sábado, 30 de junio de 2018

El Estatuto de Cataluña promulgado por la República



El Estatuto de Cataluña promulgado por la República

Art. 1.º Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español. Su territorio es el de las provincias de Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona en el momento de aprobarse este Estatuto.

Art. 2.º El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en Cataluña. Para las relacones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña, la lengua oficial será el castellano.
Toda disposición o resolución oficial dictada dentro de Cataluña deberá ser publicada en ambos idiomas. La notificación se hará también en la misma forma, caso de solicitarlo parte interesada.
Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con los Tribunales, autoridades y funcionarios de todas clases, tanto de la Generalidad como de la República.
A todo escrito o documento judicial que se presente ante los Tribunales de Justicia redactado en lengua catalana, deberá acompañarse su corresondiente traducción castellana, si así lo solicita alguna de las partes.
Los documentos públicos autorizados por los fedatarios en Cataluña podrán redactarse indistintamente en castellano o en catalán, y obligadamente en una u otra lengua, a petición de parte interesada. En todos los casos, los respectivos fedatarios públicos expedirán en castellano las copias que hubieren de surtir efecto fuera del territorio catalán.

Art. 3.º Los derechos individuales son los fijados por la Constitución de la República española. La Generalidad de Cataluña no podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles. Estos no tendrán nunca en Cataluña menos derechos que los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República.

Art. 4.º A los efectos del régimen autónomo de este Estatuto, gozarán de la condición de catalanes; primero, los que lo sean por naturaleza y no hayan ganado vecindad administrativa fuera de Cataluña, y segundo, los demás españoles que hayan ganado vecindad dentro de Cataluña.

Art. 5.º De acuerdo con lo previsto en el artículo 2.º de la Constitución, la Generalidad ejecutará la legislación del Estado en las siguientes materias:
1.ª Eficacia de los comunicados oficiales y documentos públicos.
2.ª Pesas y medidas.
3.ªRégimen menor y bases mínimas sobre montes, agricultura y ganadería, en cuanto afecta a la defensa de la riqueza y la coordinación de la economía nacional.
4.ª Ferrocarriles, carreteras, canales, teléfonos y puertos que sean de interés general, quedando a salvo para el Estado la reversión de la policía de ferrocarriles y de los teléfonos y la ejecución directa, que puede reservarse de todos estos servicios.
5.ª Bases mínimas de la legislación sanitaria interior.
6.ª Régimen de seguros generales y sociales, sometidos estos últimos a la inspección que precetúa el artículo 6.º.
7.ª Aguas, caza y pesca fluvial sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 14 de la Constitución. Las Mancomunidades Hidrográficas, cuyo radio de acción se extiende a territorio situado fuera de Cataluña, mientras conserven la vecindad y autonomía actuales, dependerán exclusivamente del Estado.
8.ª Régimen de Prensa, Asociaciones, reuniones y espectáculos públicos.
9.ª Tierras de expropiación, salvo siempre la facultad del Estado para ejecutar por sí sus obras peculiares.
10. Socialización de riquezas naturales y Empresas, delimitándose para la legislación de la propiedad las facultades del Estado y de las regiones autónomas.
11. Servicios de Aviación civil y radiodifusión, salvo el derecho del Estado a coordinar los medios de comunicaciones en todo el país.
El Estado podrá instalar servicios propios de radiodifusión y ejercerá la inspección de los que funcionen por concesión de la Generalidad.
Art. 6.º La Generalidad organizará todos los servicios que la legislación social del Estado haya establecido o establezca para la ejecución de sus preceptos.
La aplicación de las leyes sociales estará sometida a la inspección del Gobierno para garantizar directamente su estricto cumplimiento y el de los Tribunales internacionales que afecten a la materia.
En relación con las facultades atribuídas por el artículo anterior, el Estado podrá designar en cualquier momento los delegados que estime necesarios para velar por la ejecución de las leyes. La Generalidad está obligada a subsanar, a requerimientos del Gobierno de la República, las deficiencias que se observen en la ejecución de aquellas leyes; pero si la Generalidad estimase injusticada la reclamación, será sometida la divergencia al fallo del Tribunal de Garantías constitucionales, de acuerdo con el artículo 121 de la Constitución. El Tribunal de Garantías constitucionales, si lo estima preciso, podrá suspender la ejecución de los actos o acuerdos a que se refiera la discrepancia, en tanto se resuelve definitivamente.

Art. 7.º La Generalidad de Cataluña podrá crear y sostener los centros de enseñanza en todos los grados y órdenes que estime oportunos, siempre con arreglo a lo dispuesto en el artículo 50 de la Constitución, con independencia de las instituciones docentes y culturales del Estado y con los recursos de la Hacienda de la Generalidad, dotada por este Estatuto.
La Generalidad se encargará de los servicios de Bellas Artes, Museos, Bibliotecas, conservación de monumentos y archivos, salvo el de la Corona de Aragón.
Si la Generalidad lo propone, el Gobierno de la República podrá otorgar a la Universidad de Barcelona un régimen de autonomía. En tal caso, éste se organizará como Universidad única, regida por un Patronato, que ofrezca a las lenguas y a las culturas castellana y catalana las garantías recíprocas de convivencia y de igualdad de derechos para profesores y alumnos.
Las pruebas y requisitos que, con arreglo al artículo 49 de la Constitución, establezca el Estado para  la expedición de títulos, regirán con carácter general para todos los alumnos procedentes de los establecimientos del Estado y de la Generalidad.

Art. 8.º En materia de orden público, quedan reservados al Estado, de acuerdo con lo dispuesto en los números 4, 10 y 16 del artículo 14 de la Constitución, todos los servicios de seguridad púbica en Cataluña, en cuanto sean de carácter extrarregional o suprarregional; la policía de fronteras, inmigración, emigración, extranjería y régimen de extradición y expulsión.

Corresponden a la Generalidad todos los servicios de policía y orden interior de Cataluña.
Para la coordinación permanente de ambas clases de servicios mutuos, auxilio, ayuda e información y traspaso de los que correspondan a la Generalidad, se creará en Cataluña, habida cuenta de lo ordenado en el artículo 20 de la Constitución, una Junta de Seguridad, formada por representantes del Gobierno de la República y de la Generalidad y por las autoridades superiores que, dependientes de una y otra, presten servicio en el territorio regional, la cual entenderá en todas las cuestiones de regulación de servicios, alojamientos de fuerzas y nombramiento y separación de personal.
Esta Junta, cuyo reglamento ordenará su organización y funcionamiento, de acuerdo con lo contenido en este artículo, tendrá una función informativa, pero la Generalidad no podrá proceder contra sus dictámenes en cuanto tengan relación con los servicios coordinados.
En cuanto al personal de los servicios de policía y orden interior de Cataluña atribuídos a la Generalidad, las propuestas de los nombramientos las hará su representación en la Junta, sin perjuicio de lo dispuesto en el párrafo anterior.

Art.9.º El Gobierno de la República, en uso de su facultad y en ejercicio de sus funciones constitucionales, podrá asumir la dirección de los servicios comprendidos en el artículo anterior, en el  mantenimiento del orden interior en Cataluña, en los siguientes casos:

Primero. A requerimiento de la Generalidad.
Segundo. Por propia iniciativa, cuando estime comprometido el interés general del Estado o su seguridad.
En ambos casos será oída la Junta de Seguridad de Cataluña para dar por terminada la intervención del Gobierno de la República.
Para la declaración del estado de guerra, así como para el mantenimiento, suspensión o restablecimiento de los derechos y garantías constitucionales, se aplicará la ley de Orden público, que regirá en Cataluña como en todo el territorio de la República.
También regirán en Cataluña las disposiciones del Estado español sobre fabricación, venta, tenencia y uso de armas y explosivos.

Art. 10. Corresponderá a la Generalidad de Cataluña la legislación sobre el régimen local, que reconocerá a los Ayuntamientos y demás corporaciones que cree plena administración en el gobierno y dirección de los intereses peculiares y les concederá recursos propios para atender los servicios de su competencia.
Esta legislación no podrá reducir la autonomía municipal a límites menores que los que señale la ley general del Estado.
Para el cumplimiento de sus fines, la Generalidad podrá establecer, dentro de Cataluña, las demarcaciones territoriales que estime convenientes.

Art. 11. Corresponden a la Generalidad de Cataluña la legislación exclusiva y la ejecución y dirección de las funciones siguientes:
A) Carreteras, ferrocarriles, canales, puertos y todas las obras públicas de Cataluña, salvo lo dispuesto en el artículo 15 de la Constitución.
B) Servicios forestales, agrónomicos y pecuarios, Sindicatos Agronómicos y Asociaciones y Sociedades agrarias, salvo lo dispuesto en el párrafo quinto del artículo 15 de la Constitución y salvo las leyes sociales designadas en el número 1 de dicho artículo.
C) Beneficiencia.
D) Sanidad interior, salvo lo dispuesto en el número séptimo del artículo 15 de la Constitución.
E) Establecimiento y ordenación de los servicios de contratación de mercancías y similares, conforme a las ormas generales del Código de Comercio.
F) Cooperativas, Mutualidades y Pósitos, con la salvedad, respecto a las leyes sociales, hecha en el párrafo primero del artículo 11 de la Constitución.

Art. 12. Corresponde a la Generalidad la legislación exclusiva en materia civil, salvo lo dispuesto en el artículo 14, número primero, de la Constitución, y la administrativa que le esté plenamente atribuída por este Estatuto.
La Generalidad organizará la administración de Justicia en todas las jurisdicciones, excepto en la militar y en la de la Armada, conforme a los preceptos de la Constitución y a las leyes procesales y orgánicas del Estado.
La Generalidad nombrará los jueces y magistrados con jurisdicción en Cataluña mediante concurso entre los comprendidos en el escalafón general del Estado. El nombramiento de magistrados del Tribunal de Casación de Cataluña corresponderá a la Generalidad, conforme a las normas que su Parlamento determine. La organización y funcionamiento del ministerio fiscal corresponde íntegramente al Estado, de acuerdo con las leyes generales. Los funcionarios de la justicia municipal serán designados por la Generalidad, según el régimen que establezca. Los nombramientos de secretarios judiciales y de personal auxiliar de la administración de justicia se harán por la Generalidad con arreglo a las leyes del Estado.
El Tribunal de Casación de Cataluña tendrá jurisdicción propia sobre las materias civiles y administrativas cuya legislación exclusiva esté atribuída a la Generalidad.
Conocerá, además, el Tribunal de Casación de Cataluña de los recursos sobre calificación de documentos referentes al Derecho privativo catalán que deban motivar inscripción en los Registros de la Propiedad. Asimismo resolverá los conflictos de competencia y jurisdicción entre las autoridades judiciales de Cataluña. En las demás materias se podrá interponer recurso de casación ante el Tribunal Supremo de la República o el procedente, según las leyes del Estado. El Tribunal Supremo de la República resolverá asimismo los conflictos de competencia y de jurisdicción entre los Tribunales de Cataluña y los demás de España.

Los registradores de la propiedad serán nombrados por el Estado.
Los notarios los designará la Generalidad mediante oposición o concurso, que convocará ella misma, con arreglo a las leyes del Estado. Cuando, conforme a éstas, deban proveerse las notarías vacantes por concurso  o por oposición entre notarios, deberán admitirse con iguales derechos los notarios del Estado y los de la Generalidad.
En cuantos concursos convoque la Generalidad serán condiciones preferentes el conocimiento de la lengua y del Derecho catalanes, sin que en ningún caso pueda establecerse la excepción de naturaleza o vecindad. Los fiscales registradores designados para Cataluña deberán conocer la lengua y el Derecho catalán.

Art. 13. La Generalidad de Cataluña tomará las medidas necesarias para la ejecución de los Tratados y convenios que versan sobre materias atribuídas total o parcialmente a la competencia regional en el presente Estatuto.
Si no lo hiciera en tiempo oportuno, corresponderá adoptar dichas medidas al Gobierno de la República, que, por tener a su cargo la totalidad de las relaciones exteriores, ejercerá siempre la alta inspección para el cumplimento de los referidos Tratados y convenios y para la observación de los principios del Derecho de gentes.
Todos los asuntos que revistan este carácter, como la participación oficial en exposiciones y Congresos internacionales y las relaciones de los españoles residentes en el extranjero o cualquiera otras análogas, serán de la exclusiva competencia del Estado.

Art. 14. La Generalidad estará integrada por el Parlamento, el presidente de la Generalidad y el Consejo ejecutivo.
Las leyes interiores de Cataluña ordenarán el funcionamiento de este organismo, de acuerdo con el Estatuto y con la Constitución.
El Parlamento, que ejercerá funciones legislativas, será elegido por un plazo no mayor de cinco años, por sufragio universal directo, igual y secreto.
Los diputados del Parlamento de Cataluña serán inviolables por los votos u opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo.

El presidente de la Generalidad asume la representación de Cataluña. Asimiso representa a esta región en sus relaciones con la República y con el Estado y en las funciones cuya ejecución directa le estén reservadas al Poder central.
El presidente de la Generalidad será elegido por el Parlamento de Cataluña y podrá delegar temporalmente su función ejecutiva, mas no la de representación, en uno de sus consejeros.
El presidente y los consejeros de la Generalidad ejercerán las funciones ejecutivas y deberán dimitir de sus cargos en el caso de que el parlamento les negase de modo explícito la confianza.
Uno y otros son individualmente responsables ante el Tribunal de Garantías en el orden civil y criminal del Estatuto y de las leyes.

Art. 15. Todas las cuestiones de competencia que se susciten entre las autoridades de la República y de la Generalidad o entre las jurisdicciones de sus respectivos organismos serán resueltas por el Tribunal de Garantías Constitucionales, el cual tendrá, de acuerdo con el artículo 121 de la Constitución, la misma extensión de competencia en Cataluña que en el resto de la República.

Art. 16. La Hacienda de la Generalidad de la Cataluña se constituye:
 a) Con el producto de los impuestos que el Estado cede a la Generalidad.
b) Con un tanto por ciento en determinados impuestos de los no cedios por el Estado.
c) Con los impuestos, derechos y tasas de las antiguas Diputaciones provinciales de Cataluña y con los que establezca la Generalidad.

Los recursos de la Hacienda de la Generalidad se cifrarán con sujeción a las siguientes reglas:
Primera. Un tanto por ciento sobre la cuantía que resulte de aplicar la regla anterior por razón de los gastos imputables a servicios que transfieran y que, teniendo consignación en el presupuesto del Estado, no produzcan pagos en Cataluña o los que produzcan en cantidad inferior al importe de los servicios.
Segunda. Una suma igual al coeficiente de aumento que experimenten en lo sucesivo los gastos de los presupuestos futuros de la República en los servicios correspondientes a los que se transfiera a la Generalidad de Cataluña.
Para cubrir las cuantías que resulten de aplicar las reglas anteriores, según el cálculo que realizará la Comisión mixta creada en el artículo 19 de este Estatuto, y que se someterá a la aprobación del Consejo de ministros, el Estado cede a la Generalidad:
I. La contribución territorial, rústica y urbana con los recargos establecidos sobre la misma, debiendo abonar a los Ayuntamientos las participaciones que les correspondan.
II. El impuesto sobre los derechos reales, las personas jurídicas y las transmisiones de bienes con sus recargos y con la obligación de aplicar los mismos tipos contributivos establecidos en las leyes del Estado.
III.El 20 por 100 de propios, el 10 por 100 de pesas y medidas, el 10 por 100 de aprovechamientos forestales, el producto del canon de superficie y el impuesto sobre las explotaciones mineras.
III. Una participación en las sumas que produzcan en Cataluña las contribuciones industrial y de utilidades, igual a la diferencia entre la cuantía de las contribuciones con sus recargos que se ceden en virtud de las tres reglas anteriores y el coste total de los servicios que el Estado transfiere a la región autónoma, todo ello referido al momento de la transmisión. Si con una participación del 20 por 100 no se cubriere dicha diferencia, se abonará el resto de la misma en forma de participación en el impuesto de Timbre en la proporción necesaria.
Cada cinco años se procederá por una comisión de técnicos nombrados por el ministro de Hacienda de la República y por la Generalidad a la revisión de las concesiones hechas en este artículo. Tanto los impuestos cedidos como los servicios traspasados a la Generalidad serán calculados con un aumento o con una rebaja igual a la que hayan experimentado unos y otros en la Hacienda de la República. La propuesta de esta Comisión será elevada a la aprobación del Consejo de ministros.

En cualquier momento el ministro de Hacienda de la República podrá hacer una revisión extraordinaria en el régimen de Hacienda del presente título, de común acuerdo con la Generalidad, y si esto no fuera posible, deberá someterse la reforma a la aprobación de las Cortes, siendo preciso el voto favorable de la mayoría absoluta del Congreso.

Art. 17. La Hacienda de la República respetará los actuales ingresos de las haciendas locales de Cataluña, sin gravar con nuevas contribuciones las bases de contribución de aquéllas.
La Generalidad podrá crear nuevas contribuciones que no se apliquen a las mismas materias que ya tributan en Cataluña a la República, y podrá dar una nueva ordenación a sus ingresos.
Los nuevos tributos que establezca la Generalidad no podrán ser obstáculo a las nuevas imposiciones que con carácter general cree el Estado, y en caso de incompatibilidad aquellos tributos quedarán absorbidos por los del Estado, con la compensación que corresponda.
En ningún caso la Ordenación tributaria de la Generalidad podrá dificultar el desarrollo del impuesto sobre la renta, que será tributo del Estado.
La Hacienda de la Generalidad podrá continuar recaudando por delegación de la Hacienda de la República, y con el mismo premio que éste tenga consignado en presupuesto, las contribuciones, impuestos y arbitrios que el Estado debe percibir en Cataluña, con excepción de los monopolios y de las Aduanas, con sus anexos.
Sin embargo, el Estado se reserva el derecho de rescatar la reecaudación de sus tributos y gravámenes en el territorio de Cataluña y de ordenarla libremente.
La Generalidad podrá emitir deuda interior, pero ni la Generalidad ni sus corporaciones locales podrán apelar al crédito extranjero sin autorización de las Cortes de la República.
Después de emitida la deuda, cuyo producto haya de invertirse en la creación o mejoramiento de servicios que en cuanto a Cataluña hayan sido transferidos a la Generalidad, ésta fijará las obras y los servicios de la misma naturaleza que se propone realizar con la participación que se le otorgue en el empréstito, dentro de un límite que no podrá exceder de una parte proporcional a la población de Cataluña con respecto a la población de España.
Los derechos del Estado en territorio catalán relativos a minas, aguas, caza y pesca, y los bienes de uso público y los que, sin ser de uso común, pertenezcan privativamente al Estado y están destinados a algún servicio público, como el fomento de la riqueza nacional, se transfieren a la Generalidad, excepto los que sigan afectos a funciones cuyo servicio se haya reservado el Gobierno de la República.
Dichos bienes y terrenos no podrán ser enajenados, gravados ni destinados a fines de carácter particular sin autorización del Estado.
El régimen de las concesiones de minas potásicas y de los posibles yacimientos de petróleo seguirán regiéndose por las disposiciones vigentes mientras el Estado no dicte nuevas limitaciones sobre estas materias.
El Tribunal de Cuentas de la República fiscalizará anualmente la gestión de la Generalidad en cuanto a la recaudación de impuestos que le sean atribuídos por delegación de la Hacienda de la República y la ejecución de servicios por encargo de ésta, siempre que se trate de servicios que tengan su consignación especial en los presupuestos del Estado.
Tanto los impuestos cedidos como los servicios transferidos a la Generalidad, serán calculados con un aumento o con una rebaja igual a la que hayan experimentado unos y otros, por la Hacienda de la República.
La propuesta de esta comisión será elevada a la aprobación del Consejo de ministros.
En cualquier momento el ministro de la República podrá hacer una revisión extraordinaria en el régimen de Hacienda del presente título, de común acuerdo con la Generalidad, y si esto no fuese posible deberá someterse la reforma a la aprobación de las Cortes, siendo preciso el voto favorable de la mayoría absoluta del Congreso.

Art. 18. Este Estatuto podrá ser reformado:
a) Por iniciativa de la Generalidad, mediante referéndum de los Ayuntamientos y aprobación del Parlamento de Cataluña.

b) Por iniciativa del Gobierno de la República y a propuesta de la cuarta parte de los votos de las Cortes.
En uno y otro caso será preciso para la aprobación (definitiva) de la ley de Reforma del Estatuto, las dos terceras partes del voto de las Cortes. Si el acuerdo de las Cortes de la República fuera rechazado por el referéndum de Cataluña, será menester, para que prospere la reforma, la ratificación de las Cortes ordinarias, subsiguientes a las que le hayan acordado.

Disposición transitoria

Artículo único. El Gobierno de la República queda facultado, dentro de los dos meses siguientes a la promulgación de este Estatuto, para establecer las normas a que han de ajustarse el inventario de bienes y derechos y la adaptación de los servicios que pasan a la competencia de la Generalidad, encargando la ejecución de dichas normas a una comisión mixta que designen por mitad el Consejo de ministros y el Gobierno provisional de la Generalidad, la cual deberá tomar sus acuerdos por el voto de las dos terceras partes de sus miembros como mínimo, sometiendo, en caso necesario, sus diferencias a la resolución del presidente de las Cortes de la República.
Previo acuerdo con el Gobierno, la Generalidad fijará la fecha para la elección del primer Parlamento de Cataluña, con arreglo al mismo procedimiento de las elecciones a Cortes constituyentes.
Para las elecciones a que se refiere el párrafo anterior, el territorio de Cataluña se dividirá en las circunscripciones siguientes: Barcelona (ciudad), Barcelona (circunscripción), Gerona, Lérida y Tarragona. Las circunscripciones votarán un diputado por cada 4.000 habitantes, con el mínimo de catorce diputados por circunscripción.

Mientras no legisle sobre materias de su competencia, continuarán en vigor las leyes actuales del Estado que a dichas materias se refieran, correspondiendo su aplicación a las autoridades y organismos de la Generalidad, con las facultades asignadas actualmente a los del Estado.
(El Sol, 9 de septiembre de 1932.)



Los sucesos de Casas Viejas provocan un agitado debate parlamentario contra el Gobierno Azaña

El Sr. Guerra del Río: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Guerra del Río: la minoría radical ha tenido el honor de presentar a la Presidencia de la Cámara una proposición incidental, y ruego que se dé inmediata lectura a ella creyendo que está dentro del Reglamento.

El Sr. Presidente: Eso iba a hacer; me había permitido una pausa para ver si podíamos encauzar la discusión sin perdernos en el incidente, lo cual creo que hubiera sido preferible para todos; pero la proposición, en efecto, se ha presentado, es reglamentaria, y yo me disponía a hacer que se diera lectura de ella, y se va a dar lectura en este momento.

El Sr. Guerra del Río: Muchas gracias.

El Sr. Secretario (Vidarte): Dice así:

Los Diputados que suscriben ruegan a la Cámara se sirva declarar que han visto con disgusto la omisión de explicaciones, por parte del Gobierno, respecto a la represión de los sucesos iniciados el 8 de enero.

Palacio del Congreso, 2 de febrero de 1933.- Rafael Guerra del Río.- Salvador Martínez Moya.- Diego Martínez Barrios.- Angel Rizo.- César Oarrichena.- José Terrero.- Eloy Vaquero.- José María Alvarez Mendizábal.- Vicente Cantos.- Miguel de Cámara.- Gerardo Abad Conde.- Justo Villanueva.- Manuel Becerra-

El Sr. Guerra del Río: Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Guerra del Río: Señores Diputados, creo que la máxima pasión política nos hará el honor de reconocer que no hemos sido nosotros, con nuestra conducta los que hemos provocado la situación realmente anormal en que se coloca este debate con esta proposición incidental.

En el día de ayer, desde que se inició, hubimos de hacer, primero el Sr. Armasa y después yo, la salvedad de que estimábamos que la cuestión de orden público, que había culminado, que había tenido su síntoma más relevante en el horror de Casas Viejas, tenía que ser liquidada por la Cámara con una declaración del Gobierno, con una satisfacción a la opinión, y detrás de eso venimos desde el día de ayer. Con asombro vemos todos (yo creo que con asombro incluso en los bancos de los propios Diputados ministeriales...) (Denegaciones y protestas en la mayoría.- Grandes rumores.- Contraprotestas en los radicales.) Quería hacerles este honor, pero no tengo en ello mayor interés.

El Sr. Presidente: Además, tengan en cuenta los Sres. Diputados de la mayoría que no necesita la mayoría, para expresarse la voz de todos los diputados que la componen.

El Sr. Guerra del Río: Decía que vemos con asombro que este Gobierno, que durante un mes está repitiendo cada día que no admite otras discusiones que las que aquí se planteen y que esperaba el día 1.º de febrero para que se le plantearan, a la primera cuestión de gravedad que se plantea aquí, rehuye la contestación, espera que nos entretengamos las minorías en discutir unas con otras, y, cuando más, nos hace el honor -por otra parte, para nosotros muy satisfactorio- de que el señor Subsecretario del Ministerio de la Gobernación conteste o diga que contesta a las graves acusaciones aquí formuladas.

Nosotros tenemos que interpretar de una manera o de otra este silencio del Gobierno y tenemos que remarcar cuál ha sido la intención de nuestras intervenciones de ayer. No, Sr. Presidente del Consejo de Ministros; no hemos pedido expedientes y sumarios contra el capitán de la Guardia Civil o contra el comandante de la fuerza que allí acudieron, no. Nosotros hemos acusado al Gobierno, que es el que tiene que contestar a la acusación. Le hemos acusado de hechos concretos y determinados: de su imprevisión para evitar los sucesos y de su crueldad en la represión de los mismos. No hemos dicho - me hubera guardado yo mucho de ello- que el Ministro de la Gobernación hubiese directamente dado las órdenes para que en Casas Viejas se fusilase a presos, a gente ya indefensa. Lo que sí he dicho y repito es que hay que deducir que las instrucciones del Gobierno fueron de tal naturaleza que las fuerzas encargadas de reprimir la rebelión se tenían que conducir fatalmente de aquella manera.

Me decía: ¡Pruebas! ¿Pruebas? Alguna ha de ser la superioridad de la Cámara, de todo Parlamento sobre los Tribunales de Justicia. Las pruebas en los Parlamentos se forjan en las conciencias, y los datos para forjar esa convicción han sido aquí expuestos y no ha habido la menor contestación; si acaso, han sido agravados por las palabras que ayer pronunció el Sr. Esplá. Hemos dicho: hay 19 muertos y no ha habido un solo herido; esto no puede ser la consecuencia de una refriega. ¿Habéis contestado a esto? ¿Lo habéis desmentido? ¿Os atrevéis a desmentirlo ahora mismo? Hemos dicho: todos los Diputados de la provincia de Cádiz, cualquiera que sea su significación, tienen esta misma convicción. ¿Se ha levantado uno solo a rectificarme? Pues ahí en vuestras filas están sentados; que lo digan y que me desmientan, si son hombres de conciencia y de honor, como yo creo. (Muy bien.)

¿Queréis más pruebas, Sr. Presidente del Consejo de Ministros? ¿Quéreis más pruebas que justifiquen lo que dijimos de que la Cámara de la República tiene que ver con disgusto este silencio despreciativo después de la revelación de esas crueldades? También os las voy a dar.

He dicho que las fuerzas que se dirigieron a Andalucía llevaban la convicción de que sus instrucciones eran no hacer prisioneros. Eso he dicho yo. Ayer, un Diputado monárquico, pero hombre de honor, pienso (Rumores) -vosotros juzgaréis si puede haber en esta Cámara alguien capaz de asegurar en falso lo que voy a decir aquí-, un Diputado monárquico me ha dicho que en el tren de Andalucía, hablando con oficiales de la Guardia Civil que se dirigían a reprimir aquellos sucesos, declararon que llevaban esas instrucciones. ¿Es eso una prueba bastante? No; pero esperad. Creo que los hechos tienen la suficiente gravedad para que todos los que sepan algo tengan la obligación de decirlo aquí, no ante un juez instructor en un sumario y en un expediente, en el cual, al fin y al cabo, va a resultar que el único responsable es el que menos nos interesa.

Otro Diputado a Cortes, republicano, aunque moderado, me juraba ayer (diciéndome que el secreto de la persona que directamente conocía el hecho no podía descrubrirlo sino cuando se le llamara a declarar) que se habían dado esas terminantes instrucciones. Y por último, señores Diputados, un Diputado republicano de siempre, de los que para todos nosotros no pueden tener tilde alguna en esta clase de asuntos, el señor González Sicilia -lo cito porque es correligionario mío-. Diputado por Sevilla, me decía que en su presencia, oyéndolo él, el comisaro jefe de Policía de Sevilla había transmitido la misma clase de instrucicones (El Sr. González Sicilia pide la palabra.)

¿Qué mas pruebas queréis? No hay heridos; hay 19 muertos; hay uno de ellos que apareció amanillado y del cual se nos dice, por toda explicación, que era un parlamentario que se pasó al enemigo y fue tan cruel el enemigo que no le quitó las esposas y después se le encontró muerto.

El Gobierno, a esto, contesta con el silencio y dice que hable el señor Lerroux. ¿Es el Sr. Lerroux el responsable de Casas Viejas, señor Azaña? De Casas Viejas no tiene que hablar el Sr. Lerroux, tiene que hablar el Gobierno. Pero el Gobienro nos ha dicho que calla, que nada tiene que decir, que allá los Tribunales.

Pues, Sres. Diputados, nosotros apelamos a la Cámara: que la Cámara diga si cree que el Gobierno hace bien callando después de lo que aquí hemos dicho. (Muy bien, aplausos en la minoría radical.)

El Sr. Presidente del Consejo de Mrinistros (Azaña): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La triene S. S.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Señores Diputados, el Sr. Guerra del Río defiende una proposición incidental que es un voto de censura para el Gobierno, suponiendo, partiendo de la hipótesis, de que el Gobierno se niega a entrar en una discusión acerca de los sucesos de Casas Viejas. El supuesto es inexacto. Las cosas han pasado a la vista de todo el mundo, y me sorprende un poco que se puede tergiversar de esta manera el argumento de la polémica.

Cuando ayer me planteó esta discusión, recordaréis todos que hubo un momento de vacilación bastante duradero acerca de qué tema se había de abordar y por quién y cómo se iba a iniciar la discusión. Y el principal motivo de que el debate político anunciado no se iniciara y se tratara, en cambio, de esta otra cuestión fue la ausencia del Sr. Lerroux. Se discutió ayer tarde. El Sr. Lerroux viene hoy a las Cortes. Nadie ignora la importancia que se ha conferido -yo no dudo que justificadamente- a la interpelación de política general  que el Sr. Lerroux quiere hacer al Gobierno, y el Gobierno ha dicho: preferimos que se ventile cuanto antes esta cuestión. Pero en esta preferencia del  Gobierno no ha ido nunca, ni puede ir nunda, la negativa a discutir después, o cuando sea, el asunto de Casas Viejas. (Fuertes rumores.- Varios Sres. Diputados: ¡Ahora, ahora!)

No. Nosotros, lo he dicho antes terminantemente, y el Gobierno no rectifica su posición (Rumores y protestas.), nosotros no admitidos, administrando como nos corresponde nuestra autoridad en el banco azul, permanecer veinticuatro horas más bajo la supuesta posibilidad de que una interpelación desarrollada por el importante partido radical pueda acarrear al Gobierno un quebranto o su propio hundimiento. (Nuevas protestas en la minoría radical.- El Sr. Salazar Alonso: Haga las declaraciones ahora y en seguida; esta misma tarde se abordará el otro debate.) No puede ser. (Más rumores en la minoría radical.)

Nosotros no hemos rehuído esta cuestión ni otra; pero no es posible aceptar, en buena táctica parlamentaria, que después de estar con las espadas en alto durante un mes, ahora aceptemos una prórroga, una tregua que deje al Gobierno en posición... (Nuevas protestas y rumores impiden percibir el final de la frase.- El señor Salazar Alonso: Es cuestión de un cuarto de hora.) No puede ser; lo siento mucho. (Continúan las protestas y contraprotestas, cruzándose entre varios Sres. Diputados interrupciones que no se oyen claramente.- El Sr. Presidente agita repetidamente la campanilla reclamando orden.) El Gobierno no comprende (será una limitación de nuestra capacidad, otras tendremos) que se pueda querer hacer arma política de lo sucedido en Casas Viejas. (El Sr. Soriano: ¡No, casi nada!- El Sr. Salazar Alonso: Pues por eso se desglosa.) Los sucesos de Casas Viejas, que no pueden ser bien examinados si no es precisamente en el curso de esa interpelación general política que se nos tiene anunciada... (Fuertes rumores y protestas en las oposiciones.) Si, porque en esa interpelación... (Continúan los rumores.- Varios Sres. Diputados: ¡A votar!), en esa interpelación es donde hay que ver... (Varios Sres. Diputados de la minoría radical interrumpen.- Entre los Diputados de las oposiciones y los de la mayoría se entablan vivos diálogos.)

El Sr. Presidente: Ruego a los Sres. Diputados que se abstengan de interrumpir. Escuchen al Sr. Presidente del Consejo.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Decía, Sres. Diputados, que precisamente en un examen general de la política del Gobierno, que alcance a todo, y de una manera especial a las cuestiones de orden público y a los conflictos que los movimientos de rebelión, de una parte y de otra, le han suscitado al Gobierno, en ese examen general de la política del Gobierno, y singularmente en el aspecto de orden público, es donde se aclaran y se ven en todo su valor, en su génesis y en sus consecuencias los sucesos de Casas Viejas, que no son sino un chispazo, más violento, más doloroso y más lamentable, de todo un problema general que el Gobierno ha tenido que afrontar, reducir y vencer (Rumores), y es imposible, en buena lógica y en buena y perfecta lealtad de polémica, querer que se aclare o que se mida en su perfecto valor un episodio terrible, todo lo lamentable que se quiera, si no se examinan todos sus antecedentes y todos sus consiguientes. (Fuertes rumores.) Por esto es por lo que el Gobierno deseaba... (Continúan los rumores.- Varios Sres. Diputados de las minorías interrumpen.) ¿Pero yo no tengo derecho a hablar, o qué? Por eso, cuando se ha anunciado una interpelación general política por el Sr. Lerroux, nosotros hemos supuesto, en buena lógica, que uno de los aspectos que el Sr. Lerroux trataría sería el problema general del orden público en España en todos sus aspectos y en sus dos caras, la roja y la blanca (Rumores.) y que entonces tendríamos que hacer manifestaciones y declaraciones que tendrían algún interés y alguna importancia para los unos y para los otros; por eso hemos rogado que esta interpelación, donde la política general del Gobierno también había de aparecer en toda su integridad, en todas sus causas y en todas sus responsabilidades, se plantease con la máxima urgencia. Esto es lo que el Gobierno ha pedido y lo que el Gobierno desea.

En los sucesos de Casas Viejas, Sres. Diputados, por mucho que se hurgue no se encontrará un atisbo de responsabilidad para el Gobierno. En Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir. (Fuertes rumores y protestas en los bancos de las minorías; contraprotestas en la mayoría.) Planteado un conflicto de rebeldía a mano armada contra la sociedad y contra el Esatado, lo que ha ocurrido en Casas Viejas era absolutamente inevitalbe, y yo quisiera saber quién era el hombre que, puesto en el Ministerio de la Gobernación o en la Presidencia del Consejo de Ministros o en cualquier otro sitio donde ejerciese autoridad, hubiera encontrado un procedimiento para que las cosas se deslizaran en Casas Viejas de distinta manera de cómo se han deslizado. (Rumores.) Quisiera que me dieran la receta, para conocerla... (El Sr. Barriobera: ¿Me permite el Sr. Presidente del Consejo de Ministros?) Señor Barriobero, permítame S.S., estoy en el uso de la palabra. (El Sr. Barriobero, puesto en pie, insiste en hablar, lo que produce protestas en la mayoría.- El Sr. Alberca Montoya: Ayer le interrumpió el Sr. Presidente y nadie protestó.- El Sr. Barriobero: Es para una interrupción como las que ayer me hizo S.S. a mí.- Continúan las protestas en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Tenga la bondad de sentarse el Sr. Barriobero. Para hablar se necesita el permiso de la Presidencia. Continúa el señor Presidente del Consejo en el uso de la palabra.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Se pretende, Sres. Diputados, haciendo uso de recursos polémicos, que, sin duda, son lícitos y admisibles en las contiendas de los partidos, pero cuyo carácter no hay que perder de vista, se pretende juzgar la conducta general del Gobierno en asuntos de orden público por el episodio de Casas Viejas, y esto no es legítimo. No es legítimo, porque yo ruego a quien esté dispuesto a discurrir con entera lealtad y buena fe, que me diga si el Gobierno, este Gobierno u otro cualquiera, era posible que tuviera en sus manos los medios de información suficientes para prever hasta el último chispazo revolucionario en la última aldea española. ¿Es que se puede exigir a un Gobierno que prevea que va a haber un alzamiento anarquista o libertario en Casas Viejas o en la última aldea perdida del rincón de una sierra, donde el Estado no tiene ni siquiera agentes directos de su autoridad o tiene, a lo más, una pareja de la Guardia civil, donde incluso las autoridades locales, contaminadas por las propagandas revolucionarias extremistas, no tiene ningún interés en servir al Gobierno ni en ponerle en antecedentes de lo que allí pueda ocurrir? Donde los servicios de información del Gobierno funcionan con normalidad, con extensión y con profundidad, como sucede en las grandes capitales, en los grandes núcleos urbanos, en los grandes centros industriales, etc., etc., una política de previsión y un adelantamiento a los sucesos es posible; pero ¿cómo se puede adivinar que en el risco de una sierra, unos pobres hombres hambrientos, maltratados por la desgracia, trabajados por propagandas disolventes e infecciosas, llevadas allá por quienes después no tienen el coraje de decir al Gobierno yo soy quien les ha inducido a la rebelión y aquí estoy yo para responder de mis culpas, van a producir estos hechos? (Muy bien en la mayoría.- Rumores y protestas en las minorías.- El Sr. Presidente reclama orden.) De estas gentes, envenenadas por su propia y desgraciada miseria, que la República no ha creado; perdidos en su propia ignorancia, que la República no ha creado tampoco -que toda la política del Gobierno de la República se dirige cabalmente a combatir estos dos males terribles de la sociedad española-; de estas pobres gentes, sobre las cuales nuestro corazón se apiada, porque nosotros somos tan viejos civilizados como pueda serlo el más sentimental de la Cámara, y nada hay más doloroso para nosotros que saber que los agentes de la autoridad, en el cumplimiento de su deber, hayan tenido que sacrificar vidas de conciudadanos; de estas gentes, repito, no podía el Gobierno sospechar, ni atisbar siquiera a cien leguas, que iban a realizar un movimiento de esta naturaleza en unos riscos perdidos de la provincia de Cádiz. (El señor Alvarez Mendizábal: Donde hay puesto de la Guardia civil.- Rumores.)

Se produce un alzamiento en Casas Viejas, con el emblema que han llevado al cerebro de la clase baja trabajadora española de los pueblos sin instrucción y sin trabajo, con el emblema absurdo del comunismo libertario, y se levantan unas docenas de hombres enarbolando esa bandera del comunismo libertario, y se hacen fuertes, y agreden a la Guardia civil, y causan víctimas a la Guardia civil. ¿Qué iba a hacer el Gobierno? Tengamos presente, Sres. Diputados, que esto ocurría al día siguiente de haber sido dominado el movimiento anarquista en Barcelona y de haber conseguido que este movimiento revolucionario no estallase, entre otros sitios, en Madrid y Zaragoza.

Pero surge el incidente de Casas Viejas. Todavía en la provincia de Valencia había chispazos del mismo carácter; todavía en el propio Madrid había esos aventureros que se alistan en las jornadas revolucionarias y que no tienen nada de revolucionarios, pero son lo bastante para inquietar y para dar motivo a informaciones sensacionales y a columnas de los periódicos de cualquier color si el Gobierno sería o no lo bastante fuerte y robusto para imponer el orden, y no me quiero acordar del fenómeno de insalivación mental de algunas gentes, refocilándose ya con el espectáculo de nuestro fracaso y con poder decir a los cuatro ámbitos del país español: «Esta Gobierno es el Gobierno de Kerenski, bajo cuyas manos la República española va a degenerar en la anarquía». Ya lo estaba yo viendo, y nos lo estaban diciendo en la Prensa, en letras de molde, y ya lo decía la Presa extranjera, de lo cual no me sería difícil traer aquí testimonio terminante. Y estaba la opinión pública pendiente de si seríamos o no capaces de restablecer el dominio de la autoridad y el respeto al orden. Y se promueve el incidente de Casas Viejas en estas circunstancias, y el Gobierno sabe que han sido sacrificados los guardias civiles que allí están, y el gobernador de Cádiz envía, por todo ejército,  por toda muchedumbre de fuerzas republicanas, doce guardias de asalto, con un armamento de pistolas. Y estos hombres pasan doce horas a las puertas del pueblo, sin poder entrar, y, además, sin atreverse a entrar a viva fuerza, porque hubieran perecido todos. Y estos hombres tienen bajas, uno de ellos muere, otro cae mal herido, y cuando los sitiados rebeldes se pueden apoderar de las víctimas, al muerto le hacen objeto de un odio frenético e incomprensible en un hombre.

Y pasan más horas, y entonces el Gobierno comienza a recibir informaciones de que el ejemplo de Casas Viejas se va a correr a otros lugares de la provincia de Cádiz, y de que la esperanza de la supuesta debilidad del Gobierno va a fructificar en nuevos estallidos de anarquía y de indisciplina social. Pues qué, ¿es  algún secreto. Sres. Diputados, que en aquella misma noche, de las campiñas de Jerez, gran número de campesinos comenzaba una marcha sobre aquella ciudad andaluza para repetir en ella las escenas de horror, multiplicado  quizá con los medios modernos, de los días de «La mano negra»? Esta es una información que tiene el Gobierno y que le consta. ¿Es un secreto para nadie que el incendio de Casas Viejas -hablo del incendio revolucionario- se iba a extender a Medina Sidonia y a otras poblaciones de la provincia de Cádiz de una manera inmediata y urgente? ¿Pues qué había que hacer?

Si se hubiera tratado de un suceso aislado, de un suceso sin conexión con ningún plan revolucionaro, de un incendio producido en una materia combustible, pero rodeado de objetos incombustibles, se hubiera podido dejar aislada la hoguera hasta su total extinción. Pero yo me pregunto qué nos estarían diciendo ahora, unos y otros, si -lo que no es posible ni lícito mirando la cuestión desde las obligaciones del Gobierno- hubiéramos rodeado el pueblo de Casas Viejas días y días, sin hacer ningún ademán de sofocar la rebeldía hasta que ésta se hubiera extinguido por hambre o por cansancio. En cuanto la rebeldía de Casas Viejas hubiera durado un día más, teníamos inflamada toda la provincia de Cádiz y ahora nos estarían diciendo que, por no haber sido severos, rápidos y enérgicos en la dominación de la rebeldía de Casas Viejas, habíamos provocado, con nuestra lenidad, la sublevación entera de todos los campesinos de la provincia de Cádiz (Rumores de aprobación.) Esto es lo que estaríais diciendo ahora y esta es la primera realidad.

No hubo más remedio que acabarlo. ¿De qué manera? De la única manera posible. Horas enteras estuvo parlamentando la fuerza pública con los sitiados de Casas Viejas -¡horas enteras!-, y llegó un momento en que no hubo más remedio que reducirlos por la fuerza. ¿Es que es posible, Sres. Diputados, tomando un barrio o las casas de un pueblo a tiro limpio, es que es posible discernir si se van a hacer pocas o muchas víctimas? ¿Es que es posible que la fuerza pública haya dado mayores demostraciones de disciplina de las que ha dado en esta ocasión, no sólo allí, sino en otras partes, dejándose sacrificar sin repeler agresiones, muriendo en Barcelona, en Sallent, en Valencia, en el propio Casas Viejas, agotando hasta última hora la resistencia en el cumplimiento de su deber? ¿Se puede pedir más? Y llegó el momento en que no hubo más remedio, para impedir males mayores, que reducir por la fuerza el levantamiento de aquel pueblo. Y las fuerzas entraron vivamente, violentamente, en Casas Viejas y acabaron con la rebelión. Nosotros deploramos que haya habido víctimas en Casas Viejas; lo deploramos y lo deploraremos siempre, como que haya habido víctimas entre los servidores del Estado. Pero, ¿es que no está en el deber de un gobernante, cuando llega un caso de éstos, en que la opinión pública está pendiente de su acción, reclamándole unos y otros la rápida extinción de un incendio social; no está en la obligación del gobernante sobreponerse a sus íntimos sentimientos de piedad, de humanidad y de compasión por el prójimo y cumplir estricta y severamente con lo que es su deber?

Este es todo el secreto de lo de Casas Viejas. Cuando aquí se viene a decir que se han cometido estos o los otros errores, algunas veces me hace pensar a mí que la anarquía, la indisciplina, la falta de solidaridad con los intereses del Estado y de la sociedad española no están sólo, ni muchísimo menos, en los infelices que se han dejado arrastrar a los movimientos convulsivos de los días pasados (Muy bien), sino en las gentes que, teniendo obligación de enjuiciar estos sucesos desde la altura de un gobernante y de un legislador, lejos de enjuiciarlas desde esta altura, se ponen en un estado de indisciplina mental y de anarquía social no menos censurable que el de los propios rebeldes de Casas Viejas. (Muy bien. Aplausos.) El mal más grave del español es cabalmente esta anarquía de la mente; este no saber en cada momento cuál es la obligación que hay que cumplir. Y este retroceso, delante de la obligación terminante, que se le pone a un hombre de Gobierno, a un legislador; este retroceso delante del deber, franco y claro, aunque sea duro y penoso, ¿por qué motivo se le pone? O por un motivo puramente sentimental o por un motivo de popularidad o por un motivo puramente político, por combatir a un Gobierno o a una situación política. Nosotros tenemos afirmado, Sres. Diputados, que al encauzarse, al constituirse la República y al darse al régimen sus instituciones definitivas (obra en la cual el Gobierno y la mayoría tienen la participación que todos conocen, de la que estamos orgullosos y de la cual haremos un título para nuestra honra y nuestra gloria colectiva), al darse esa Constitución, esas leyes y ese régimen, la República es la garantía de la sociedad y del orden en España, y la sociedad española o se salva con la República o  perece con ella, y la República, para que sea vividera y fecunda, ha establecido en su Constitución y en su política aquellos cauces que permiten una transformación de la sociedad española dentro de un régimen legal y dentro de una contienda parlamentaria. Se pretende desconocer este contenido social de la Constitución y de la política española y esta tendencia de la revolución española, que así hay que llamarla, desde dos sitios diferentes: desde estos hombres que agitan y promueven los levantamientos anarquistas, interesados en que la República no arraigue, no prospere, no haga la demostración clara de que dentro de su norma, de su Constitución y de su política puede el proletariado español, sino rehacer una sociedad sobre nuevos cimientos, sí conseguir un avance inmenso con respecto a su situación anterior que no le ponga en situación de inferioridad con respecto a los países civilizados de Europa y del mundo, y del otro lado están los que aun quisieran volver la sociedad española a los términos de hace dos años.

No tengo ningún motivo serio para afirmar, y por eso no lo afirmo -dejo las sospechas y las intenciones aparte-, que en este movimiento subversivo del mes pasado haya una conexión directa y personal entre un campo y el otro; si lo supiera lo diría; pero hay un hecho evidente, Sres. Diputados: el suceso de Casas Viejas, incidente penoso y dolorosísimo dentro de un gran plan revolucionario, ha sido contemplado con júbilo por todos los que tenían interés en el hundimiento de la República (Muy bien). Nadie ignora que este movimiento de extremismo anarquista se venía elaborando desde hace meses y que sus inspiradores, sus directores y empresarios, contaban con lanzarlo a la realidad, al amparo de la esperada huelga ferroviaria. Esta era una información que el Gobierno tenía y que puede tener cualquier español que ande por la calle. No se produjo la huelga ferroviaria, por fortuna para todos, pero los elementos acumulados para esa ocasión contaban con la expectación complacida de aquellos que, a favor de una subversión profunda y grave del orden en España, habrían podido levantar una bandera que se hubiera titulado la bandera de la paz, del orden social y del reinado de la disciplina, preludio de otro reinado (Muy bien). Nadie puede desconocer, y es un hecho cierto, comprobado a todas horas, que los propóstios de los dos bandos que contienden con la República -no con el Gobierno- eran producir una subversión social que, naturalmente, no podía conducir más que al desorden, al caos y a la indisciplina; y al amparo de este desorden, de este caos y de esta indisciplina, introducir otra vez en la vida política española un régimen que se presentara como el fiador de la paz y del orden social; este era el plan: No afirmo ninguna conexión directa ni personal, mis escrúpulos no me lo permiten, pero que el aprovechamiento del desorden y de la confusión hubiera venido inevitablemente en favor del otro bando es una cosa innegable. No habiéndose producido la huelga ferroviaria, parecía abandonado el propósito de la subversión social; pero el Gobierno tuvo las suficientes informaciones para saber que este propósito persistía. Se ha hablado aquí mucho de imprevisión o de falta de previsión; yo no sé bien lo que esto quiere decir, ni qué medida se da aquí a la previsión o a la imprevisión. Un  movimiento de esta especia, que está esparcido por un ámbito considerable del país, que tiene afiliados en muchos pueblos de España, no es ni en su génesis, ni en sus medios, ni en los medios de reprimirlo, comparable a un complot de carácter político, a la clásica conspiración contra un Gobierno, contra un régimen. No se parece en nada, ni en su manera de producirse, ni en su manera de ser llevado, ni puede ser combatido por los mismos procedimientos. Pero el Gobierno estaba advertido de algo de lo que se tramaba en este particular, y donde ha sido posible se ha impedido la explosión del movimiento.

Si dice: «El Gobierno ha tenido imprevisiones». ¡Ah!, pero ¿es que vosotros conocíais el programa? Era mucho más vasto de lo que han realizado. Si hubieran realizado todo su programa es cuando podíais hablar de imprevisión; pero el programa era vastísimo, y lo que ha salido a luz es un leve entremés, comparado con lo que tenían en proyecto; y lo que el Gobierno ha hecho abortar y ha destruído en su raíz, eso no se ve; pero el Gobierno sabe -y quien quiera puede enterarse- hasta qué punto hemos conseguido que donde parecía más inminente y donde quizá hubera sido más grave la explosión del movimiento revolucionario, se ha contenido debidamente. Y ¿es que es posible creer que si el Gobierno no hubiera estado sobre aviso y con las medidas tomadas, la explosión del movimiento revolucionario en Barcelona, campo abonado para toda esta clase de movimientos, se hubiera sofocado tan rápidamente como se sofocó? Se da la paradoja, Sres. Diputados, de, como yo decía ayer, cuando los servicios de Vigilancia del Gobierno, del  Estado, descubren una trama revolucionaria que aborta y fracasa, se dice: «la ha inventado la Policía»; y si un complot de este género, un movimiento de este género, parcial o totalmente llega a estallar, se dice: «la Policía no sirve para nada». Si el Gobierno toma precauciones para evitar un suceso de orden público, se dice: «el Gobierno alarma a la opinión con precauciones innecesarias»; y si no se toman estas precauciones, dicen: «el Gobienro no cuida del orden público; es un imprevisor y no sabe lo que se hace».

Esta es la realidad de los Gobiernos; no me quejo; pero esta es la realidad. Pues el 7 de enero, cuando parecía, por todas las informaciones, que el movimiento revolucionario se había abandonado o se había aplazado, el 7 de enero, por la noche -era sábado-, se reunía un Comité revolucionario en Barcelona y adoptó inesperadamente y bruscamente el acuerdo de desencadenar el movimiento al día siguiente, por la tarde. A las nueve de la mañana del domingo tenía yo en el Ministerio de la Guerra, transmitidos por el Ministerio de la Gobernación, todos los datos necesarios en la parte que me afectaba como Ministro de la Guerra: los asaltos a los cuarteles, los lugares donde los asaltos se iban a dar, etc., y a las once de la mañana -en el telégrafo estarán los originales para los que quieran verlos y consultarlos- había yo puesto los telegramas correspondientes a todos los generales de las localidades donde el complot se presentaba amenazador, entre ellas Lérida, y antes del mediodía ya había hablado por teléfono con todas las autoridades militares con quienes me interesaba hablar: Bilbao, Valladolidad, Lérida, Zaragoza, Sevilla, etc. Y gracias a esto no se produjo la explosión que era de temer, y donde se produjo un movimiento violento y atacó a una institución militar, como fue en Lérida, encontraron a las autoridades en disposición de reprimirlo en el acto. En Madrid se hizo abortar totalmente el movimiento, porque yo no llamo movimiento a los escarceos de unos desocupados que merodeaban por el Campamento de Carabanchel, y que dieron lugar a un ligero tiroteo con una pareja de la Guardia civil, y a unos maleantes que fueron detenidos en las proximidades de un cuartel, que fue a todo lo que se redujo en Madrid el movimiento, donde podía haber tenido alguna importancia y algún ruido.

En todos los demás lugares el movimiento se ahogó, y, claro, como no ha salido a luz, la gente cree, o aparenta creer, que el Gobierno no ha hecho nada en ninguna parte; cree que sólo había preparado lo que se ha visto, y dice: «Este Gobierno está en las nubes; no sabe por dónde se anda; no está enterado de nada». Si el Gobierno hubiera estado ausente de su deber y no hubiera estado vigilante, ¡ya hubierais visto lo que era una cosa divertida! Esta ha sido la disposición del Gobierno: atento a seguir el movimiento paso a paso. Cuando se habla de previsión, quisiera yo saber en qué consisten las medidas de previsión. He dicho que un movimiento anarquista, que corre, cuando se entrega a la violencia, como la chispa por un campo de pólvora, porque corre por un terreno abonado por las propagandas y por la disposición moral e intelectual  de un cierto número de proletarios, no se puede tratar como un complot, porque no tiene la misma organización ni los mismos medios. Y hay, además, otra diferencia, Sres. Diputados, entre los dos movimientos contra los cuales la República tiene que combatir y a los que tiene que abatir: un movimiento revolucionario de carácter anarquista o antisocial es más grave, es más doloroso, supone una enfermedad mayor y más profunda que un complot de carácter político; pero es menos peligroso para el régimen, de momento. El régimen republicano no puede perecer, no corre peligro por el estallido de un movimiento de carácter anarquista; corre el peligro que le produciría la propaganda hecha contra él en vista de que la República no sabía dominar estos movimientos; pero un movimiento libertario, como dicen ellos, o comunista libertario, que levanta un pueblo y el de más allá, y hunde un puente, y quema una conducción eléctrica, eso jamás pondrá en peligro el régimen republicano; pero es grave por el estado social que denota. En cambio, un complot de carácter netamente político, digamos monárquico o dictatorial, es menos grave, es menos extenso, abarca menor número de personas, pero es más peligroso, de momento, porque un complot de este género, si triunfase, derribaría al régimen, mientras que el otro no lo puede derribar, y la manera de tratar una enfermedad y otra tiene que ser enteramente distinta. Nosotros, cuando hemos traído a las Cortes estos problemas y hemos pedido autorización para reprimir movimientos de orden público, hemos tenido siempre puesta la mira en lo más urgente y en lo más peligroso para el régimen republicano, porque estos problemas tenemos que verlos desde el punto de vista del régimen y no desde el punto de vista del Gobierno; y hemos pedido la ley de Defensa de la República, ¿para qué? ¿Para sofocar movimientos de rebeldía anarquista? No; para eso no sirve; la hemos pedido y la hemos obtenido y aplicado para los complots de carácter político que de una manera urgente, inmediata, en cosa de horas, podían poner en riesgo la República y para eso sí la hemos usado; pero para prevenir movimientos anarquistas, para impedir sublevaciones libertarias, la ley de Defensa de la República ni sirve, ni la hemos usado, ni nos hace falta para nada. Y cuando se habla de movimientos de este género y se pide previsión al Gobierno, ¿qué es lo que se le pide al Gobierno concretamente? En este género de movimentos, que no son los complots políticos, no suele haber estos comités que se dejan sorprender en una u otra cosa, no esos manejos que todos hemos conocido cuando se produjo lo del 10 de agosto; estos movimientos requieren una político de largo horizonte, mucha humanidad, mucha conciencia por parte del Parlamento y del Gobierno, una política activa en el orden social que procure dar a las gentes que ahora están captadas por estas propagandas la esperanza o la seguridad de que en el régimen republicano pueden obtener una mejora de su condición social que hasta ahora no han logrado, y cuando llega el caso de un movimiento violento, requiere rapidez, energía, moderada en todo lo posible por la humanidad y la civilidad que deben ser propias de la República española.

Esta es nuestra política respecto a esta clase de movimientos y esto es lo que se ha hecho en Casas Viejas, y esto es lo que se ha hecho en todo el movimiento en general revolucionario de los días pasados. ¡Qué haya habido más o menos víctimas en Casas Viejas!, eso no se puede evitr; por otra parte, no se debe confundir la importancia -¿cómo diremos?- informativa o impresionante, el valor informativo o impresionante de un suceso, con su valor político, porque estos valores no se corresponden casi nunca, y por impresionante que haya sido lo de Casas Viejas, no es más grave ni denota un estado mayor de perturbación social que otros movimientos análogos que no han producido víctimas de ninguna clase dentro de este mismo movimiento revolucionario.

Planteado el problema local y concreto de Casas Viejas, el asunto no tiene solución sino la dramática de imponer por la fuerza pública el orden y de restablecer la paz. No tiene otra solución. Si alguien cree que ahí se ha excedido un agente de la autoridad cumpliendo órdenes del Gobierno en el cometido que se le había confiado, que lo demuestre; porque es muy cómodo, Sres. Diputados, venir al Parlamento y decir: «A mí me han dado esta noticia. ¿Qué dice el Gobierno?» No se trata de noticas; yo creo que no se debe tratar de noticias, sino de demostraciones, y hasta ahora no se ha dado ninguna.

Hay un ejemplo, que yo me permito citar sin ánimo de molestar a nadie, Sr. Guerra del Río; hay un ejemplo en la Prensa de ayer, que reproduce unas declaraciones de S.S., en que asegura que le ha dicho el alcalde de Medina Sidonia que habían fusilado a ocho hombres contra una pared; y el mismo periódico, al pie de las declaraciones del Sr. Guerra del Río, dice: «No, lo que nos ha dicho el alcalde de Medina Sidonia no es nada de eso; él no ha visto esos fusilamientos.» De modo que si se recogen con este ligereza informaciones de esta gravedad, es permitido suponer que para una acusación de este género se deben buscar otros fundamentos y otros procedimientos. ¿El Gobierno se va a negar, si hubiera habido una de estas cosas, a hacer justicia? ¿Cómo? ¡En ningún caso! Pero el Gobierno ¿se va a dejar arrastrar por un movimiento pasional o por la facilidad de impresionarse cuando se traen a memoria los muertos o los espectáculos tristes de una represión por la fuerza pública? Tampoco.

Otro ejemplo de cómo se manejan en las Cortes con poca responsabilidad los propios vocablos. Ayer, el Sr. Barriobero, en un discurso suyo, hablaba de tormentos en la Jefatura de Policía de Barcelona... (El Sr. Barriobero pronuncia palabras que no se perciben.) Tormentos, dijo S.S. y yo le interrumpí, aunque no acostumbro hacerlo, porque me parecía demasiodo grave dejar pasar sin correctivo el empleo de esa palabra. (El Sr. Barriobero: Pero yo no puedo interrumpir.- Rumores) ¡Un diputado español que se levanta en las Cortes, un republicano de buena fe, como él se califica, a decir que en un centro oficial se ha dado tormento a unos detenidos! ¡Para qué queremos más ludibrio ni mayor baldón para la República española en todo el mundo, cuya Prensa reproduciría mañana las palabras del Sr. Barriobero, diciendo: «Estos republicanos dan tormento a sus prisioneros en las Jefaturas de Policía!» Y por eso le salí al paso a S.S., y S.S. me dijo que me iba a traer una pureba, y lo que me trae S.S. son unas certificaciones facultativas acreditando que unos detenidos tienen unas lesiones. (Rumores y protestas.) ¡No, no os precipitéis, que vamos a ir despacio, que hay tiempo para todo! (Nuevos rumores.) El Sr. Barriobero me trae unas certificaciones en que a unos individuos se les acreditan unas lesiones. ¿De qué proceden esas lesiones?

El Sr. Barriobero, hombre acostumbrado a la polémica, realiza hoy un ligero movimiento de retirada y dice: «Malos tratos.» ¡Ah!, ya no son tormentos. Porque cuando se habla de tormentos, la imaginación de la gente piensa en una mazmorra donde hay unos prisioneros desgraciados (Nuevos rumores.) y unos sicarios que los están atormentando. (Protestas y contraprotestas.) ¡Señores, estos son tormentos y esto es lo que se ha entendido siempre cuando se ha hablado en España, en castellano -no sé si hemos perdido la costumbre-, por tormentos. Cuando se habla de tormentos se representa ante nuestra imaginación una víctima y un verdugo que está infligiendo a aquélla torturas físicas. (Protestas y contraprotestas.) ¡Naturalmente! Cuando se hablaba en mis tiempos juveniles de los tormentos de Montjuich, se hablaba de esto, no de otra cosa. (Asentimiento en la mayoría.)

Pues bien, yo retaba al Sr. Barriobero a que, consciente de su responsabilidad de Diputado, que es la que es, aunque él no quiera, aunque no queramos todos, y tiene S.S. que responder de sus palabras aquí y fuera de aquí, probara sus afirmaciones; porque por mucha que sea la buena fe de S.S., si con sus palabras imprudentes, por el mal empleo de los vocablos castellanos, que S. S. conoce tan bien, por otra parte, causa daño a la reputación de la República, S.S. es responsable de ese saño y de ese menoscabo. (El Sr. Barriobero: Acepto toda la responsabilidad.- Grandes protestas en la mayoría.) Su señoría me dijo ayer que me iba a traer una prueba documental de los tormentos, y lo que me trae es una prueba facultativa de unas lesiones sufridas por varios individuos. (El Sr. Soriano: ¿Qué más da? -Grandes protestas en la mayoría.) ¡Pues no ha de dar! ¡A S.S. le da lo mismo todo! Ayer hemos presenciado un espectáculo lastimoso. El Sr. Barriobero, levantándose aquí a hablar de los fueros de la Justicia, de la majestad del Poder público y del respeto a la conciencia pública y privada, hacía chacota -él, que es letrado de profesión-, hacía burla de su propia profesión, diciendo que él amaestraba a los testigos antes de juicio. (Muy bien.- Grandes aplausos y rumores.) Y si el Sr. Barriobero, por hacer un chiste -supongo que no era más que por hacer un chiste-, ponía en berlina de este modo los medios de su profesión de letrado  defensor de gentes perseguidas por razón de delitos, ¿con qué autoridad el Sr. Barriobero venía después a impetrar las enormes y nobles entidades de la Justicia y del respeto al Derecho y a la conciencia pública? (Muy bien.) No; tormentos, no. (El Sr. Barriobero: Lo mejor es la hipocresía, callarse. Lo que hacen todos.- Grandes protestas.) Señor Barriobero: yo no sé si lo hacen todos. (Denegaciones.) No lo tome a mal S.S.; no se enfade conmigo; pero como no soy abogado, estas cosas que cogen muy de nuevo y  me sorprende. (El Sr. Barriobero: Tenía entendido que sí era abogado S.S.) No soy abogado. Apelo a la definición del Sr. Ossorio. (El Sr. Barriobero: Además, lo hacemos a petición de los clientes y por obligación.- Varios Sres. Diputados: ¡Peor! ¡Mucho peor!.- Enérgicas protestas.- El Sr. Pérez Madrigal: Que hable el decano del Colegio de Abogados.)

El Sr. Presidente: Basta de comentarios, Sres. Diputados.

El Sr. Presdiente del Consejo de Ministros: Ese episodio de los supuestos tormentos que el Sr. Barriobero iba a demostrar documantalmente ayer, es otra cosa muy distinta, señor Barriobero; lamentable, pero muy distinta. Yo se lo voy a contar a S.S.

Cuando se detuvo el día 8 en Barcelona a García Oliver, iba dentro de un taxi, en compañía de otros tres individuos (creo que eran tres), armados de bombas y de pistolas, que se dirigían, pudiéramos decir, al campo de batalla a tomar parte en la acción violenta que se estaba ejerciendo sobre la Jefatura de Policía o sobre no sé que otro centro oficial. Los detuvieron los agentes, los llevaron a la Jefatura de Policía, y en el patio o zaguán había un cierto número de guardias de Seguridad que había tomado parte en la refriega, algunos heridos por las explosiones de unas bombas que habían estallado a la misma puerta de la Jefatura de Policía. El estado de ánimo de estos guardias allí presentes y heridos no debía ser, dijéramos, de un franciscano. Llegó el detenido, y uno de los que allí se encontraban, reprochándole, sin injuria, sin ninguna violencia lo que estaban haciendo sus conmilitones, le dijo, sobre poco más o menos «¿No os da vergüenza hacer estas cosas que han costado la vida a Fulano, a Mengano, a un obrero, a una mujer, a un padre de familia?» Un reproche de neto carácter popular, de esta primera explosión de honradez popular que no mide la oportunidad ni los términos. Y el detenido, revolviéndose contra el interpelante, digámoslo así, le contestó: «Esto que hacemos ahora no es nada, y pasado mañana, cuando hayamos triunfado, las bombas...» No puedo repetir las palabras que dijo aquel sujeto, pero las bombas iban a producir estragos en las madres y en las hijas de los allí presente, y unos términos que la decencia me impide repetir, Y, naturalmente, esta injuria, lanzada así, a boca de jarro, sobre aquellos hombres excitados por la contienda, provocó una reacción violenta en ellos y le dieron un golpe o dos golpes a aquel sujeto. Mal hecho. Los autores de los golpes están sometidos a expediente o a juicio, y van a ser castigados, porque la autoridad tiene la obligación de ser siempre ecuánime y serena y de soportar todas estas cosas. No tiene más remedio que hacerlo. Pero yo llamo a la reflexión de los Diputados si esto, que viene a ser un altercado violento entre el detenido y los que allí estaban, vale la designación de que se han dado tormentos en la Jefatura de Policía de Barcelona.

Y esto es todo lo que hay de tormentos y esto es todo lo que hay en el fondo de la cuestión. Nosotros creemos haber cumplido con nuestro deber. Hemos deplorado que se hayan producido víctimas; no todo nuestro sentimiento puede ir a las víctimas causadas en las filas de la rebelión; es justo y es honrado rendir un recuerdo a los que han caído al servicio del Estado (éstos son los que lo merecen) y no agraviar su memoria con injurias ni con desdenes. Han perecido en el cumplimiento de su deber, ocasión que no le es dada siempre a todos (Muy bien.), y nosotros deploramos que se haya vertido sangre. Es una fantasía ridícula, cuando no fuese innoble, hablar de que el Gobierno tenía organizada una represión. El Gobierno no tenía que organizar nada, y vuelvo a insistir en lo de antes, en el empleo desatinado de vocablos que tienen una significación impuesta por la costumbre o por el uso en política y que suscitan en el entendimiento de las gentes imágenes y representaciones totalmente falsas. En España se ha venido llamando represión a un sistema policíaco, montado por los Gobiernos después de un suceso o transgresión del orden público, en que, a diestro y siniestro, con razón o sin ella, se ha sentado la mano bárbaramente sobre los más o menos complicados en la rebelión que se acababa de dominar. Esto se ha hecho aquí muchas veces, y por eso, después de una alteración del orden público, se decía: «Ahora viene la represión.» Esto no se ha hecho ahora, no hay por qué hacerlo, ni Gobierno alguno de la República tiene necesidad de apelar a semejantes cosas. Ha sofocado la rebeldía allí donde la rebeldía era manifiesta, y al día siguiente el Gobierno no tenía que actuar para nada en relación con esta rebeldía. ¿O es que va a llamar represión, con ese sentido peyorativo que se ha venido dando en España a este sistema de represión, a que los culpables hayan sido entregados a los Tribunales y que los Tribunales sentencien a los culpables o absuelvan a los que consideren inocentes? ¿Es ésta la represión? Entonces si ha habido represión; pero ¿se le puede reprochar al Gobierno que haya hecho algún movimiento ofensivo contra los que han caído en manos de la justicia? No sólo no lo ha hecho, sino que ha aplicado sanciones a los que, llevados de su cólera en un primer momento, han podido agredir a los prisioneros. En Bilbao, un guardia de Asalto dió una bofetada a un prisionero, y ese guardia ha sido expulsado de su Cuerpo. No podíamos hacer más. (El Sr. Jiménez y García de la Serrana: Pue eso no se dice.- El Sr. Guerra del Río: Eso está bien.- Rumores.) Pues si eso está bien, ¿por qué no se dice? ¿Por qué no se toma en cuenta para componer la exacta y cabal figura de la política del Gobierno, en vez de decir a los periódicos, Sr. Guerra del Río, que han sido fusilados ocho hombres contra una pared y que eso lo ha dicho un alcalde que no lo ha dicho? ¿Por qué se dice esto y no se rectifica noblemente una información que se lanza a la ligera a la faz del país? (El Sr. Guerra del Río pide la palabra.)

Señores diputados, se ha presentado una proposición de censura al Gobierno; las Cortes verán lo que hacen con la proposición. El Gobierno no insiste en lo que ha dicho: le urge que inmediatamente y ganando tiempo se explane la interpelación sobre su política general, de la que sólo es una parte toda esta historia del orden público. Nosotros no queremos que por ninguna táctica parlamentaria subsista esta situación interina de discusión pendiente sobre el Gobierno y su conducta. No; que se nos discuta ahora mismo, ahora mismo, y que digáis todo lo que tengáis que decir de la política general del Gobierno. Si el Gobierno está pereciendo, que perezca esta misma tarde. (Varios Sres. Diputados: Ahora mismo.)

Cabalmente, Sres. Diputados, nosotros nos encontramos ahora en una situación de diafanidad, de holgura, de respiro como nunca nos hemos encontrado desde que el Gobierno se formó, más aún, desde el 14 de octubre de 1931, porque acontece, felizmente, que tras un año largo de trabajo, dando al país la lección de trabajar con el Parlamento, bien necesaria, útil y fecunda, no por todos comprendida ni agradecida, después de dar esta lección de implantar por el ejemplo, en la práctica, un régimen parlamentario, puro, hemos adelantado en la obra de constituir la República hasta un punto que en 14 de octubre del 31 parecía más lejano de lo que hoy es; pero en todo este tiempo el Gobierno ha estado siempre acosado y acuciado por necesidades del instante y por plazos fatales, no para él, sino para la República, para la legislación general y prara la constitución de la República, y hemos tenido que estar en el banco azul gastando la virtud de que yo me creía menos dotado, que era la de paciencia, paciencia por el deber, naturalmente. ¿Por qué? Porque unas veces teníamos entre manos la ley Agraria y había a todo trance que dar al país la satisfacción de cumplir una de las promesas de la República y votar la ley Agraria; otras veces era el Presupuesto del año 32, que había que votar antes del 31 de marzo; otras veces era el Presupuesto para 1933, que había que votar antes del 31 de diciembre, y siempre con algún problema pendiente de cuya solución inmediata pendían intereses mucho más amplios que el interés del Gobierno y que su propia permanencia ministerial, y el Gobierno tenía que hacer el sacrificio de guardar una actitud que quizá no correspondía ni a sus derechos ni a sus propios sentimientos personales. Pero ahora las cosas han cambiado: ya no tenemos delante ninguna fecha fatal; la de 31 de diciembre de 1933, para la cual tendréis que tener aprobado el Presupuesto; pero hasta entonces, ninguna fecha fatal. Tenemos aquí las leyes complementarias de la Constitución: la de Congregaciones religiosas y la del Tribunal de Garantías Constitucionales; las votaréis cuando queráis, con la rapidez que queráis, pero nosotros no estamos ya en la situación de casi prisioneros del banco azul en que hemos estado durante todo el año 32, sometidos a la necesidad de una obra urgente, casi simpre con plazos o por lo menos con una apetencia en el país que no permitía complicarla con problemas de orden político no ministerial. Estamos, pues, todos en franquía, y cuando se me hace una apelación al sentimiento de mi responsabilidad o una apelación a que nos atengamos a estas o a las otras consecuencias, yo ahora tengo derecho a decir lo mismo a los demás: que cada cual se atenga a su responsabilidad y a las consecuencias de sus propios actos. Jamás me ha entrado a mí en la mente la idea ni el propósito, ni en la vida pública ni en la vida privada, de darle un consejo a nadie; es una ocupación en que jamás he caído. Tengo, por consiguiente, el derecho de que se me trate por igual y que nadie me venga a mí ahora a dar consejos sobre lo que tiene que hacer el Gobierno o sobre lo que tiene que dejar de hacer. (Muy bien. Grandes aplausos en la mayoría.- Rumores y protestas en las minorías.) Cada cual afrontará su responsabilidad.

El camino está expedito, Sres. Diputados. Nosotros no tenemos más interés que el de cumplir hasta el final con nuestra obligación; nada más que ése; pero si no se nos permite cumplirla, la responsabilidad no será nuestra y tendremos toda libertad de movimientos en el hoy y en el mañana para ajustar nuestra conducta a nuestras propias convicciones personales. (Aplausos prolongados en la mayoría.)
(Diario de Sesiones, 2 de febrero de 1933.)


¿Qué derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...

El Sr. Ministro de Justicia (Albornoz): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de Justicia: Señores Diputados: Me levanto a cumplir un rito parlamentario, haciendo en este debate el discurso resumen de totalidad. En mi oración, que no quisiera que fuese demasiado larga, habré de recoger, en lo que alcance mi memoria, todas las observaciones que se han formulado al proyecto desde los distintos lados de la Cámara, y no le extrañará al Sr. Botella, a mi amigo el Sr. Botella, que yo haya de dirigir principalmente mi exposición y mis razonamientos esta tarde hacia los sectores de la derecha y de la extrema derecha, que es de donde proceden las impugnaciones más vivas al proyecto. Ello no será obstáculo para que, en momento oportuno, recoja también sus observaciones, aparte de que algunos de los problemas planteados por el Sr. Botella, donde tendrán más adecuado desarrollo será en la discusión del articulado, principalmente en la discusión de los artículos 12 al 20 y después en los artículos en que se regula, conforme al precepto constitucional, la vida que han de tener las Ordenes monásticas.

Al comenzar esta discusión vino una tarde a la Cámara el Sr. Gil Robles y, en uso de un derecho indiscutible como Diputado, se limitó a realizar un acto político. Tomó el proyecto, no lo examinó, apenas hizo referencia a él, y dijo: «Eso no hay que discutirlo, eso hay que rechazarlo; no hay que discutirlo y hay que rechazarlo por que es un atropello, porque es un atentado.» Yo me propongo demostrar ante la Cámara y ante el país que ni el Sr. Gil Robles ni los que opinan como él tienen razón.

Ante todo quiero dejar sentado algo que es a la vez un hecho y una observación, y es que este proyecto de ley de Confesiones y Congregaciones religiosas no viene a las Cortes, Sres. Diputados, después de una serie enconada de luchas como las que han producido en otros países la ruptura de relaciones entre el Estado y la Iglesia. No estamos, pues, por ejemplo, en el caso de Francia, al que se refería en su discurso, que celebró la Cámara, el Sr. Pildain, cuya ausencia lamento en estos instantes. (Varios Sres. Diputados: Está aquí.) Pues celebro mucho que se halle presente S.S., porque a S.S. he de dedicar una parte de mi disertación.

Decía que éste no es el caso de Francia. Allí, una serie de difíciles crisis y de peligros graves atravesados por la República habían agrupado y enardecido a las falanges izquierdistas en torno a lo que fue un día la bandera tremolada por Gambetta, cuyo lema «Le clericalisme; voilà l´ennemis», era un grito de guerra. Nosotros no agitamos ninguna bandera ni lanzamos ningún grito de guerra. Nosotros venimos lisa y llanamente a cumplir la Constitución. Sería, por tanto. Sres. Diputados de la extrema derecha, Sres. Diputados católicos, desfigurar nuestro propósito, desfigurar la obra que hemos presentado al examen de las Cortes, atribuirnos, -por honroso que ello pudiera ser para nuestra significación izquierdista- una política anticlerical. Y sería no sólo error considerable, sino injusticia de mucho bulto, suponernos inspirados por móviles sectarios, a que en ningún modo podemos obedecer porque repugna a nuestro carácter. Todo nuestro anticlericalismo y todo nuestro sectarismo en esta ocasión y con relación a este proyecto, se reducen al cumplimiento del artículo 26 de la Constitución, precepto que exige, de un lado, que la ley de Confesiones religiosas sea votada por estas mismas Cortes, y que obliga a la vez a votar una ley especial sobre las Congregaciones religiosas.

Si lo primero es imperativo, Sr. Abadal, lo segundo es no sólo conveniente, sino necesario, porque ha transcurrido más de un año desde que se promulgó la Constitución y porque no precede dejar transcurrir más tiempo sin llevar a la práctica uno de los artículos básicos de nuestro Código fundamental.

¿Qué se ha debido discutir primero que éste el proyecto de ley del Tribunal de Garantía Constitucionales? El proyecto de ley del Tribunal de Garantías Constitucionales sobre la mesa está; bien pronto será sometido el examen de la Cámara. Por lo demás, si había de discutirse este proyecto antes, o antes aquél, compete eso determinarlo al Gobierno, que es quien, habida cuenta de todas las circunstancias, dirige la política, y el Gobierno entendió que no era posible demorar ya más tiempo la presentación de este proyecto y su discusión. Por eso viene aquí, y por eso viene sin otro propósito que el cumplimiento del art. 26 de la Constitución. El Gobierno -lealmente, podrá equivocarse- no quiere hacer otra cosa que cumplir el art. 26 de la Constitución; ni más allá, ni más acá; ni más, ni menos; ni atenuaciones, ni agravaciones; el cumplimiento fiel, con error posible, -claro está, esto es inevitable-, pero con el más leal de los propósitos. En este sentido he de decir yo las palabras que son necesarias para hacer el discurso resumen de totalidad, respondiendo en todo momento a este propósito del Gobierno, que no es otro, repito, que el de cumplir el art. 26 de la Constitución.

Informa todo el proyecto, Sres. Diputados, un principio que es alma de la Constitución: la soberanía del Estado. Esta doctrina de la soberanía del Estado podrá no ser grata a los Sres. Diputados de la extrema derecha, a los Diputados católicos; pero es, sin embargo, una doctrina bien conocida de ellos en materia de política eclesiástica, porque, en materia de política eclesiástica, los derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen regalías de la Corona.

Por la regalía del patronato, no podía subir el prelado a su Silla sin licencia del Rey; por la regalía de intervención, eran impuestas a los eclesiásticos rebeldes las mismas sanciones que, a veces, con escándalo vuestro, con vano escándalo vuestro, ha tenido que imponer la República. Lasa bulas, los breves, los rescriptos pontificios, tropezaban, cuando eran atentatorios a la dignidad o a la independencia del Estado, con la negativa del pase regio, y la regalía de guardiana demuestra hasta qué punto, como veremos luego, el Estado del antiguo régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un patrimonio nacional.

Y he aquí -siento no ver ahora enfrente de estos escaños al señor Valdecasas- cómo nuestros ascendientes en la materia no son los jacobinos de los anticlericales franceses; nuestros antecesores en la materia fueron los grandes juristas y teólogos españoles. Tengo gran satisfacción en decir a la opinión católica de nuestro país que nuestros precursores en la materia, Sres. Diputados católicos, fueron los grandes juristas y los grandes teólogos españoles Palacios Rubio, el Consejero de la Reina Católica; Vázquez Menchaca; Gregorio López, el insigne glosador de las Partidas; el gran Melchor Cano; Alonso Cepeda, el comentarista del primer Ordenamiento de Alcalá; el Consejero de Indias, Solórzano Pereira; Ramos del manzano, Presidente del Consejo de Castilla; Fray Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona; el gran D. Melchor de Macanaz. Del mismo modo, Sres. Diputados católicos, cuando proclamamos en la Constitución de la República la libertad religiosa, lo que hacemos es afirmar una de las más castizas tradiciones españolas, porque ya en el Fuero Viejo de Castilla se autoriza a los judíos a jurar en la sinagoga, o, lo que es igual, ante sus jueces y por sus creencias, y en el Fuero Real se respeta la fiesta del Sábado, y en el primer Ordenamiento de Alcalá, y en una famosa pragmática de Don Juan II, se dan lecciones de tolerancia y de transigencia, lo bastante ejemplares para confundir al antisemitismo moderno; lo cual quiere decir -permitidme que insistentemente me dirija a vosotros, Sres. Diputados de la extrema derecha, con todos los respetos- que nosotros, sin llamarnos tradicionalistas, descubrimos y alumbramos la verdadera tradición de nuestro país, oscurecida durante los siglos últimos por el despotismo extranjero, para incorporarla a las corrientes modernas de la democracia y a una obra -la nuestra, la de todos, la de estas Cortes Constituyentes de la República- que no por ser revolucionaria deja de tener aquel indispensable sentido de continuidad histórica, que es el único con el cual se pueden hacer las grandes obras nacionales. (Muy bien. Muy bien.)

Los artículos fundamentales del proyecto son los que van del 11 al 20, en el primero de los cuales se declara que los bienes eclesiásticos son propiedad pública nacional. Sin razonamientos, sin reflexión, precipitadamente, los impugnadores del proyecto, del lado de la extrema derecha de la Cámara, han tomado en bloque estos artículos y han dicho: «Aquí hay una confiscación de bienes de la Iglesia»; y una vez más, con escasa prudencia, permitidme que lo diga así, han lanzado al hemiciclo, sin parase en las consecuencias, la palabra «despojo» ¡Mucho cuidado, Sres. Diputados de la extrema derecha! En primer lugar, no se trata de los bienes de la Iglesia, no se trata de los bienes de la propiedad pirvada de la Iglesia, se trata de los bienes del culto o para el culto, cosa enteramente distinta, concepto jurídico en un todo diferente. En segundo lugar, y a consecuencia de esto, no hay  tal despojo, como voy a tener el honor de demostrar ante la Cámara y ante el país, ante el país católico, al cual no se le pueden decir ciertas cosas, señores Diputados.

El proyecto de ley hubiera podido ladear esta cuestión, que, sin duda, era espinosa, hubiera podido no referirse de una manera directa y concreta al problema de los bienes eclesiásticos: ¿hubiera sido prudente, hubiera sido hábil, hubiera sido político? No lo sé; no hubiera sido honrado, y ello bastaba para que semejante criterio y procedimiento tal no fueran vistos con agrado y con simpatía por el Gobierno. Había que afrontar el problema de los bienes eclesiásticos al consagrar, mediante este proyecto de ley, la separación del Estado y de la Iglesia en España, y al afrontar este problema, Sres. Diputados, el Gobierno entendió que no había otra solución posible sino la que se le da en el proyecto de ley la de declararlos bienes de propiedad pública nacional. Fundamentos de esta proposición, de esta solución: una doctrina que no ha inventado el Gobierno. El culto católico era en España, desde los tiempos de Recaredo, un culto oficial; el culto oficial es un servicio públco, los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos; deploro otra vez, nuevamente, que no se encuentre en este momento en su escaño el Sr. Valdecasas, que impugnó especialmetne esta parte del proyecto de ley. Que los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos no lo discute nadie seriamente en Europa desde la época, ya remota, en que el escritor Proudhon publicó su célebre tratado «De dominio público»; y no hay un solo tratadista de alguna autoridad y de todas las ideas como Duguit, Hauriou, hombres de derecha, que no sostengan que los bienes afectos a un servicio público son bienes de derecho público, y todos estos autores, y otros, que no pecan ciertamente de una significación radical, como Barthèlemy, coinciden en que los bienes afectos al servicio público, es decir, los bienes religiosos, son bienes públicos, y no sólo es la teoría dominante en el Derecho administrativo moderno, sino también la teoría dominante en el Derecho civil, y ya los primeros comentaristas del Código napoleónico sostenían que las iglesias, así como los cementerios, eran bienes públicos, en cierto modo bienes nacionales. Pero no es esto sólo, es que ha sido la doctrina legal española constantemente, sin interrupción hasta estos últimos años del siglo XX, que los bienes eclesiásticos, mejor dicho, los bienes del culto y para el culto, Sres. Diputados católicos y Sres. Diputados sacerdotes, no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la Iglesia; ¡nunca!

Ved lo que dice la ley III, del libro I, del Título V del Fuero Real: «No pueda Obispo, ni Abad, ni otro Prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia». ¿No está esto claro? Pues oíd lo que dice la ley I, título XIV de la Partida I: «E las cosas de la Iglesia non se pueden enagenar si non por alguna destas razones señaladamente». Enumera las razones; por ejemplo, el hambre de los pobres, para redimir a los cautivos, etcétera. ¿No es esto suficientemente explícito? Pues aquí tenéis la ley XV, del título V de la Parida V: «Ome libre que la cosa sagrada o religiosa o santa o lugar público, assí como las plaças e las carreras, e los exidos, e los ríos, e las fuentes que son del Rey o del común de algún Concejo non se puede vender ni enajenar». (El Sr. Molina: En eso estamos conforme, Sr. Ministro.) Pues si estamos conformes, espero que también lo estará S.S. con la conclusión a que me prometo llegar. (El Sr. Molina:Me parece que no va a ser lógica; ahí se refiere a las personas, no a la Iglesia.) Aquí se refiere a que todos estos bienes de que estoy hablando, no están en el patrimonio privado de la Iglesia. (El Sr. Molina: Habla de los clérigos; «privados» de los clérigos, no de la Iglesia.) Si estuviesen en el patrimonio privado de la Iglesia, ésta podría disponer de ellos, y no podía, como veremos después (El Sr. Molina: No podían los clérigos; pero la Iglesia, sí.) La Iglesia tampoco. Si pudiesen los clérigos, podría la Iglesia.

Esta doctrina es, asimismo, la de la Novísima Recopilación, que estaba vigente cuando se hizo el Concordato de 1851 y el Convenio-ley de 1859-1860. En la Novísima Recopilación hay leyes como las siguientes: Libro I, título II, ley IV; es una ley de carácter particular, en la que se dice que se necesita real licencia para hacer obras en las iglesias del reino de Granada. Otras tienen un sentido general. Leyes I a VII, libro I, título V: «Los bienes de culto son inalienables y su desafectación está sometida a la superintendencia del Rey.» Ley VI, título V, libro I: es una ley que confirma la posibilidad que el Rey tiene de usar la plata y los bienes de la iglesia para fines nacionales.

Y que este sentido, Sres. Diputados católicos, es absolutamente el de toda la legislación española hasta el momento actual, lo confirma una Real orden que no he de leer aquí, pero que pueden ver SS.SS., del año 1834, referente a la licencia necesaria del Rey, superintendente de todos los bienes eclesiásticos, de todos los bienes para el culto, para hacer obras, aun cuando sean de mejoras, en los templos; otra Real orden, me parece, del año 1849; otra Real orden del año 1869; viene luego la Constitución, en la que el carácter del culto católico oficial se afirma de modo que no ofrece la menor duda y siguen afirmando este sentido, que arranca ya de la primitiva legislación castellana, las disposiciones del Poder público posteriores a la Constitución del 76; por ejemplo, una Real orden de 1887 sobre capellanías laicales, el artículo 36 de la ley de Presupuestos del año 1890, el Real decreto del año 1918 sobre la reparación de templos e incluso una disposición de la dictadura -de esa dictadura que a muchos de vosotros os fue tan cara- del año 1930, que empezaba de esta manera: «Podríamos comenzar afirmando la soberanía, la potestad del Estado sobre estas clases de bienes». Luego, de una manera específica, esa disposición se refiere a los bienes que constituyen, podríamos decirlo así, el patrimonio artístico nacional, el tesoro nacional. En todas estas disposiciones, que acabo de enumerar, se afirma la misma doctrina que se sostiene en esas otras leyes viejas y en alguna más reciente de Castilla, a que también he aludido. Los bienes del culto para el culto no son patrimono privado de la Iglesia; los bienes del culto para el culto están en poder de la Iglesia meramente en la afectación a ese mismo servicio, la Iglesia no puede disponer de ellos; no puede disponer de ellos nadie que no sea el Estado; es decir, en aquella época el Rey, hoy el Estado moderno con todo lo que representa y con todo lo que significa. Por consiguiente, Sres. Diputados católicos (y nuevamente os ruego que me dispenséis esta insistencia respetuosa con que a vosotros me dirijo, deseoso de demostrar mi tesis, no tanto en el recinto de esta Cámara, como ante el país, y, muy señaladamente, ante la opinión católica del mismo), no tenéis derecho a decir a la opinión nacional que profesa vuestras ideas que hemos arrebatado a la Iglesia sus bienes, que hemos realizado un despojo, que hemos verificado una confiscación y, mucho menos, que hemos consumado un latrocinio, no; el Estado moderno, el Estado laico, el Estado republicano no hace otra cosa que reivindicar los derechos, las prerrogativas, las potestades que ha tenido siempre el  Estado en España; no iba a hacer en defensa del patrimonio nacional la República menos de los que hizo la monarquía; por consiguiente, esta primera objeción que vosotros hacéis al proyecto de que es una confiscación, de que es un despojo, no se puede mantener: el Estado declara la propiedad nacional de esos bienes con un derecho indiscutible, con un derecho absolutamente indiscutible, y yo tengo que afirmarlo así ante la Cámara y ante toda la opinión de nuestro país. (El Sr. Molina: ¿Me permite el Sr. Ministro de Justicia una interrupción?) Todas cuantas S.S. quiera. (El Sr. Molina: Si el Estado tiende a recobrar ese privilegio o esa autoridad sobre los bienes porque están afectos al culto público, ¿por qué no se cuida también de atender a las personas consagradas a éste? Rumores.)

No pretenderá S.S., Sr. Molina, que aun cuando no sea más que a los efectos de esta discusión, sean comparadas las personas eclesiásticas con los bienes inmuebles. (Risas.- El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)

Yo tendré mucho gusto en discutir con S.S. esta materia, como ya lo hice cuando se discutió el presupuesto último, y como volveremos a hacerlo cuando se discuta un proyecto de ley que está sobre la mesa, regulando la total extinción del presupuesto eclesiástico dentro del plazo que señala la Constitución del Estado.

Y si no hay un despojo, si no hay una confiscación, porque los bienes del culto para el culto no han sido nunca de la propiedad privada de la Iglesia, ¿hay un abuso por parte del Estado cuando al regular lo relativo a los bienes económicos de la Iglesia, en aquella parte que el Estado reconoce de la propiedad privada de la misma, establece una limitación? Tampoco, Sres. Diputados católicos. En España, el Estado no renunció nunca a esa limitación del patrimonio de la Iglesia y de los monasterios; no renunció nunca.

El Sr. Valera leía ante vosotros unas páginas de Jovellanos -de las que yo no voy a hacer nuevamente uso-, en las que se citan, una por una, absolutamente todas las disposiciones de la tradicional legislación española, limitando la adquisición por la Iglesia y por las manos muertas de bienes raíces. A esa recopilación que se comprende en las notas de Jovellanos, leídas por el Sr. Valera, se podría añadir el texto de una ley de la Novísima Recopilación, que tengo aquí y que no he de leer porque no quiero en modo alguno causar la atención de la Cámara. Se ha limitado siempre el derecho de adquirir de la Iglesia; tradicionalmente, en nuestro país, se ha limitado por motivos económicos, por motivos jurídicos y por motivos políticos. Se ha limitado por motivos jurídicos, por la índole de lo que se ha venido llamando manos muertas, con todo lo que ello significa en relación al orden contractual y con relación al movimiento de los bienes en el país. Se ha limitado en el orden económico, porque hubo un momento, Sres. Diputados, en que se encontraba en poder de la Iglesia católica en España, un sexto de la propiedad territorial de nuestro país; momento aquel en que representando todas las rentas fiscales del Imperio español, comprendida América, 18 millones de escudos, cerca de dos millones constituían la renta de 52 potestades eclesiásticas, y en que sólo una de ellas, el arzobispo de Toledo, tenía una renta superior a 300.000 ducados; momento, señores y señor Gómez Roji, que no era precisamente el de mayor abundancia, bienandanza y bienestar del pueblo.

El Sr. Gómez Roji esta tarde hizo lo mismo que otro de los oradores anteriores, el Sr. Molina, el cual pretendió establecer aquí unos paralelos entre el laicismo y la miseria popular. ¡Apurados andarían SS.SS. si quisieran establecer paralelos semejantes!

Acabo de referirme a una época en que la Iglesia tenía en España una opulencia fabulosa; en esa época, sólo en una diócesis, en la de Calahorra, por ejemplo, había más de 18.000 clérigos. En esa época estaba España llena de conventos, y en esa época, en que no había nada que de cerca ni de lejos pudiera parecerse a laicismo, Sr. Molina, era precisamente cuando las gentes morían de inanición, lo mismo que en una época análoga del reinado de Fernando VII, bajo los apostólicos era la de Jaime el Barbudo y de José María, «el Tempranillo». (Muy bien.)

Antes de pasar adelante recogeré, sin perjuicio de remitirme a la discusión del articulado, y para que de ninguna manera sea ello achacado a descortesía, una de las observaciones que mi amigo el Sr. Botella hacía al proyecto de ley, diciendo que al dejar los bienes que el Estado declaraba de propiedad pública nacional, afectos al servicio del culto católico, se vulneraba el artículo constitucional, en el sentido de representar esto algo así como una ayuda o un subsidio económico otorgado a la Iglesia. Creo yo, Sr. Botella, que no, porque el sentido en que la Constitución habla de ayuda económica es otro, ya que el hecho de quedar los bienes para el culto adscritos al mismo, en poder de la Iglesia, implica un gasto y un esfuerzo de conservación y de administración que no puede menos de representar una carga que recaería sobre el Estado, si los tomara para sí éste; carga que no sería fácil de conllevar, y porque, además, se trata de bienes desvalorizados.

Estos bienes que el Estado declara de propiedad pública nacional, quedan afectos al servicio del culto católico; es decir, quedan fuera del comercio; estos bienes siguen siendo inalienables, siguen siendo imprescriptibles, son bienes desvalorizados; no son susceptibles de un beneficio económico, no pueden , por ejemplo, ser objeto de alquiler; son bienes que no están en el comercio, y como no pueden ser vendidos, ni hipotecados, ni permutados, no pueden ser alquilados. Un alquiler de esos bienes, Sr. Botella, dicho sea con todos los respetos que merece la competencia de S.S. en la materia, sería algo nuevo, un contrato de una forma jurídica rarísima; no sé qué podría ser eso. Y esta situación nace de que quedan adscritos al culto católico y continúan siendo inalienables e imprescriptibles.

Me inclino, además, a creer que esto no puede significar, no significa privilegio o ayuda en el sentido económico a la Iglesia, el hecho de que en este sentido no ha llegado hasta el Gobierno reclamación alguna, las demás Iglesias existentes en España no han protestado contra esta disposición del proyecto, no se han considerado agraviadas, no se han considerado lesionadas; lo cual quiere decir que ellas no han visto que se las coloque en situación distinta, ni que el mero hecho de quedar los bienes para el culto católico afectos la mismo en este proyecto de ley, implique un auxilio o represente un privilegio concedido a la Iglesia católica.

Pero, además, hay una cosa que a mí me importa declarar, sobre todo cuando, como he dicho otra tarde, tanto el Gobierno como yo hemos querido hacer una ley nacional; esos bienes no los hizo el Estado laico, no los hizo el Estado republicano, no los hizo el Estado revolucionario; esos bienes los hizo la piedad católica, esos bienes los hicieron las creencias del país, los hizo la historia, y yo creería que violábamos algo tan augusto como un mandato histórico, si nosotros, a la vez que para salvaguardarlos los declaramos bienes de propiedad pública, pusiéramos manos sobre ellos para considerarlos como patrimonio privado del Estado, en vez de considerarlos como bienes de servicio público nacional. (Muy bien.)

Y ahora voy a pasar a uno de los puntos más delicados del proyecto, que tiene mayor emoción y que espero que podré desenvolver con toda libertad, porque habré de hacerlo sin herir los sentimientos de nadie. Digo esto porque me doy perfecta cuenta de cuál es la situación de elementos que, sea cualquiera la fuerza que tengan en el país, aquí están en minoría; están en minoría con la representación de unos intereses nacionales o públicos, como se les quiera llamar, que no se les puede desconocer. Con este respeto, que es obligado en mí, me propongo, Sres. Diputados, ahora aludir al problema de la enseñanza en el presente proyecto de Confesiones y Congregaciones religiosas, y veré sin tengo la fortuna de contestar con claridad, ya que no con suficiente fuerza de razonamiento para convencerle, porque ésto lo dudo, por lo menos con claridad, a mi querido amigo el Sr. Carrasco Formiguera.

La libertad de enseñanza. Uno de los argumentos que principalmente se esgrimen aquí y fuera de aquí contra este proyecto de ley, es el de que va contra la libertad de neseñanza, de la cual se dice, y creo haberlo oído aquí en este debate, aquí en este mismo sitio, que es un derecho inseparable de la personalidad humana; uno, por lo visto, de aquellos derechos individuales inalienables e imprescriptibles, uno de los derechos característicos de la soberanía, según la escuela de Rousseau. ¿No? Algo semejante. La libertad de enseñanza, advierto el interés con que me sigue en esta parte de mi discurso mi querido y siempre respetado maestro Unamuno, la libertad de enseñanza ha seducido siempre a todos los espíritus generosos, que es lo mismo que decir a todos los espíritus liberales; por eso han defendido la libertad de neseñanza republicanos franceses de un republicanismo tan indiscutible, como, por ejemplo, el viejo Laboulaye, Julio Simón, Favre y Julio Ferry, del cual tendremos que hablar dentro de un instante. Por eso defienden la libertad de enseñanza en España, entre otras personas que merecen todos nuestros respetos y nuestra más alta estimación, el Sr. Unamuno y el señor Marañón, para citar sólo a estos dos hombres insignes, compañeros nuestros en la Cámara.Pero aquellos republicanos franceses se convencieron pronto de que estaban en un error defendiendo la libertad de enseñanza. ¿Por qué? Porque les convenció el ejemplo de su propio país. Los católicos franceses habían conseguido ya en el año 1839 la llamada ley Lisseau, en la cual se asignaba en la enseñanza primaria el primer lugar a la educación religiosa y se atribuía un puesto en los consejos de comuna, encargados de vigilarla, al cura párroco. Los católicos franceses habían conseguido en el año 1850 la célebre ley Favre, en virtud de la cual, prácticamente, se les entregaba la segunda enseñanza; mediante esa ley podían abrir colegios sin más requisito que una declaración; y mientras el profesor del Estado necesitaba ser un titular, al profesor de ese colegio privado de segunda enseñanza le era bastante el ser declarado apto por una comisión de siete miembros, de los cuales sólo uno era representante del Estado.

Pero no les bastaba esto, y entonces lo que quisieron fue conquistar la Universidad y emprendieron una campaña inolvidable que produjo una emoción extraordinaria en toda Europa contra la Universidad; contra la Universidad napoleónica, contra la Universidad revolucionaria, contra la Universidad moderna. Decían de los profesores de Universidad que eran los apologistas de los regicidas del 93 y que tenían la misión sacrílega de transformar a los jóvenes en bestias inmundas y en animales feroces; atribuían a las consecuencias de la enseñanza universitaria todos los delitos y todos los vicios que corroían las entrañas de la sociedad francesa, como de todas  las sociedades contemporáneas; decían que todas las escuelas de Instrucción pública de Francia, bajo la rectoría suprema de la Universidad, eran focos de pestilencia pública; y con esta campaña consiguieron, primero, abrir brecha en el Consejo de la Enseñanza superior y, más tarde, el derecho de fundar Facultades libres, en las cuales el Estado se reservaba sólo la colación de grados en el Bachillerato de Letras y Ciencias, en que los demás grados eran concedidos por un Tribunal mixto, en que esas Facultades estaban también representadas y que, además, sólo requerían un Decreto para ser autorizadas, mientras que para ser extinguidas requerían nada menos que una ley.

Así se fundaron las facultades católicas de París, Tolosa, Lila, Angers y otras, Facultades que se comprometían a no funcionar sino bajo la autoridad del Papa, que estaba representado en ellas por un canciller; y así se llegó a dar el caso de que los cursos universitarios eran abiertos en una buena parte del país francés, no bajo los auspicios del Presidente de la República, no bajo los auspicios del Jefe del Estado, sino bajo los auspicios y bajo la alta presidencia moral del Sumo Pontífice. Y fue entonces cuando se convencieron los republicanos franceses, mi insigne maestro Unamuno, de que aquella bandera de la libertad de enseñanza no había sido otra cosa que una bandera clerical, y cuando Jules Ferri, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, que había defendido con los demás la libertad de enseñanza, hizo las famosas leyes escolares «les lois escolaires», y fue cuando se hizo la escuela laica, y cuando se llegó, por fin, a la legislación de Combes; desengaño, decepción de aquellos republicanos, que, al defender la libertad de enseñanza, al patrocinar la libertad de enseñanza, al agitar la libertad de enseñanza como una bandera liberal y revolucionaria, no habían hecho otra cosa que dejar en manos de la Iglesia una bandera clerical, con la cual había llegado a punto de apoderarse de los destinos públicos de Francia.  (Muy bien.)

La Iglesia no ha necesitdo siglos y siglos de la libertad de enseñanza. La Iglesia ha tenido siglos y siglos la libertad de enseñanza y no la ha practicado. Aparte el esfuerzo que con posterioridad representan las Escuelas Pías, durante el transcurso de largos siglos la enseñanza eclesiástica no tiene más símbolo que el pobre sacristán que da algunas enseñanzas en el atrio de la iglesia. La reivindicación de la enseñanza como una función pública -aquí está la médula del problema, Sres. Diputados-, es la obra del Estado moderno y revolucionario.

En España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante, ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres. Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del reino.

Por eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública, al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal: Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal: Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal; Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la Residencia de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública ha venido siendo históricamente una obra ligeral, y es el Estado liberal, el Estado de la revolución en España, como en todo el mundo, el primero en reivindicar esta función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo; misión que para nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por qué no cita S.S. al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para caracterizar un ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?) Hasta el final, naturalmente; desde que comienza en España el Estado revolucionario, el año 12, hasta que adviene la República. Este es todo un ciclo histórico.

De manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa, no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.- El Sr. Presidente reclama orden.)

La instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales. El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el Estado laico.

El primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de enseñanza, sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela política, en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no divide, que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse una conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad de enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según Condorcet, la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de conciencia, y la libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de verdades, y la libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados en una situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las libres opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo liberal que es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.

Señor Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las Ordenes monásticas; lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): ¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.

El Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas, lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.

El Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.

El Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.

El Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de producir el Sr. Guallar.

No pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohibe la Constitución, ni por sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr. Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)

La cosa está, pues, clara, digo, lo msimo en lo referente a los bienes que en lo referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada, con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia; pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen republicano.

Y en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la misma. Libertad de neseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó ciencia, ni historia, ni lteratura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó una academia. (Aplausos en la mayoría.)

Y unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este discurso-, sobre las Ordenes religiosas.

El Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la suficiente delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden representar las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El Ministro que en estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de espiritualidad una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita espiritualidad la de un San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por la curia romana! ¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la santa española! ¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra reformadora por la misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones que han vivido largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las Ordenes religiosas han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes religiosas, que han tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo período de decadencia.

Montalenberg, que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro célebre «Los Monjes de Occidente» - «Les Moins d´Occidents-», a la vez que canta las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y más terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un párrafo de uno de los capítulos de su libro «Historia de los Heterodoxos», y dice el sabio escritor montañes: «Basta abrir el enorme volumen «De Planctu Ecclesiae», que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia.»

Nadie, señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución, sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.

Porque las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menézdez y Pelayo; porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.- El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes, que están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa. Y esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohiba que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres. Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se dirigen al Rey y le dicen: «Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para construir más monasterios.

Y este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII, este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo XIX; y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos liberales del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas llamaradas siniestras tan sólo son como un reflejo dlas del antepenúltimo verano; en el año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no se apaga nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para convertirse en una manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento nacional tenga que ser recogido incluso por los mismos Gobiernos de la Monarquía, y así se explica que un día con Canalejas se dicte la Real orden de 2 de abril de 1902 y la ley del Candado del año 1910, y el proyecto de ley de Asociaciones de 1912 y el convenio de 1904, que en el orden de las citas deliberadamente he dejado para lo último, convenio en el cual se trata de la reducción de las Ordenes religiosas y de su sometimiento a la ley de Asociciones, que lleva la firma de un Ministro conservador, nada menos que la firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes republicanas, y pregunto al país, incluso al país católico, si dados estos antecedentes, esta trayectoria, todos los signos históricos que he señalado, se puede con justicia decir que la ley que el Gobierno ha traído es una ley sectaria. Eso, señores Diputados, no se puede decir ni con visos, ni con asomos de razón. (Muy bien.)

Yo me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr. Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que, personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable, defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación. (El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí, entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una ley nacional. (Muy bien.)

Unas palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituída por la que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la sustitución de la enseñanza que prohibe esta ley. Se entendió que con esta disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por intedeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohibe a las Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque, repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al esclarecimiento del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener más sentido que el de una declaración política, y es la siguiente dar el espectáculo de poner en la calle, en un día determinado, a todos los actuales alumnos de esos establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar el cumplimiento del precepto constitucional «as kalendas graecas», dejar indeterminadamente que continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que la Constitución les prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones españolas, tampoco, absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término racional prudente, justificado por la previsión republicana y amparado por los medios técnicos de que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de prudencia ha de encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en este momento no quiero discurrir.

Y voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración, rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain, refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.

El Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los liberales, los librepensadores, que somos los que constituímos el Gobierno de la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes, puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.) Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr. Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr. Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr. Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.

Sí que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: «¿Por qué no hacéis vuestro tal artículo de la Constitución de Weimar?» ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr. Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland, que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain, entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.

El Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.

No era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento, por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión, una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento, siguiendo aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que consiste en colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer: Vamos a pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr. Ministro, que no lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se reconozcan a los católicos de la República española aquellos derechos que tienen reconocidos las minorías nacionales.

Esto es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S., honrándome una vez más con su cortesía y con su biena disposición hacia mí, me dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados internacionales todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados afectan.

En una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector católico en un país que no está constituído en su mayoría por católicos, tiene, a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado; nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.

El Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta enseñanza públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que habiendo una Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y suficientes para obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay una Academia de carácter privado, en la cual se proporciona una preparación especial para que se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado otorga. Y el punto que queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden privado, en esta enseñanza privada, la condición religiosa será o no motivo de incapacidad o de dificultad para el ejercicio de tal derecho.

Sé que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano, he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso, ¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la enseñanza?

Ayer aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia, por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba, provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué váis a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior. ¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa competencia o un título?

Esto es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las minorías nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la República; pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le diría que, con arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y que están amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un principio fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos tratados, unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían negadas a los católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría en el país. Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación categórica en este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de la Comisión, Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa, porque me ha dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con arreglo al dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos partiuclares para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se considera permitido.

El Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.

El Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad quisiera poner en mis modestas palabras.

Decía el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que, dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al pueblo,  tuviésemos que dedicar estas sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa. Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo 137, me respondía diciendo: «¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del catolicismo.» Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que ahora se encuentran los ciudadanos españoles: «Socialistas austríacos, realizad la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos que pueden darse.»

Y si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria, mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno a encariñárse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista, que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo parlamentario socialista de la República vecina y respondía: «Sí, debemos cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906, porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos, debemos exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la derogación de las leyes infames antidemocráticas.»

Por lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre, y  ha dicho que cómo en serio podrían aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de la gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los derechos de ciertas minorías.

Pues bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran internacionalista, ha titulado «los derechos internacionales del hombre», y esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar esos derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S. sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos categorías: la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.

Y aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M. Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver, la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración ministerial de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las leyes anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las extendería a Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el Vaticano, y la nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot no ha aludido a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como programa de su partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre de talento, no ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de Francia se pudiera erguir algún día esa Comisión internacional de que habla Mandelstan, a recordar a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los postulados indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados inviolables por parte de los Estados contemporáneos, con relación a esos derechos internacionales del hombre, que todo Estado debe respetar en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa que sean.

Por lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con que muchos de vosotros la defenderíais si os encontráseis en mi caso. Pues bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la libertad de neseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.

Señor Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D. Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización contemporánea, que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo Kurth dice que el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los primeros siglos no fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron de ahogar a la Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos carga a nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y tendido si hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del martirologio, las primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por la Inquisición estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de todos los Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las llenan los cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de agradecer a la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba otra Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el crimen horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los asesinaban a puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más diabólicamente dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos estos sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la pérfida de Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en sembrar cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues bien, Sr. Ministro (y pernonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera oír de labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D. Emilio Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la situación del mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra la barbarie de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres. Diputados, la libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana, proclamar ahora la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que está en el ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la corriente en contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa fraternidad y esa libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola, recién salida de las catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano, para, después de vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la libertad de cultura y de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a los hordas más enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.

Es el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno recordaréis mejor que yo: «Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio, rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la podre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte»; y va describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano, convirtiendo en otros tantos cráteres de hirivente sangre cada una de las islas de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques talados, de templos derruídos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio; «cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo sabían derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los dedos de las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas circunstancias, las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza, tuvo la cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para instruir, para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?» «Yo he de confesaros -añade el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos se aprovechen de esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin la Iglesia católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera perecido para siempre.» «La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la institución que levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los atrios de sus iglesias, las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus abadías, las primeras escuelas de artes e industrias en los talleres de sus conventos, las primeras Universidades en los claustros de sus catedrales»; aquellas Universidades cuya enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la gran figura de D. Vicente Manterola, contendiendo frente a frente con aquella otra figura insigne de D. Emilio Castelar»

Fue la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la Ciencia, las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de la Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine -que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había poblado los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de innumerables escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa mayoría de los alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo, porque la Iglesia no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba derechos de examen, sino que distribuía gratuitamente la enseñanza universitaria a todos y mantenía además gratuitamente a los hijos de los pobres, mientras las Universidades dependieron de la Iglesia -de la Iglesia, que hasta ese punto supo ejercer la maravillosa libertad de enseñanza que S.S. anhelaba esta tarde-, que los hijos de los pobres, repito, podían cursar en ellas y concluir la carrera que quisieran con tal de que tuvieran talento, hasta que vinieron los Estados liberales, esos Estados liberales cuyo panegírico trataba de hacer S.S., y lo primero que hicieron, al apoderarse de las Universidades hasta entonces creadas y regidas por la Iglesia -y no es testimonio mío, es testimonio de un catedrático de la Universidad Central, que todavía vive-, lo primero que hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta de las Universidades, una taquilla que hasta entonces no había existido nunca.

A esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a ellas se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes dinero? Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de Banco? Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un jumento. Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la libertad de enseñanza y, usando de esta ibertad de enseñanza, laborar con ella para la instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro (y no voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy mismo son gratuitamente instruídos por la Iglesia; ahí están los telegramas de millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y siendo sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque sea hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es mantener, esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de enseñanza en sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)

Decía el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de un correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría, radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía? Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica, habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.

Pues bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: «Partidario de la escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida, ¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la vida? ¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta que la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse por la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de persuasión.» Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble, que no es digno luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo noble, dice, es luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el Estado; escuela confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no por la imposición del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más pedagógica, aquella cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más moderna.

Por lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas medievales. (Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de Justicia de la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!

Y puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda infenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera vez esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista de nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las que el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo, y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos ya en otra época.

Todavía recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D. Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: «El Sr. De los Ríos rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado.» Aquella voz del Sr. Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del Derecho internacional contemporáneo.

Por lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.

El Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.

El Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por antiguo «dilettantismo», que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora, representa un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final de un periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los que la reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado ya como absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha sido estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo está precisamente en el naturamismo positivsta. Gambetta y Ferri, a los que también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la Presidencia de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco ministerial Combes, se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir: «Sí, señores, nosotros venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía que estaba oyendo aquí su eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de Justicia), porque en nuestra característica, porque en nuestro honor, está en no tener una religión nacional, el tener un laicismo naiconal, porque la religión está entrando en franco período de descomposición y va a ser sustituída, poco a poco, por la Ciencia.» Era la época aquella, Sr. Ministro, prediluviana, la época de la ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la pedagogía sin Dios. Hoy sabe S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la Ciencia siguen corrientes diametralmente opuestas.

La ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.

Y por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo texto: «... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro», escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento; estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, «el gran pedagogo social», en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.

Pues bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato. Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica, en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y fugura la asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la estudie su hijo (porque al padre es al que le correspnde juzgar y al padre es al que le corresponde dirigr la instrucción del hijo); hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria sifucientemente fiel para recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía Jaurés: «Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia, cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?» Y concluía la carta diciendo: «La Religión católica está tan entrelazada con todas las manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son monsergar muy buenes para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio; además de que el estudiar la religión...» -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr. Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: «Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido.»

Y más abajo continúa: «Querido hijo: Convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión, pero el mundo desea conocerla. En cuanto a la tan cacareada libertad de conciencia y otras cosas análogas, no es más que vana palabrería.» (Un señor Diputado: Exacto.), «que rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anticatólicos conocen, por lo menos medianamente, la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad. Y, además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres para no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues en caso contrario, la ignorancia les obliga a irreligión. La cosa es clara: la libertad exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.» Esto es lo que dice Jaurés, Sres. Diputados, y si yo no temiera el eco de un campanillazo recordándome la noción del tiempo, os demostraría en estos instantes que los que se llaman grandes intelectuales incrédulos modernos, comenzando por Hegel y acabando por Spengler e incluyendo a cualquiera de los otros representantes de la Filosofía contemporánea, en materia de religión, han sido hombres que empezaban por ignorar los conceptos más fundamentales de la misma. Si estuviera aquí D. Miguel de Unamuno podría decirnos, mejor que yo puedo hacerlo, que en su obra «El sentimiento trágico de la vida» cita la frase del famoso filósofo norteamericano Williams James, en la que habla de nuestro dogma de la Eucaristía, atribuyéndonos algo que es la contradicción de lo que nosotros profesamos y podría, como digo, hacernos... (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Permítame S.S. que le diga una cosa. Dos autores que S.S. conocerá, seguramente mejor que yo, uno alemán, Dennert, y otro francés, Eymieu, han demostrado, con estadísticas matemáticamente irrefragables y con documentos innegables, lo que en plena Academia de Ciencias de París decía el más célebre de los matemáticos que ha tenido Europa en el siglo XIX: que él era católico y que conocía y profesaba los dogmas del catolicismo, como los conocían y los profesaban la mayoría de los más insignes astrónomos, y matemáticos, y físicos, y químicos, y geólogos, y biólogos, y paleontólogos más eminentes que en los tiempos modernos han existido. (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Ya conoce S. S. la frase de Pasteur, cuando dice que por haber estudiado a fondo la religión tenía fe de bretón, y que si la hubiera estudiado más a fondo habría llegado a tener fe de bretona.

Y para terminar, Sres. Diputados, como la carta de Jaurés se presta a tantas reflexiones, yo espero algún día, contando con vuestra atención, que anticipadamente os agradezco, poder comentarla ampliamente. (Grandes aplausos.)
(Diario de Sesiones, 1.º de marzo de 1933.)


Heredera de Acción Popular se constituye la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).

Anoche se constituyó, entre vítores de entusiasmo, la Confederación Española de Derechas Autónomas. Las mujeres y los jóvenes, puestos en pie sobre las sillas, como si éstas fueran un peldaño que llevara a los altos ideales comunes, certificaron la unidad de pensar, de querer y de obrar de las 750.000 personas representadas directamente en ese acto solemne.

Cerraron la asamblea dos intervenciones: la de un obrero valenciano, vestido con la negra blusa de su región, el Sr. Martín, y otra del Sr. Gil Robles.

-Me dirijo a todas las derechas, a todos los ciudadanos de buena voluntad -decía el primero- para decirles que somos responsables ante España y ante Cristo de la salvación de aquélla. Hablo en nombre de los hombres de mi clase, de los obreros españoles, que en su noventa por ciento son honrados, para deciros que tenemos interés en que quienes creen en Cristo y en el Papa cumplan lo que Cristo y el Papa ordenan. Muchos de vosotros sois aristócratas y ricos, y por eso mismo tengo un gusto especial en hablaros. Si los católicos, por haber dejado de serlo, hemos sido los causantes de lo ocurrido en España, pensemos que es esta la hora de rectificar el camino, pues para hacer el bien todos los instantes son el instante supremo. Los obreros tenemos derecho a esperar mucho de esta asamblea.

Poco después, Gil Robles, en las palabras finales, decía:

-Debemos felicitarnos de los trabajos, de la misma diversidad de tendencias manifestadas, porque sólo han revelado la pugna de llevar a las conclusiones la interpretación más fiel y avanzada de la doctrina social y política cristiana. Dios ha bendecido nuestros trabajos porque los ha presidido la humildad del corazón y la pureza de los fines. Me limito, pues, a darle las gracias y a declarar solemnemente que ha quedado constituída la C.E.D.A., que ha de ser el núcleo derechista que salve a la Patria, hoy en peligro.

Se leyó y subrayó con vítores a Navarra el saludo y adhesión telegráficos remitidos por la «Liga de Mujeres Tudelanas», y una carta emocionada sobre el programa social de Acción Popular y las conclusiones a que ustedes han llegado.

Viejo ya, doy por bien empleados los golpes sufridos al defender eso mismo, y es para mí un gran consuelo ver que aquellas viejas sugestiones que presentábamos con timidez, como un requerimiento leal de la fraternidad cristiana y como una lucecilla de ideal, esos jóvenes y esas masas de Acción Popular las están convirtiendo en antorchas con las que espero han de prender incendios espirituales de redención próxima de España.

Nuestro ideal ya no muere. A él dediqué lo mejor de mi vida, y al ver asegurada su perpetuidad, no me importa ya morir.»

El señor Fernández Ladreda pidió que se hiciera constar como dos conclusiones finales del Congreso la derogación de las leyes de excepción y la petición de garantías ante la próxima lucha electoral.

Cuando la asamblea se disponía a levantarse, el señor Gil Robles propuso, y los reunidos asintieron unánimes, dirigir un telegrama de protesta en nombre de los 800.000 afiliados de la C.E.D.A., al Ayuntamiento de Bilbao, por el acuerdo de derribar el monumento al Sagrado Corazón de Jesús.

Las coincidencias que deben unir a las derechas.

Así terminó sus trabajos sobre política, municipalismo, cuestiones sociales, agrarias, política internacional y, en suma, cuantos grandes problemas generales tiene planteados una agrupación de partidos modernos, el Congreso e la C.E.D.A., que comenzó bajo el signo de la Cruz cinco días antes.

Al discutirse, por la tarde, después de terminar todas las secciones sus respectivos trabajos, el Estatuto de la C.E.D.A., se admitieron como coincidencias fundamentales de los partidos que la integran -aparte de las conclusiones aprobadas en detalle- las siguientes, debidas a la iniciativa de la Derecha Regional Valenciana:

a) Afirmación y defensa de los principios fundamentales de la civilización cristiana.

b) Necesidad de una revisión constitucional de acuerdo con dichos principios.

c) Aceptación, como táctica para toda su actuación política, de las normas dadas por el Episcopado a los católicos españoles en su declaración colectiva de diciembre de 1931.

El peso de los debates recayó ayer sobre Medina Togores, defensor de la ponencia sobre los Estatutos de la C.E.D.A. y autor de la relativa a organización interna del partido de Acción Popular.
(El Debate, de 5 de marzo de 1933.)

José Antonio Primo de Rivera habla del fascismo
A Juan Ignacio Luca de Tena:

Sabes bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor se compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado algunas horas a meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en las que parece entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas del propio ABC para intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que menos importa en el movimiento que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la táctica de fuerza (meramente adjetiva, circunstancial acaso, en algunos países innecesaria), mientras que merece más penetrante estudio el profundo pensamiento que lo informa.

El fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la unidad. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo, que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente, trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es meramente el territorio donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la injuria varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una burguesía. Sino la unidad entrañable de todos al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios.

En un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.

El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos trámites reglamentarios. Por ejemplo: para un criterio liberal, puede predicarse la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión... En esto el Estado no se mete, porque ha de admitir que a lo mejor pueden estar en lo cierto los predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado liberal no consiente es que se celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de anticipación, o que se deje de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal oficina. ¿Puede imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma. De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.
Han pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos fecundos de política creyente, en un sentido o en otro.

Cuando un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo encendido de fe en unas elecciones municipales.

Para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo. En su fe reside su fecundidad, contra la que no podrán nada las persecuciones. Bien lo saben quienes medran con la discordia. Por eso, no se atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los obreros como un movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito ocioso, convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del servicio que presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado de trabajadores, es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo llegarán a saber los obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.

En fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español. Vaya con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento, y tan opuesto, por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos, fuerte, laboriosa y unida una grande España.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA - (ABC, 22 de marzo de 1933)

 «La Tierra», diario de la CNT, ataca a la Repúbica por sus «deslealtades con la revolución»
Evocación de una efemérides gloriosa.
Cumple hoy el régimen republicano dos años de vida.
El recuerdo de su instauración inunda el espíritu de gratas e impresionantes emociones, sobre todo en quienes, como La Tierra, pusieron su esfuerzo y su fervor en la conquista de la República.
Habíanse celebrado con ejemplar civismo las elecciones municipales el 12 de abril. En todas las capitales de importancia los escrutinios asignaban gran mayoría a las fuerzas enemigas de la dinastía borbónica, cuyo derrumbe era fatal e irremediable. El entusiasmo republicano aumentaba por momentos y suplía con creces el lamentable efecto de las indecisiones y cobardías de los que luego, a la hora del triunfo, habían de encaramarse sobre el pueblo para adueñarse del Poder.
España en pie se aprestaba a convertir en eficaz y definitiva realidad el gran avance que el resultado de los elecciones municipales había significado.
Transcurrió el día siguiente en medio de un ambiente de honda fe revolucionaria. Aquella tarde, como ayer recordábamos, La Tierra pedía con virilidad y energía el cambio de poderes a favor del Gobierno provisional. Y a partir de entonces el pueblo, congregado en las calles céntricas de Madrid, se pronunciaba espléndidamente por la República.
La noche del día 13 la fuerza monárquica había ensangrentado el paseo de Recoletos. Era la última sangre que los Borbones hacían derramar, eligiendo víctimas propiciatorias en un grupo de jóvenes republicanos que, con afanes incontenibles, se preguntaban dónde estaban y qué hacían los hombres que a la tarde siguiente se constituían en Gobierno provisional.
Llegó el día 14. Un día espléndido. De sol radiante y luminoso. Durante la mañana hubo en los barrios populares de Madrid múltiples y entusiastas manifestaciones. El ocaso de la secular monarquía se dibujaba, con todo el recio perfil precursor de su desplazamiento para siempre.
Y mientras el Gobierno que presidía el fallecido almirante Aznar intentaba en vano aplicar emplastos al cuerpo cadavérico monárquico, el pueblo, sin previa consigna, pero con delirante frenesí, se congregaba ante el Ministerio de la Gobernación, vitoreando clamorosamente a la República.
A las tres de la tarde, los funcionarios de Correos y Telégros izaron en el Palacio de Comunicaciones la primera bandera tricolor que ondeó en Madrid, y con decisión no exenta de riesgo circularon a toda España la noticia de que el régimen republicano se hallaba triunfante.
Horas después, un grupo de republicanos, sin reparar en las entonces todavía posibles consecuencias, irrumpía en Gobernación, y mientras ciertos personajillos, que luego se autodeclararon «héroes», titubeaban y buscaban al conde de Romanones para efectuar una jurídica transmisión de poderes, izaban también la bandera republicana -federal por más señas- en el balcón central del Ministerio y entre ovaciones ensordecedoras.
¡Magnífico e inolvidable espectáculo aquel del 14 de abril en Madrid!
¡Espléndida expresión de la voluntad de un pueblo que depositaba toda su fe en la República!

Fue ya mucho después, cuando la República estaba proclamada y el pueblo había impuesto su decisión, cuando los políticos que a sí mismos se habían nombrado ministros se decidieron a salir de sus escondites.
Entonces ya no había riesgos. Entonces ya su labor era fácil.
Jamás se habrá dado en la historia de las revoluciones un caso más manifiesto de falta de colaboración al triunfo por parte de los que afanosamente se repartieron luego el botín que no habían conquistado.
Quienes vivimos íntimamente el episodio de la proclamación de la República sabemos bien del grado de temor y de cobardía que revelaron los que hoy, en declaraciones tan falsas como pintorescas, se atribuyen una gloria que correspondió única y exclusivamente al pueblo.

De entonces a ahora.
Dos años. ¡Y en dos años, qué descenso se ha operado en el espíritu público! Mantiene el pueblo español la fe en la República. Tiene adquirido el pleno convencimiento de que «lo otro», aquello «otro», oprobioso e indigno, no volverá a España. No puede volver. Se fue demasiado saturado de podredumbre como para que puedan tomarse ni medianamente en serio los delirios histéricos de las totalmente mermadas huestes monarquizantes.
Y, sin embargo, forzoso es reconocer que en el ánimo del pueblo no palpitan ya aquellos fervores y aquellos entusiasmos que hoy hace dos años se exteriorizaban con intensidad sin precedentes.

¿Por qué?
Sencillamente, porque República es un concepto abstracto que adquiere su concreción en el Gobierno. Y el Gobierno de la República, con sus errores, con sus torpezas y con sus deslealtades para con la revolución, ha hecho posible ese entibiamiento de afectos, ese desmayo que se percibe en la opinión, que no se siente satisfecha, ni interpretada, ni atendida, por quienes han hecho del régimen un coto cerrado para sus apetencias y ambiciones.
Porque República es revolución. Este sentido dio al régimen el pueblo hoy hace dos años. La República por sí es un término ambiguo. Define, a lo más, un régimen. Denomina un sistema político. Pero, evidentemente, la República, para que sea amada por el pueblo, precisa de un contenido de justicia social, de autoridad, de rectitud y de abnegación que hasta ahora no se ha manifestado por los que la vienen rigiendo desde que fue instaurada.
Dijo D. José Ortega y Gasset, hace muchos meses, que la República estaba triste. Y triste continúa.

De que lo esté hay un directo y único responsable: el Gobierno.
Es necesario, pues, en estos momentos de tantas y tantas evocaciones inolvidables y gloriosamente cívicas, exaltar la fe republicana. Alentar en el pueblo sus afanes revolucionarios. Reavivar aquel entusiasmo que ha decaído por culpa de crímenes como los de Arnedo, Sevilla y Casas Viejas, y de persecuciones ensañadas que tienen en las cárceles cientos y cientos de proletarios y campesinos.
La República ha de reconquistar sus prestigios mediante una política honesta, justiciera, cordial, honrada y generosa.
En otro caso, subsistirá, pero sin contar con el calor de la opinión, que ojalá no hubiese decrecido nunca.

República es revolución.
Quien así no lo entienda debe resignarse a un ostracismo voluntario o impuesto, sin perjuicio de que sea en su día implacablemente responsabilizado por sus actos.
Y en ese caso se hallan los actuales e impopulares políticos que rigen el régimen.
(La Tierra (CNT), 14 de abril de 1933.)


Elecciones municipales con derrota de candidatos gubernamentales. Fernández-Flórez, ironiza sobre la reacción de Azaña.
He oído decir -en unión de millares de españoles- al jefe del Gobienro, en actos públicos, dirigiéndose a las oposiciones parlamentarias:
-Yo no tengo por qué creer que la opinión pública está con vosotros. Pronto tendremos ocasión de comprobarlo: en las elecciones de abril. Si entonces resulta derrotado el Gobierno, ya sabemos lo que hay que hacer.
Llegan las elecciones. El Gobierno obtiene solamente un poco menos de la tercera parte de los votos. Lógicamente el Gobierno -que parecía esperar esta prueba- debía dimitir.
Pero Azaña ha encontrado varios argumentos, que ayer ofreció al entusiasmo de la mayoría.

Primer argumento:
Las elecciones han representado un triunfo para el régimen, porque resultaron victoriosos 9.000 republicanos. De este triunfo está orgulloso el Gobierno, que se apresura a hacerlo suyo con lágrimas de alegría en los ojos. El acendrado amor a las institutciones llevará al actual Ministerio a hacer extensivo este júbilo por solidaridad a todos los casos en que el país vote una mayoría republicana. Si el país vota 400 diputados radicales, el Gobierno, sollozando de satisfacción, continuará en el Poder. Si vota a 400 amigos del señor Maura, como el señor Maura y sus amigos son republicanos, el Gobierno, estremecido de contento, continuará aferrado al banco azul.

Segundo argumento:
Los concejales derechistas no cuentan. El señor Azaña los suprime del cómputo. ¿Son derechistas? Luego no son concejales. Lógica.
Todos estos votos constituyen lo que Azaña denomina «una alucinación».
¡Ah! Y cuidado con lo que hacen las demás oposiciones. Porque si suman esos concejales a los obtenidos por ellas, para demostrar que en total son muchos más que los del Gobierno, son contaminadas de derechismo. Y al contaminarse de derechismo, tampoco existente; se ven repentinamente convertidas en alucinaciones consortes.

Tercer argumento:
Por si no se admite ninguno de los anteriores, queda aclarado desde la altura del Poder que los distritos que votaron en estas elecciones parciales son «burgos podridos». El señor Azaña ha dicho que son burgos podridos. Y ahí queda eso. Cuando él habló de que de este ensayo saldría aclarado suficientemente si la opinión estaba al lado del Gobierno o en contra de él, no sabía de qué clase de burgos de trataba. Pero comenzaron a llevarle datos del Ministerio de la Gobernación. En toda Valencia, tres concejales azañistas.

Y Azaña olfateó el dato.
Otro Ayuntamiento. Otra derrota.
Nuevo olfateo, ya con el ceño fruncido.
Y, de pronto, un gesto de asquito, el de Júpier al sacudir el regazo hasta el que el audaz escarabajo había subido con su bolita:
-¡Pero que porquería de Ayuntamientos es ésta! ¡Si están todos podridos!
Argucia inatacable y que asegurará la permanencia de Azaña en el mando todo el tiempo que le apetezca. Bastará este gerundio en las disposiciones oficiales:

«Declarando podrida toda la provincia de X, que no ha votado un solo diputado ministerial.»
Si, en fin, flaqueasen los tres procedimientos, queda el que propuso en la sesión de ayer un diputado de la mayoría: echar a la calle a las oposiciones -aunque los pobres molestan lo menos que pueden-, y, ya a solas, todo marcharía mejor, desde el reparto de cargos hasta la aprobación de las leyes.
Y si tampoco esto alcanzase la ansiada eficacia, existe un recurso supremo: sacar una pistola. Esta excelente idea se le ocurrió también ayer a un diputado socialista.

Resumen: una situación que dispone de tantos recursos que no puede derrumbarse.
Los que pretenden otra cosa es que sienten el inmoderado apetito del Poder, como afirma sensatamente el señor Azaña con un carrillo hinchado por la cartera de Guerra, el otro por la de Hacienda y mientras insaliva la Presidencia del Consejo.
Si algo molesta su sensibilidad -después de los burgos podridos- es que existan personas que sientan el afán de ser ministros.
(ABC, 26 de abril de 1933.)


Tiroteo en la Universidad de Madrid con motivo del reparto de propaganda de las JONS versión republicana
Referencia oficial.
El ministro de la Gobernación, al recibir ayer de madrugada a los periodistas, les dio cuenta de los sucesos estudiantiles registrados en la Universidad Central.
Manifestó que un grupo de estudiantes católicos de los pertenecientes a la J.O.N.S. intentó repartir un manifiesto excitando a la huelga. Como el ambiente se enrareciera rápidamente, ante la posibilidad de sucesos se requirió la presencia de un comisario de Policía, quien al poco rato se presentó en el edificio acompañado de algunas fuerzas. Pasó a hablar con el rector, y cuando ambos conferenciaban, en la parte de afuera de la Universidad sonaron unos disparos. Lo ocurrido fue que un grupo de estudiantes de la F.U.E., al ver que los de la J.O.N.S. pretendían asaltar la Universidad, se lanzaron sobre ellos y sobrevino la colisión, en la que se hicieron varios disparos.
Después del tumulto se comprobó que estaba gravemente herido en el pecho un estudiante. También resultó herida en una pierna una muchacha ciega que iba a cobrar una beca, y en un dedo un bedel de la Universidad.
A uno de los varios detenidos se le ocupó una pistola descargada, por lo que se supone que fue el autor de los disparos.

Una nota de la Dirección General de Seguridad.
A última hora de la tarde fue facilitada en la Dirección de Seguridad la siguiente nota:
«La Dirección de Seguridad tuvo conocimiento por la mañana de que habían sido transportados a la Universidad Central unos paquetes de hojas de carácter fascista editadas por J.O.N.S., y que algunos elementos se proponían repartirlas en el interior, promoviendo al mismo tiempo disturbios. A las once y media, la Dirección de Seguridad envió a la Universidad al inspector Sr. Rajal para que se entrevistase con el rector con objeto de ponerle en antecedentes de lo que se proyectaba y de ofrecer el concurso de la autoridad. No estaba el rector, y el inspector habló con el decano, que después de quedar enterado dijo que tomaría disposiciones inmediatamente.
»Más tarde, también por orden de la Dirección General de Seguridad, y ante el temor de que se produjesen incidentes desagradables, fue a la Universidad el comisario del distrito
»Cuando estaba hablando con el rector y reiterándole lo que ya el inspector había anunciado, se oyeron unas detonaciones. Salió el comisario del despacho y advirtió que se había producido un acto de violencia.
»Un estudiante, al parecer fascista, llamado Fernando González Funes, de veinte años, hizo fuego con una pistola cerca de la puerta de la Universidad, alcanzando los proyectiles a una muchacha ciega, estudiante, llamada María Lozano Barberá, y a otro estudiante llamado Baldomero Gordón, de dieciocho años. La primera tiene una herida de pronóstico reservado, y el segundo, otra de mayor consideración.
»El autor de los disparos fue detenido en el acto por los agentes de Policía Sres. Ortega, Sans de Tejada y Teral, que se hallaban en la puerta de la UNiversidad.

»Inmediatamente acudió a la Universidad el comisario general de Policía, Sr. Maqueda, y personal de la Comisaría del distrito, que practicaron diligencias. Fueron detenidos en el interior de la Universidad dos estudiantes que ocultaban una porra y un palo de silla.»

Dice el ministro de Instrucción Pública.

El ministro de Instrucción Pública recibió a última hora de la tarde a uno de nuestros compañeros, que le interrogó acerca de los sucesos ocurridos en la Universidad.

El Sr. De los Ríos manifestó lo siguiente:

-Pocas noticias puedo darles a ustedes que no conozcan ya. Esta mañana, un grupo de muchachos pertenecientes a una organización más o menos pública entró en la Universidad repartiendo unas hojas de propaganda. Otro grupo de estudiantes reaccionó contra esta actitud, y se originó una lucha, en que resultaron varios heridos, dos de ellos graves. Un muchacho, estudiante de Medicina, que se encuentra hospitalizado en el Equipo Quirúrgico, de donde me dicen ahora mismo que sigue muy grave, pues no se le ha podido operar, y una señorita ciega, que también ha resultado gravemente herida.

No quiero hacer objeto de reflexiones la situación que crea en el seno de la vida universitaria la reiteración de estas actitudes de violencia. Sin embargo, considero totalmente imposible cohonestar la pertenencia a una organización universitaria, la cual, por definición, no puede menos de confiar en la eficacia de la idea como medio de pugna con la asunción de una actitud de fuerza y violencia marcadamente delictiva.

Yo me propongo someter a la deliberación de la Asamblea de Universidades y centros docentes, que habrá de reunirse este año, con arreglo a la ley que creó el Consejo Nacional de Cultura, el tema relativo a la redacción de un estatuto disciplinario de los centro de enseñanza.

Confío en que la gran nobleza del espíritu de la juventud sabrá sobreponerse a las reacciones combativas que en ella pueda haber suscitado el dolor por la agresión sufrida y que respetará la Universidad, cooperando de esta suerte a sustraerla a la lucha en que se pretende envolver la vida española.

Como protesta, la F.U.E. declara la huelga general por veinticuatro horas

Nos ruegan insertar la siguiente nota:

«Reunida la Junta de gobierno de la F.U.E. de Madrid con motivo de los sucesos acaecidos ayer en la Universidad Central, acuerda:
1.º Declarar la huelga general durante veinticuatro horas como protesta contra el criminal atentado de que han sido víctimas varios estudiantes por parte de los elementos llamados fascistas.
2.º Que tales hechos han puesto de manifiesto la imprescindible necesidad de que las autoridades académicas tengan absoluta dedicación a los cargos que les están encomendados.
3.º Rectificar las erróneas versiones, tendenciosas en muchos casos, que la Prensa ha recogido.
4.º Manifestar su firme propósito de no consentir que una vez más se repiten hechos de tal naturaleza.
Lorenzo Abad, secretario; Luis Durán, presidente accidental.»
(El Sol, 9 de mayo de 1933.)





La prensa anarquista elogia las jornadas revolucionarias que se desarrollan en diversos puntos de España.

Impresión de la jornada
Esta mañana ha comenzado la huelga general decretada por el Comité Nacional de la Confederación para manifestar así su protesta contra la política social del Gobierno. Y en relación con este movimiento protestatario amplio e inquietante es preciso subrayar que en ningún momento se le asignó características revolucionarias. Fue designio de la C.N.T., y así se hizo constar en sus manifiestos, que el paro general acordado fuese lo más extenso posible, pero de matiz esencialmente pacífico. Que en Madrid y otras poblaciones hayan surgido refriegas y hechos sangrientos no significa desvirtuación de aquel propósito. Tales episodios son producto de individualidades aisladas cuyas rebeldías escapan necesariamente al control de los Comités directivos de la organización confederal, cuya masa potente y decidida acaso sienta su espíritu inflamado por anhelos de lucha revolucionaria, pero que en la casi totalidad dichos anhelos han sido contenidos con la eficacia posible. En lo aislado de los sucesos estriba la mejor prueba de que no se ha desarrollado a fondo plan alguno de conjunto, pues, en otro caso, las consecuencias de la huelga habrína sido infinitamente más impresionantes.

Huelga pacífica, de protesta viril contra la actuación represiva del Gobierno, se ordenó, y así se ha cumplido en casi toda España.

Quiérase o no reconocer por el Gobierno y por los dirigentes del socialismo averiado y desleal frente a todas las angustias del proletariado, la C.N.T. ha dado a España la sensación de una gran fuerza, que debiera bastar para que en el Poder público se iniciase una rectificación de una política en la que hay que buscar la verdadera génesis de este estado de desasosiego social en que España vive.

No confiamos, sin embargo, en que los actuales gobernantes sepan interpretar con buen sentido el espíritu y móviles de la protesta. Ya el hecho de no haber desautorizado, como era su deber, las columniosas informaciones de la Prensa ministerial respecto a monstruosos y absurdos contubernios del proletariado con la plutocracia, es síntoma de que en las alturas existe una obstinación lamentable en aniquilar lo que es más fuerte que todos los medios represivos: el espíritu de lucha de un sector amplísimo del proletariado para lograr implantar la justicia social. Quédense tales ominosos contubernios para el socialismo sostenedor de monopolios, que vive en fraude y perfecta intimidad con Bancos, banqueros y eternos explotadores del pueblo productor.

No son de hoy nuestras advertencias al Gobierno. Desde que el fatídico Maura en Gobernación se lanzaba a perseguir los Sindicatos al mes de proclamada la República venimos insistiendo en que la táctica de la violencia no es la más adecuada para entibiar las rebeldías de los organismos confederales. Demasiado debían saber esto quienes hoy ejercen cargos de responsabilidad en el Gobierno y en otros tiempos convivieron y hasta actuaron en los medios sindicalistas.

No es posible, y no habrá de lograrlo Gobierno alguno por fuerte que se crea, reducir el temple luchador del anarcosindicalismo, que tiene en su espiritualidad su más potente estímulo. En cambio, mediante una política de concordia, acogedora y cordial, seguramente no se habría llegado a esta situación actual, provocada por todos menos por los que a ella se ven compelidos como único medio de expresar un sentimiento de protesta contra la desigualdad de trato que dimana del hecho altamente perturbador que se concreta en la utilización del Poder por parte del socialismo para perseguir ensañadamente a la central obrera que no sabe ni quiere saber de contemporizaciones con el capitalismo ni se presta a claudicaciones onerosas.

Desearíamos sinceramente que la jornada de hoy fuera una lección que se aprovechara en las alturas.

(La Tierra, 8 de mayo de 1933.)

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