jueves, 20 de septiembre de 2018

Europa, de solución a problema

LA TERCERA

Europa, de solución a problema

«Europa empieza a ser un problema grave, con una grieta cada vez mayor entre quienes la ven como lugar de acogida y quienes temen perder su identidad nacional. La solución, creo, no es menos Europa, sino más Europa, o sea, más democracia, no menos, sin olvidar la máxima ateniense de que la democracia tiene también sus límites»


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Puede que la cita más repetida de Ortega sea «España es el problema, Europa la solución». Al menos lo fue para un par de generaciones, la mía incluida, y todavía la leo de tanto en tanto, aunque cada vez con menos entusiasmo. Lógico. Europa sigue siendo el sueño de millones de africanos, asiáticos e incluso iberoamericanos, que han visto convertirse sus países de tierras de promisión en nidos de conflictos, Europa ya no es la que era. ¿Por qué? Para responder, tenemos primero que aclarar qué es Europa.
Geográficamente, es una península de Asia, la más occidental, con un mar en medio, «el Mediterráneo», en torno al que se produjo la mayor explosión de ciencia y cultura que se recuerda, lo que la llevó a protagonizar la historia desde que merece ese nombre. Es verdad que en Asia se desarrollaron culturas y civilizaciones de gran calibre, la india, la china, la babilónica, la persa, a la que añadir la islámica. Pero eran culturas «cerradas», vuelvo a usar un término de Ortega, que hoy acarrearía el reproche de «eurocentrista» o incluso «xenófoba», pero que describe la diferencia con las demás, culturas que se agotan a sí mismas una vez alcanzado su máximo nivel de expansión. Mientras la cultura occidental no conoce límites, al menos hasta ahora, e incluso arrampla con lo que le interesa de las demás para seguir avanzando. Se debe a no estar circunscrita a una raza, religión o territorio. «Griegos son todos los que participan de la cultura helénica» dijo Isócrates. Sus principios son tan firmes como flexibles: «El hombre es la medida de todas las cosas», que lleva a «nada de lo que es humano me es ajeno», y «Sólo sé que no sé nada», lo que le empuja a descubrirlo todo.
Con tan simples postulados, los occidentales llegaron a dominar las tierras y los mares, las profundidades submarinas y los viajes interplanetarios, el arte abstracto y la física cuántica, el frío y el calor. Nada de extraño que Europa haya venido siendo la gran tentación tanto para Asia como para África y que «el rapto de Europa» se convirtiese en figura mitológica y estuviera a punto de convertirse en realidad. No me refiero sólo a las Guerras Médicas, con episodios legendarios como las Termópilas, Salamina y Platea, en la que los griegos demostraron ser superiores a los persas tanto en el pensamiento, como en el valor, sino también a la acometida musulmana en el ocaso del Imperio romano, que si no llega a ser detenida por Carlos Martel en Poitiers, a estas horas Europa hablaría árabe y adoraría a Alá. O, más tarde, cuando los turcos amenazan Viena, salvada por los escuadrones polacos. De todas esas embestidas se libró Europa, mientras avanzaba en las artes y las ciencias, los descubrimientos y las exploraciones, la política y el derecho y dominaba el mundo.
Entre las aportaciones de la cultura occidental al avance de la humanidad figura en lugar destacado la democracia, de cuyo prestigio habla el hecho de que incluso las dictaduras pretenden serlo, como ocurrió a las tristemente célebres «populares», cuando la Unión Soviética dominaba la mitad de Europa y buena parte de Asia. Nació en Atenas y parte de los pecados de los griegos actuales se les han perdonado gracias a esa genialidad de sus antepasados, al no haberse descubierto otra forma de gobierno menos mala. Pero se ha exagerado mucho al respecto. En Atenas se ensayó por primera vez el «gobierno del pueblo», con dos cámaras, tribunales de justicia, partidos y arcontes, que venían a ser el ejecutivo.
Pero estaba circunscrita a los «ciudadanos», atenienses de pura cepa, los menos, junto a los metecos, que, aunque libres, no tenían derechos de ciudadanía, constituidos por comerciantes e industriales, los libertos, esclavos manumitidos y esclavos propiamente dichos, propiedad de sus dueños, aunque sus condiciones no eran tan duras como en otros lugares. O sea, que lo del «gobierno del pueblo» no lo era tanto. Y había un detalle que lo magnificaba: cuando la democracia devenía en demagogia, el orden público se deterioraba y la economía empezaba a flaquear, los atenienses tenían una cura de caballo: buscaban un «hombre justo», alguien famoso por su ecuanimidad y buen juicio, y la nombraban «tirano», con plenos poderes, para que pusiese la casa en orden. La democracia ateniense incluía la tiranía, aunque entonces no tenía el sentido peyorativo de hoy. Pero les funcionó.
He pensado en esta peculiaridad de la democracia ateniense en momentos de «crisis democrática» y no debo de ser el único, pues la demanda de un «hombre fuerte» se ha dado en demócratas de toda la vida, Pero eso es como jugar a la ruleta: que puede salir bien o mal y nadie sabe cómo resultará un «hombre justo» con todos los poderes en su mano. Aparte de cómo deshacerse de él cuando sus servicios ya no son necesarios. Tampoco nos sirve de mucho la experiencia. Que Europa está en crisis no cabe la menor duda. Basta ver lo poco que pinta hoy en el mundo. ¿A qué se debe, cuando acaba de cumplirse el sueño europeo de unidad del pequeño continente? Le he dado muchas vueltas y la única explicación que le encuentro es que si el problema de Grecia fue su incapacidad de superar su sentido de polis, de ciudad, a Europa le está ocurriendo lo mismo con su sentido de nación. Las naciones impiden que cuaje la Nación Europea, la Europa Unida. Lo estamos viendo con el intento de dar soluciones nacionales a problemas supranacionales, como la inmigración. Los europeos tememos perder nuestra identidad nacional ante la inmigración masiva que sufrimos. Y en vez de unirnos, nos separamos. En vez de abrir fronteras, las cerramos. Claro que Europa no puede abrir de par en par sus puertas a continentes enteros asolados por la guerra, el hambre y los odios tribales, porque, sencillamente, la arrollarían. Tan descabellado es el «Refugee welcome» como el «Refugee go home». Sólo una política conjunta, coordinada, en la que los inmigrantes respeten la vieja norma de «En Roma, sé romano», que se integren en la sociedad que los acoge, puede ser beneficiosa para ambas partes. Pero el exceso, las prisas, las soluciones instantáneas, normas en nuestros días en todos los países, traen el auge de los extremos. Tanto o más que el avance de la extrema derecha, me preocupa el de una extrema izquierda incapaz de darse cuenta de que sus fórmulas ya no sirven.
Para resumir: Europa empieza a ser un problema grave, con una grieta cada vez mayor entre quienes la ven como lugar de acogida y quienes temen perder su identidad nacional. La solución no es menos Europa, sino más Europa, o sea, más democracia, no menos, sin olvidar la máxima ateniense de que la democracia tiene también sus límites. Para encontrar el equilibrio entre ambas corrientes necesitaríamos personajes del calibre de los que pusieron los cimientos de la UE sobre las ruinas de una Europa desangrada y humeante tras su última guerra civil. Pero no se ven por ninguna parte.
En cuanto a los españoles, ni siquiera llegamos a eso: estamos todavía en el proceso de la deconstrucción nacional. Oigan a nuestros políticos.

José María Carrascal es periodista

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