sr. Gordón Ordás pronuncia
palabras que no se perciben.) Permítame S.S. que le diga una cosa. Dos autores
que S.S. conocerá, seguramente mejor que yo, uno alemán, Dennert, y otro
francés, Eymieu, han demostrado, con estadísticas matemáticamente irrefragables
y con documentos innegables, lo que en plena Academia de Ciencias de París
decía el más célebre de los matemáticos que ha tenido Europa en el siglo XIX:
que él era católico y que conocía y profesaba los dogmas del catolicismo, como
los conocían y los profesaban la mayoría de los más insignes astrónomos, y
matemáticos, y físicos, y químicos, y geólogos, y biólogos, y paleontólogos más
eminentes que en los tiempos modernos han existido. (El Sr. Gordón Ordás
pronuncia palabras que no se perciben.) Ya conoce S. S. la frase de Pasteur,
cuando dice que por haber estudiado a fondo la religión tenía fe de bretón, y
que si la hubiera estudiado más a fondo habría llegado a tener fe de bretona.
Y
para terminar, Sres. Diputados, como la carta de Jaurés se presta a tantas
reflexiones, yo espero algún día, contando con vuestra atención, que
anticipadamente os agradezco, poder comentarla ampliamente. (Grandes aplausos.)
(Diario
de Sesiones, 1.º de marzo de 1933.)
Heredera
de Acción Popular se constituye la Confederación Española de Derechas Autónomas
(CEDA).
Anoche
se constituyó, entre vítores de entusiasmo, la Confederación Española de
Derechas Autónomas. Las mujeres y los jóvenes, puestos en pie sobre las sillas,
como si éstas fueran un peldaño que llevara a los altos ideales comunes,
certificaron la unidad de pensar, de querer y de obrar de las 750.000 personas
representadas directamente en ese acto solemne.
Cerraron
la asamblea dos intervenciones: la de un obrero valenciano, vestido con la
negra blusa de su región, el Sr. Martín, y otra del Sr. Gil Robles.
-Me
dirijo a todas las derechas, a todos los ciudadanos de buena voluntad -decía el
primero- para decirles que somos responsables ante España y ante Cristo de la
salvación de aquélla. Hablo en nombre de los hombres de mi clase, de los
obreros españoles, que en su noventa por ciento son honrados, para deciros que
tenemos interés en que quienes creen en Cristo y en el Papa cumplan lo que
Cristo y el Papa ordenan. Muchos de vosotros sois aristócratas y ricos, y por
eso mismo tengo un gusto especial en hablaros. Si los católicos, por haber
dejado de serlo, hemos sido los causantes de lo ocurrido en España, pensemos
que es esta la hora de rectificar el camino, pues para hacer el bien todos los
instantes son el instante supremo. Los obreros tenemos derecho a esperar mucho
de esta asamblea.
Poco
después, Gil Robles, en las palabras finales, decía:
-Debemos
felicitarnos de los trabajos, de la misma diversidad de tendencias
manifestadas, porque sólo han revelado la pugna de llevar a las conclusiones la
interpretación más fiel y avanzada de la doctrina social y política cristiana.
Dios ha bendecido nuestros trabajos porque los ha presidido la humildad del
corazón y la pureza de los fines. Me limito, pues, a darle las gracias y a
declarar solemnemente que ha quedado constituída la C.E.D.A., que ha de ser el
núcleo derechista que salve a la Patria, hoy en peligro.
Se
leyó y subrayó con vítores a Navarra el saludo y adhesión telegráficos
remitidos por la «Liga de Mujeres Tudelanas», y una carta emocionada sobre el
programa social de Acción Popular y las conclusiones a que ustedes han llegado.
Viejo
ya, doy por bien empleados los golpes sufridos al defender eso mismo, y es para
mí un gran consuelo ver que aquellas viejas sugestiones que presentábamos con
timidez, como un requerimiento leal de la fraternidad cristiana y como una
lucecilla de ideal, esos jóvenes y esas masas de Acción Popular las están
convirtiendo en antorchas con las que espero han de prender incendios
espirituales de redención próxima de España.
Nuestro
ideal ya no muere. A él dediqué lo mejor de mi vida, y al ver asegurada su
perpetuidad, no me importa ya morir.»
El
señor Fernández Ladreda pidió que se hiciera constar como dos conclusiones
finales del Congreso la derogación de las leyes de excepción y la petición de
garantías ante la próxima lucha electoral.
Cuando
la asamblea se disponía a levantarse, el señor Gil Robles propuso, y los
reunidos asintieron unánimes, dirigir un telegrama de protesta en nombre de los
800.000 afiliados de la C.E.D.A., al Ayuntamiento de Bilbao, por el acuerdo de
derribar el monumento al Sagrado Corazón de Jesús.
Las
coincidencias que deben unir a las derechas.
Así
terminó sus trabajos sobre política, municipalismo, cuestiones sociales,
agrarias, política internacional y, en suma, cuantos grandes problemas
generales tiene planteados una agrupación de partidos modernos, el Congreso e
la C.E.D.A., que comenzó bajo el signo de la Cruz cinco días antes.
Al
discutirse, por la tarde, después de terminar todas las secciones sus
respectivos trabajos, el Estatuto de la C.E.D.A., se admitieron como
coincidencias fundamentales de los partidos que la integran -aparte de las
conclusiones aprobadas en detalle- las siguientes, debidas a la iniciativa de
la Derecha Regional Valenciana:
a)
Afirmación y defensa de los principios fundamentales de la civilización
cristiana.
b)
Necesidad de una revisión constitucional de acuerdo con dichos principios.
c)
Aceptación, como táctica para toda su actuación política, de las normas dadas
por el Episcopado a los católicos españoles en su declaración colectiva de
diciembre de 1931.
El
peso de los debates recayó ayer sobre Medina Togores, defensor de la ponencia
sobre los Estatutos de la C.E.D.A. y autor de la relativa a organización
interna del partido de Acción Popular.
(El
Debate, de 5 de marzo de 1933.)
José
Antonio Primo de Rivera habla del fascismo
A
Juan Ignacio Luca de Tena:
Sabes
bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en
la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor
se compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado
algunas horas a meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario
despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en
las que parece entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas
del propio ABC para intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que
menos importa en el movimiento que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la
táctica de fuerza (meramente adjetiva, circunstancial acaso, en algunos países
innecesaria), mientras que merece más penetrante estudio el profundo
pensamiento que lo informa.
El
fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la unidad. Frente al
marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo,
que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo
sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente,
trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es
meramente el territorio donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la
injuria varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo
indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata
de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una
burguesía. Sino la unidad entrañable de todos al servicio de una misión
histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus
derechos y sus sacrificios.
En
un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso
que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un
sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el
pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.
El
Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos
cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la
destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos
trámites reglamentarios. Por ejemplo: para un criterio liberal, puede predicarse
la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión... En esto el Estado no se
mete, porque ha de admitir que a lo mejor pueden estar en lo cierto los
predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado liberal no consiente es que se
celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de anticipación, o que se deje
de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal oficina. ¿Puede
imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en
absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma.
De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que
ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.
Han
pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha
llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos
fecundos de política creyente, en un sentido o en otro.
Cuando
un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de
que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo
encendido de fe en unas elecciones municipales.
Para
encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo,
hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo,
hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el
fascismo. En su fe reside su fecundidad, contra la que no podrán nada las
persecuciones. Bien lo saben quienes medran con la discordia. Por eso, no se
atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los obreros como un
movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito ocioso,
convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del
Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del
servicio que presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado
de trabajadores, es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo
llegarán a saber los obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores
se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.
En
fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español.
Vaya con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento,
y tan opuesto, por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en
nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos,
fuerte, laboriosa y unida una grande España.
JOSÉ
ANTONIO PRIMO DE RIVERA - (ABC, 22 de marzo de 1933)
«La Tierra», diario de la CNT, ataca a la
Repúbica por sus «deslealtades con la revolución»
Evocación
de una efemérides gloriosa.
Cumple
hoy el régimen republicano dos años de vida.
El
recuerdo de su instauración inunda el espíritu de gratas e impresionantes
emociones, sobre todo en quienes, como La Tierra, pusieron su esfuerzo y su
fervor en la conquista de la República.
Habíanse
celebrado con ejemplar civismo las elecciones municipales el 12 de abril. En
todas las capitales de importancia los escrutinios asignaban gran mayoría a las
fuerzas enemigas de la dinastía borbónica, cuyo derrumbe era fatal e
irremediable. El entusiasmo republicano aumentaba por momentos y suplía con
creces el lamentable efecto de las indecisiones y cobardías de los que luego, a
la hora del triunfo, habían de encaramarse sobre el pueblo para adueñarse del
Poder.
España
en pie se aprestaba a convertir en eficaz y definitiva realidad el gran avance
que el resultado de los elecciones municipales había significado.
Transcurrió
el día siguiente en medio de un ambiente de honda fe revolucionaria. Aquella tarde,
como ayer recordábamos, La Tierra pedía con virilidad y energía el cambio de
poderes a favor del Gobierno provisional. Y a partir de entonces el pueblo,
congregado en las calles céntricas de Madrid, se pronunciaba espléndidamente
por la República.
La
noche del día 13 la fuerza monárquica había ensangrentado el paseo de
Recoletos. Era la última sangre que los Borbones hacían derramar, eligiendo
víctimas propiciatorias en un grupo de jóvenes republicanos que, con afanes
incontenibles, se preguntaban dónde estaban y qué hacían los hombres que a la
tarde siguiente se constituían en Gobierno provisional.
Llegó
el día 14. Un día espléndido. De sol radiante y luminoso. Durante la mañana
hubo en los barrios populares de Madrid múltiples y entusiastas manifestaciones.
El ocaso de la secular monarquía se dibujaba, con todo el recio perfil
precursor de su desplazamiento para siempre.
Y
mientras el Gobierno que presidía el fallecido almirante Aznar intentaba en
vano aplicar emplastos al cuerpo cadavérico monárquico, el pueblo, sin previa
consigna, pero con delirante frenesí, se congregaba ante el Ministerio de la
Gobernación, vitoreando clamorosamente a la República.
A
las tres de la tarde, los funcionarios de Correos y Telégros izaron en el
Palacio de Comunicaciones la primera bandera tricolor que ondeó en Madrid, y
con decisión no exenta de riesgo circularon a toda España la noticia de que el
régimen republicano se hallaba triunfante.
Horas
después, un grupo de republicanos, sin reparar en las entonces todavía posibles
consecuencias, irrumpía en Gobernación, y mientras ciertos personajillos, que
luego se autodeclararon «héroes», titubeaban y buscaban al conde de Romanones
para efectuar una jurídica transmisión de poderes, izaban también la bandera
republicana -federal por más señas- en el balcón central del Ministerio y entre
ovaciones ensordecedoras.
¡Magnífico
e inolvidable espectáculo aquel del 14 de abril en Madrid!
¡Espléndida
expresión de la voluntad de un pueblo que depositaba toda su fe en la
República!
Fue
ya mucho después, cuando la República estaba proclamada y el pueblo había
impuesto su decisión, cuando los políticos que a sí mismos se habían nombrado
ministros se decidieron a salir de sus escondites.
Entonces
ya no había riesgos. Entonces ya su labor era fácil.
Jamás
se habrá dado en la historia de las revoluciones un caso más manifiesto de
falta de colaboración al triunfo por parte de los que afanosamente se
repartieron luego el botín que no habían conquistado.
Quienes
vivimos íntimamente el episodio de la proclamación de la República sabemos bien
del grado de temor y de cobardía que revelaron los que hoy, en declaraciones
tan falsas como pintorescas, se atribuyen una gloria que correspondió única y
exclusivamente al pueblo.
De
entonces a ahora.
Dos
años. ¡Y en dos años, qué descenso se ha operado en el espíritu público!
Mantiene el pueblo español la fe en la República. Tiene adquirido el pleno
convencimiento de que «lo otro», aquello «otro», oprobioso e indigno, no
volverá a España. No puede volver. Se fue demasiado saturado de podredumbre
como para que puedan tomarse ni medianamente en serio los delirios histéricos
de las totalmente mermadas huestes monarquizantes.
Y,
sin embargo, forzoso es reconocer que en el ánimo del pueblo no palpitan ya
aquellos fervores y aquellos entusiasmos que hoy hace dos años se
exteriorizaban con intensidad sin precedentes.
¿Por
qué?
Sencillamente,
porque República es un concepto abstracto que adquiere su concreción en el
Gobierno. Y el Gobierno de la República, con sus errores, con sus torpezas y
con sus deslealtades para con la revolución, ha hecho posible ese entibiamiento
de afectos, ese desmayo que se percibe en la opinión, que no se siente
satisfecha, ni interpretada, ni atendida, por quienes han hecho del régimen un coto
cerrado para sus apetencias y ambiciones.
Porque
República es revolución. Este sentido dio al régimen el pueblo hoy hace dos
años. La República por sí es un término ambiguo. Define, a lo más, un régimen.
Denomina un sistema político. Pero, evidentemente, la República, para que sea
amada por el pueblo, precisa de un contenido de justicia social, de autoridad,
de rectitud y de abnegación que hasta ahora no se ha manifestado por los que la
vienen rigiendo desde que fue instaurada.
Dijo
D. José Ortega y Gasset, hace muchos meses, que la República estaba triste. Y
triste continúa.
De
que lo esté hay un directo y único responsable: el Gobierno.
Es
necesario, pues, en estos momentos de tantas y tantas evocaciones inolvidables
y gloriosamente cívicas, exaltar la fe republicana. Alentar en el pueblo sus
afanes revolucionarios. Reavivar aquel entusiasmo que ha decaído por culpa de
crímenes como los de Arnedo, Sevilla y Casas Viejas, y de persecuciones
ensañadas que tienen en las cárceles cientos y cientos de proletarios y
campesinos.
La
República ha de reconquistar sus prestigios mediante una política honesta,
justiciera, cordial, honrada y generosa.
En
otro caso, subsistirá, pero sin contar con el calor de la opinión, que ojalá no
hubiese decrecido nunca.
República
es revolución.
Quien
así no lo entienda debe resignarse a un ostracismo voluntario o impuesto, sin
perjuicio de que sea en su día implacablemente responsabilizado por sus actos.
Y
en ese caso se hallan los actuales e impopulares políticos que rigen el régimen.
(La
Tierra (CNT), 14 de abril de 1933.)
Elecciones
municipales con derrota de candidatos gubernamentales. Fernández-Flórez,
ironiza sobre la reacción de Azaña.
He
oído decir -en unión de millares de españoles- al jefe del Gobienro, en actos
públicos, dirigiéndose a las oposiciones parlamentarias:
-Yo
no tengo por qué creer que la opinión pública está con vosotros. Pronto
tendremos ocasión de comprobarlo: en las elecciones de abril. Si entonces
resulta derrotado el Gobierno, ya sabemos lo que hay que hacer.
Llegan
las elecciones. El Gobierno obtiene solamente un poco menos de la tercera parte
de los votos. Lógicamente el Gobierno -que parecía esperar esta prueba- debía
dimitir.
Pero
Azaña ha encontrado varios argumentos, que ayer ofreció al entusiasmo de la
mayoría.
Primer
argumento:
Las
elecciones han representado un triunfo para el régimen, porque resultaron
victoriosos 9.000 republicanos. De este triunfo está orgulloso el Gobierno, que
se apresura a hacerlo suyo con lágrimas de alegría en los ojos. El acendrado
amor a las institutciones llevará al actual Ministerio a hacer extensivo este
júbilo por solidaridad a todos los casos en que el país vote una mayoría
republicana. Si el país vota 400 diputados radicales, el Gobierno, sollozando
de satisfacción, continuará en el Poder. Si vota a 400 amigos del señor Maura,
como el señor Maura y sus amigos son republicanos, el Gobierno, estremecido de
contento, continuará aferrado al banco azul.
Segundo
argumento:
Los
concejales derechistas no cuentan. El señor Azaña los suprime del cómputo. ¿Son
derechistas? Luego no son concejales. Lógica.
Todos
estos votos constituyen lo que Azaña denomina «una alucinación».
¡Ah!
Y cuidado con lo que hacen las demás oposiciones. Porque si suman esos
concejales a los obtenidos por ellas, para demostrar que en total son muchos
más que los del Gobierno, son contaminadas de derechismo. Y al contaminarse de
derechismo, tampoco existente; se ven repentinamente convertidas en
alucinaciones consortes.
Tercer
argumento:
Por
si no se admite ninguno de los anteriores, queda aclarado desde la altura del
Poder que los distritos que votaron en estas elecciones parciales son «burgos
podridos». El señor Azaña ha dicho que son burgos podridos. Y ahí queda eso.
Cuando él habló de que de este ensayo saldría aclarado suficientemente si la
opinión estaba al lado del Gobierno o en contra de él, no sabía de qué clase de
burgos de trataba. Pero comenzaron a llevarle datos del Ministerio de la
Gobernación. En toda Valencia, tres concejales azañistas.
Y
Azaña olfateó el dato.
Otro
Ayuntamiento. Otra derrota.
Nuevo
olfateo, ya con el ceño fruncido.
Y,
de pronto, un gesto de asquito, el de Júpier al sacudir el regazo hasta el que
el audaz escarabajo había subido con su bolita:
-¡Pero
que porquería de Ayuntamientos es ésta! ¡Si están todos podridos!
Argucia
inatacable y que asegurará la permanencia de Azaña en el mando todo el tiempo
que le apetezca. Bastará este gerundio en las disposiciones oficiales:
«Declarando
podrida toda la provincia de X, que no ha votado un solo diputado ministerial.»
Si,
en fin, flaqueasen los tres procedimientos, queda el que propuso en la sesión
de ayer un diputado de la mayoría: echar a la calle a las oposiciones -aunque
los pobres molestan lo menos que pueden-, y, ya a solas, todo marcharía mejor,
desde el reparto de cargos hasta la aprobación de las leyes.
Y
si tampoco esto alcanzase la ansiada eficacia, existe un recurso supremo: sacar
una pistola. Esta excelente idea se le ocurrió también ayer a un diputado
socialista.
Resumen:
una situación que dispone de tantos recursos que no puede derrumbarse.
Los
que pretenden otra cosa es que sienten el inmoderado apetito del Poder, como
afirma sensatamente el señor Azaña con un carrillo hinchado por la cartera de
Guerra, el otro por la de Hacienda y mientras insaliva la Presidencia del
Consejo.
Si
algo molesta su sensibilidad -después de los burgos podridos- es que existan
personas que sientan el afán de ser ministros.
(ABC,
26 de abril de 1933.)
Tiroteo
en la Universidad de Madrid con motivo del reparto de propaganda de las JONS
versión republicana
Referencia
oficial.
El
ministro de la Gobernación, al recibir ayer de madrugada a los periodistas, les
dio cuenta de los sucesos estudiantiles registrados en la Universidad Central.
Manifestó
que un grupo de estudiantes católicos de los pertenecientes a la J.O.N.S.
intentó repartir un manifiesto excitando a la huelga. Como el ambiente se
enrareciera rápidamente, ante la posibilidad de sucesos se requirió la
presencia de un comisario de Policía, quien al poco rato se presentó en el
edificio acompañado de algunas fuerzas. Pasó a hablar con el rector, y cuando
ambos conferenciaban, en la parte de afuera de la Universidad sonaron unos
disparos. Lo ocurrido fue que un grupo de estudiantes de la F.U.E., al ver que
los de la J.O.N.S. pretendían asaltar la Universidad, se lanzaron sobre ellos y
sobrevino la colisión, en la que se hicieron varios disparos.
Después
del tumulto se comprobó que estaba gravemente herido en el pecho un estudiante.
También resultó herida en una pierna una muchacha ciega que iba a cobrar una
beca, y en un dedo un bedel de la Universidad.
A
uno de los varios detenidos se le ocupó una pistola descargada, por lo que se
supone que fue el autor de los disparos.
Una
nota de la Dirección General de Seguridad.
A
última hora de la tarde fue facilitada en la Dirección de Seguridad la
siguiente nota:
«La
Dirección de Seguridad tuvo conocimiento por la mañana de que habían sido
transportados a la Universidad Central unos paquetes de hojas de carácter
fascista editadas por J.O.N.S., y que algunos elementos se proponían
repartirlas en el interior, promoviendo al mismo tiempo disturbios. A las once
y media, la Dirección de Seguridad envió a la Universidad al inspector Sr.
Rajal para que se entrevistase con el rector con objeto de ponerle en
antecedentes de lo que se proyectaba y de ofrecer el concurso de la autoridad.
No estaba el rector, y el inspector habló con el decano, que después de quedar
enterado dijo que tomaría disposiciones inmediatamente.
»Más
tarde, también por orden de la Dirección General de Seguridad, y ante el temor
de que se produjesen incidentes desagradables, fue a la Universidad el
comisario del distrito
»Cuando
estaba hablando con el rector y reiterándole lo que ya el inspector había
anunciado, se oyeron unas detonaciones. Salió el comisario del despacho y
advirtió que se había producido un acto de violencia.
»Un
estudiante, al parecer fascista, llamado Fernando González Funes, de veinte
años, hizo fuego con una pistola cerca de la puerta de la Universidad,
alcanzando los proyectiles a una muchacha ciega, estudiante, llamada María
Lozano Barberá, y a otro estudiante llamado Baldomero Gordón, de dieciocho
años. La primera tiene una herida de pronóstico reservado, y el segundo, otra
de mayor consideración.
»El
autor de los disparos fue detenido en el acto por los agentes de Policía Sres.
Ortega, Sans de Tejada y Teral, que se hallaban en la puerta de la UNiversidad.
»Inmediatamente
acudió a la Universidad el comisario general de Policía, Sr. Maqueda, y
personal de la Comisaría del distrito, que practicaron diligencias. Fueron
detenidos en el interior de la Universidad dos estudiantes que ocultaban una
porra y un palo de silla.»
Dice
el ministro de Instrucción Pública.
El
ministro de Instrucción Pública recibió a última hora de la tarde a uno de
nuestros compañeros, que le interrogó acerca de los sucesos ocurridos en la
Universidad.
El
Sr. De los Ríos manifestó lo siguiente:
-Pocas
noticias puedo darles a ustedes que no conozcan ya. Esta mañana, un grupo de
muchachos pertenecientes a una organización más o menos pública entró en la
Universidad repartiendo unas hojas de propaganda. Otro grupo de estudiantes
reaccionó contra esta actitud, y se originó una lucha, en que resultaron varios
heridos, dos de ellos graves. Un muchacho, estudiante de Medicina, que se
encuentra hospitalizado en el Equipo Quirúrgico, de donde me dicen ahora mismo
que sigue muy grave, pues no se le ha podido operar, y una señorita ciega, que
también ha resultado gravemente herida.
No
quiero hacer objeto de reflexiones la situación que crea en el seno de la vida
universitaria la reiteración de estas actitudes de violencia. Sin embargo,
considero totalmente imposible cohonestar la pertenencia a una organización
universitaria, la cual, por definición, no puede menos de confiar en la
eficacia de la idea como medio de pugna con la asunción de una actitud de
fuerza y violencia marcadamente delictiva.
Yo
me propongo someter a la deliberación de la Asamblea de Universidades y centros
docentes, que habrá de reunirse este año, con arreglo a la ley que creó el
Consejo Nacional de Cultura, el tema relativo a la redacción de un estatuto
disciplinario de los centro de enseñanza.
Confío
en que la gran nobleza del espíritu de la juventud sabrá sobreponerse a las
reacciones combativas que en ella pueda haber suscitado el dolor por la
agresión sufrida y que respetará la Universidad, cooperando de esta suerte a
sustraerla a la lucha en que se pretende envolver la vida española.
Como
protesta, la F.U.E. declara la huelga general por veinticuatro horas
Nos
ruegan insertar la siguiente nota:
«Reunida
la Junta de gobierno de la F.U.E. de Madrid con motivo de los sucesos acaecidos
ayer en la Universidad Central, acuerda:
1.º
Declarar la huelga general durante veinticuatro horas como protesta contra el
criminal atentado de que han sido víctimas varios estudiantes por parte de los
elementos llamados fascistas.
2.º
Que tales hechos han puesto de manifiesto la imprescindible necesidad de que
las autoridades académicas tengan absoluta dedicación a los cargos que les
están encomendados.
3.º
Rectificar las erróneas versiones, tendenciosas en muchos casos, que la Prensa
ha recogido.
4.º
Manifestar su firme propósito de no consentir que una vez más se repiten hechos
de tal naturaleza.
Lorenzo
Abad, secretario; Luis Durán, presidente accidental.»
(El
Sol, 9 de mayo de 1933.)
La
prensa anarquista elogia las jornadas revolucionarias que se desarrollan en
diversos puntos de España.
Impresión
de la jornada
Esta
mañana ha comenzado la huelga general decretada por el Comité Nacional de la
Confederación para manifestar así su protesta contra la política social del
Gobierno. Y en relación con este movimiento protestatario amplio e inquietante
es preciso subrayar que en ningún momento se le asignó características
revolucionarias. Fue designio de la C.N.T., y así se hizo constar en sus
manifiestos, que el paro general acordado fuese lo más extenso posible, pero de
matiz esencialmente pacífico. Que en Madrid y otras poblaciones hayan surgido
refriegas y hechos sangrientos no significa desvirtuación de aquel propósito.
Tales episodios son producto de individualidades aisladas cuyas rebeldías
escapan necesariamente al control de los Comités directivos de la organización
confederal, cuya masa potente y decidida acaso sienta su espíritu inflamado por
anhelos de lucha revolucionaria, pero que en la casi totalidad dichos anhelos
han sido contenidos con la eficacia posible. En lo aislado de los sucesos
estriba la mejor prueba de que no se ha desarrollado a fondo plan alguno de
conjunto, pues, en otro caso, las consecuencias de la huelga habrína sido
infinitamente más impresionantes.
Huelga
pacífica, de protesta viril contra la actuación represiva del Gobierno, se
ordenó, y así se ha cumplido en casi toda España.
Quiérase
o no reconocer por el Gobierno y por los dirigentes del socialismo averiado y
desleal frente a todas las angustias del proletariado, la C.N.T. ha dado a
España la sensación de una gran fuerza, que debiera bastar para que en el Poder
público se iniciase una rectificación de una política en la que hay que buscar
la verdadera génesis de este estado de desasosiego social en que España vive.
No
confiamos, sin embargo, en que los actuales gobernantes sepan interpretar con
buen sentido el espíritu y móviles de la protesta. Ya el hecho de no haber
desautorizado, como era su deber, las columniosas informaciones de la Prensa
ministerial respecto a monstruosos y absurdos contubernios del proletariado con
la plutocracia, es síntoma de que en las alturas existe una obstinación
lamentable en aniquilar lo que es más fuerte que todos los medios represivos:
el espíritu de lucha de un sector amplísimo del proletariado para lograr
implantar la justicia social. Quédense tales ominosos contubernios para el
socialismo sostenedor de monopolios, que vive en fraude y perfecta intimidad
con Bancos, banqueros y eternos explotadores del pueblo productor.
No
son de hoy nuestras advertencias al Gobierno. Desde que el fatídico Maura en
Gobernación se lanzaba a perseguir los Sindicatos al mes de proclamada la
República venimos insistiendo en que la táctica de la violencia no es la más
adecuada para entibiar las rebeldías de los organismos confederales. Demasiado
debían saber esto quienes hoy ejercen cargos de responsabilidad en el Gobierno
y en otros tiempos convivieron y hasta actuaron en los medios sindicalistas.
No
es posible, y no habrá de lograrlo Gobierno alguno por fuerte que se crea,
reducir el temple luchador del anarcosindicalismo, que tiene en su
espiritualidad su más potente estímulo. En cambio, mediante una política de
concordia, acogedora y cordial, seguramente no se habría llegado a esta
situación actual, provocada por todos menos por los que a ella se ven
compelidos como único medio de expresar un sentimiento de protesta contra la
desigualdad de trato que dimana del hecho altamente perturbador que se concreta
en la utilización del Poder por parte del socialismo para perseguir
ensañadamente a la central obrera que no sabe ni quiere saber de
contemporizaciones con el capitalismo ni se presta a claudicaciones onerosas.
Desearíamos
sinceramente que la jornada de hoy fuera una lección que se aprovechara en las
alturas.
(La
Tierra, 8 de mayo de 1933.)
ANTERIORINDICESIGUIENTE
La
ley de Congregaciones limita grandemente las actividades de las órdenes
religiosas en España.
TÍTULO
PRELIMINAR
Artículo
1.º La presente ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, dictada en
ejecución de los artículos 26 y 27 de la Constitución de la República española,
será el régimen de esta materia en todo el territorio español, y a ella se
ajustará estrictamente toda regulación ulterior de la misma por decreto o
reglamento.
TÍTULO
I
De
la libertad de conciencia y de cultos
Art.
2.º De acuerdo con la Constitución, la libertad de conciencia, la práctica y la
abstención de actividades religiosas quedan garantizadas en España.
Ningún
privilegio ni restricción de los derechos podrá fundarse en la condición ni en
las creencias religiosas, salvo lo dispuesto en los artículos 70 y 87 de la
Constitución.
Art.
3.º El Estado no tiene religión oficial. Todas las Confesiones podrán ejercer
libremente el culto dentro de sus templos. Para ejercerlo fuera de los mismos
se requerirá autorización especial gubernativa en cada caso.
Las
reuniones y manifestaciones religiosas no podrán tener carácter político,
cualquiera que sea el lugar donde se celebren.
Los
letreros, señales, anuncios o emblemas de los edificios destinados al culto
estarán sometidos a las normas generales de policía.
Art.
4.º El Estado concederá a los individuos pertenecientes a los Institutos
armados, siempre que ello no perjudique al servico, a juicio del Gobierno, los
permisos necesarios para cumplir sus deberes religiosos. También podrá
autorizar en sus diversas dependencias, a petición de los interesados, y cuando
la ocasión lo justifique, la prestación de servicios religiosos.
TÍTULO
II
De
la consideración jurídica de las Confesiones religiosas
Art.
5.º Todas las Confesiones religiosas tendrán los derechos y obligaciones que se
establece en este título.
Art.
6.º El Estado reconoce a todos los miembros y entidades que jerárquicamente
integran las Confesiones religiosas personalidad y competencia propias en su
régimen interno, de acuerdo con la presente ley ulterior de la misma por
decreto o reglamento.
Art.
7.º Las Confesiones religiosas nombrarán libremente a todos los ministros,
administradores y titulares de cargos y funciones eclesiásticas, que habrán de
ser españoles.
No
obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, el Estado se reserva el derecho
de no reconocer en su función a los nombrados en virtud de lo establecido
anteriormente cuando el nombramiento recaiga en persona que pueda ser peligrosa
para el orden o la seguridad del Estado.
Art.
8.º Las Confesiones religiosas ordenarán libremente su régimen interior y
aplicarán sus normas propias a los elementos que las integran sin otra
trascendencia jurídica que la compatible con las leyes y sin perjuicio de la soberanía
del Estado.
Art.
9.º Toda alteración de las demarcaciones territoriales de la Iglesia Católica
habrá de ponerse en conocimiento del Gobierno antes de su efectividad.
Las
demás Confesiones estarán obligadas a comunicar al Gobierno las demarcaciones
que traten de establecer o hayan establecido en España, así como las
alteraciones de las mismas, con sujeción a lo preceptuado en el párrafo
anterior.
Art.
10. El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no podrán
mantener, favorecer ni auxiliar económicamente a las iglesias, Asociaciones o
intituciones religiosas, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 26 de la
Constitución.
TÍTULO
III
Del
régimen de bienes de las Confesiones religiosas
Art.
11. Pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus
edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas
anexas o no, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al
servicio del culto católico o de sus ministros. La misma condición tendrán los
muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de
esta clase instalados en aquéllos y destinados expresa y permanentemente al
culto católico, a su esplendor o a las necesidades relacionadas directamente
con él.
Las
cosas y los derechos relativos a ellas referidas en el párrafo anterior quedan
bajo la salvaguardia del Estado como personificación jurídica de la nación a
que pertenecen y sometidas a las reglas de los artículos siguientes.
Art.
12. Las cosa y derechos a que se refiere el artículo anterior seguirán
destinados al mismo fin religioso del culto católico, a cuyo efecto continuarán
en poder de la Iglesia católica para su conservación, administración y
utilización, según su naturaleza y destino. La Iglesia no podrá disponer de
ellos, y se limitará a emplearlos para el fin a que están adscritos.
Sólo
el Estado, por motivos justificados de necesidad pública y mediante una ley
especial, podrá disponer de aquellos bienes para otro fin que el señalado en el
párrafo anterior.
Los
edificios anexos a a los templos, palacios episcopales y casas rectorales con
sus huertas anexas o no, Seminarios y demás edificaciones destinadas al
servicio de los ministros del culto católico, estarán sometidos a las
tributaciones inherentes al uso de los mismos.
Art.
13. Las cosas a que se refieren los artículos anteriores serán, mientras no se
dicte la ley especial prevista, inalienables e imprescriptibles, sin que puedan
crearse sobre ellos más derechos que los compatibles con su destino y
condición.
Art.
14. Antes de dictarse la ley especial a que hace referencia el artículo 12,
deberá formarse expediente, en el que se oirá a los representantes de la
Iglesia católica, sobre la procedencia de colocar las cosas adscritas al culto
en disponibilidad de la Administración.
Art.
15. Tendrán el carácter de bienes de propiedad privada las cosas y derechos
que, sin hallarse comprendidas entre los señalados en el artículo 11, sean
considerados también como bienes eclesiásticos.
En
caso de duda, el ministerio de Justicia instruirá expediente, en el que se oirá
a la representación de la Iglesia católica o a la persona que alegue ser
propietaria de los bienes. La resolución del expediente corresponde al
Gobierno, y contra ella procederá el recurso contencioso-administrativo.
Art.
16. El Estado, por medio de una ley especial en cada caso, podrá ceder, plena o
limitadamente, a la Iglesia católica las cosas y derechos comprendidos en el
artículo 11, que, por su falta de valor de interés artístico o de importancia
histórica, no se considere necesario conservar en el Patrimonio público
nacional. La ley señalará las condiciones de la cesión.
El
sostenimieto y conservación de lo cedido en esta forma quedará completamente a
cargo de la Iglesia.
No
podrán ser cedidos en ningún caso los templos y edificios, los objetos
preciosos ni los tesoros artísticos e históricos que se conserven en aquéllos
al servicio del culto, de su esplendor o de su sostenimiento.
Estas
cosas, aunque sigan destinadas al culto, a tenor de lo dispuesto en el artículo
12, serán conservadas y sostenidas por el Estado como comprendidas en el Tesoro
artístico nacional.
Art.
17. Se declaran inalienables los bienes y objetos que constituyen el Tesoro
artístico nacional, se hallen o no destinados al culto público, aunque
pertenezcan a las entidades eclesiásticas.
Dichos
objetos se guardarán en lugares de acceso público. Las autoridades
eclesiásticas darán para su examen y estudio todas las facilidades compatibles
con la seguridad de su custodia.
El
traslado de lugar de estos objetos se pondrá en
conocimiento de la Junta de Defensa del Tesoro artístico nacional.
Art.
18. El Estado estimulará la creación de museos por las entidades eclesiásticas,
prestando los asesoramientos técnicos y servicios de seguridad que requiera la
custodia del Tesoro artístico.
Podrá
además disponer que cualquier objeto perteneciente al Tesoro artístico nacional
se custodie en los Museos mencionados.
La
Junta de conservación del Tesoro artístico nacional procederá a la inmediata
catalogación de los objetos que lo constituyan y que se hallen en poder de las
entidades eclesiásticas, siendo éstas responsables de las ocultaciones que
hiciera, así como de la conservación de dicho tesoro y de la estricta
observancia de lo dispuesto en la presente ley, y en la legislación
correspondiente sobre la defensa del Tesoro artístico y de los monumentos
nacionales, que se declara subsistente en todo lo que no se oponga a los
anteriores preceptos.
Art.
19. Los bienes que la Iglesia católica adquiera después de la promulgación de
la presente ley y los de las demás Confesiones religiosas, tendrán el carácter
de propiedad privada, con las limitaciones del presente artículo.
Se
reconoce a la Iglesia católica, a sus institutos y entidades, así como a las
demás Confesiones religiosas, la facultad de adquirir y poseer bienes muebles de toda clase.
También
podrán adquirir por cualquier título bienes inmuebles y derechos reales; pero
sólo podrán conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religoso. Los
que excedan de ella serán enajenados, invirtiéndose su producto en título de la
Deuda emitida por el Estado español.
Asimismo
deberán ser enajenadas, e invertido su producto de la misma manera, los bienes
muebles que sean origen de interés, renta o participación en beneficio de
Empresas industriales o mercantiles.
El
Estado podrá, por medio de una ley, limitar la adquisición de cualquier clase
de bienes a las Confesiones religiosas, cuando aquéllos excedan de las
necesidades normales de los servicios religiosos.
TÍTULO
IV
Del
ejercicio de la enseñanza por las Confesiones religiosas
Art.
20. Las Iglesias podrán fundar y dirigir establecimientos destinados a la
enseñanza de sus respectivas doctrinas y a la formación de sus ministros.
La
inspección del Estado garantizará que dentro de los mismos no se enseñen
doctrinas atentatorias a la seguridad de la República.
TÍTULO
V
De
las Instituciones de Beneficencia
Art.
21. Todas las instituciones y fideicomisos de beneficencia particular, cuyo
patronato, dirección y administración corresponda a autoridades, corporaciones,
institutos o personas jurídicas religiosas vienen obligadas, si ya no lo
estuvieren, a enviar en el plazo de un año un inventario de todos sus bienes,
valores y objetos, así como a rendir cuenta anualmente al Ministerio de la
Gobernación del estado de sus bienes y de su gestión económica, aunque por
título fundacional hubieran sido exentas de rendirlas.
El
incumplimiento de esta obligación o la ocultación en cantidad o valor
equivalente al duplo de lo declarado, dará lugar al decaimiento en el
patronato, dirección o administración; la ocultación inferior al duplo podrá
determinar la suspensión en dicho patronato, dirección o administración por
tiempo que nunca podrá exceder de un año. Contra estas resoluciones podrá
interponerse recurso contencioso-administrativo.
Sin
perjuicio de las atribuciones que sobre ellas confiere al Estado la legislación
vigente, el Gobierno tomará las medidas oportunas para adaptarlas a las nuevas
necesidades sociales, respetando en lo posible la voluntad de los fundadores,
principalmente en lo que afecta al levantamiento de cargas.
TÍTULO
VI
De
los Ordenes y Congregaciones religiosas
Art.
22. A los efectos de la presente ley, se entiende por Ordenes y Congregaciones
religiosas las Sociedades aprobadas por las autoridades eclesiásticas, en las
que los miembros emiten votos públicos, perpetuos o temporales.
Art.
23. Los Ordenes y Congregaciones religosas admitidas en España conforme al
artículo 26 de la Constitución no podrán ejercer actividad política de ninguna
clase.
La
infracción de este precepto, en caso de que dicha actividad constituya un
peligro para la seguridad del Estado, justificará la clausura por el Gobierno,
como medida preventiva, de todos o de alguno de los establecimientos de la
Sociedad religiosa a que pudiera imputársele. Las Cortes decidirán sobre la
clausura definitiva del establecimiento o la disolución del instituto
religioso, según los casos.
Art.
24. Las Ordenes y Congregaciones religiosas quedan sometidas a la presente ley
y a la legislación común.
Será
requisito para su existencia legal la inscripción en el Registro público,
conforme a lo dispuesto en el artículo siguiente.
Art.
25. Para formalizar la inscripción, las Ordenes y Congregaciones presentarán en
el registro especial correspondiente del Ministerio de Justicia en el plazo
máximo de tres meses:
a)
Dos ejemplares de sus Estatutos en los que se exprese la forma de gobierno
tanto de sus provincias canónicas o agrupaciones monásticas asimiladas como de
sus casas, residencias u otras entidades locales.
b)
Certificación de los fines a que se dedique el instituto religioso respectivo y
la casa o residencia cuya inscripción se solictia.
c)
Certificación expedida por el Registro de la Propiedad de las inscripciones
relativas a los edificios que la comunidad ocupe, los cuales habrán de ser de
propiedad de españoles, sin que se puedan gravar ni enajenar en favor de
extranjeros.
d)
Relación de todos los bienes inmuebles, valores mobiliarios y objetos
preciosos, ya los posean directamente, ya por personas interpuestas.
e)
Los nombres y apellidos de los superiores provinciales y locales, que habrán de
ser de nacionalidad española.
f)
Relación de los nombres y apellidos y condición de sus miembros, expresando los
que ejerzan cargo administrativo, de gobierno o de representación. Dos tercios,
por lo menos, de los miembros de la Orden o Congregación habrán de tener
nacionalidad española.
g)
Declaración de los bienes aportados a la comunidad por cada uno de sus miebros.
Las alteraciones que se produzcan en relación con los anteriores extremos se
pondrán en conocimiento del Ministerio de Justicia en el término de cincuenta
días.
Art.
26. Toda casa o residencia religiosa llevará y exhibirá a las autoridades
dependientes del Gobierno, cuando éstas lo exigieren, una copia de la relación
a que se refiere el apartado 27 del artículo anterior en que conste haberse
realizado la inscripción correspondiente.
Llevará
asimismo libros de contabilidad previamente sellados en los que figure todo el
movimiento del activo y pasivo de la casa o residencia religosa. Anualmente
remitirá el blance general y el inventario al registro correspondiente. La
ocultación o falsedad será sancionada conforme a lo dispuesto en las leyes.
Art.
27. Las Ordenes o Congregaciones religiosas no podrán poseer, ni por sí ni por
persona interpuesta, más bienes que los que previa justificación se destinen a
su vivienda o al cumplimiento directivo de sus fines privados.
A
este efecto enviarán trimestralmente al Ministerio de Justicia copia de la
relación a que se refiere el apartado d) del artículo 25 y un estado auténtico
de sus ingresos y gastos normales. Se considerarán bienes necesarios para su
sutento y el cumplimiento de sus fines aquellos cuyo producto, habida cuenta de
las oscilaciones naturales de la renta, no excedan del duplo de los gastos.
Art.
28. Las Ordenes y Congregaciones religiosas admitidas e inscritas en España
gozarán dentro de los límites del artículo anterior, de la facultad de
adquirir, enajenar, poseer y administrar bienes, los cuales estarán sometidos a
todas las leyes tributarias del país. No podrán, sin embargo, conservar los
bienes inmuebles y derechos reales constituídos sobre los mismos con objeto de
obtener canon, pensión o renta, y deberán invertir en títulos de la Deuda el
producto de su enajenación.
Art.
29. Las Ordenes y Congregaciones religiosas no podrán ejercer comercio,
industria ni explotación agrícola por sí ni por persona interpuesta. No tendrán
el carácter de explotación agrícola los cultivos por parte de aquellas
comunidades que justifiquen destinar los productos para su propia subsistencia.
Art.
30. Las Ordenes y Congregaciones religiosas no podrán dedicarse al ejercicio de
la enseñanza. No se entenderán comprendidas en esta prohibición las enseñanzas
que organice la formación de sus propios miembros.
La
inspección del Estado cuidará de que las Ordenes y Congregaciones religiosas no
puedan crear o sostener colegios de enseñanza privada ni directamente ni
valiéndose de personas seglares interpuestas.
Art.
31. Con anterioridad a la admisión de una persona en una Orden o Congregación
se hará constar de un modo auténtico la cuantía y naturaleza de los bienes que
aporte o ceda en administración.
El
Estado amparará a todo miebro de una Orden o Congregación que quiera retirarse
de ella, no obstante el voto o la promesa en contrario.
La
Orden o Congregación estará obligada a restituirle cuanto aportó o cedió a la
misma, deduciendo los bienes consumidos por el uso. Como únicas disposiciones
transitorias o adicionales para la ejecución de esta ley se establecen las dos
siguientes:
a)
El Gobierno señalará el plazo, que no podrá exceder de un año a partir de la
publicación de la presente ley, dentro de la cual las Ordenes y Congregaciones
religiosas que exploten industrias típicas o hayan introducido novedades que
supongan una fuente de riqueza, deban cesar en el ejercicio de su actividad.
b)
El ejercicio de la enseñanza por las Ordenes y Congregaciones religiosas cesará
en 1 de octubre próximo para toda clase de enseñanza, excepto la primaria, que
terminará el 31 de diciembre inmediato.
El
Gobierno adoptará las medidas necesarias para la constitucón de una y otras
enseñanzas en el plazo indicado.
Y
nos honramos en comunicarlo a V.E. a los efectos prevenidos en el artículo 83
de la vigente Constitución de la República española.
Palacio
de las Cortes, a 17 de mayo de 1933.
(El
Sol, 18 de mayo de 1933.)
El
Tribunal de Garantías anula la Ley de Cultivos de la Generalidad. Indignación
de la «Esquerra»
Votados
ya por los vocales del Tribunal de Garantías los cuatro apartados en que
dividieron la ley de Contratos de cultivo para resolver la competencia o
incompetencia que al dictarla usó el Parlamento catalán, la votación de los
cuatro apartados, como ayer decíamos, fue denegar tal competencia al Gobierno
de la Generalidad. Queda, por tanto, anulado el precepto legal recurrido por el
Gobierno de la República.
Votos
particulares a la sentencia sobre la ley de Cultivos
En
el Congreso se dijo ayer tarde que en la reunión de hoy del pleno del Tribunal
de garantías se encargará de redactar la sentencia al miembro de dicho
organismo de filiación liberal demócrata Sr. Beceña y que habrá tres votos
particulares: uno, del socialista Sr. Alba, que fue el ponente primitivo en
esta cuestión, en que reproducirá su antiguo dictamen; otro, más templado, del
Sr. Abad Conde, y un tercero, de D. Basilio Alvarez.
Hoy
será aprobada la sentencia
El
proyecto de sentencia será sometido a examen, y con enmiendas o sin ellas,
definitivamente aprobado en la sesión que hoy, a las once, tendrán los vocales
del Tribunal.
También
hoy mismo tiene que estar puesta en limpio y firmada la sentencia.
La
Esquerra ante la sentencia declarando la nulidad de la ley de Cultivos
La
atención de la Cámara estuvo ayer tarde pendiente de la resolución definitiva
que adoptará el Tribunal de Garantías en orden al recurso entablado por el
Gobierno contra la ley de Cultivos aprobada por el Parlamente catalán.
A
primera hora se reunió la minoría de la Esquerra catalana, con asistencia del
Sr. Sbert, vocal del Tribunal de Garantías, y las impresiones eran bastantes
optimistas.
Se
decía que había todavía una posibilidad de que el recurso no se considerara
resuelto por completo. Cabía que el mismo Tribunal apreciase que la sentencia
tenía vicio de nulidad, ya que el acuerdo no había recaído por mayoría
absoluta, circunstancia que establece el reglamento de aquel organismo para que
sus acuerdos sean válidos. Y se agregaba que esto era posible porque diez
vocales habían votado a favor, otros diez en contra y dos sustentaban un voto
particular.
De
haber prevalecido este vicio de nulidad, que sería apreciado por el Tribunal en
la misma sentencia, la resolución sería volver a tramitar el asunto, o sea
repetición de la vista para dar lugar a aumento de prueba por ambas partes.
Pero
estas esperanzas desvanecieron pronto. Cerca de las seis llegó la noticia a la
reunión de la Ezquerra de que la sentencia era firme y de nulidad absoluta de
la ley dictada por el Parlamento de Cataluña. Los miembros de la minoría
quedaron reunidos cambiando impresiones y aguardando una copia de la sentencia
para conocerla con todo detalle.
Entre
los diputados catalanes con quienes hablamos, el disgusto por la resolución del
Tribunal de Garantías era manifiesto, coincidiendo todos con el Sr. Lluhí en
cuál será la actitud de la Generalidad ante este fallo. Daban a entender que la
ley de Cultivos se llevará a la práctica.
Lo
que dice el Sr. Ventoso
Preguntado
el ex ministro Sr. Ventosa acerca de la resolución del Tribunal de Garantías,
que se halla sólo pendiente de la redacción definitiva, sobre la ley de
Cultivos en Cataluña, el Sr. Ventosa contestó:
-
Cuando existen Tribunales arbitrales, como lo es el Tribunal de Garantías,
aceptado y creado por el Parlamento, no hay más que cumplir lo que él disponga;
porque, ¿qué autoridad tendríamos para pedir el cumplimiento de una sentencia,
en otro caso, si fuera adversa al Gobierno central y favorable al de la
Generalidad? Sin entrar en el fondo de la cuestión, hay que cumplir la ley, y
por tanto, el Estatuto que hemos aceptado.
Alguno
de los periodistas insinuó que parece que elementos de la Esquerra pudieron
concebir la idea de aplicar la ley aun después de rechazada por el Alto
Tribunal, a lo que el Sr. Ventosa repuso:
-
Eso equivaldría a negar la Constitución y el Estatuto, y por ese camino no han
de encontrarnos los señores de la Esquerra..
(El
Sol, 9 de junio de 1933.)
Largo
Caballero discute la participación socialista en el gobierno y afirma: «vamos a
la conquista del poder»
«Compañeras
y compañeros: Había hecho el propósito de no tomar parte en ningún acto
semejante al que estamos celebrando durante el tiempo que estuviese
desempeñando un cargo en el Gobierno de la República. Quería yo, después de
salir del Gobierno, ponerme en ocntacto con la clase trabajadora española para
darle a conocer mi experiencia dentro del Gobierno de la República y, además,
para explicarle la legislación social de aquélla. Pero las circunstancias me
han obligado a desistir de ese propósito, y, a requerimientos insistentes de la
Juventud Socialista Madrileña, vengo hoy aquí; mas debo advertiros que lo que
yo voy a decir hoy aquí no deshace, no
prejuzga, no tiene casi nada que ver con lo que yo tenga que decir después de
salir del Gobierno republicano.
Prólogo
de otros actos análogos
Pudiéramos
afirmar que este acto es el prólogo de los varios que yo pienso celebrar en
España después de salir del Gobierno de la República. Consedero de indispensable
necesidad para la masa trabajadora española el difundir lo más exactamente
posible lo que es la República española.
Naturalmente
que al venir hoy aquí se ha producido, contra mi voluntad, una expectación,
debida en buena parte a la gran imaginación del pueblo español, y por otra, a
la mala fe de nuestros enemigos. Pero ya sabéis que yo soy, entre otras cosas,
acaso no muy convenientes en política, hombre claro, hombre que procura no
ocultar lo que piensa.
Ya
sabéis que no soy orador, y, mejor que vosotros, lo sé yo. Es posible que en lo
que yo diga hoy aquí pueda haber algo de diálogo, algo que no sea simplemente
monólogo; pero esto no depende de mí, depende de las circunstancias. Yo tengo
que advertir que si de lo que diga resulta algún diálogo, en mi intención no
está, ni por lo más remoto, molestar a los que se ocnsideren aludidos. Lo que
yo diga lo diré con toda clase de consideraciones y de respeto para las
personas.
Breve
autobiografía
Parece
que es costumbre, camaradas, que en estos actos -digo parece que es costumbre
porque, como sabéis, llevo ya más de dos años si nhablar en público- que el
orador se haga una pequeña autobiografía, que exponga al auditorio un esquema
de su personalidad política. Yo no os voy a molestar mucho en este partiuclar.
Sólo os voy a decir que hace cuarente y tres años ingresé en la Unión General
de Trabajadores de España, y en este marzo último hizo cuatrenta años que
empecé a militar en la Agrupación Socialista Madrileña. De mi actuación en las
organizaciones donde he intervenido se os puede informar por ellas. No lo voy a
hacer yo. Unicamente lo que quiero decir, lo que quiero hace constar, es que no
soy un advenedizo a la organización política y sindical españolas, que yo no
soy un aventurero en este movimiento político obrero, que yo soy un socialista,
pero no por sentimiento simplemente, sino por convicción. Yo soy de los que
protestan contra las injusticas sociales, de los que creen que el régimen que
vivimos no es inmutable, que es no sólo susceptible de modificación, sino de
sustitución por un régimen socialista, colectivista; soy de los que creen que
para hacer esto no se precisa simplemente una mayor cultura, un mayor
desarrollo económico de la sociedad, sino que es indispensable, y para mí
fundamental, el que la clase trabajadora actúe con eficacia por medio de sus
organizaciones políticas y sindicales para lograr el cambio de régimen. Es
decir, que yo no he olvidado todavía aquellas palabras de Marx: «Proletarios de
todos los países, uníos.» «La emancipación de la clase trabajadora ha de ser
obra de ella misma.»
Hecha
esta presentación, debo manifestaros que tampoco aspiro a jefaturas de nunguna
clase ni a ser director exclusivo de ninguna política; soy un compañero del
Partido que expone sus ideas libremente, y luego, el que quiera, las acepta, y
el que no, no. Esto en mí no es nuevo. En abril de 1930, en este mismo local,
yo decía que a la clase trabajadora no le hacían falta jefes, ni le hacían
falta pastores, sino que la clase trabajadora por sí misma haría aquello que
más le conviniera y que considerara más justo.
Motivo
fundamentao del acto
Uno
de los motivos por los que yo he venido aquí es porque me creía obligado a
contribuir de esta manera al ofndo para la rotativa; pero, además, y
fundamentalmente, porque observo que el nemigo común va aprentando el cerco y
aumentando la agresividad contra nuestro Partido y contra nuestras ideas. Y
este hombre, ya de algunos años -perdonadme la vanidad-, tiene el temperamento
todavía joven y no está dispuesto, mientras él pueda, a contribuir, ni por
acción ni por omisión, a que el enemigo pueda aumentar sus armas contra
nuestras ideas o pueda manejarlas mejor contra nuestro Partido. Este es el motivo más fundamental que yo he
tenido para venir hoy aquí.
He
dicho que el cerco del enemigo común cada día se estrecha más. No es que a
nosotros nos asombre el que esto suceda, porque estamos acostumbrados a
acometidas de igual naturaleza, según se prueba con la historia de nuestro
Partido y de nuestras organizaciones. Hace cuatrenta y tres años, cuando yo
ingresé en la organización, la agresividad existía, pero hoy ocurrirá lo mismo
que les ocurrió el año 1930. Habiendo dicho yo aquí, en abril, las palabras que
os he recordado, en octubre tuvieron que llamarnos para que cooperásemos al
triunfo de la República. Y deben tener presente que las cosas no están tan
llanas, que los obstáculos no han desaparecido, que las dificultades para la
República persisten y que sin el Partido Socialista y sin la Unión no podrán
defender con eficacia a la República. (Aplausos.)
Un
momento histórico
Es
ahora cuando pudiéramos decir que entramos ya en el tema de la conferencia. A
pesar de las campañas de todo género que se hicieron ocntra nosotros, en
octubre del año 1039 tuvieron que venir a solicitar del Partido y de la Unión
General de Trabajadores la cooperación. momento histórico en nuestro país y
momento histórico para nuestras organizaciones. A partir de él se plantea una
cuestión que yo me voy a permitir tratar, aunque sea brevemente, porque no
quiero mortificaros mucho con mi palabra. (Denegaciones.) La cuestión de si el
Partido Socialista y la Unión deben o no tomar parte en la revolución española.
Y el Partido Socialista y la Unión, por medio de sus representantes, acuerdan
que sé, que deben tomar parte en la revolución. ¿Y cuándo y cómo lo acuerdan?
¿Es que el acordar esto era una cosa extraordinaria? ¿Era una cosa que estaba
fuera de los cálculos de nuestro Partido, de la táctica de nuestro Partido?
Leed nuestro Programa y v´réis que en el Programa mínimo la primera cuestión
que se plantea es «supresión de la
monarquía». Es decir, que el Partido Socialista tiene como primer punto en su
Programa mínimo, no en el máximo, sino en el mínimo, la supresión de la
monarquía. El Partido Socialista, por ese Programa acordado en nuestros
Congresos, estaba en la obligación de trabajar, de desarrollar sus actividades,
para suprimir la monarquía española. ¿Cómo lo había de hacer? ¿El Partido sólo?
¿El Partido en colaboración con otros elementos? Eso dependenría de las
circunstancias. El Programa no dice cómo, pero es sabido de todos que las
circunstancias son las que obligan a una conducta, a una táctica.
La
condición no aceptada
Nosotros
siempre habíamos afirmado, siempre habíamos defendido la supresión de la
monarquía española, hasta el extremo de que hemos sido censurados, criticados
injustamente por muchos elementos que se llaman afines, porque durante la
dictadura de Primo de Rivera no hemos atendido sugestiones que se nos hacían
por ciertos elementos, que luego fueron a la Asamblea de Primo de Rivera, para
contribuir a movimientos que llamaban revolucionarios. Y cuando les poníamos
condiciones como ésta: Que nosotros no iríamos a ningún movimiento si no era
para derribar la monarquía española y, además, que no admitíamos un cambio de
dinastía, que había de ser forzosamente para instaurar la República, esos
elementos no aceptaron nunca de plano nuestras condiciones; esos elementos nos
decían siempre que lo primero que habría que hacer era poner al Rey en tal o en
cual sitio de nuestro país, con todas las garantías de seguridad, para que
luego el
país
resolviese lo que creyese oportuno. Otros nos hablaban de un Rey
constitucional, como si no se llamase así al que fue Rey de España. En una
palabra: que ninguno de los elementos que se acercaron a nosotros iba de una
manera clara, terminante, a derribar la monarquía española. La mayor parte -y
ahora explicaré por qué la mayor parte- se refería, se conformaba con derribar
al que llamaban el dictador: Primo de Rivera. Nosotros entendíamos que el
verdadero dictador era Alfonso XII (Muy bien.) Y que el otro era un agente del
segundo, y que lo que había que hacer era derribar al patrono, con lo que su
agente quedaba anulado y fuera de servicio.
Cómo
fuimos al Comité revolucionario
Algún
elemento no se negaba en absoluto a esto que nosotros pedíamos; pero hay que
reconocer que en el conjunto de esos elementos había alguno que no inspiraba a
nuestro Partido la ocnfianza suficiente para colaborar con él. Siempre lo
dijimos: Cuando el Partido Socialista vea que se le requiere formal y
seriamente, con garantías posibles de poder transformar el régimen monárquico
en República, el Partido Socialista ayudará a ello con la Unión General de
Trabajadores de España. ¿Y qué ocurrió? Pues que un día, en octubre de 1930, se
acercaron a nuestro Partido representantes que a juicio nuestro ofrecían esas
garantías de seriedad y de lealtad para ir al movimiento. En cuanto se
presentaron, reconocimos que era el momento en que el Partido debía decidirse a
cooperar en la reovlución. Y así lo hicimos, sin titubeo ninguno. Fuimos al
Comité revolucionario. Estando en él (no olvidéis esto que os estoy
manifestando, para que saquéis después las ocnsecuencias), se nos dijo: «Es
preciso que el Partido tenga representantes en el Gobierno provisional. Si esto
no se hace, tenemos fundamentos para decir que la revolución será imposible
ahora.» Es decir, que los mismos elementos que nos invitan a tomar parte en la
revolución, nos dicen: «Si no hay representantes del Partido Socialista en el
Gobierno provisonal, no podemos responder de que la revolución se verifique.» Y
no solamente los hombres que estaban en el Comité revolucionario, sino otros
elementos que habían ofrecido su cooperación a la revolución, vienen y nos
dicen: «Si ustedes, socialistas, no forman parte del Gobierno, no es fácil que
la revolución se realice.» En esa situación, nosotros acordamos participar en
el Gobierno provisional. Y aquí se nos plantea ya la cuestión de la colaboración
ministerial.
El
problema de la participación
Yo
tengo que decir, con todos los respetos, que me parece que se ha tergiversado
un poco el problema de la participación ministerial; que el caso de España, que
el caso nuestro no es el caso que se plantea en la mayor parte de los países
sobre la participación ministerial, porque España no estaba en una situación
normal. Nosotros no hemos ido a participar en un Gobierno republicano dentro de
una situación normal. Nosotros hemos ido a una revolución, nosotros hemos
participado en ella y hemos ido a un Gobierno revolucionario; no es la
participación ministerial corriente, normal, que no se nos ha planteado a
nosotros en el Partido Socialista español todavía el problema en la parte
fundamental, que pudiera ser discutible, de la participación en Gobiernos
burgueses; eso está todavía virgen en nuestro Partido; eso no está decidido en
nuestro Partido. Lo que está decidido es participar en un Comité
revolucionario, en un Gobierno provisional que hace la revolución. Y después,
¿qué ocurre? Pues que este Gobierno provisional, en lugar de hacer lo que han
hecho muchos Gobiernos provisionales, estar meses y meses gobernando con
amplias facultades, se apresura a normalizar la situación, en vista de cómo se
proclamó la República en España; se apresura a constituir un Parlamento. Cuando
se va a las elecciones nos encontramos con que nuestro partido lleva a la
Cámara más de 100 diputados, constituyendo el grupo más numeroso del
Parlamento.
La
victoria electoral y sus consecuencias
Situación
del partido: contribuye a la revolución, forma parte del Gobierno provisional,
se va a las elecciones y el grupo más numeroso es el socialista. Cuando con
unas elecciones generales realizadas con la mayor pureza, el partido socialista
resulta ser el más numeroso de la Cámara, ¿es el momento de abandonar el
Gobierno? Los votos obtenidos por nuestros representantes en el Parlamento,
¿querían decir que debíamos dejar de participar en el Gobierno? (Varias voces:
No.) Yo no hago la pregunta para que se me conteste, sino para que se la
conteste a sí mismo cada uno. ¿Qué se hubiera dicho del partido socialista si
en el momento de llevar a las Cortes ese grupo parlamentario declara: «Nosotros
nos vamos del Gobienro»? «¿Y qué van ustedes a hacer?» «Vamos a hacer lo que
hacen todas las oposiciones.» «¿Y con quién se forma Gobienro?» ¿Es que no
supondría para el partido una gran responsabilidad haber abandonado entonces
los sitios que ocupaban los representantes del partido, produciendo, como es
natural que se produjese, un gran trastorno político en nuestro país, negando
la cooperación en el Gobierno? N creo que eso se le pudiera ocurrir a nadie. Y
seguimos en el Gobierno. Y estando en el Gobierno, nosotros tenemos el deseo y
el interés de que esta Repúbica, traída por republicanos y socialistas, no sea
lo que fue la primera República; deseamos que sea una República que se
consolide, una República que se estructure políticamente. Para ello había que
aprobar una Constitución. Cooperamos a la discusión y a la votación de la
Constitución de la República.
La
Constitucón y las leyes complementarias
Cuando
esto se hace las derechas empiezan ya a intranquilizarse. Y comienzan a
amenazar, a hablar de revisión de la Constitución. Cuando esto sucede, los
socialistas ylos republicanos que han traído la Repúbica por medios
revolucionarios dicen: «¡Ah! No es bastante haber hecho una Constitución,
porque esta Constitución puede ser falseada después en las leyes
complementarias; hay que hacer las leyes complementarias, porque si ahora
dejamos el camino libre al enemigo, a los de la derecha, en las leyes
complementarias desvirtuarán todo el sentido revolucionario que pueda tener la
Constitución. (Muy bien) Y nosotros hicimos el propósito de que, ocurriese lo
que ocurriese en España, primero se aprobaría la Constitución, y después, las
leyes complementarias.
Así,
vimos durante toda esta etapa acometidas de la extrema izquierda que vosotros
conocéis. Y un Gobierno al cual repugna tener que emplear la violencia contra
nadie, se ve obligado, para defender la República, a emplearla. Con todo el
dolor de nuestro corazón tuvo que hacerse. Pero ¿para qué? ¿En nombre de qué,
en aras de qué? En aras del régimen republicano.
Vienen
acometidas de la derecha, y con la misma consciencia el Gobierno republicano
repele esos movimientos y defiende a la República.
El
porqué de los sacrificios colectivos
Viene
la oposición parlamentaria, y el Gobierno resiste. ¿En aras de qué? ¿En aras
del puesto, del asiento que cada uno de nosotros tuviera en el Gobierno?
Comprenderéis que en toda esta etapa de dos años a nadie le puede agradar el
tener que ocupar puestos como éstos para verse obligado a proceder como ha
tenido que hacerlo el Gobierno de la República. Pero había algo que estaba por
encima de nosotros mismos: el compromiso de que la segunda República española
no muriese como murió la primera. (Muy bien. Grandes aplausos.) Y para eso
había que hacer sacrificios, no sacrificios personales, sino colectivos.
Muchos; nadie los ha hecho mayores que el partido socialista y la Unión General
deTrabajadores de España. Nadie mayores; pero, camaradas, ¿qué sacrificios
hubiéramos tenido que hacer si hubiésemos dejado morir la República, si ésta
hubiera caído en manos de los elementos de la derecha o hubiese habido una
restauración monárquica? Todo lo que haya que sacrificar durante el tiempo de
la consolidación de la República, personal y colectivamente, hay que sufrirlo,
porque de esta manera habremos contribuído desinteresadamente, como siempre, a
la victoria del nuevo régimen. Y tendremos derecho, supongo que tendremos
derecho, a pedir respeto y consideración para nuestro Partido y nuestras
organizaicones. (Aprobación.)
El
problema de la participación no está prejuzgado
Por
consiguiente, la participación ministerial durante la revolución y durante la
consolidación de la revolución, no es para mí el problema de la participación
en el Poder. Yo entiendo que eso no prejuzga para nada la actitud que el
partido socialista pueda adoptar en el porvenir sobre esta cuestión. Tendrá que
proceder según las circunstancias. ¡Quién sabe si puede darse el caso, y es
posible que se dé, de que en determinado momento algunos de los que hoy no
están ocnformes con la participación en el Poder durante el movimiento
revolucionario y consolidación de la República, defiendan la participación en
el Poder en otro momento, y los que hemos ido a la participación del Poder en
estos momentos nos opongamos a la participación en el Poder! (Muy bien.) Porque
eso dependerá, como he dicho antes, de las circunstancias, de los momentos
políticos, que no están sujetos a nuestra voluntad. Eso no es una cuestión de
principio. Eso es una cuestión de táctica. Y nadie puede hipotecar el porvenir
sobre este particular; yo no lo hipoteco. Yo quedo, después de salir del
Gobierno de la República, en absoluta libertad para mantener mi criterio sobre
la participación o no participación en el provenir. Hoy estamos cumpliendo un
deber histórico. Por consiguiente, quedamos, al menos yo, en que esto de la
participación en el Poder hoy no prejuzga para nada nuestra posición en el
porvenir.
Algunas
consideraciones más sobre la participación
Conviene
decir algunas palabras sobre lo que pueda significar la colaboración
ministerial. He dicho hace un momento que no podemos hipotecar nuestro
pensamiento, nuestro actitud para el mañana, porque el desarrollo político en
nuestro país nos puede conducir a situaciones que nos obligasen a reactificar
lo que hoy dijésemos. Yo no puedo olvidar que en un Congreso, no recuerdo bien
si fue del Partido o de la Unión General de Trabajadores, habiendo monarquía,
alguien habló también incidentalmente de la participación en el Poder. Yo salí
inmediatamente al encuentro, diciendo: «No me parece oportuno plantear la
cuestión, porque aun dentro de la monarquía pudieran darse casos tan difíciles
que, bien a nuestro pesar, nos obligasen a participar en el Gobierno.» Era
cuando la guerra de Marruecos. Algún jefe de partido que era republicano, que
luego se pasó a la monarquía y que hoy parece que es republicano otra vez
(Grandes aplausos), tenía entonces la ilusión de que iba a ser llamado a
Palacio para formar Gobierno. Y en seguido mandó a amigos suyos a sondear a los
hombres del partido y a preguntarles si
colaborarían en un Gobierno formado por él, con elementos, naturalmente, nuevos
dentro de la monarquí, con una condición: con la condición de que ellos
terminaban la guerra de Marruecos. Cuando esta sugestión se hizo, ya dió que
pensar entonces, porque en aquella época era cuando nosotros hacíamos la
campaña contra la guerra de Marruecos, era cuando caían a centenares en Africa
los proletarios, cuando toda la opinión pública española estaba contra aquella
acción guerrera. Aquello podía ser un lazo de la monarquía para meternos dentro
de un Gobierno monárquico; pero el hecho era que se ofrecía que si colaboraban
los socialistas en aquel Gobierno, la guerra de Marruecos terminaría. Y una de
dos: o participábamos en el Gobierno para terminar la guerra de Marruecos, o se
nos podía hacer responsables de que la guerra de Marruecos continuara.
Recuerdo, y perdonad estas disgresiones, que a la persona que a mí me habló yo
le dije: «Y del Ejército, ¿qué van ustedes a hacer?» «Mire usted -me
respondió-, en eso no hemos pensado.» «¡Ah, no! Yo no sé lo que hará mi
partido; pero yo digo que mientras el Ejército esté como está, ni el rey ni
ustedes podrán hacer nada, y la guerra de Marruecos no terminará. Si ustedes no
ponen mano en el Ejército y echan fuera de él a los principales culpables de la
guerra de Marruecos, la guerra de Marruecos no termina. Yo no sé qué les dirán
a ustedes mis compañeros, pero yo les digo que es seguro que sin una garantía
de una reforma radical en el Ejército, echando a la calle a los generales
principalmente culpables de esa guerra, no podrá haber posiblidad de contar con
nuestra colaboración.» Resultado de todas estas conversaciones fue que no nos
volviesen a hablar más del asunto. Indudablemente, cuando se planteó la
cuestión, que debió plantearse, referente al Ejército, no quisieron atenderla.
La
revolución hizo pensar y decidir
Ya
en aquella ocasión el problema de la participación en el Poder hacía pensar
despacio. Vino la revolución; hizo pensar y decidir. No sabemos lo que podrá
ocurrir mañana. Como en el Congreso del partido dije yo, o nosotros actuamos en
política, o no actuamos. Y si actuamos en política, nosotros podemos llevar al
Parlamento un grupo de tal importancia que o seamos nosotros los que vayamos a
colaborar con los burgueses, sino que puede que tengamos que decir a los
burgueses que vengan a colaborar con nosotros. Esto no creo que sea una
quimera, porque la medida del progreso nque en el orden político puede tener
nuestro partido no podemos calcularla. Nuestra obligación es luchar
políticamente con entusiasmo, con decisión y con eficacia, y al hacer esto no
sabemos hasta dónde podemos llegar y en qué medida podemos superarnos. Y nos
podemos encontrar ante una situación en que pudiera suceder esto que yo he
dicho ahora, que puede parecer a alguien un absurdo. Pues bien, repito, lo de
la participación en el Poder no está, para mí planteado.
Y
con motivo de todo esto, entramos en la lucha política, entramos en el
Gobierno; pasan los primeros meses, se elabora la Constitución, e
inmediatamente surgen elementos dentro de la República, dentro del campo
republicano, pidiendo que se marchen los socialistas del Poder.
Eso
lo diremos nosotros
Tengo
que declarar aquí que me parece poco reflexiva esa actitud. Yo creo que esos
elementos (no me refiero a los que llaman ahora cavernícolas, que ésos, para
mí, no cuentan; me refiero a aquellos que se llaman afines) no reflexionan
cuando dicen que los socialistas deben marcharse del Poder, que deben marcharse
del Gobierno. No se trata aquí, ni por parte de ellos ni por nuestra parte, de
que estemos, como suelen creer muchas gentes, disfrutando de ciertas prebendas
dentro de un cargo ministerial, o que lo pueden disfrutar ellos. Eso es muy
pequeño, no vale la pena siquiera de discurrir un segundo sobre ello. No; hay
que mirar más alto. A estoa elementos republicanos que piden, que solicitan,
que hacen campañas en la prensa, y en los mítines, y en los pasillos del
Congreso para que los socialistas salgan del Gobierno, yo les voy a plantear la
siguiente cuestión: que salgan los socialistas del Gobierno..., ¿por qué? ¿Es
que la República está tan segura, tan fuerte, tan sólida en sus cimientos que
ya no le hace falta la colaboración de los socialistas? ¿Lo afirman? ¿Están
convencidos? Yo me permito afirmar aquí que a la República española le hace
falta todavía el apoyo, la colaboración del partido socialista y de la Unión
General de Trabajadores. Si hay alguien en el otro campo que crea lo ocntrario
sinceramente, que no le guíen en sus afirmaciones pequeñas razones políticas o
de amor propio o ambiciones, que lo entienda así, que lo pueda probar, que lo
afirme públicamente. ?No hace falta ya la colaboración socialista a la
República¿ ¿Ya está firme? ¿Ya está en plena salud? ¿Ya no tiene que temer nada
de nadie? ¡Quien sabe si a estas fechas los hechos habrán demostrado ya todo lo
contrario! (Gran ovación.)
Pero,
además, vamos a aceptar la hipótesis de que la República está tan firme y que,
como ellos, creen, no precisa de la colaboración socialista para que siga
adelante. ¿Pero es para esos menesteres para los que nos tienen a nosotros?
¿Pero qué concepto se tiene del partido socialista y de la Unión General de
Trabajadores? ¿Pero qué concepto se tiene de estos organismos, que se cree que
no pueden colaborar en un Gobierno, aunque sea contra la voluntad de los
socialistas, sino hasta el momento en que la República se consolide? Eso lo
podremos decir nosotros, pero no ellos. (Muy bien.) Eso lo diremos nosotros
pero no ellos.
Vamos
a la conquista del poder
Además,
hay quien dice: «Ya la República está en marcha, y, como es República, debemos
gobernarla los republicanos. (Risas.) ¿Pero qué somos nosotros? ¿Es que porque
somos socialistas no somos republicanos? Hace poco hacía referencia al primer
punto de nuestro programa mínimo: supresión de la monarquía. Nosotros, por ser
socialistas, somos republicanos; si es simplemente por el título de
republicanos, tenemos el mismo derecho que puede tener otro cualquiera a
gobernar el país. Pero hay quien dice: «No, no; ustedes son un partido de
clase. Y como son un partido de clase, no pueden, no deben ustedes gobernar con
los partidos republicanos.» ¿Qué significa esta declaración? Porque nosotros no
negamos que defendemos a la clase trabajadora principalmente, al mismo tiempo
que defendemos los intereses generales del país. Pero esa declaración quiere
decir que si nosotros somos defensores de los intereses de la clase obrera,
ellos serán defensores de los intereses de la clase burguesa. Si nosotros, por
defender más principalmente los intereses proletarios, estamos incapacitados de
gobernar los intereses del país, los del lado contrario estarán, a la inversa
en la misma situación. Claro que no es ésa la realidad; la realidad es todo lo
ocntrario, pues en un Gobierno como el actual se hace una política de transacción.
Pero ellos argumentan así: somos un Partido de clase. ¿Qué quiere decir eso?
¿Es que a la clase obrera no se le va a permitir gobernar, siempre que lo haga
con arreglo a la Constitución y a las leyes del país? ¿Es que se le repudia,
por ser clase obrera, para la gobernación del Esatdo, si esta clase obrera
procede con arreglo a la Constitución y a las leyes vigentes? ¡Ah!, esto es muy
grave. ¿Es que vamos a volver otra vez a los partidos legales e ilegales, ya
que no en la Constitución, en la práctica de cada día? A nuestro Partido, por
ser partido obrero, partido de clase, como ellos dicen, ¿se le repudia para la
gobernación del Estado, permitiéndolo la Constitución, permitiéndolo las leyes?
¿A dónde se le empuja? De una manera inconveniente, están haciendo una labor
anarquizante que asombra. Nosotros vamos a la conquista del Poder. (Muy bien.
Gran ovación.) Si vamos a la conquista del Poder, nuestro propósito es lograrlo
según la Constitución nos lo permite, según las leyes del Estado nos lo consientan.
(El
Socialista, 25 de julio de 1933.)
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