El
Estatuto de Cataluña promulgado por la República
Art.
1.º Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español. Su
territorio es el de las provincias de Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona en
el momento de aprobarse este Estatuto.
Art.
2.º El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en Cataluña. Para
las relacones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la
comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña, la lengua
oficial será el castellano.
Toda
disposición o resolución oficial dictada dentro de Cataluña deberá ser
publicada en ambos idiomas. La notificación se hará también en la misma forma,
caso de solicitarlo parte interesada.
Dentro
del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna,
tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con
los Tribunales, autoridades y funcionarios de todas clases, tanto de la
Generalidad como de la República.
A
todo escrito o documento judicial que se presente ante los Tribunales de
Justicia redactado en lengua catalana, deberá acompañarse su corresondiente
traducción castellana, si así lo solicita alguna de las partes.
Los
documentos públicos autorizados por los fedatarios en Cataluña podrán
redactarse indistintamente en castellano o en catalán, y obligadamente en una u
otra lengua, a petición de parte interesada. En todos los casos, los
respectivos fedatarios públicos expedirán en castellano las copias que hubieren
de surtir efecto fuera del territorio catalán.
Art.
3.º Los derechos individuales son los fijados por la Constitución de la
República española. La Generalidad de Cataluña no podrá regular ninguna materia
con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles.
Estos no tendrán nunca en Cataluña menos derechos que los que tengan los
catalanes en el resto del territorio de la República.
Art.
4.º A los efectos del régimen autónomo de este Estatuto, gozarán de la
condición de catalanes; primero, los que lo sean por naturaleza y no hayan
ganado vecindad administrativa fuera de Cataluña, y segundo, los demás
españoles que hayan ganado vecindad dentro de Cataluña.
Art.
5.º De acuerdo con lo previsto en el artículo 2.º de la Constitución, la
Generalidad ejecutará la legislación del Estado en las siguientes materias:
1.ª
Eficacia de los comunicados oficiales y documentos públicos.
2.ª
Pesas y medidas.
3.ªRégimen
menor y bases mínimas sobre montes, agricultura y ganadería, en cuanto afecta a
la defensa de la riqueza y la coordinación de la economía nacional.
4.ª
Ferrocarriles, carreteras, canales, teléfonos y puertos que sean de interés
general, quedando a salvo para el Estado la reversión de la policía de
ferrocarriles y de los teléfonos y la ejecución directa, que puede reservarse
de todos estos servicios.
5.ª
Bases mínimas de la legislación sanitaria interior.
6.ª
Régimen de seguros generales y sociales, sometidos estos últimos a la
inspección que precetúa el artículo 6.º.
7.ª
Aguas, caza y pesca fluvial sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 14 de
la Constitución. Las Mancomunidades Hidrográficas, cuyo radio de acción se
extiende a territorio situado fuera de Cataluña, mientras conserven la vecindad
y autonomía actuales, dependerán exclusivamente del Estado.
8.ª
Régimen de Prensa, Asociaciones, reuniones y espectáculos públicos.
9.ª
Tierras de expropiación, salvo siempre la facultad del Estado para ejecutar por
sí sus obras peculiares.
10.
Socialización de riquezas naturales y Empresas, delimitándose para la
legislación de la propiedad las facultades del Estado y de las regiones
autónomas.
11.
Servicios de Aviación civil y radiodifusión, salvo el derecho del Estado a
coordinar los medios de comunicaciones en todo el país.
El
Estado podrá instalar servicios propios de radiodifusión y ejercerá la
inspección de los que funcionen por concesión de la Generalidad.
Art.
6.º La Generalidad organizará todos los servicios que la legislación social del
Estado haya establecido o establezca para la ejecución de sus preceptos.
La
aplicación de las leyes sociales estará sometida a la inspección del Gobierno
para garantizar directamente su estricto cumplimiento y el de los Tribunales
internacionales que afecten a la materia.
En
relación con las facultades atribuídas por el artículo anterior, el Estado
podrá designar en cualquier momento los delegados que estime necesarios para
velar por la ejecución de las leyes. La Generalidad está obligada a subsanar, a
requerimientos del Gobierno de la República, las deficiencias que se observen
en la ejecución de aquellas leyes; pero si la Generalidad estimase injusticada
la reclamación, será sometida la divergencia al fallo del Tribunal de Garantías
constitucionales, de acuerdo con el artículo 121 de la Constitución. El
Tribunal de Garantías constitucionales, si lo estima preciso, podrá suspender
la ejecución de los actos o acuerdos a que se refiera la discrepancia, en tanto
se resuelve definitivamente.
Art.
7.º La Generalidad de Cataluña podrá crear y sostener los centros de enseñanza
en todos los grados y órdenes que estime oportunos, siempre con arreglo a lo
dispuesto en el artículo 50 de la Constitución, con independencia de las
instituciones docentes y culturales del Estado y con los recursos de la
Hacienda de la Generalidad, dotada por este Estatuto.
La
Generalidad se encargará de los servicios de Bellas Artes, Museos, Bibliotecas,
conservación de monumentos y archivos, salvo el de la Corona de Aragón.
Si
la Generalidad lo propone, el Gobierno de la República podrá otorgar a la
Universidad de Barcelona un régimen de autonomía. En tal caso, éste se
organizará como Universidad única, regida por un Patronato, que ofrezca a las
lenguas y a las culturas castellana y catalana las garantías recíprocas de
convivencia y de igualdad de derechos para profesores y alumnos.
Las
pruebas y requisitos que, con arreglo al artículo 49 de la Constitución,
establezca el Estado para la expedición
de títulos, regirán con carácter general para todos los alumnos procedentes de
los establecimientos del Estado y de la Generalidad.
Art.
8.º En materia de orden público, quedan reservados al Estado, de acuerdo con lo
dispuesto en los números 4, 10 y 16 del artículo 14 de la Constitución, todos
los servicios de seguridad púbica en Cataluña, en cuanto sean de carácter
extrarregional o suprarregional; la policía de fronteras, inmigración,
emigración, extranjería y régimen de extradición y expulsión.
Corresponden
a la Generalidad todos los servicios de policía y orden interior de Cataluña.
Para
la coordinación permanente de ambas clases de servicios mutuos, auxilio, ayuda
e información y traspaso de los que correspondan a la Generalidad, se creará en
Cataluña, habida cuenta de lo ordenado en el artículo 20 de la Constitución,
una Junta de Seguridad, formada por representantes del Gobierno de la República
y de la Generalidad y por las autoridades superiores que, dependientes de una y
otra, presten servicio en el territorio regional, la cual entenderá en todas
las cuestiones de regulación de servicios, alojamientos de fuerzas y
nombramiento y separación de personal.
Esta
Junta, cuyo reglamento ordenará su organización y funcionamiento, de acuerdo
con lo contenido en este artículo, tendrá una función informativa, pero la
Generalidad no podrá proceder contra sus dictámenes en cuanto tengan relación
con los servicios coordinados.
En
cuanto al personal de los servicios de policía y orden interior de Cataluña
atribuídos a la Generalidad, las propuestas de los nombramientos las hará su
representación en la Junta, sin perjuicio de lo dispuesto en el párrafo
anterior.
Art.9.º
El Gobierno de la República, en uso de su facultad y en ejercicio de sus
funciones constitucionales, podrá asumir la dirección de los servicios
comprendidos en el artículo anterior, en el
mantenimiento del orden interior en Cataluña, en los siguientes casos:
Primero.
A requerimiento de la Generalidad.
Segundo.
Por propia iniciativa, cuando estime comprometido el interés general del Estado
o su seguridad.
En
ambos casos será oída la Junta de Seguridad de Cataluña para dar por terminada
la intervención del Gobierno de la República.
Para
la declaración del estado de guerra, así como para el mantenimiento, suspensión
o restablecimiento de los derechos y garantías constitucionales, se aplicará la
ley de Orden público, que regirá en Cataluña como en todo el territorio de la
República.
También
regirán en Cataluña las disposiciones del Estado español sobre fabricación,
venta, tenencia y uso de armas y explosivos.
Art.
10. Corresponderá a la Generalidad de Cataluña la legislación sobre el régimen
local, que reconocerá a los Ayuntamientos y demás corporaciones que cree plena
administración en el gobierno y dirección de los intereses peculiares y les
concederá recursos propios para atender los servicios de su competencia.
Esta
legislación no podrá reducir la autonomía municipal a límites menores que los
que señale la ley general del Estado.
Para
el cumplimiento de sus fines, la Generalidad podrá establecer, dentro de
Cataluña, las demarcaciones territoriales que estime convenientes.
Art.
11. Corresponden a la Generalidad de Cataluña la legislación exclusiva y la
ejecución y dirección de las funciones siguientes:
A)
Carreteras, ferrocarriles, canales, puertos y todas las obras públicas de
Cataluña, salvo lo dispuesto en el artículo 15 de la Constitución.
B)
Servicios forestales, agrónomicos y pecuarios, Sindicatos Agronómicos y
Asociaciones y Sociedades agrarias, salvo lo dispuesto en el párrafo quinto del
artículo 15 de la Constitución y salvo las leyes sociales designadas en el
número 1 de dicho artículo.
C)
Beneficiencia.
D)
Sanidad interior, salvo lo dispuesto en el número séptimo del artículo 15 de la
Constitución.
E)
Establecimiento y ordenación de los servicios de contratación de mercancías y
similares, conforme a las ormas generales del Código de Comercio.
F)
Cooperativas, Mutualidades y Pósitos, con la salvedad, respecto a las leyes
sociales, hecha en el párrafo primero del artículo 11 de la Constitución.
Art.
12. Corresponde a la Generalidad la legislación exclusiva en materia civil,
salvo lo dispuesto en el artículo 14, número primero, de la Constitución, y la
administrativa que le esté plenamente atribuída por este Estatuto.
La
Generalidad organizará la administración de Justicia en todas las
jurisdicciones, excepto en la militar y en la de la Armada, conforme a los
preceptos de la Constitución y a las leyes procesales y orgánicas del Estado.
La
Generalidad nombrará los jueces y magistrados con jurisdicción en Cataluña
mediante concurso entre los comprendidos en el escalafón general del Estado. El
nombramiento de magistrados del Tribunal de Casación de Cataluña corresponderá
a la Generalidad, conforme a las normas que su Parlamento determine. La
organización y funcionamiento del ministerio fiscal corresponde íntegramente al
Estado, de acuerdo con las leyes generales. Los funcionarios de la justicia
municipal serán designados por la Generalidad, según el régimen que establezca.
Los nombramientos de secretarios judiciales y de personal auxiliar de la
administración de justicia se harán por la Generalidad con arreglo a las leyes
del Estado.
El
Tribunal de Casación de Cataluña tendrá jurisdicción propia sobre las materias
civiles y administrativas cuya legislación exclusiva esté atribuída a la
Generalidad.
Conocerá,
además, el Tribunal de Casación de Cataluña de los recursos sobre calificación
de documentos referentes al Derecho privativo catalán que deban motivar
inscripción en los Registros de la Propiedad. Asimismo resolverá los conflictos
de competencia y jurisdicción entre las autoridades judiciales de Cataluña. En
las demás materias se podrá interponer recurso de casación ante el Tribunal
Supremo de la República o el procedente, según las leyes del Estado. El
Tribunal Supremo de la República resolverá asimismo los conflictos de
competencia y de jurisdicción entre los Tribunales de Cataluña y los demás de
España.
Los
registradores de la propiedad serán nombrados por el Estado.
Los
notarios los designará la Generalidad mediante oposición o concurso, que
convocará ella misma, con arreglo a las leyes del Estado. Cuando, conforme a
éstas, deban proveerse las notarías vacantes por concurso o por oposición entre notarios, deberán
admitirse con iguales derechos los notarios del Estado y los de la Generalidad.
En
cuantos concursos convoque la Generalidad serán condiciones preferentes el
conocimiento de la lengua y del Derecho catalanes, sin que en ningún caso pueda
establecerse la excepción de naturaleza o vecindad. Los fiscales registradores
designados para Cataluña deberán conocer la lengua y el Derecho catalán.
Art.
13. La Generalidad de Cataluña tomará las medidas necesarias para la ejecución
de los Tratados y convenios que versan sobre materias atribuídas total o
parcialmente a la competencia regional en el presente Estatuto.
Si
no lo hiciera en tiempo oportuno, corresponderá adoptar dichas medidas al
Gobierno de la República, que, por tener a su cargo la totalidad de las
relaciones exteriores, ejercerá siempre la alta inspección para el cumplimento
de los referidos Tratados y convenios y para la observación de los principios
del Derecho de gentes.
Todos
los asuntos que revistan este carácter, como la participación oficial en
exposiciones y Congresos internacionales y las relaciones de los españoles
residentes en el extranjero o cualquiera otras análogas, serán de la exclusiva
competencia del Estado.
Art.
14. La Generalidad estará integrada por el Parlamento, el presidente de la
Generalidad y el Consejo ejecutivo.
Las
leyes interiores de Cataluña ordenarán el funcionamiento de este organismo, de
acuerdo con el Estatuto y con la Constitución.
El
Parlamento, que ejercerá funciones legislativas, será elegido por un plazo no
mayor de cinco años, por sufragio universal directo, igual y secreto.
Los
diputados del Parlamento de Cataluña serán inviolables por los votos u
opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo.
El
presidente de la Generalidad asume la representación de Cataluña. Asimiso
representa a esta región en sus relaciones con la República y con el Estado y
en las funciones cuya ejecución directa le estén reservadas al Poder central.
El
presidente de la Generalidad será elegido por el Parlamento de Cataluña y podrá
delegar temporalmente su función ejecutiva, mas no la de representación, en uno
de sus consejeros.
El
presidente y los consejeros de la Generalidad ejercerán las funciones
ejecutivas y deberán dimitir de sus cargos en el caso de que el parlamento les
negase de modo explícito la confianza.
Uno
y otros son individualmente responsables ante el Tribunal de Garantías en el
orden civil y criminal del Estatuto y de las leyes.
Art.
15. Todas las cuestiones de competencia que se susciten entre las autoridades
de la República y de la Generalidad o entre las jurisdicciones de sus
respectivos organismos serán resueltas por el Tribunal de Garantías
Constitucionales, el cual tendrá, de acuerdo con el artículo 121 de la
Constitución, la misma extensión de competencia en Cataluña que en el resto de
la República.
Art.
16. La Hacienda de la Generalidad de la Cataluña se constituye:
a) Con el producto de los impuestos que el
Estado cede a la Generalidad.
b)
Con un tanto por ciento en determinados impuestos de los no cedios por el
Estado.
c)
Con los impuestos, derechos y tasas de las antiguas Diputaciones provinciales
de Cataluña y con los que establezca la Generalidad.
Los
recursos de la Hacienda de la Generalidad se cifrarán con sujeción a las
siguientes reglas:
Primera.
Un tanto por ciento sobre la cuantía que resulte de aplicar la regla anterior
por razón de los gastos imputables a servicios que transfieran y que, teniendo
consignación en el presupuesto del Estado, no produzcan pagos en Cataluña o los
que produzcan en cantidad inferior al importe de los servicios.
Segunda.
Una suma igual al coeficiente de aumento que experimenten en lo sucesivo los gastos
de los presupuestos futuros de la República en los servicios correspondientes a
los que se transfiera a la Generalidad de Cataluña.
Para
cubrir las cuantías que resulten de aplicar las reglas anteriores, según el
cálculo que realizará la Comisión mixta creada en el artículo 19 de este
Estatuto, y que se someterá a la aprobación del Consejo de ministros, el Estado
cede a la Generalidad:
I.
La contribución territorial, rústica y urbana con los recargos establecidos
sobre la misma, debiendo abonar a los Ayuntamientos las participaciones que les
correspondan.
II.
El impuesto sobre los derechos reales, las personas jurídicas y las
transmisiones de bienes con sus recargos y con la obligación de aplicar los
mismos tipos contributivos establecidos en las leyes del Estado.
III.El
20 por 100 de propios, el 10 por 100 de pesas y medidas, el 10 por 100 de
aprovechamientos forestales, el producto del canon de superficie y el impuesto
sobre las explotaciones mineras.
III.
Una participación en las sumas que produzcan en Cataluña las contribuciones
industrial y de utilidades, igual a la diferencia entre la cuantía de las
contribuciones con sus recargos que se ceden en virtud de las tres reglas
anteriores y el coste total de los servicios que el Estado transfiere a la región
autónoma, todo ello referido al momento de la transmisión. Si con una
participación del 20 por 100 no se cubriere dicha diferencia, se abonará el
resto de la misma en forma de participación en el impuesto de Timbre en la
proporción necesaria.
Cada
cinco años se procederá por una comisión de técnicos nombrados por el ministro
de Hacienda de la República y por la Generalidad a la revisión de las
concesiones hechas en este artículo. Tanto los impuestos cedidos como los
servicios traspasados a la Generalidad serán calculados con un aumento o con
una rebaja igual a la que hayan experimentado unos y otros en la Hacienda de la
República. La propuesta de esta Comisión será elevada a la aprobación del
Consejo de ministros.
En
cualquier momento el ministro de Hacienda de la República podrá hacer una
revisión extraordinaria en el régimen de Hacienda del presente título, de común
acuerdo con la Generalidad, y si esto no fuera posible, deberá someterse la
reforma a la aprobación de las Cortes, siendo preciso el voto favorable de la
mayoría absoluta del Congreso.
Art.
17. La Hacienda de la República respetará los actuales ingresos de las
haciendas locales de Cataluña, sin gravar con nuevas contribuciones las bases
de contribución de aquéllas.
La
Generalidad podrá crear nuevas contribuciones que no se apliquen a las mismas
materias que ya tributan en Cataluña a la República, y podrá dar una nueva
ordenación a sus ingresos.
Los
nuevos tributos que establezca la Generalidad no podrán ser obstáculo a las
nuevas imposiciones que con carácter general cree el Estado, y en caso de
incompatibilidad aquellos tributos quedarán absorbidos por los del Estado, con
la compensación que corresponda.
En
ningún caso la Ordenación tributaria de la Generalidad podrá dificultar el
desarrollo del impuesto sobre la renta, que será tributo del Estado.
La
Hacienda de la Generalidad podrá continuar recaudando por delegación de la
Hacienda de la República, y con el mismo premio que éste tenga consignado en
presupuesto, las contribuciones, impuestos y arbitrios que el Estado debe
percibir en Cataluña, con excepción de los monopolios y de las Aduanas, con sus
anexos.
Sin
embargo, el Estado se reserva el derecho de rescatar la reecaudación de sus
tributos y gravámenes en el territorio de Cataluña y de ordenarla libremente.
La
Generalidad podrá emitir deuda interior, pero ni la Generalidad ni sus
corporaciones locales podrán apelar al crédito extranjero sin autorización de
las Cortes de la República.
Después
de emitida la deuda, cuyo producto haya de invertirse en la creación o
mejoramiento de servicios que en cuanto a Cataluña hayan sido transferidos a la
Generalidad, ésta fijará las obras y los servicios de la misma naturaleza que
se propone realizar con la participación que se le otorgue en el empréstito,
dentro de un límite que no podrá exceder de una parte proporcional a la
población de Cataluña con respecto a la población de España.
Los
derechos del Estado en territorio catalán relativos a minas, aguas, caza y
pesca, y los bienes de uso público y los que, sin ser de uso común, pertenezcan
privativamente al Estado y están destinados a algún servicio público, como el
fomento de la riqueza nacional, se transfieren a la Generalidad, excepto los
que sigan afectos a funciones cuyo servicio se haya reservado el Gobierno de la
República.
Dichos
bienes y terrenos no podrán ser enajenados, gravados ni destinados a fines de
carácter particular sin autorización del Estado.
El
régimen de las concesiones de minas potásicas y de los posibles yacimientos de
petróleo seguirán regiéndose por las disposiciones vigentes mientras el Estado
no dicte nuevas limitaciones sobre estas materias.
El
Tribunal de Cuentas de la República fiscalizará anualmente la gestión de la
Generalidad en cuanto a la recaudación de impuestos que le sean atribuídos por
delegación de la Hacienda de la República y la ejecución de servicios por
encargo de ésta, siempre que se trate de servicios que tengan su consignación
especial en los presupuestos del Estado.
Tanto
los impuestos cedidos como los servicios transferidos a la Generalidad, serán
calculados con un aumento o con una rebaja igual a la que hayan experimentado
unos y otros, por la Hacienda de la República.
La
propuesta de esta comisión será elevada a la aprobación del Consejo de
ministros.
En
cualquier momento el ministro de la República podrá hacer una revisión
extraordinaria en el régimen de Hacienda del presente título, de común acuerdo
con la Generalidad, y si esto no fuese posible deberá someterse la reforma a la
aprobación de las Cortes, siendo preciso el voto favorable de la mayoría
absoluta del Congreso.
Art.
18. Este Estatuto podrá ser reformado:
a)
Por iniciativa de la Generalidad, mediante referéndum de los Ayuntamientos y
aprobación del Parlamento de Cataluña.
b)
Por iniciativa del Gobierno de la República y a propuesta de la cuarta parte de
los votos de las Cortes.
En
uno y otro caso será preciso para la aprobación (definitiva) de la ley de
Reforma del Estatuto, las dos terceras partes del voto de las Cortes. Si el
acuerdo de las Cortes de la República fuera rechazado por el referéndum de
Cataluña, será menester, para que prospere la reforma, la ratificación de las
Cortes ordinarias, subsiguientes a las que le hayan acordado.
Disposición
transitoria
Artículo
único. El Gobierno de la República queda facultado, dentro de los dos meses
siguientes a la promulgación de este Estatuto, para establecer las normas a que
han de ajustarse el inventario de bienes y derechos y la adaptación de los
servicios que pasan a la competencia de la Generalidad, encargando la ejecución
de dichas normas a una comisión mixta que designen por mitad el Consejo de
ministros y el Gobierno provisional de la Generalidad, la cual deberá tomar sus
acuerdos por el voto de las dos terceras partes de sus miembros como mínimo,
sometiendo, en caso necesario, sus diferencias a la resolución del presidente
de las Cortes de la República.
Previo
acuerdo con el Gobierno, la Generalidad fijará la fecha para la elección del
primer Parlamento de Cataluña, con arreglo al mismo procedimiento de las
elecciones a Cortes constituyentes.
Para
las elecciones a que se refiere el párrafo anterior, el territorio de Cataluña
se dividirá en las circunscripciones siguientes: Barcelona (ciudad), Barcelona
(circunscripción), Gerona, Lérida y Tarragona. Las circunscripciones votarán un
diputado por cada 4.000 habitantes, con el mínimo de catorce diputados por
circunscripción.
Mientras
no legisle sobre materias de su competencia, continuarán en vigor las leyes
actuales del Estado que a dichas materias se refieran, correspondiendo su
aplicación a las autoridades y organismos de la Generalidad, con las facultades
asignadas actualmente a los del Estado.
(El
Sol, 9 de septiembre de 1932.)
Los
sucesos de Casas Viejas provocan un agitado debate parlamentario contra el
Gobierno Azaña
El
Sr. Guerra del Río: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S. S.
El
Sr. Guerra del Río: la minoría radical ha tenido el honor de presentar a la
Presidencia de la Cámara una proposición incidental, y ruego que se dé
inmediata lectura a ella creyendo que está dentro del Reglamento.
El
Sr. Presidente: Eso iba a hacer; me había permitido una pausa para ver si
podíamos encauzar la discusión sin perdernos en el incidente, lo cual creo que
hubiera sido preferible para todos; pero la proposición, en efecto, se ha
presentado, es reglamentaria, y yo me disponía a hacer que se diera lectura de
ella, y se va a dar lectura en este momento.
El
Sr. Guerra del Río: Muchas gracias.
El
Sr. Secretario (Vidarte): Dice así:
Los
Diputados que suscriben ruegan a la Cámara se sirva declarar que han visto con
disgusto la omisión de explicaciones, por parte del Gobierno, respecto a la
represión de los sucesos iniciados el 8 de enero.
Palacio
del Congreso, 2 de febrero de 1933.- Rafael Guerra del Río.- Salvador Martínez
Moya.- Diego Martínez Barrios.- Angel Rizo.- César Oarrichena.- José Terrero.-
Eloy Vaquero.- José María Alvarez Mendizábal.- Vicente Cantos.- Miguel de
Cámara.- Gerardo Abad Conde.- Justo Villanueva.- Manuel Becerra-
El
Sr. Guerra del Río: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Guerra del Río: Señores Diputados, creo que la máxima pasión política nos
hará el honor de reconocer que no hemos sido nosotros, con nuestra conducta los
que hemos provocado la situación realmente anormal en que se coloca este debate
con esta proposición incidental.
En
el día de ayer, desde que se inició, hubimos de hacer, primero el Sr. Armasa y
después yo, la salvedad de que estimábamos que la cuestión de orden público, que
había culminado, que había tenido su síntoma más relevante en el horror de
Casas Viejas, tenía que ser liquidada por la Cámara con una declaración del
Gobierno, con una satisfacción a la opinión, y detrás de eso venimos desde el
día de ayer. Con asombro vemos todos (yo creo que con asombro incluso en los
bancos de los propios Diputados ministeriales...) (Denegaciones y protestas en
la mayoría.- Grandes rumores.- Contraprotestas en los radicales.) Quería
hacerles este honor, pero no tengo en ello mayor interés.
El
Sr. Presidente: Además, tengan en cuenta los Sres. Diputados de la mayoría que
no necesita la mayoría, para expresarse la voz de todos los diputados que la
componen.
El
Sr. Guerra del Río: Decía que vemos con asombro que este Gobierno, que durante
un mes está repitiendo cada día que no admite otras discusiones que las que
aquí se planteen y que esperaba el día 1.º de febrero para que se le
plantearan, a la primera cuestión de gravedad que se plantea aquí, rehuye la
contestación, espera que nos entretengamos las minorías en discutir unas con
otras, y, cuando más, nos hace el honor -por otra parte, para nosotros muy
satisfactorio- de que el señor Subsecretario del Ministerio de la Gobernación
conteste o diga que contesta a las graves acusaciones aquí formuladas.
Nosotros
tenemos que interpretar de una manera o de otra este silencio del Gobierno y
tenemos que remarcar cuál ha sido la intención de nuestras intervenciones de
ayer. No, Sr. Presidente del Consejo de Ministros; no hemos pedido expedientes
y sumarios contra el capitán de la Guardia Civil o contra el comandante de la
fuerza que allí acudieron, no. Nosotros hemos acusado al Gobierno, que es el
que tiene que contestar a la acusación. Le hemos acusado de hechos concretos y
determinados: de su imprevisión para evitar los sucesos y de su crueldad en la
represión de los mismos. No hemos dicho - me hubera guardado yo mucho de ello-
que el Ministro de la Gobernación hubiese directamente dado las órdenes para
que en Casas Viejas se fusilase a presos, a gente ya indefensa. Lo que sí he
dicho y repito es que hay que deducir que las instrucciones del Gobierno fueron
de tal naturaleza que las fuerzas encargadas de reprimir la rebelión se tenían
que conducir fatalmente de aquella manera.
Me
decía: ¡Pruebas! ¿Pruebas? Alguna ha de ser la superioridad de la Cámara, de
todo Parlamento sobre los Tribunales de Justicia. Las pruebas en los
Parlamentos se forjan en las conciencias, y los datos para forjar esa
convicción han sido aquí expuestos y no ha habido la menor contestación; si
acaso, han sido agravados por las palabras que ayer pronunció el Sr. Esplá.
Hemos dicho: hay 19 muertos y no ha habido un solo herido; esto no puede ser la
consecuencia de una refriega. ¿Habéis contestado a esto? ¿Lo habéis desmentido?
¿Os atrevéis a desmentirlo ahora mismo? Hemos dicho: todos los Diputados de la
provincia de Cádiz, cualquiera que sea su significación, tienen esta misma
convicción. ¿Se ha levantado uno solo a rectificarme? Pues ahí en vuestras
filas están sentados; que lo digan y que me desmientan, si son hombres de
conciencia y de honor, como yo creo. (Muy bien.)
¿Queréis
más pruebas, Sr. Presidente del Consejo de Ministros? ¿Quéreis más pruebas que
justifiquen lo que dijimos de que la Cámara de la República tiene que ver con
disgusto este silencio despreciativo después de la revelación de esas
crueldades? También os las voy a dar.
He
dicho que las fuerzas que se dirigieron a Andalucía llevaban la convicción de
que sus instrucciones eran no hacer prisioneros. Eso he dicho yo. Ayer, un
Diputado monárquico, pero hombre de honor, pienso (Rumores) -vosotros juzgaréis
si puede haber en esta Cámara alguien capaz de asegurar en falso lo que voy a
decir aquí-, un Diputado monárquico me ha dicho que en el tren de Andalucía, hablando
con oficiales de la Guardia Civil que se dirigían a reprimir aquellos sucesos,
declararon que llevaban esas instrucciones. ¿Es eso una prueba bastante? No;
pero esperad. Creo que los hechos tienen la suficiente gravedad para que todos
los que sepan algo tengan la obligación de decirlo aquí, no ante un juez
instructor en un sumario y en un expediente, en el cual, al fin y al cabo, va a
resultar que el único responsable es el que menos nos interesa.
Otro
Diputado a Cortes, republicano, aunque moderado, me juraba ayer (diciéndome que
el secreto de la persona que directamente conocía el hecho no podía
descrubrirlo sino cuando se le llamara a declarar) que se habían dado esas
terminantes instrucciones. Y por último, señores Diputados, un Diputado republicano
de siempre, de los que para todos nosotros no pueden tener tilde alguna en esta
clase de asuntos, el señor González Sicilia -lo cito porque es correligionario
mío-. Diputado por Sevilla, me decía que en su presencia, oyéndolo él, el
comisaro jefe de Policía de Sevilla había transmitido la misma clase de
instrucicones (El Sr. González Sicilia pide la palabra.)
¿Qué
mas pruebas queréis? No hay heridos; hay 19 muertos; hay uno de ellos que
apareció amanillado y del cual se nos dice, por toda explicación, que era un
parlamentario que se pasó al enemigo y fue tan cruel el enemigo que no le quitó
las esposas y después se le encontró muerto.
El
Gobierno, a esto, contesta con el silencio y dice que hable el señor Lerroux.
¿Es el Sr. Lerroux el responsable de Casas Viejas, señor Azaña? De Casas Viejas
no tiene que hablar el Sr. Lerroux, tiene que hablar el Gobierno. Pero el
Gobienro nos ha dicho que calla, que nada tiene que decir, que allá los
Tribunales.
Pues,
Sres. Diputados, nosotros apelamos a la Cámara: que la Cámara diga si cree que
el Gobierno hace bien callando después de lo que aquí hemos dicho. (Muy bien,
aplausos en la minoría radical.)
El
Sr. Presidente del Consejo de Mrinistros (Azaña): Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La triene S. S.
El
Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Señores Diputados, el Sr. Guerra del
Río defiende una proposición incidental que es un voto de censura para el
Gobierno, suponiendo, partiendo de la hipótesis, de que el Gobierno se niega a
entrar en una discusión acerca de los sucesos de Casas Viejas. El supuesto es
inexacto. Las cosas han pasado a la vista de todo el mundo, y me sorprende un
poco que se puede tergiversar de esta manera el argumento de la polémica.
Cuando
ayer me planteó esta discusión, recordaréis todos que hubo un momento de
vacilación bastante duradero acerca de qué tema se había de abordar y por quién
y cómo se iba a iniciar la discusión. Y el principal motivo de que el debate
político anunciado no se iniciara y se tratara, en cambio, de esta otra cuestión
fue la ausencia del Sr. Lerroux. Se discutió ayer tarde. El Sr. Lerroux viene
hoy a las Cortes. Nadie ignora la importancia que se ha conferido -yo no dudo
que justificadamente- a la interpelación de política general que el Sr. Lerroux quiere hacer al Gobierno,
y el Gobierno ha dicho: preferimos que se ventile cuanto antes esta cuestión.
Pero en esta preferencia del Gobierno no
ha ido nunca, ni puede ir nunda, la negativa a discutir después, o cuando sea,
el asunto de Casas Viejas. (Fuertes rumores.- Varios Sres. Diputados: ¡Ahora,
ahora!)
No.
Nosotros, lo he dicho antes terminantemente, y el Gobierno no rectifica su
posición (Rumores y protestas.), nosotros no admitidos, administrando como nos
corresponde nuestra autoridad en el banco azul, permanecer veinticuatro horas
más bajo la supuesta posibilidad de que una interpelación desarrollada por el
importante partido radical pueda acarrear al Gobierno un quebranto o su propio
hundimiento. (Nuevas protestas en la minoría radical.- El Sr. Salazar Alonso:
Haga las declaraciones ahora y en seguida; esta misma tarde se abordará el otro
debate.) No puede ser. (Más rumores en la minoría radical.)
Nosotros
no hemos rehuído esta cuestión ni otra; pero no es posible aceptar, en buena
táctica parlamentaria, que después de estar con las espadas en alto durante un
mes, ahora aceptemos una prórroga, una tregua que deje al Gobierno en
posición... (Nuevas protestas y rumores impiden percibir el final de la frase.-
El señor Salazar Alonso: Es cuestión de un cuarto de hora.) No puede ser; lo
siento mucho. (Continúan las protestas y contraprotestas, cruzándose entre
varios Sres. Diputados interrupciones que no se oyen claramente.- El Sr.
Presidente agita repetidamente la campanilla reclamando orden.) El Gobierno no
comprende (será una limitación de nuestra capacidad, otras tendremos) que se
pueda querer hacer arma política de lo sucedido en Casas Viejas. (El Sr.
Soriano: ¡No, casi nada!- El Sr. Salazar Alonso: Pues por eso se desglosa.) Los
sucesos de Casas Viejas, que no pueden ser bien examinados si no es
precisamente en el curso de esa interpelación general política que se nos tiene
anunciada... (Fuertes rumores y protestas en las oposiciones.) Si, porque en
esa interpelación... (Continúan los rumores.- Varios Sres. Diputados: ¡A
votar!), en esa interpelación es donde hay que ver... (Varios Sres. Diputados
de la minoría radical interrumpen.- Entre los Diputados de las oposiciones y
los de la mayoría se entablan vivos diálogos.)
El
Sr. Presidente: Ruego a los Sres. Diputados que se abstengan de interrumpir.
Escuchen al Sr. Presidente del Consejo.
El
Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Decía, Sres. Diputados, que
precisamente en un examen general de la política del Gobierno, que alcance a
todo, y de una manera especial a las cuestiones de orden público y a los
conflictos que los movimientos de rebelión, de una parte y de otra, le han
suscitado al Gobierno, en ese examen general de la política del Gobierno, y
singularmente en el aspecto de orden público, es donde se aclaran y se ven en
todo su valor, en su génesis y en sus consecuencias los sucesos de Casas
Viejas, que no son sino un chispazo, más violento, más doloroso y más
lamentable, de todo un problema general que el Gobierno ha tenido que afrontar,
reducir y vencer (Rumores), y es imposible, en buena lógica y en buena y
perfecta lealtad de polémica, querer que se aclare o que se mida en su perfecto
valor un episodio terrible, todo lo lamentable que se quiera, si no se examinan
todos sus antecedentes y todos sus consiguientes. (Fuertes rumores.) Por esto
es por lo que el Gobierno deseaba... (Continúan los rumores.- Varios Sres.
Diputados de las minorías interrumpen.) ¿Pero yo no tengo derecho a hablar, o
qué? Por eso, cuando se ha anunciado una interpelación general política por el
Sr. Lerroux, nosotros hemos supuesto, en buena lógica, que uno de los aspectos
que el Sr. Lerroux trataría sería el problema general del orden público en
España en todos sus aspectos y en sus dos caras, la roja y la blanca (Rumores.)
y que entonces tendríamos que hacer manifestaciones y declaraciones que
tendrían algún interés y alguna importancia para los unos y para los otros; por
eso hemos rogado que esta interpelación, donde la política general del Gobierno
también había de aparecer en toda su integridad, en todas sus causas y en todas
sus responsabilidades, se plantease con la máxima urgencia. Esto es lo que el
Gobierno ha pedido y lo que el Gobierno desea.
En
los sucesos de Casas Viejas, Sres. Diputados, por mucho que se hurgue no se encontrará
un atisbo de responsabilidad para el Gobierno. En Casas Viejas no ha ocurrido
sino lo que tenía que ocurrir. (Fuertes rumores y protestas en los bancos de
las minorías; contraprotestas en la mayoría.) Planteado un conflicto de
rebeldía a mano armada contra la sociedad y contra el Esatado, lo que ha
ocurrido en Casas Viejas era absolutamente inevitalbe, y yo quisiera saber
quién era el hombre que, puesto en el Ministerio de la Gobernación o en la
Presidencia del Consejo de Ministros o en cualquier otro sitio donde ejerciese
autoridad, hubiera encontrado un procedimiento para que las cosas se deslizaran
en Casas Viejas de distinta manera de cómo se han deslizado. (Rumores.)
Quisiera que me dieran la receta, para conocerla... (El Sr. Barriobera: ¿Me permite
el Sr. Presidente del Consejo de Ministros?) Señor Barriobero, permítame S.S.,
estoy en el uso de la palabra. (El Sr. Barriobero, puesto en pie, insiste en
hablar, lo que produce protestas en la mayoría.- El Sr. Alberca Montoya: Ayer
le interrumpió el Sr. Presidente y nadie protestó.- El Sr. Barriobero: Es para
una interrupción como las que ayer me hizo S.S. a mí.- Continúan las protestas
en la mayoría.)
El
Sr. Presidente: Tenga la bondad de sentarse el Sr. Barriobero. Para hablar se
necesita el permiso de la Presidencia. Continúa el señor Presidente del Consejo
en el uso de la palabra.
El
Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Se pretende, Sres. Diputados, haciendo
uso de recursos polémicos, que, sin duda, son lícitos y admisibles en las
contiendas de los partidos, pero cuyo carácter no hay que perder de vista, se
pretende juzgar la conducta general del Gobierno en asuntos de orden público
por el episodio de Casas Viejas, y esto no es legítimo. No es legítimo, porque
yo ruego a quien esté dispuesto a discurrir con entera lealtad y buena fe, que
me diga si el Gobierno, este Gobierno u otro cualquiera, era posible que
tuviera en sus manos los medios de información suficientes para prever hasta el
último chispazo revolucionario en la última aldea española. ¿Es que se puede
exigir a un Gobierno que prevea que va a haber un alzamiento anarquista o
libertario en Casas Viejas o en la última aldea perdida del rincón de una
sierra, donde el Estado no tiene ni siquiera agentes directos de su autoridad o
tiene, a lo más, una pareja de la Guardia civil, donde incluso las autoridades
locales, contaminadas por las propagandas revolucionarias extremistas, no tiene
ningún interés en servir al Gobierno ni en ponerle en antecedentes de lo que
allí pueda ocurrir? Donde los servicios de información del Gobierno funcionan
con normalidad, con extensión y con profundidad, como sucede en las grandes
capitales, en los grandes núcleos urbanos, en los grandes centros industriales,
etc., etc., una política de previsión y un adelantamiento a los sucesos es
posible; pero ¿cómo se puede adivinar que en el risco de una sierra, unos
pobres hombres hambrientos, maltratados por la desgracia, trabajados por
propagandas disolventes e infecciosas, llevadas allá por quienes después no tienen
el coraje de decir al Gobierno yo soy quien les ha inducido a la rebelión y
aquí estoy yo para responder de mis culpas, van a producir estos hechos? (Muy
bien en la mayoría.- Rumores y protestas en las minorías.- El Sr. Presidente
reclama orden.) De estas gentes, envenenadas por su propia y desgraciada
miseria, que la República no ha creado; perdidos en su propia ignorancia, que
la República no ha creado tampoco -que toda la política del Gobierno de la
República se dirige cabalmente a combatir estos dos males terribles de la
sociedad española-; de estas pobres gentes, sobre las cuales nuestro corazón se
apiada, porque nosotros somos tan viejos civilizados como pueda serlo el más
sentimental de la Cámara, y nada hay más doloroso para nosotros que saber que los
agentes de la autoridad, en el cumplimiento de su deber, hayan tenido que
sacrificar vidas de conciudadanos; de estas gentes, repito, no podía el
Gobierno sospechar, ni atisbar siquiera a cien leguas, que iban a realizar un
movimiento de esta naturaleza en unos riscos perdidos de la provincia de Cádiz.
(El señor Alvarez Mendizábal: Donde hay puesto de la Guardia civil.- Rumores.)
Se
produce un alzamiento en Casas Viejas, con el emblema que han llevado al
cerebro de la clase baja trabajadora española de los pueblos sin instrucción y
sin trabajo, con el emblema absurdo del comunismo libertario, y se levantan
unas docenas de hombres enarbolando esa bandera del comunismo libertario, y se
hacen fuertes, y agreden a la Guardia civil, y causan víctimas a la Guardia
civil. ¿Qué iba a hacer el Gobierno? Tengamos presente, Sres. Diputados, que
esto ocurría al día siguiente de haber sido dominado el movimiento anarquista
en Barcelona y de haber conseguido que este movimiento revolucionario no
estallase, entre otros sitios, en Madrid y Zaragoza.
Pero
surge el incidente de Casas Viejas. Todavía en la provincia de Valencia había
chispazos del mismo carácter; todavía en el propio Madrid había esos
aventureros que se alistan en las jornadas revolucionarias y que no tienen nada
de revolucionarios, pero son lo bastante para inquietar y para dar motivo a
informaciones sensacionales y a columnas de los periódicos de cualquier color
si el Gobierno sería o no lo bastante fuerte y robusto para imponer el orden, y
no me quiero acordar del fenómeno de insalivación mental de algunas gentes,
refocilándose ya con el espectáculo de nuestro fracaso y con poder decir a los
cuatro ámbitos del país español: «Esta Gobierno es el Gobierno de Kerenski,
bajo cuyas manos la República española va a degenerar en la anarquía». Ya lo
estaba yo viendo, y nos lo estaban diciendo en la Prensa, en letras de molde, y
ya lo decía la Presa extranjera, de lo cual no me sería difícil traer aquí
testimonio terminante. Y estaba la opinión pública pendiente de si seríamos o
no capaces de restablecer el dominio de la autoridad y el respeto al orden. Y
se promueve el incidente de Casas Viejas en estas circunstancias, y el Gobierno
sabe que han sido sacrificados los guardias civiles que allí están, y el
gobernador de Cádiz envía, por todo ejército,
por toda muchedumbre de fuerzas republicanas, doce guardias de asalto,
con un armamento de pistolas. Y estos hombres pasan doce horas a las puertas
del pueblo, sin poder entrar, y, además, sin atreverse a entrar a viva fuerza,
porque hubieran perecido todos. Y estos hombres tienen bajas, uno de ellos
muere, otro cae mal herido, y cuando los sitiados rebeldes se pueden apoderar
de las víctimas, al muerto le hacen objeto de un odio frenético e
incomprensible en un hombre.
Y
pasan más horas, y entonces el Gobierno comienza a recibir informaciones de que
el ejemplo de Casas Viejas se va a correr a otros lugares de la provincia de
Cádiz, y de que la esperanza de la supuesta debilidad del Gobierno va a
fructificar en nuevos estallidos de anarquía y de indisciplina social. Pues
qué, ¿es algún secreto. Sres. Diputados,
que en aquella misma noche, de las campiñas de Jerez, gran número de campesinos
comenzaba una marcha sobre aquella ciudad andaluza para repetir en ella las
escenas de horror, multiplicado quizá
con los medios modernos, de los días de «La mano negra»? Esta es una
información que tiene el Gobierno y que le consta. ¿Es un secreto para nadie
que el incendio de Casas Viejas -hablo del incendio revolucionario- se iba a extender
a Medina Sidonia y a otras poblaciones de la provincia de Cádiz de una manera
inmediata y urgente? ¿Pues qué había que hacer?
Si
se hubiera tratado de un suceso aislado, de un suceso sin conexión con ningún
plan revolucionaro, de un incendio producido en una materia combustible, pero
rodeado de objetos incombustibles, se hubiera podido dejar aislada la hoguera
hasta su total extinción. Pero yo me pregunto qué nos estarían diciendo ahora,
unos y otros, si -lo que no es posible ni lícito mirando la cuestión desde las
obligaciones del Gobierno- hubiéramos rodeado el pueblo de Casas Viejas días y
días, sin hacer ningún ademán de sofocar la rebeldía hasta que ésta se hubiera
extinguido por hambre o por cansancio. En cuanto la rebeldía de Casas Viejas hubiera
durado un día más, teníamos inflamada toda la provincia de Cádiz y ahora nos
estarían diciendo que, por no haber sido severos, rápidos y enérgicos en la
dominación de la rebeldía de Casas Viejas, habíamos provocado, con nuestra
lenidad, la sublevación entera de todos los campesinos de la provincia de Cádiz
(Rumores de aprobación.) Esto es lo que estaríais diciendo ahora y esta es la
primera realidad.
No
hubo más remedio que acabarlo. ¿De qué manera? De la única manera posible.
Horas enteras estuvo parlamentando la fuerza pública con los sitiados de Casas
Viejas -¡horas enteras!-, y llegó un momento en que no hubo más remedio que
reducirlos por la fuerza. ¿Es que es posible, Sres. Diputados, tomando un
barrio o las casas de un pueblo a tiro limpio, es que es posible discernir si
se van a hacer pocas o muchas víctimas? ¿Es que es posible que la fuerza
pública haya dado mayores demostraciones de disciplina de las que ha dado en
esta ocasión, no sólo allí, sino en otras partes, dejándose sacrificar sin repeler
agresiones, muriendo en Barcelona, en Sallent, en Valencia, en el propio Casas
Viejas, agotando hasta última hora la resistencia en el cumplimiento de su
deber? ¿Se puede pedir más? Y llegó el momento en que no hubo más remedio, para
impedir males mayores, que reducir por la fuerza el levantamiento de aquel
pueblo. Y las fuerzas entraron vivamente, violentamente, en Casas Viejas y
acabaron con la rebelión. Nosotros deploramos que haya habido víctimas en Casas
Viejas; lo deploramos y lo deploraremos siempre, como que haya habido víctimas
entre los servidores del Estado. Pero, ¿es que no está en el deber de un
gobernante, cuando llega un caso de éstos, en que la opinión pública está
pendiente de su acción, reclamándole unos y otros la rápida extinción de un
incendio social; no está en la obligación del gobernante sobreponerse a sus
íntimos sentimientos de piedad, de humanidad y de compasión por el prójimo y
cumplir estricta y severamente con lo que es su deber?
Este
es todo el secreto de lo de Casas Viejas. Cuando aquí se viene a decir que se
han cometido estos o los otros errores, algunas veces me hace pensar a mí que
la anarquía, la indisciplina, la falta de solidaridad con los intereses del
Estado y de la sociedad española no están sólo, ni muchísimo menos, en los
infelices que se han dejado arrastrar a los movimientos convulsivos de los días
pasados (Muy bien), sino en las gentes que, teniendo obligación de enjuiciar
estos sucesos desde la altura de un gobernante y de un legislador, lejos de
enjuiciarlas desde esta altura, se ponen en un estado de indisciplina mental y
de anarquía social no menos censurable que el de los propios rebeldes de Casas
Viejas. (Muy bien. Aplausos.) El mal más grave del español es cabalmente esta
anarquía de la mente; este no saber en cada momento cuál es la obligación que
hay que cumplir. Y este retroceso, delante de la obligación terminante, que se
le pone a un hombre de Gobierno, a un legislador; este retroceso delante del
deber, franco y claro, aunque sea duro y penoso, ¿por qué motivo se le pone? O
por un motivo puramente sentimental o por un motivo de popularidad o por un
motivo puramente político, por combatir a un Gobierno o a una situación
política. Nosotros tenemos afirmado, Sres. Diputados, que al encauzarse, al
constituirse la República y al darse al régimen sus instituciones definitivas
(obra en la cual el Gobierno y la mayoría tienen la participación que todos
conocen, de la que estamos orgullosos y de la cual haremos un título para
nuestra honra y nuestra gloria colectiva), al darse esa Constitución, esas
leyes y ese régimen, la República es la garantía de la sociedad y del orden en
España, y la sociedad española o se salva con la República o perece con ella, y la República, para que sea
vividera y fecunda, ha establecido en su Constitución y en su política aquellos
cauces que permiten una transformación de la sociedad española dentro de un
régimen legal y dentro de una contienda parlamentaria. Se pretende desconocer
este contenido social de la Constitución y de la política española y esta
tendencia de la revolución española, que así hay que llamarla, desde dos sitios
diferentes: desde estos hombres que agitan y promueven los levantamientos
anarquistas, interesados en que la República no arraigue, no prospere, no haga
la demostración clara de que dentro de su norma, de su Constitución y de su
política puede el proletariado español, sino rehacer una sociedad sobre nuevos
cimientos, sí conseguir un avance inmenso con respecto a su situación anterior
que no le ponga en situación de inferioridad con respecto a los países
civilizados de Europa y del mundo, y del otro lado están los que aun quisieran
volver la sociedad española a los términos de hace dos años.
No
tengo ningún motivo serio para afirmar, y por eso no lo afirmo -dejo las
sospechas y las intenciones aparte-, que en este movimiento subversivo del mes
pasado haya una conexión directa y personal entre un campo y el otro; si lo
supiera lo diría; pero hay un hecho evidente, Sres. Diputados: el suceso de
Casas Viejas, incidente penoso y dolorosísimo dentro de un gran plan
revolucionario, ha sido contemplado con júbilo por todos los que tenían interés
en el hundimiento de la República (Muy bien). Nadie ignora que este movimiento
de extremismo anarquista se venía elaborando desde hace meses y que sus
inspiradores, sus directores y empresarios, contaban con lanzarlo a la
realidad, al amparo de la esperada huelga ferroviaria. Esta era una información
que el Gobierno tenía y que puede tener cualquier español que ande por la calle.
No se produjo la huelga ferroviaria, por fortuna para todos, pero los elementos
acumulados para esa ocasión contaban con la expectación complacida de aquellos
que, a favor de una subversión profunda y grave del orden en España, habrían
podido levantar una bandera que se hubiera titulado la bandera de la paz, del
orden social y del reinado de la disciplina, preludio de otro reinado (Muy
bien). Nadie puede desconocer, y es un hecho cierto, comprobado a todas horas,
que los propóstios de los dos bandos que contienden con la República -no con el
Gobierno- eran producir una subversión social que, naturalmente, no podía
conducir más que al desorden, al caos y a la indisciplina; y al amparo de este
desorden, de este caos y de esta indisciplina, introducir otra vez en la vida
política española un régimen que se presentara como el fiador de la paz y del
orden social; este era el plan: No afirmo ninguna conexión directa ni personal,
mis escrúpulos no me lo permiten, pero que el aprovechamiento del desorden y de
la confusión hubiera venido inevitablemente en favor del otro bando es una cosa
innegable. No habiéndose producido la huelga ferroviaria, parecía abandonado el
propósito de la subversión social; pero el Gobierno tuvo las suficientes
informaciones para saber que este propósito persistía. Se ha hablado aquí mucho
de imprevisión o de falta de previsión; yo no sé bien lo que esto quiere decir,
ni qué medida se da aquí a la previsión o a la imprevisión. Un movimiento de esta especia, que está
esparcido por un ámbito considerable del país, que tiene afiliados en muchos
pueblos de España, no es ni en su génesis, ni en sus medios, ni en los medios
de reprimirlo, comparable a un complot de carácter político, a la clásica
conspiración contra un Gobierno, contra un régimen. No se parece en nada, ni en
su manera de producirse, ni en su manera de ser llevado, ni puede ser combatido
por los mismos procedimientos. Pero el Gobierno estaba advertido de algo de lo
que se tramaba en este particular, y donde ha sido posible se ha impedido la
explosión del movimiento.
Si
dice: «El Gobierno ha tenido imprevisiones». ¡Ah!, pero ¿es que vosotros
conocíais el programa? Era mucho más vasto de lo que han realizado. Si hubieran
realizado todo su programa es cuando podíais hablar de imprevisión; pero el
programa era vastísimo, y lo que ha salido a luz es un leve entremés, comparado
con lo que tenían en proyecto; y lo que el Gobierno ha hecho abortar y ha
destruído en su raíz, eso no se ve; pero el Gobierno sabe -y quien quiera puede
enterarse- hasta qué punto hemos conseguido que donde parecía más inminente y
donde quizá hubera sido más grave la explosión del movimiento revolucionario,
se ha contenido debidamente. Y ¿es que es posible creer que si el Gobierno no
hubiera estado sobre aviso y con las medidas tomadas, la explosión del
movimiento revolucionario en Barcelona, campo abonado para toda esta clase de
movimientos, se hubiera sofocado tan rápidamente como se sofocó? Se da la
paradoja, Sres. Diputados, de, como yo decía ayer, cuando los servicios de
Vigilancia del Gobierno, del Estado,
descubren una trama revolucionaria que aborta y fracasa, se dice: «la ha
inventado la Policía»; y si un complot de este género, un movimiento de este
género, parcial o totalmente llega a estallar, se dice: «la Policía no sirve
para nada». Si el Gobierno toma precauciones para evitar un suceso de orden
público, se dice: «el Gobierno alarma a la opinión con precauciones
innecesarias»; y si no se toman estas precauciones, dicen: «el Gobienro no
cuida del orden público; es un imprevisor y no sabe lo que se hace».
Esta
es la realidad de los Gobiernos; no me quejo; pero esta es la realidad. Pues el
7 de enero, cuando parecía, por todas las informaciones, que el movimiento
revolucionario se había abandonado o se había aplazado, el 7 de enero, por la
noche -era sábado-, se reunía un Comité revolucionario en Barcelona y adoptó
inesperadamente y bruscamente el acuerdo de desencadenar el movimiento al día
siguiente, por la tarde. A las nueve de la mañana del domingo tenía yo en el
Ministerio de la Guerra, transmitidos por el Ministerio de la Gobernación,
todos los datos necesarios en la parte que me afectaba como Ministro de la
Guerra: los asaltos a los cuarteles, los lugares donde los asaltos se iban a
dar, etc., y a las once de la mañana -en el telégrafo estarán los originales
para los que quieran verlos y consultarlos- había yo puesto los telegramas
correspondientes a todos los generales de las localidades donde el complot se
presentaba amenazador, entre ellas Lérida, y antes del mediodía ya había
hablado por teléfono con todas las autoridades militares con quienes me
interesaba hablar: Bilbao, Valladolidad, Lérida, Zaragoza, Sevilla, etc. Y
gracias a esto no se produjo la explosión que era de temer, y donde se produjo
un movimiento violento y atacó a una institución militar, como fue en Lérida,
encontraron a las autoridades en disposición de reprimirlo en el acto. En
Madrid se hizo abortar totalmente el movimiento, porque yo no llamo movimiento
a los escarceos de unos desocupados que merodeaban por el Campamento de
Carabanchel, y que dieron lugar a un ligero tiroteo con una pareja de la
Guardia civil, y a unos maleantes que fueron detenidos en las proximidades de
un cuartel, que fue a todo lo que se redujo en Madrid el movimiento, donde
podía haber tenido alguna importancia y algún ruido.
En
todos los demás lugares el movimiento se ahogó, y, claro, como no ha salido a
luz, la gente cree, o aparenta creer, que el Gobierno no ha hecho nada en
ninguna parte; cree que sólo había preparado lo que se ha visto, y dice: «Este
Gobierno está en las nubes; no sabe por dónde se anda; no está enterado de
nada». Si el Gobierno hubiera estado ausente de su deber y no hubiera estado
vigilante, ¡ya hubierais visto lo que era una cosa divertida! Esta ha sido la
disposición del Gobierno: atento a seguir el movimiento paso a paso. Cuando se
habla de previsión, quisiera yo saber en qué consisten las medidas de
previsión. He dicho que un movimiento anarquista, que corre, cuando se entrega a
la violencia, como la chispa por un campo de pólvora, porque corre por un
terreno abonado por las propagandas y por la disposición moral e
intelectual de un cierto número de
proletarios, no se puede tratar como un complot, porque no tiene la misma
organización ni los mismos medios. Y hay, además, otra diferencia, Sres.
Diputados, entre los dos movimientos contra los cuales la República tiene que
combatir y a los que tiene que abatir: un movimiento revolucionario de carácter
anarquista o antisocial es más grave, es más doloroso, supone una enfermedad
mayor y más profunda que un complot de carácter político; pero es menos
peligroso para el régimen, de momento. El régimen republicano no puede perecer,
no corre peligro por el estallido de un movimiento de carácter anarquista;
corre el peligro que le produciría la propaganda hecha contra él en vista de
que la República no sabía dominar estos movimientos; pero un movimiento
libertario, como dicen ellos, o comunista libertario, que levanta un pueblo y
el de más allá, y hunde un puente, y quema una conducción eléctrica, eso jamás
pondrá en peligro el régimen republicano; pero es grave por el estado social
que denota. En cambio, un complot de carácter netamente político, digamos
monárquico o dictatorial, es menos grave, es menos extenso, abarca menor número
de personas, pero es más peligroso, de momento, porque un complot de este
género, si triunfase, derribaría al régimen, mientras que el otro no lo puede
derribar, y la manera de tratar una enfermedad y otra tiene que ser enteramente
distinta. Nosotros, cuando hemos traído a las Cortes estos problemas y hemos
pedido autorización para reprimir movimientos de orden público, hemos tenido
siempre puesta la mira en lo más urgente y en lo más peligroso para el régimen
republicano, porque estos problemas tenemos que verlos desde el punto de vista
del régimen y no desde el punto de vista del Gobierno; y hemos pedido la ley de
Defensa de la República, ¿para qué? ¿Para sofocar movimientos de rebeldía
anarquista? No; para eso no sirve; la hemos pedido y la hemos obtenido y
aplicado para los complots de carácter político que de una manera urgente,
inmediata, en cosa de horas, podían poner en riesgo la República y para eso sí
la hemos usado; pero para prevenir movimientos anarquistas, para impedir
sublevaciones libertarias, la ley de Defensa de la República ni sirve, ni la
hemos usado, ni nos hace falta para nada. Y cuando se habla de movimientos de
este género y se pide previsión al Gobierno, ¿qué es lo que se le pide al
Gobierno concretamente? En este género de movimentos, que no son los complots
políticos, no suele haber estos comités que se dejan sorprender en una u otra
cosa, no esos manejos que todos hemos conocido cuando se produjo lo del 10 de
agosto; estos movimientos requieren una político de largo horizonte, mucha
humanidad, mucha conciencia por parte del Parlamento y del Gobierno, una
política activa en el orden social que procure dar a las gentes que ahora están
captadas por estas propagandas la esperanza o la seguridad de que en el régimen
republicano pueden obtener una mejora de su condición social que hasta ahora no
han logrado, y cuando llega el caso de un movimiento violento, requiere
rapidez, energía, moderada en todo lo posible por la humanidad y la civilidad
que deben ser propias de la República española.
Esta
es nuestra política respecto a esta clase de movimientos y esto es lo que se ha
hecho en Casas Viejas, y esto es lo que se ha hecho en todo el movimiento en
general revolucionario de los días pasados. ¡Qué haya habido más o menos
víctimas en Casas Viejas!, eso no se puede evitr; por otra parte, no se debe
confundir la importancia -¿cómo diremos?- informativa o impresionante, el valor
informativo o impresionante de un suceso, con su valor político, porque estos valores
no se corresponden casi nunca, y por impresionante que haya sido lo de Casas
Viejas, no es más grave ni denota un estado mayor de perturbación social que
otros movimientos análogos que no han producido víctimas de ninguna clase
dentro de este mismo movimiento revolucionario.
Planteado
el problema local y concreto de Casas Viejas, el asunto no tiene solución sino
la dramática de imponer por la fuerza pública el orden y de restablecer la paz.
No tiene otra solución. Si alguien cree que ahí se ha excedido un agente de la
autoridad cumpliendo órdenes del Gobierno en el cometido que se le había
confiado, que lo demuestre; porque es muy cómodo, Sres. Diputados, venir al
Parlamento y decir: «A mí me han dado esta noticia. ¿Qué dice el Gobierno?» No
se trata de noticas; yo creo que no se debe tratar de noticias, sino de
demostraciones, y hasta ahora no se ha dado ninguna.
Hay
un ejemplo, que yo me permito citar sin ánimo de molestar a nadie, Sr. Guerra
del Río; hay un ejemplo en la Prensa de ayer, que reproduce unas declaraciones
de S.S., en que asegura que le ha dicho el alcalde de Medina Sidonia que habían
fusilado a ocho hombres contra una pared; y el mismo periódico, al pie de las
declaraciones del Sr. Guerra del Río, dice: «No, lo que nos ha dicho el alcalde
de Medina Sidonia no es nada de eso; él no ha visto esos fusilamientos.» De
modo que si se recogen con este ligereza informaciones de esta gravedad, es
permitido suponer que para una acusación de este género se deben buscar otros
fundamentos y otros procedimientos. ¿El Gobierno se va a negar, si hubiera
habido una de estas cosas, a hacer justicia? ¿Cómo? ¡En ningún caso! Pero el
Gobierno ¿se va a dejar arrastrar por un movimiento pasional o por la facilidad
de impresionarse cuando se traen a memoria los muertos o los espectáculos
tristes de una represión por la fuerza pública? Tampoco.
Otro
ejemplo de cómo se manejan en las Cortes con poca responsabilidad los propios
vocablos. Ayer, el Sr. Barriobero, en un discurso suyo, hablaba de tormentos en
la Jefatura de Policía de Barcelona... (El Sr. Barriobero pronuncia palabras
que no se perciben.) Tormentos, dijo S.S. y yo le interrumpí, aunque no
acostumbro hacerlo, porque me parecía demasiodo grave dejar pasar sin
correctivo el empleo de esa palabra. (El Sr. Barriobero: Pero yo no puedo
interrumpir.- Rumores) ¡Un diputado español que se levanta en las Cortes, un
republicano de buena fe, como él se califica, a decir que en un centro oficial
se ha dado tormento a unos detenidos! ¡Para qué queremos más ludibrio ni mayor
baldón para la República española en todo el mundo, cuya Prensa reproduciría
mañana las palabras del Sr. Barriobero, diciendo: «Estos republicanos dan
tormento a sus prisioneros en las Jefaturas de Policía!» Y por eso le salí al
paso a S.S., y S.S. me dijo que me iba a traer una pureba, y lo que me trae
S.S. son unas certificaciones facultativas acreditando que unos detenidos
tienen unas lesiones. (Rumores y protestas.) ¡No, no os precipitéis, que vamos
a ir despacio, que hay tiempo para todo! (Nuevos rumores.) El Sr. Barriobero me
trae unas certificaciones en que a unos individuos se les acreditan unas
lesiones. ¿De qué proceden esas lesiones?
El
Sr. Barriobero, hombre acostumbrado a la polémica, realiza hoy un ligero
movimiento de retirada y dice: «Malos tratos.» ¡Ah!, ya no son tormentos.
Porque cuando se habla de tormentos, la imaginación de la gente piensa en una
mazmorra donde hay unos prisioneros desgraciados (Nuevos rumores.) y unos
sicarios que los están atormentando. (Protestas y contraprotestas.) ¡Señores,
estos son tormentos y esto es lo que se ha entendido siempre cuando se ha
hablado en España, en castellano -no sé si hemos perdido la costumbre-, por
tormentos. Cuando se habla de tormentos se representa ante nuestra imaginación
una víctima y un verdugo que está infligiendo a aquélla torturas físicas.
(Protestas y contraprotestas.) ¡Naturalmente! Cuando se hablaba en mis tiempos
juveniles de los tormentos de Montjuich, se hablaba de esto, no de otra cosa.
(Asentimiento en la mayoría.)
Pues
bien, yo retaba al Sr. Barriobero a que, consciente de su responsabilidad de
Diputado, que es la que es, aunque él no quiera, aunque no queramos todos, y
tiene S.S. que responder de sus palabras aquí y fuera de aquí, probara sus
afirmaciones; porque por mucha que sea la buena fe de S.S., si con sus palabras
imprudentes, por el mal empleo de los vocablos castellanos, que S. S. conoce
tan bien, por otra parte, causa daño a la reputación de la República, S.S. es
responsable de ese saño y de ese menoscabo. (El Sr. Barriobero: Acepto toda la
responsabilidad.- Grandes protestas en la mayoría.) Su señoría me dijo ayer que
me iba a traer una prueba documental de los tormentos, y lo que me trae es una
prueba facultativa de unas lesiones sufridas por varios individuos. (El Sr.
Soriano: ¿Qué más da? -Grandes protestas en la mayoría.) ¡Pues no ha de dar! ¡A
S.S. le da lo mismo todo! Ayer hemos presenciado un espectáculo lastimoso. El
Sr. Barriobero, levantándose aquí a hablar de los fueros de la Justicia, de la
majestad del Poder público y del respeto a la conciencia pública y privada,
hacía chacota -él, que es letrado de profesión-, hacía burla de su propia
profesión, diciendo que él amaestraba a los testigos antes de juicio. (Muy
bien.- Grandes aplausos y rumores.) Y si el Sr. Barriobero, por hacer un chiste
-supongo que no era más que por hacer un chiste-, ponía en berlina de este modo
los medios de su profesión de letrado
defensor de gentes perseguidas por razón de delitos, ¿con qué autoridad
el Sr. Barriobero venía después a impetrar las enormes y nobles entidades de la
Justicia y del respeto al Derecho y a la conciencia pública? (Muy bien.) No;
tormentos, no. (El Sr. Barriobero: Lo mejor es la hipocresía, callarse. Lo que
hacen todos.- Grandes protestas.) Señor Barriobero: yo no sé si lo hacen todos.
(Denegaciones.) No lo tome a mal S.S.; no se enfade conmigo; pero como no soy
abogado, estas cosas que cogen muy de nuevo y
me sorprende. (El Sr. Barriobero: Tenía entendido que sí era abogado
S.S.) No soy abogado. Apelo a la definición del Sr. Ossorio. (El Sr.
Barriobero: Además, lo hacemos a petición de los clientes y por obligación.-
Varios Sres. Diputados: ¡Peor! ¡Mucho peor!.- Enérgicas protestas.- El Sr.
Pérez Madrigal: Que hable el decano del Colegio de Abogados.)
El
Sr. Presidente: Basta de comentarios, Sres. Diputados.
El
Sr. Presdiente del Consejo de Ministros: Ese episodio de los supuestos
tormentos que el Sr. Barriobero iba a demostrar documantalmente ayer, es otra
cosa muy distinta, señor Barriobero; lamentable, pero muy distinta. Yo se lo
voy a contar a S.S.
Cuando
se detuvo el día 8 en Barcelona a García Oliver, iba dentro de un taxi, en
compañía de otros tres individuos (creo que eran tres), armados de bombas y de
pistolas, que se dirigían, pudiéramos decir, al campo de batalla a tomar parte
en la acción violenta que se estaba ejerciendo sobre la Jefatura de Policía o
sobre no sé que otro centro oficial. Los detuvieron los agentes, los llevaron a
la Jefatura de Policía, y en el patio o zaguán había un cierto número de
guardias de Seguridad que había tomado parte en la refriega, algunos heridos
por las explosiones de unas bombas que habían estallado a la misma puerta de la
Jefatura de Policía. El estado de ánimo de estos guardias allí presentes y
heridos no debía ser, dijéramos, de un franciscano. Llegó el detenido, y uno de
los que allí se encontraban, reprochándole, sin injuria, sin ninguna violencia
lo que estaban haciendo sus conmilitones, le dijo, sobre poco más o menos «¿No
os da vergüenza hacer estas cosas que han costado la vida a Fulano, a Mengano,
a un obrero, a una mujer, a un padre de familia?» Un reproche de neto carácter
popular, de esta primera explosión de honradez popular que no mide la
oportunidad ni los términos. Y el detenido, revolviéndose contra el
interpelante, digámoslo así, le contestó: «Esto que hacemos ahora no es nada, y
pasado mañana, cuando hayamos triunfado, las bombas...» No puedo repetir las
palabras que dijo aquel sujeto, pero las bombas iban a producir estragos en las
madres y en las hijas de los allí presente, y unos términos que la decencia me
impide repetir, Y, naturalmente, esta injuria, lanzada así, a boca de jarro,
sobre aquellos hombres excitados por la contienda, provocó una reacción
violenta en ellos y le dieron un golpe o dos golpes a aquel sujeto. Mal hecho.
Los autores de los golpes están sometidos a expediente o a juicio, y van a ser
castigados, porque la autoridad tiene la obligación de ser siempre ecuánime y
serena y de soportar todas estas cosas. No tiene más remedio que hacerlo. Pero
yo llamo a la reflexión de los Diputados si esto, que viene a ser un altercado
violento entre el detenido y los que allí estaban, vale la designación de que
se han dado tormentos en la Jefatura de Policía de Barcelona.
Y
esto es todo lo que hay de tormentos y esto es todo lo que hay en el fondo de
la cuestión. Nosotros creemos haber cumplido con nuestro deber. Hemos deplorado
que se hayan producido víctimas; no todo nuestro sentimiento puede ir a las
víctimas causadas en las filas de la rebelión; es justo y es honrado rendir un
recuerdo a los que han caído al servicio del Estado (éstos son los que lo
merecen) y no agraviar su memoria con injurias ni con desdenes. Han perecido en
el cumplimiento de su deber, ocasión que no le es dada siempre a todos (Muy
bien.), y nosotros deploramos que se haya vertido sangre. Es una fantasía
ridícula, cuando no fuese innoble, hablar de que el Gobierno tenía organizada
una represión. El Gobierno no tenía que organizar nada, y vuelvo a insistir en
lo de antes, en el empleo desatinado de vocablos que tienen una significación
impuesta por la costumbre o por el uso en política y que suscitan en el
entendimiento de las gentes imágenes y representaciones totalmente falsas. En
España se ha venido llamando represión a un sistema policíaco, montado por los
Gobiernos después de un suceso o transgresión del orden público, en que, a
diestro y siniestro, con razón o sin ella, se ha sentado la mano bárbaramente
sobre los más o menos complicados en la rebelión que se acababa de dominar.
Esto se ha hecho aquí muchas veces, y por eso, después de una alteración del
orden público, se decía: «Ahora viene la represión.» Esto no se ha hecho ahora,
no hay por qué hacerlo, ni Gobierno alguno de la República tiene necesidad de
apelar a semejantes cosas. Ha sofocado la rebeldía allí donde la rebeldía era
manifiesta, y al día siguiente el Gobierno no tenía que actuar para nada en
relación con esta rebeldía. ¿O es que va a llamar represión, con ese sentido
peyorativo que se ha venido dando en España a este sistema de represión, a que
los culpables hayan sido entregados a los Tribunales y que los Tribunales
sentencien a los culpables o absuelvan a los que consideren inocentes? ¿Es ésta
la represión? Entonces si ha habido represión; pero ¿se le puede reprochar al
Gobierno que haya hecho algún movimiento ofensivo contra los que han caído en
manos de la justicia? No sólo no lo ha hecho, sino que ha aplicado sanciones a
los que, llevados de su cólera en un primer momento, han podido agredir a los
prisioneros. En Bilbao, un guardia de Asalto dió una bofetada a un prisionero,
y ese guardia ha sido expulsado de su Cuerpo. No podíamos hacer más. (El Sr.
Jiménez y García de la Serrana: Pue eso no se dice.- El Sr. Guerra del Río: Eso
está bien.- Rumores.) Pues si eso está bien, ¿por qué no se dice? ¿Por qué no
se toma en cuenta para componer la exacta y cabal figura de la política del
Gobierno, en vez de decir a los periódicos, Sr. Guerra del Río, que han sido
fusilados ocho hombres contra una pared y que eso lo ha dicho un alcalde que no
lo ha dicho? ¿Por qué se dice esto y no se rectifica noblemente una información
que se lanza a la ligera a la faz del país? (El Sr. Guerra del Río pide la
palabra.)
Señores
diputados, se ha presentado una proposición de censura al Gobierno; las Cortes
verán lo que hacen con la proposición. El Gobierno no insiste en lo que ha
dicho: le urge que inmediatamente y ganando tiempo se explane la interpelación
sobre su política general, de la que sólo es una parte toda esta historia del
orden público. Nosotros no queremos que por ninguna táctica parlamentaria
subsista esta situación interina de discusión pendiente sobre el Gobierno y su
conducta. No; que se nos discuta ahora mismo, ahora mismo, y que digáis todo lo
que tengáis que decir de la política general del Gobierno. Si el Gobierno está
pereciendo, que perezca esta misma tarde. (Varios Sres. Diputados: Ahora
mismo.)
Cabalmente,
Sres. Diputados, nosotros nos encontramos ahora en una situación de diafanidad,
de holgura, de respiro como nunca nos hemos encontrado desde que el Gobierno se
formó, más aún, desde el 14 de octubre de 1931, porque acontece, felizmente,
que tras un año largo de trabajo, dando al país la lección de trabajar con el
Parlamento, bien necesaria, útil y fecunda, no por todos comprendida ni
agradecida, después de dar esta lección de implantar por el ejemplo, en la
práctica, un régimen parlamentario, puro, hemos adelantado en la obra de
constituir la República hasta un punto que en 14 de octubre del 31 parecía más
lejano de lo que hoy es; pero en todo este tiempo el Gobierno ha estado siempre
acosado y acuciado por necesidades del instante y por plazos fatales, no para
él, sino para la República, para la legislación general y prara la constitución
de la República, y hemos tenido que estar en el banco azul gastando la virtud
de que yo me creía menos dotado, que era la de paciencia, paciencia por el
deber, naturalmente. ¿Por qué? Porque unas veces teníamos entre manos la ley
Agraria y había a todo trance que dar al país la satisfacción de cumplir una de
las promesas de la República y votar la ley Agraria; otras veces era el
Presupuesto del año 32, que había que votar antes del 31 de marzo; otras veces
era el Presupuesto para 1933, que había que votar antes del 31 de diciembre, y
siempre con algún problema pendiente de cuya solución inmediata pendían
intereses mucho más amplios que el interés del Gobierno y que su propia
permanencia ministerial, y el Gobierno tenía que hacer el sacrificio de guardar
una actitud que quizá no correspondía ni a sus derechos ni a sus propios
sentimientos personales. Pero ahora las cosas han cambiado: ya no tenemos
delante ninguna fecha fatal; la de 31 de diciembre de 1933, para la cual
tendréis que tener aprobado el Presupuesto; pero hasta entonces, ninguna fecha
fatal. Tenemos aquí las leyes complementarias de la Constitución: la de
Congregaciones religiosas y la del Tribunal de Garantías Constitucionales; las
votaréis cuando queráis, con la rapidez que queráis, pero nosotros no estamos
ya en la situación de casi prisioneros del banco azul en que hemos estado
durante todo el año 32, sometidos a la necesidad de una obra urgente, casi
simpre con plazos o por lo menos con una apetencia en el país que no permitía
complicarla con problemas de orden político no ministerial. Estamos, pues,
todos en franquía, y cuando se me hace una apelación al sentimiento de mi
responsabilidad o una apelación a que nos atengamos a estas o a las otras
consecuencias, yo ahora tengo derecho a decir lo mismo a los demás: que cada
cual se atenga a su responsabilidad y a las consecuencias de sus propios actos.
Jamás me ha entrado a mí en la mente la idea ni el propósito, ni en la vida
pública ni en la vida privada, de darle un consejo a nadie; es una ocupación en
que jamás he caído. Tengo, por consiguiente, el derecho de que se me trate por
igual y que nadie me venga a mí ahora a dar consejos sobre lo que tiene que
hacer el Gobierno o sobre lo que tiene que dejar de hacer. (Muy bien. Grandes
aplausos en la mayoría.- Rumores y protestas en las minorías.) Cada cual
afrontará su responsabilidad.
El
camino está expedito, Sres. Diputados. Nosotros no tenemos más interés que el
de cumplir hasta el final con nuestra obligación; nada más que ése; pero si no
se nos permite cumplirla, la responsabilidad no será nuestra y tendremos toda
libertad de movimientos en el hoy y en el mañana para ajustar nuestra conducta
a nuestras propias convicciones personales. (Aplausos prolongados en la
mayoría.)
(Diario
de Sesiones, 2 de febrero de 1933.)
¿Qué
derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten
Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...
El
Sr. Ministro de Justicia (Albornoz): Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Ministro de Justicia: Señores Diputados: Me levanto a cumplir un rito
parlamentario, haciendo en este debate el discurso resumen de totalidad. En mi
oración, que no quisiera que fuese demasiado larga, habré de recoger, en lo que
alcance mi memoria, todas las observaciones que se han formulado al proyecto
desde los distintos lados de la Cámara, y no le extrañará al Sr. Botella, a mi
amigo el Sr. Botella, que yo haya de dirigir principalmente mi exposición y mis
razonamientos esta tarde hacia los sectores de la derecha y de la extrema
derecha, que es de donde proceden las impugnaciones más vivas al proyecto. Ello
no será obstáculo para que, en momento oportuno, recoja también sus
observaciones, aparte de que algunos de los problemas planteados por el Sr.
Botella, donde tendrán más adecuado desarrollo será en la discusión del
articulado, principalmente en la discusión de los artículos 12 al 20 y después
en los artículos en que se regula, conforme al precepto constitucional, la vida
que han de tener las Ordenes monásticas.
Al
comenzar esta discusión vino una tarde a la Cámara el Sr. Gil Robles y, en uso
de un derecho indiscutible como Diputado, se limitó a realizar un acto
político. Tomó el proyecto, no lo examinó, apenas hizo referencia a él, y dijo:
«Eso no hay que discutirlo, eso hay que rechazarlo; no hay que discutirlo y hay
que rechazarlo por que es un atropello, porque es un atentado.» Yo me propongo
demostrar ante la Cámara y ante el país que ni el Sr. Gil Robles ni los que
opinan como él tienen razón.
Ante
todo quiero dejar sentado algo que es a la vez un hecho y una observación, y es
que este proyecto de ley de Confesiones y Congregaciones religiosas no viene a
las Cortes, Sres. Diputados, después de una serie enconada de luchas como las
que han producido en otros países la ruptura de relaciones entre el Estado y la
Iglesia. No estamos, pues, por ejemplo, en el caso de Francia, al que se
refería en su discurso, que celebró la Cámara, el Sr. Pildain, cuya ausencia
lamento en estos instantes. (Varios Sres. Diputados: Está aquí.) Pues celebro
mucho que se halle presente S.S., porque a S.S. he de dedicar una parte de mi
disertación.
Decía
que éste no es el caso de Francia. Allí, una serie de difíciles crisis y de
peligros graves atravesados por la República habían agrupado y enardecido a las
falanges izquierdistas en torno a lo que fue un día la bandera tremolada por
Gambetta, cuyo lema «Le clericalisme; voilà l´ennemis», era un grito de guerra.
Nosotros no agitamos ninguna bandera ni lanzamos ningún grito de guerra. Nosotros
venimos lisa y llanamente a cumplir la Constitución. Sería, por tanto. Sres.
Diputados de la extrema derecha, Sres. Diputados católicos, desfigurar nuestro
propósito, desfigurar la obra que hemos presentado al examen de las Cortes,
atribuirnos, -por honroso que ello pudiera ser para nuestra significación
izquierdista- una política anticlerical. Y sería no sólo error considerable,
sino injusticia de mucho bulto, suponernos inspirados por móviles sectarios, a
que en ningún modo podemos obedecer porque repugna a nuestro carácter. Todo
nuestro anticlericalismo y todo nuestro sectarismo en esta ocasión y con
relación a este proyecto, se reducen al cumplimiento del artículo 26 de la
Constitución, precepto que exige, de un lado, que la ley de Confesiones religiosas
sea votada por estas mismas Cortes, y que obliga a la vez a votar una ley
especial sobre las Congregaciones religiosas.
Si
lo primero es imperativo, Sr. Abadal, lo segundo es no sólo conveniente, sino
necesario, porque ha transcurrido más de un año desde que se promulgó la
Constitución y porque no precede dejar transcurrir más tiempo sin llevar a la
práctica uno de los artículos básicos de nuestro Código fundamental.
¿Qué
se ha debido discutir primero que éste el proyecto de ley del Tribunal de Garantía
Constitucionales? El proyecto de ley del Tribunal de Garantías Constitucionales
sobre la mesa está; bien pronto será sometido el examen de la Cámara. Por lo
demás, si había de discutirse este proyecto antes, o antes aquél, compete eso
determinarlo al Gobierno, que es quien, habida cuenta de todas las
circunstancias, dirige la política, y el Gobierno entendió que no era posible
demorar ya más tiempo la presentación de este proyecto y su discusión. Por eso
viene aquí, y por eso viene sin otro propósito que el cumplimiento del art. 26
de la Constitución. El Gobierno -lealmente, podrá equivocarse- no quiere hacer
otra cosa que cumplir el art. 26 de la Constitución; ni más allá, ni más acá;
ni más, ni menos; ni atenuaciones, ni agravaciones; el cumplimiento fiel, con
error posible, -claro está, esto es inevitable-, pero con el más leal de los
propósitos. En este sentido he de decir yo las palabras que son necesarias para
hacer el discurso resumen de totalidad, respondiendo en todo momento a este
propósito del Gobierno, que no es otro, repito, que el de cumplir el art. 26 de
la Constitución.
Informa
todo el proyecto, Sres. Diputados, un principio que es alma de la Constitución:
la soberanía del Estado. Esta doctrina de la soberanía del Estado podrá no ser
grata a los Sres. Diputados de la extrema derecha, a los Diputados católicos;
pero es, sin embargo, una doctrina bien conocida de ellos en materia de
política eclesiástica, porque, en materia de política eclesiástica, los
derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen
regalías de la Corona.
Por
la regalía del patronato, no podía subir el prelado a su Silla sin licencia del
Rey; por la regalía de intervención, eran impuestas a los eclesiásticos
rebeldes las mismas sanciones que, a veces, con escándalo vuestro, con vano
escándalo vuestro, ha tenido que imponer la República. Lasa bulas, los breves,
los rescriptos pontificios, tropezaban, cuando eran atentatorios a la dignidad
o a la independencia del Estado, con la negativa del pase regio, y la regalía
de guardiana demuestra hasta qué punto, como veremos luego, el Estado del
antiguo régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un
patrimonio nacional.
Y
he aquí -siento no ver ahora enfrente de estos escaños al señor Valdecasas-
cómo nuestros ascendientes en la materia no son los jacobinos de los
anticlericales franceses; nuestros antecesores en la materia fueron los grandes
juristas y teólogos españoles. Tengo gran satisfacción en decir a la opinión
católica de nuestro país que nuestros precursores en la materia, Sres.
Diputados católicos, fueron los grandes juristas y los grandes teólogos
españoles Palacios Rubio, el Consejero de la Reina Católica; Vázquez Menchaca;
Gregorio López, el insigne glosador de las Partidas; el gran Melchor Cano;
Alonso Cepeda, el comentarista del primer Ordenamiento de Alcalá; el Consejero
de Indias, Solórzano Pereira; Ramos del manzano, Presidente del Consejo de
Castilla; Fray Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona; el gran D. Melchor de
Macanaz. Del mismo modo, Sres. Diputados católicos, cuando proclamamos en la
Constitución de la República la libertad religiosa, lo que hacemos es afirmar
una de las más castizas tradiciones españolas, porque ya en el Fuero Viejo de
Castilla se autoriza a los judíos a jurar en la sinagoga, o, lo que es igual,
ante sus jueces y por sus creencias, y en el Fuero Real se respeta la fiesta
del Sábado, y en el primer Ordenamiento de Alcalá, y en una famosa pragmática
de Don Juan II, se dan lecciones de tolerancia y de transigencia, lo bastante
ejemplares para confundir al antisemitismo moderno; lo cual quiere decir
-permitidme que insistentemente me dirija a vosotros, Sres. Diputados de la
extrema derecha, con todos los respetos- que nosotros, sin llamarnos tradicionalistas,
descubrimos y alumbramos la verdadera tradición de nuestro país, oscurecida
durante los siglos últimos por el despotismo extranjero, para incorporarla a
las corrientes modernas de la democracia y a una obra -la nuestra, la de todos,
la de estas Cortes Constituyentes de la República- que no por ser
revolucionaria deja de tener aquel indispensable sentido de continuidad
histórica, que es el único con el cual se pueden hacer las grandes obras
nacionales. (Muy bien. Muy bien.)
Los
artículos fundamentales del proyecto son los que van del 11 al 20, en el
primero de los cuales se declara que los bienes eclesiásticos son propiedad
pública nacional. Sin razonamientos, sin reflexión, precipitadamente, los
impugnadores del proyecto, del lado de la extrema derecha de la Cámara, han
tomado en bloque estos artículos y han dicho: «Aquí hay una confiscación de
bienes de la Iglesia»; y una vez más, con escasa prudencia, permitidme que lo
diga así, han lanzado al hemiciclo, sin parase en las consecuencias, la palabra
«despojo» ¡Mucho cuidado, Sres. Diputados de la extrema derecha! En primer
lugar, no se trata de los bienes de la Iglesia, no se trata de los bienes de la
propiedad pirvada de la Iglesia, se trata de los bienes del culto o para el
culto, cosa enteramente distinta, concepto jurídico en un todo diferente. En
segundo lugar, y a consecuencia de esto, no hay
tal despojo, como voy a tener el honor de demostrar ante la Cámara y
ante el país, ante el país católico, al cual no se le pueden decir ciertas
cosas, señores Diputados.
El
proyecto de ley hubiera podido ladear esta cuestión, que, sin duda, era
espinosa, hubiera podido no referirse de una manera directa y concreta al
problema de los bienes eclesiásticos: ¿hubiera sido prudente, hubiera sido
hábil, hubiera sido político? No lo sé; no hubiera sido honrado, y ello bastaba
para que semejante criterio y procedimiento tal no fueran vistos con agrado y
con simpatía por el Gobierno. Había que afrontar el problema de los bienes
eclesiásticos al consagrar, mediante este proyecto de ley, la separación del
Estado y de la Iglesia en España, y al afrontar este problema, Sres. Diputados,
el Gobierno entendió que no había otra solución posible sino la que se le da en
el proyecto de ley la de declararlos bienes de propiedad pública nacional.
Fundamentos de esta proposición, de esta solución: una doctrina que no ha
inventado el Gobierno. El culto católico era en España, desde los tiempos de
Recaredo, un culto oficial; el culto oficial es un servicio públco, los bienes
afectos a un servicio público son bienes públicos; deploro otra vez,
nuevamente, que no se encuentre en este momento en su escaño el Sr. Valdecasas,
que impugnó especialmetne esta parte del proyecto de ley. Que los bienes
afectos a un servicio público son bienes públicos no lo discute nadie
seriamente en Europa desde la época, ya remota, en que el escritor Proudhon
publicó su célebre tratado «De dominio público»; y no hay un solo tratadista de
alguna autoridad y de todas las ideas como Duguit, Hauriou, hombres de derecha,
que no sostengan que los bienes afectos a un servicio público son bienes de
derecho público, y todos estos autores, y otros, que no pecan ciertamente de
una significación radical, como Barthèlemy, coinciden en que los bienes afectos
al servicio público, es decir, los bienes religiosos, son bienes públicos, y no
sólo es la teoría dominante en el Derecho administrativo moderno, sino también
la teoría dominante en el Derecho civil, y ya los primeros comentaristas del
Código napoleónico sostenían que las iglesias, así como los cementerios, eran
bienes públicos, en cierto modo bienes nacionales. Pero no es esto sólo, es que
ha sido la doctrina legal española constantemente, sin interrupción hasta estos
últimos años del siglo XX, que los bienes eclesiásticos, mejor dicho, los
bienes del culto y para el culto, Sres. Diputados católicos y Sres. Diputados
sacerdotes, no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la
Iglesia; ¡nunca!
Ved
lo que dice la ley III, del libro I, del Título V del Fuero Real: «No pueda
Obispo, ni Abad, ni otro Prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de
las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia». ¿No está esto claro?
Pues oíd lo que dice la ley I, título XIV de la Partida I: «E las cosas de la
Iglesia non se pueden enagenar si non por alguna destas razones señaladamente».
Enumera las razones; por ejemplo, el hambre de los pobres, para redimir a los
cautivos, etcétera. ¿No es esto suficientemente explícito? Pues aquí tenéis la
ley XV, del título V de la Parida V: «Ome libre que la cosa sagrada o religiosa
o santa o lugar público, assí como las plaças e las carreras, e los exidos, e
los ríos, e las fuentes que son del Rey o del común de algún Concejo non se
puede vender ni enajenar». (El Sr. Molina: En eso estamos conforme, Sr.
Ministro.) Pues si estamos conformes, espero que también lo estará S.S. con la
conclusión a que me prometo llegar. (El Sr. Molina:Me parece que no va a ser
lógica; ahí se refiere a las personas, no a la Iglesia.) Aquí se refiere a que
todos estos bienes de que estoy hablando, no están en el patrimonio privado de
la Iglesia. (El Sr. Molina: Habla de los clérigos; «privados» de los clérigos,
no de la Iglesia.) Si estuviesen en el patrimonio privado de la Iglesia, ésta
podría disponer de ellos, y no podía, como veremos después (El Sr. Molina: No
podían los clérigos; pero la Iglesia, sí.) La Iglesia tampoco. Si pudiesen los
clérigos, podría la Iglesia.
Esta
doctrina es, asimismo, la de la Novísima Recopilación, que estaba vigente
cuando se hizo el Concordato de 1851 y el Convenio-ley de 1859-1860. En la
Novísima Recopilación hay leyes como las siguientes: Libro I, título II, ley
IV; es una ley de carácter particular, en la que se dice que se necesita real
licencia para hacer obras en las iglesias del reino de Granada. Otras tienen un
sentido general. Leyes I a VII, libro I, título V: «Los bienes de culto son
inalienables y su desafectación está sometida a la superintendencia del Rey.»
Ley VI, título V, libro I: es una ley que confirma la posibilidad que el Rey
tiene de usar la plata y los bienes de la iglesia para fines nacionales.
Y
que este sentido, Sres. Diputados católicos, es absolutamente el de toda la
legislación española hasta el momento actual, lo confirma una Real orden que no
he de leer aquí, pero que pueden ver SS.SS., del año 1834, referente a la
licencia necesaria del Rey, superintendente de todos los bienes eclesiásticos,
de todos los bienes para el culto, para hacer obras, aun cuando sean de
mejoras, en los templos; otra Real orden, me parece, del año 1849; otra Real
orden del año 1869; viene luego la Constitución, en la que el carácter del
culto católico oficial se afirma de modo que no ofrece la menor duda y siguen
afirmando este sentido, que arranca ya de la primitiva legislación castellana,
las disposiciones del Poder público posteriores a la Constitución del 76; por
ejemplo, una Real orden de 1887 sobre capellanías laicales, el artículo 36 de
la ley de Presupuestos del año 1890, el Real decreto del año 1918 sobre la reparación
de templos e incluso una disposición de la dictadura -de esa dictadura que a
muchos de vosotros os fue tan cara- del año 1930, que empezaba de esta manera:
«Podríamos comenzar afirmando la soberanía, la potestad del Estado sobre estas
clases de bienes». Luego, de una manera específica, esa disposición se refiere
a los bienes que constituyen, podríamos decirlo así, el patrimonio artístico
nacional, el tesoro nacional. En todas estas disposiciones, que acabo de
enumerar, se afirma la misma doctrina que se sostiene en esas otras leyes
viejas y en alguna más reciente de Castilla, a que también he aludido. Los
bienes del culto para el culto no son patrimono privado de la Iglesia; los
bienes del culto para el culto están en poder de la Iglesia meramente en la
afectación a ese mismo servicio, la Iglesia no puede disponer de ellos; no
puede disponer de ellos nadie que no sea el Estado; es decir, en aquella época
el Rey, hoy el Estado moderno con todo lo que representa y con todo lo que
significa. Por consiguiente, Sres. Diputados católicos (y nuevamente os ruego
que me dispenséis esta insistencia respetuosa con que a vosotros me dirijo,
deseoso de demostrar mi tesis, no tanto en el recinto de esta Cámara, como ante
el país, y, muy señaladamente, ante la opinión católica del mismo), no tenéis
derecho a decir a la opinión nacional que profesa vuestras ideas que hemos
arrebatado a la Iglesia sus bienes, que hemos realizado un despojo, que hemos
verificado una confiscación y, mucho menos, que hemos consumado un latrocinio,
no; el Estado moderno, el Estado laico, el Estado republicano no hace otra cosa
que reivindicar los derechos, las prerrogativas, las potestades que ha tenido
siempre el Estado en España; no iba a
hacer en defensa del patrimonio nacional la República menos de los que hizo la
monarquía; por consiguiente, esta primera objeción que vosotros hacéis al
proyecto de que es una confiscación, de que es un despojo, no se puede
mantener: el Estado declara la propiedad nacional de esos bienes con un derecho
indiscutible, con un derecho absolutamente indiscutible, y yo tengo que
afirmarlo así ante la Cámara y ante toda la opinión de nuestro país. (El Sr.
Molina: ¿Me permite el Sr. Ministro de Justicia una interrupción?) Todas
cuantas S.S. quiera. (El Sr. Molina: Si el Estado tiende a recobrar ese
privilegio o esa autoridad sobre los bienes porque están afectos al culto
público, ¿por qué no se cuida también de atender a las personas consagradas a
éste? Rumores.)
No
pretenderá S.S., Sr. Molina, que aun cuando no sea más que a los efectos de
esta discusión, sean comparadas las personas eclesiásticas con los bienes
inmuebles. (Risas.- El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
Yo
tendré mucho gusto en discutir con S.S. esta materia, como ya lo hice cuando se
discutió el presupuesto último, y como volveremos a hacerlo cuando se discuta
un proyecto de ley que está sobre la mesa, regulando la total extinción del
presupuesto eclesiástico dentro del plazo que señala la Constitución del
Estado.
Y
si no hay un despojo, si no hay una confiscación, porque los bienes del culto
para el culto no han sido nunca de la propiedad privada de la Iglesia, ¿hay un
abuso por parte del Estado cuando al regular lo relativo a los bienes
económicos de la Iglesia, en aquella parte que el Estado reconoce de la
propiedad privada de la misma, establece una limitación? Tampoco, Sres.
Diputados católicos. En España, el Estado no renunció nunca a esa limitación
del patrimonio de la Iglesia y de los monasterios; no renunció nunca.
El
Sr. Valera leía ante vosotros unas páginas de Jovellanos -de las que yo no voy
a hacer nuevamente uso-, en las que se citan, una por una, absolutamente todas
las disposiciones de la tradicional legislación española, limitando la
adquisición por la Iglesia y por las manos muertas de bienes raíces. A esa
recopilación que se comprende en las notas de Jovellanos, leídas por el Sr.
Valera, se podría añadir el texto de una ley de la Novísima Recopilación, que
tengo aquí y que no he de leer porque no quiero en modo alguno causar la
atención de la Cámara. Se ha limitado siempre el derecho de adquirir de la
Iglesia; tradicionalmente, en nuestro país, se ha limitado por motivos
económicos, por motivos jurídicos y por motivos políticos. Se ha limitado por
motivos jurídicos, por la índole de lo que se ha venido llamando manos muertas,
con todo lo que ello significa en relación al orden contractual y con relación
al movimiento de los bienes en el país. Se ha limitado en el orden económico,
porque hubo un momento, Sres. Diputados, en que se encontraba en poder de la
Iglesia católica en España, un sexto de la propiedad territorial de nuestro
país; momento aquel en que representando todas las rentas fiscales del Imperio
español, comprendida América, 18 millones de escudos, cerca de dos millones
constituían la renta de 52 potestades eclesiásticas, y en que sólo una de
ellas, el arzobispo de Toledo, tenía una renta superior a 300.000 ducados;
momento, señores y señor Gómez Roji, que no era precisamente el de mayor
abundancia, bienandanza y bienestar del pueblo.
El
Sr. Gómez Roji esta tarde hizo lo mismo que otro de los oradores anteriores, el
Sr. Molina, el cual pretendió establecer aquí unos paralelos entre el laicismo
y la miseria popular. ¡Apurados andarían SS.SS. si quisieran establecer
paralelos semejantes!
Acabo
de referirme a una época en que la Iglesia tenía en España una opulencia
fabulosa; en esa época, sólo en una diócesis, en la de Calahorra, por ejemplo,
había más de 18.000 clérigos. En esa época estaba España llena de conventos, y
en esa época, en que no había nada que de cerca ni de lejos pudiera parecerse a
laicismo, Sr. Molina, era precisamente cuando las gentes morían de inanición,
lo mismo que en una época análoga del reinado de Fernando VII, bajo los
apostólicos era la de Jaime el Barbudo y de José María, «el Tempranillo». (Muy
bien.)
Antes
de pasar adelante recogeré, sin perjuicio de remitirme a la discusión del
articulado, y para que de ninguna manera sea ello achacado a descortesía, una
de las observaciones que mi amigo el Sr. Botella hacía al proyecto de ley,
diciendo que al dejar los bienes que el Estado declaraba de propiedad pública
nacional, afectos al servicio del culto católico, se vulneraba el artículo
constitucional, en el sentido de representar esto algo así como una ayuda o un
subsidio económico otorgado a la Iglesia. Creo yo, Sr. Botella, que no, porque
el sentido en que la Constitución habla de ayuda económica es otro, ya que el
hecho de quedar los bienes para el culto adscritos al mismo, en poder de la
Iglesia, implica un gasto y un esfuerzo de conservación y de administración que
no puede menos de representar una carga que recaería sobre el Estado, si los
tomara para sí éste; carga que no sería fácil de conllevar, y porque, además,
se trata de bienes desvalorizados.
Estos
bienes que el Estado declara de propiedad pública nacional, quedan afectos al
servicio del culto católico; es decir, quedan fuera del comercio; estos bienes
siguen siendo inalienables, siguen siendo imprescriptibles, son bienes desvalorizados;
no son susceptibles de un beneficio económico, no pueden , por ejemplo, ser
objeto de alquiler; son bienes que no están en el comercio, y como no pueden
ser vendidos, ni hipotecados, ni permutados, no pueden ser alquilados. Un
alquiler de esos bienes, Sr. Botella, dicho sea con todos los respetos que
merece la competencia de S.S. en la materia, sería algo nuevo, un contrato de
una forma jurídica rarísima; no sé qué podría ser eso. Y esta situación nace de
que quedan adscritos al culto católico y continúan siendo inalienables e
imprescriptibles.
Me
inclino, además, a creer que esto no puede significar, no significa privilegio
o ayuda en el sentido económico a la Iglesia, el hecho de que en este sentido
no ha llegado hasta el Gobierno reclamación alguna, las demás Iglesias
existentes en España no han protestado contra esta disposición del proyecto, no
se han considerado agraviadas, no se han considerado lesionadas; lo cual quiere
decir que ellas no han visto que se las coloque en situación distinta, ni que
el mero hecho de quedar los bienes para el culto católico afectos la mismo en
este proyecto de ley, implique un auxilio o represente un privilegio concedido
a la Iglesia católica.
Pero,
además, hay una cosa que a mí me importa declarar, sobre todo cuando, como he
dicho otra tarde, tanto el Gobierno como yo hemos querido hacer una ley
nacional; esos bienes no los hizo el Estado laico, no los hizo el Estado
republicano, no los hizo el Estado revolucionario; esos bienes los hizo la
piedad católica, esos bienes los hicieron las creencias del país, los hizo la
historia, y yo creería que violábamos algo tan augusto como un mandato
histórico, si nosotros, a la vez que para salvaguardarlos los declaramos bienes
de propiedad pública, pusiéramos manos sobre ellos para considerarlos como
patrimonio privado del Estado, en vez de considerarlos como bienes de servicio
público nacional. (Muy bien.)
Y
ahora voy a pasar a uno de los puntos más delicados del proyecto, que tiene
mayor emoción y que espero que podré desenvolver con toda libertad, porque
habré de hacerlo sin herir los sentimientos de nadie. Digo esto porque me doy
perfecta cuenta de cuál es la situación de elementos que, sea cualquiera la
fuerza que tengan en el país, aquí están en minoría; están en minoría con la
representación de unos intereses nacionales o públicos, como se les quiera
llamar, que no se les puede desconocer. Con este respeto, que es obligado en
mí, me propongo, Sres. Diputados, ahora aludir al problema de la enseñanza en
el presente proyecto de Confesiones y Congregaciones religiosas, y veré sin
tengo la fortuna de contestar con claridad, ya que no con suficiente fuerza de
razonamiento para convencerle, porque ésto lo dudo, por lo menos con claridad,
a mi querido amigo el Sr. Carrasco Formiguera.
La
libertad de enseñanza. Uno de los argumentos que principalmente se esgrimen
aquí y fuera de aquí contra este proyecto de ley, es el de que va contra la
libertad de neseñanza, de la cual se dice, y creo haberlo oído aquí en este
debate, aquí en este mismo sitio, que es un derecho inseparable de la
personalidad humana; uno, por lo visto, de aquellos derechos individuales
inalienables e imprescriptibles, uno de los derechos característicos de la
soberanía, según la escuela de Rousseau. ¿No? Algo semejante. La libertad de
enseñanza, advierto el interés con que me sigue en esta parte de mi discurso mi
querido y siempre respetado maestro Unamuno, la libertad de enseñanza ha
seducido siempre a todos los espíritus generosos, que es lo mismo que decir a
todos los espíritus liberales; por eso han defendido la libertad de neseñanza
republicanos franceses de un republicanismo tan indiscutible, como, por
ejemplo, el viejo Laboulaye, Julio Simón, Favre y Julio Ferry, del cual
tendremos que hablar dentro de un instante. Por eso defienden la libertad de
enseñanza en España, entre otras personas que merecen todos nuestros respetos y
nuestra más alta estimación, el Sr. Unamuno y el señor Marañón, para citar sólo
a estos dos hombres insignes, compañeros nuestros en la Cámara.Pero aquellos
republicanos franceses se convencieron pronto de que estaban en un error
defendiendo la libertad de enseñanza. ¿Por qué? Porque les convenció el ejemplo
de su propio país. Los católicos franceses habían conseguido ya en el año 1839
la llamada ley Lisseau, en la cual se asignaba en la enseñanza primaria el
primer lugar a la educación religiosa y se atribuía un puesto en los consejos
de comuna, encargados de vigilarla, al cura párroco. Los católicos franceses
habían conseguido en el año 1850 la célebre ley Favre, en virtud de la cual,
prácticamente, se les entregaba la segunda enseñanza; mediante esa ley podían
abrir colegios sin más requisito que una declaración; y mientras el profesor
del Estado necesitaba ser un titular, al profesor de ese colegio privado de
segunda enseñanza le era bastante el ser declarado apto por una comisión de
siete miembros, de los cuales sólo uno era representante del Estado.
Pero
no les bastaba esto, y entonces lo que quisieron fue conquistar la Universidad
y emprendieron una campaña inolvidable que produjo una emoción extraordinaria
en toda Europa contra la Universidad; contra la Universidad napoleónica, contra
la Universidad revolucionaria, contra la Universidad moderna. Decían de los
profesores de Universidad que eran los apologistas de los regicidas del 93 y
que tenían la misión sacrílega de transformar a los jóvenes en bestias inmundas
y en animales feroces; atribuían a las consecuencias de la enseñanza
universitaria todos los delitos y todos los vicios que corroían las entrañas de
la sociedad francesa, como de todas las
sociedades contemporáneas; decían que todas las escuelas de Instrucción pública
de Francia, bajo la rectoría suprema de la Universidad, eran focos de
pestilencia pública; y con esta campaña consiguieron, primero, abrir brecha en
el Consejo de la Enseñanza superior y, más tarde, el derecho de fundar
Facultades libres, en las cuales el Estado se reservaba sólo la colación de
grados en el Bachillerato de Letras y Ciencias, en que los demás grados eran
concedidos por un Tribunal mixto, en que esas Facultades estaban también
representadas y que, además, sólo requerían un Decreto para ser autorizadas,
mientras que para ser extinguidas requerían nada menos que una ley.
Así
se fundaron las facultades católicas de París, Tolosa, Lila, Angers y otras,
Facultades que se comprometían a no funcionar sino bajo la autoridad del Papa,
que estaba representado en ellas por un canciller; y así se llegó a dar el caso
de que los cursos universitarios eran abiertos en una buena parte del país
francés, no bajo los auspicios del Presidente de la República, no bajo los
auspicios del Jefe del Estado, sino bajo los auspicios y bajo la alta
presidencia moral del Sumo Pontífice. Y fue entonces cuando se convencieron los
republicanos franceses, mi insigne maestro Unamuno, de que aquella bandera de
la libertad de enseñanza no había sido otra cosa que una bandera clerical, y
cuando Jules Ferri, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, que había
defendido con los demás la libertad de enseñanza, hizo las famosas leyes
escolares «les lois escolaires», y fue cuando se hizo la escuela laica, y
cuando se llegó, por fin, a la legislación de Combes; desengaño, decepción de
aquellos republicanos, que, al defender la libertad de enseñanza, al patrocinar
la libertad de enseñanza, al agitar la libertad de enseñanza como una bandera
liberal y revolucionaria, no habían hecho otra cosa que dejar en manos de la
Iglesia una bandera clerical, con la cual había llegado a punto de apoderarse
de los destinos públicos de Francia.
(Muy bien.)
La
Iglesia no ha necesitdo siglos y siglos de la libertad de enseñanza. La Iglesia
ha tenido siglos y siglos la libertad de enseñanza y no la ha practicado.
Aparte el esfuerzo que con posterioridad representan las Escuelas Pías, durante
el transcurso de largos siglos la enseñanza eclesiástica no tiene más símbolo
que el pobre sacristán que da algunas enseñanzas en el atrio de la iglesia. La
reivindicación de la enseñanza como una función pública -aquí está la médula
del problema, Sres. Diputados-, es la obra del Estado moderno y revolucionario.
En
España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la
Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita
sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de
ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de
conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en
España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la
Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela
Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los
moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante,
ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza
pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el
sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres.
Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por
un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de
este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos
tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el
Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el
Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de
Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del
reino.
Por
eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se
caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella
instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública,
al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de
un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal:
Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal:
Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza
pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de
pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal;
Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la
Residencia de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el
Instituto-Escuela, etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública
ha venido siendo históricamente una obra ligeral, y es el Estado liberal, el
Estado de la revolución en España, como en todo el mundo, el primero en
reivindicar esta función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo;
misión que para nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por
qué no cita S.S. al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para
caracterizar un ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?)
Hasta el final, naturalmente; desde que comienza en España el Estado
revolucionario, el año 12, hasta que adviene la República. Este es todo un
ciclo histórico.
De
manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante
siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa,
no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que
surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva
burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una
industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el
medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del
país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y
otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.-
El Sr. Presidente reclama orden.)
La
instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro
matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que
tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales.
El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el
Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el
Estado laico.
El
primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran
asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de
enseñanza, sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela
política, en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no
divide, que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse
una conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad
de enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según
Condorcet, la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de
conciencia, y la libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de
verdades, y la libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados
en una situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las
libres opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo
liberal que es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una
incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede
y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y
ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.
Señor
Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la
Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco
Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las
Ordenes monásticas; lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago):
¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)
El
Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.
El
Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas,
lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no
pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en
la mayoría.)
El
Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los
discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.
El
Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.
El
Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.
El
Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de
producir el Sr. Guallar.
No
pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohibe la Constitución, ni por
sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si
un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho
de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas
científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede
ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio
del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como
cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra
enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los
derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una
monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa
está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a
la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr.
Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta
cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni
por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la
Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que
dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco
Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)
La
cosa está, pues, clara, digo, lo msimo en lo referente a los bienes que en lo
referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la
Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento
de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada,
con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de
carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el
abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios
económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia;
pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le
permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro
del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen
republicano.
Y
en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para
enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón
de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para
enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la
misma. Libertad de neseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función
pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por
tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de
enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de
mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó
ciencia, ni historia, ni lteratura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó
una academia. (Aplausos en la mayoría.)
Y
unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este discurso-,
sobre las Ordenes religiosas.
El
Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si
calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al
Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que
representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero
Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en
contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la suficiente
delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden representar
las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El Ministro que en
estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de espiritualidad
una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita espiritualidad la de un
San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por la curia romana!
¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la santa española!
¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra reformadora por la
misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones que han vivido
largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las Ordenes religiosas
han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes religiosas, que han
tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo período de
decadencia.
Montalenberg,
que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro
célebre «Los Monjes de Occidente» - «Les Moins d´Occidents-», a la vez que canta
las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y más
terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un
párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será
para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un
párrafo de uno de los capítulos de su libro «Historia de los Heterodoxos», y
dice el sabio escritor montañes: «Basta abrir el enorme volumen «De Planctu
Ecclesiae», que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y
confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del
cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no
denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más
triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos
vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su
tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con
feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o
revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las
novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia.»
Nadie,
señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a
las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana
sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a
título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas
entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución,
sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna
falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.
Porque
las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas
páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menézdez y Pelayo;
porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su
obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente
aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar
desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia
mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como
ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas
enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que
describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de
España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores
sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.-
El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes
de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias
obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del
país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y
tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes,
que están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa.
Y esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay
unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohiba
que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los
rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado
para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres.
Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país
reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y
que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay
unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se
dirigen al Rey y le dicen: «Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos
Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se
padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para construir
más monasterios.
Y
este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII,
este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las
significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo XIX;
y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos liberales
del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas llamaradas
siniestras tan sólo son como un reflejo dlas del antepenúltimo verano; en el
año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no se apaga
nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para convertirse en una
manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento nacional tenga que ser
recogido incluso por los mismos Gobiernos de la Monarquía, y así se explica que
un día con Canalejas se dicte la Real orden de 2 de abril de 1902 y la ley del
Candado del año 1910, y el proyecto de ley de Asociaciones de 1912 y el
convenio de 1904, que en el orden de las citas deliberadamente he dejado para
lo último, convenio en el cual se trata de la reducción de las Ordenes
religiosas y de su sometimiento a la ley de Asociciones, que lleva la firma de
un Ministro conservador, nada menos que la firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y
yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes republicanas, y pregunto al país,
incluso al país católico, si dados estos antecedentes, esta trayectoria, todos
los signos históricos que he señalado, se puede con justicia decir que la ley
que el Gobierno ha traído es una ley sectaria. Eso, señores Diputados, no se
puede decir ni con visos, ni con asomos de razón. (Muy bien.)
Yo
me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la
opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos
constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr.
Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que,
personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos
bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable,
defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del
artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación.
(El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido
radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un
Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que
cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo
con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la
Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he
querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o
menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí,
entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará
entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere
que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una
ley nacional. (Muy bien.)
Unas
palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el
momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír
pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la
disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la
enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituída por la
que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo
que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la
sustitución de la enseñanza que prohibe esta ley. Se entendió que con esta
disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por
intedeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva
se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la
idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó
en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohibe a las
Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque,
repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de
aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al
esclarecimiento del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener
más sentido que el de una declaración política, y es la siguiente dar el
espectáculo de poner en la calle, en un día determinado, a todos los actuales
alumnos de esos establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar
el cumplimiento del precepto constitucional «as kalendas graecas», dejar
indeterminadamente que continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que
la Constitución les prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones
españolas, tampoco, absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término
racional prudente, justificado por la previsión republicana y amparado por los
medios técnicos de que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de
prudencia ha de encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en
este momento no quiero discurrir.
Y
voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración,
rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y
recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain,
refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de
ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.
El
Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro
Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación
internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco
Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a
invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al
proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha
habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y
mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los
liberales, los librepensadores, que somos los que constituímos el Gobierno de
la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes
países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas
desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de
Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes,
puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.)
Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco
Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante
quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha
quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de
intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr.
Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr.
Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras
dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr.
Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de
este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.
Sí
que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día
menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en
virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma
monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido
nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un
cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas
cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones
y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están
exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos
de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: «¿Por qué no hacéis vuestro tal
artículo de la Constitución de Weimar?» ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es
el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y
España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica
durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias
históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr.
Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado
tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al
frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social
como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la
famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland,
que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio
que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España
prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela
laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de
ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza
espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain,
entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como
nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que
he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)
El
Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.
El
Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para
mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba
de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y
a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese
por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales
palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger
la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo
conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que
constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus
alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.
No
era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento,
por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los
precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba
presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión,
una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el
sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con
minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento, siguiendo
aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que consiste en
colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer: Vamos a
pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr. Ministro, que no
lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se reconozcan a los
católicos de la República española aquellos derechos que tienen reconocidos las
minorías nacionales.
Esto
es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda
claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación
que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por
muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S.,
honrándome una vez más con su cortesía y con su biena disposición hacia mí, me
dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de
esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos
menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados
internacionales todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados
afectan.
En
una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por
ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector
católico en un país que no está constituído en su mayoría por católicos, tiene,
a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de
carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de
esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por
ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para
organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado;
nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.
El
Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a
la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de
incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote
o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título
profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de
carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar
el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y
la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción
pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los
particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta
enseñanza públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que
habiendo una Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y
suficientes para obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay
una Academia de carácter privado, en la cual se proporciona una preparación
especial para que se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado
otorga. Y el punto que queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden
privado, en esta enseñanza privada, la condición religiosa será o no motivo de
incapacidad o de dificultad para el ejercicio de tal derecho.
Sé
que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano,
he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice
S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la
enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las
Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman
parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso,
¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la
enseñanza?
Ayer
aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia,
por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba,
provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué
váis a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso
práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a
esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la
industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus
colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de
la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano
de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una
contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para
las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior.
¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano
español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa
competencia o un título?
Esto
es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo
agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado
a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta
afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las minorías
nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la República;
pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le diría que, con
arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y que están
amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un principio
fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos tratados,
unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían negadas a los
católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría en el país.
Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación categórica en
este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de la Comisión,
Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa, porque me ha
dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con arreglo al
dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos partiuclares
para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se considera
permitido.
El
Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.
El
Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más
elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan
cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el
Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad
quisiera poner en mis modestas palabras.
Decía
el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que,
dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al
pueblo, tuviésemos que dedicar estas
sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa.
Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos
que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a
aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la
solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que
estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se
inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo
137, me respondía diciendo: «¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en
Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del
catolicismo.» Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio
de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de
una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la
religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto
Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo
se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la
Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha
dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos
austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que
ahora se encuentran los ciudadanos españoles: «Socialistas austríacos, realizad
la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han
realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis
como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado
Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de
Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas
contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y
los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos
que pueden darse.»
Y
si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona
que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria,
mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y
permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a
citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno
a encariñárse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero
sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y
después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el
mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia
contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la
Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de
Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista
francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert
Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar
cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las
Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se
reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista,
que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo
parlamentario socialista de la República vecina y respondía: «Sí, debemos
cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho
no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906,
porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que
las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos,
debemos exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la
derogación de las leyes infames antidemocráticas.»
Por
lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una
alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre,
y ha dicho que cómo en serio podrían
aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos
llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de
la gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los
subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los
derechos de ciertas minorías.
Pues
bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos
tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos
principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me
gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran
internacionalista, ha titulado «los derechos internacionales del hombre», y
esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado
contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados
especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar esos
derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier
religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S.
sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se
levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese
respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales
del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están
dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos
categorías: la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos
internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que
ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación
jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen
Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que
la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de
que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos
internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a
que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal
lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la
Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no
se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que
vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado
turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos
derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han
provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y
Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene
tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de
Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes
de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar
esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del
hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada
Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.
Y
aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y
respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la
razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario
de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M.
Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las
modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver,
la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración
ministerial de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las
leyes anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las
extendería a Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el
Vaticano, y la nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot
no ha aludido a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como
programa de su partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre
de talento, no ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de
Francia se pudiera erguir algún día esa Comisión internacional de que habla
Mandelstan, a recordar a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los
postulados indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados
inviolables por parte de los Estados contemporáneos, con relación a esos
derechos internacionales del hombre, que todo Estado debe respetar en todos los
ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa que sean.
Por
lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por
si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es
posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para
hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero
sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el
traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con
sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado
que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de
elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha
de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia
como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me
avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con
que muchos de vosotros la defenderíais si os encontráseis en mi caso. Pues
bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor
Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía
que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la
libertad de neseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de
practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios
a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa
la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.
Señor
Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las
condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar
sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como
yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel
genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la
República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor
Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D.
Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de
Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el
célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización contemporánea,
que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo Kurth dice que
el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los primeros siglos no
fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron de ahogar a la
Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos carga a
nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y tendido si
hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del martirologio, las
primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por la Inquisición
estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de todos los
Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las llenan los
cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de agradecer a
la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba otra
Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el crimen
horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los asesinaban a
puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más diabólicamente
dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos estos
sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la pérfida de
Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en sembrar
cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues bien, Sr.
Ministro (y pernonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera oír de
labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D. Emilio
Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la situación del
mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra la barbarie
de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres. Diputados, la
libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana, proclamar ahora
la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que está en el
ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la corriente en
contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa fraternidad y esa
libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola, recién salida de las
catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano, para, después de
vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la libertad de cultura y
de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a los hordas más
enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.
Es
el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan
maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno
recordaréis mejor que yo: «Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la
Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio,
rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la
podre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio
romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte»; y va
describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los
godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los
sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano,
convirtiendo en otros tantos cráteres de hirivente sangre cada una de las islas
de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera
ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques
talados, de templos derruídos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas
arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres
insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de
cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares
cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio;
«cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo sabían
derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los dedos de
las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas circunstancias,
las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza, tuvo la
cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para instruir,
para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?» «Yo he de confesaros -añade
el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos se aprovechen de
esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin la Iglesia
católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera perecido para
siempre.» «La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la institución que
levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los atrios de sus iglesias,
las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus abadías, las primeras
escuelas de artes e industrias en los talleres de sus conventos, las primeras
Universidades en los claustros de sus catedrales»; aquellas Universidades cuya
enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la gran figura de D. Vicente
Manterola, contendiendo frente a frente con aquella otra figura insigne de D.
Emilio Castelar»
Fue
la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y
pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de
espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de
Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras
escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras
Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios
pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las
figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la Ciencia,
las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de la
Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a
esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine
-que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino
Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire
que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba
enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había
poblado los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de
innumerables escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa
mayoría de los alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo,
porque la Iglesia no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba
derechos de examen, sino que distribuía gratuitamente la enseñanza
universitaria a todos y mantenía además gratuitamente a los hijos de los
pobres, mientras las Universidades dependieron de la Iglesia -de la Iglesia,
que hasta ese punto supo ejercer la maravillosa libertad de enseñanza que S.S.
anhelaba esta tarde-, que los hijos de los pobres, repito, podían cursar en
ellas y concluir la carrera que quisieran con tal de que tuvieran talento,
hasta que vinieron los Estados liberales, esos Estados liberales cuyo
panegírico trataba de hacer S.S., y lo primero que hicieron, al apoderarse de
las Universidades hasta entonces creadas y regidas por la Iglesia -y no es
testimonio mío, es testimonio de un catedrático de la Universidad Central, que
todavía vive-, lo primero que hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta
de las Universidades, una taquilla que hasta entonces no había existido nunca.
A
esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a
ellas se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes
dinero? Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de
Banco? Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un
jumento. Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la
libertad de enseñanza y, usando de esta ibertad de enseñanza, laborar con ella
para la instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro
(y no voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy
mismo son gratuitamente instruídos por la Iglesia; ahí están los telegramas de
millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros
sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del
campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser
ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser
en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y siendo
sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque sea
hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es mantener,
esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de enseñanza en
sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)
Decía
el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros
tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es
la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo
decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron
por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran
sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de un
correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la
Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría,
radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía?
Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica,
habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país
la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una
ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el
Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la
República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque
creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.
Pues
bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la
manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la
escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me
refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella
discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito
de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del
jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro
discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de
Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: «Partidario de la
escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que
la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al
mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista
holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela
laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida,
¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que
ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela
confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la
vida? ¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta
que la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse
por la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de persuasión.»
Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble, que no es digno
luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo noble, dice, es
luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el Estado; escuela
confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no por la imposición
del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más pedagógica, aquella
cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más moderna.
Por
lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión
de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha
extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo
clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo
contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el
que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar
que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo
haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia
lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo
cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos
que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan
enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno
de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de
seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por
qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco
azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar
testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas medievales.
(Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de Justicia de
la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho
Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne
jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del
hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de
las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos
ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!
Y
puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por
qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda
infenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera vez
esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista de
nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las que
el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar
cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de
ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a
tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a
Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes
juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo,
y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no
estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la
época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como
los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos
ya en otra época.
Todavía
recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D.
Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando
dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: «El Sr. De los Ríos
rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no
quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea
el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la
Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado.» Aquella voz del Sr.
Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión
religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En
aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente
del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de
opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por
juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un
Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que
representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por
decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis
aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de
fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del
Derecho internacional contemporáneo.
Por
lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso
pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central
para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente
tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una
excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de
esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.
El
Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de
catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.
El
Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por
antiguo «dilettantismo», que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento
la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya
sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser
las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en
cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de
que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta
se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad
de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los
mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la
autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la
Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un
trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde
decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías
filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora,
representa un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final
de un periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los
que la reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado
ya como absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha
sido estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última
intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo
está precisamente en el naturamismo positivsta. Gambetta y Ferri, a los que
también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía
que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a
Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a
la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era
la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las
quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la Presidencia
de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco ministerial Combes,
se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir: «Sí, señores, nosotros
venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía que estaba oyendo aquí su
eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de Justicia), porque en nuestra
característica, porque en nuestro honor, está en no tener una religión
nacional, el tener un laicismo naiconal, porque la religión está entrando en
franco período de descomposición y va a ser sustituída, poco a poco, por la
Ciencia.» Era la época aquella, Sr. Ministro, prediluviana, la época de la
ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la pedagogía sin Dios. Hoy sabe
S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la Ciencia siguen corrientes diametralmente
opuestas.
La
ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más
célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres
biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida
cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de
decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto
con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la
época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como
yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los
Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está
demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la
guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni
la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas
militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente
la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos
del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de
la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.
Y
por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo
texto: «... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro»,
escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería
corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que
están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento;
estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, «el gran pedagogo
social», en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran
sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del
porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan
podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de
no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el
problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es
la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de
esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las
sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando
una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto
de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo
le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista
francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que
yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de
un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve
a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina
no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.
Pues
bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no
estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato.
Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia
Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica,
en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas
Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber
dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que
profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como
ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el
conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia
no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y fugura la
asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato
francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la
estudie su hijo (porque al padre es al que le correspnde juzgar y al padre es
al que le corresponde dirigr la instrucción del hijo); hace falta una
declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo
de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que
no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria sifucientemente fiel para
recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a
continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía
Jaurés: «Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré
jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación
serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia,
cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la
Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva
civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar
las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en
la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la
Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón,
Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de
ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que
debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas
a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes
cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron
católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?» Y concluía la carta
diciendo: «La Religión católica está tan entrelazada con todas las
manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización
nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de
inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo
esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca
ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán
incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son
monsergar muy buenes para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio;
además de que el estudiar la religión...» -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr.
Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: «Te parecerá extraño este lenguaje
después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo
mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que
están en pugna con el más elemental buen sentido.»
Y
más abajo continúa: «Querido hijo: Convéncete de lo que te digo: muchos tienen
interés en que los demás desconozcan la religión, pero el mundo desea
conocerla. En cuanto a la tan cacareada libertad de conciencia y otras cosas
análogas, no es más que vana palabrería.» (Un señor Diputado: Exacto.), «que
rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anticatólicos
conocen, por lo menos medianamente, la religión; otros han recibido educación
religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad. Y, además,
no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres
para no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues en caso
contrario, la ignorancia les obliga a irreligión. La cosa es clara: la libertad
exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.» Esto es lo que dice
Jaurés, Sres. Diputados, y si yo no temiera el eco de un campanillazo
recordándome la noción del tiempo, os demostraría en estos instantes que los
que se llaman grandes intelectuales incrédulos modernos, comenzando por Hegel y
acabando por Spengler e incluyendo a cualquiera de los otros representantes de
la Filosofía contemporánea, en materia de religión, han sido hombres que
empezaban por ignorar los conceptos más fundamentales de la misma. Si estuviera
aquí D. Miguel de Unamuno podría decirnos, mejor que yo puedo hacerlo, que en
su obra «El sentimiento trágico de la vida» cita la frase del famoso filósofo
norteamericano Williams James, en la que habla de nuestro dogma de la
Eucaristía, atribuyéndonos algo que es la contradicción de lo que nosotros
profesamos y podría, como digo, hacernos... (El Sr. Gordón Ordás pronuncia
palabras que no se perciben.) Permítame S.S. que le diga una cosa. Dos autores
que S.S. conocerá, seguramente mejor que yo, uno alemán, Dennert, y otro
francés, Eymieu, han demostrado, con estadísticas matemáticamente irrefragables
y con documentos innegables, lo que en plena Academia de Ciencias de París
decía el más célebre de los matemáticos que ha tenido Europa en el siglo XIX:
que él era católico y que conocía y profesaba los dogmas del catolicismo, como
los conocían y los profesaban la mayoría de los más insignes astrónomos, y
matemáticos, y físicos, y químicos, y geólogos, y biólogos, y paleontólogos más
eminentes que en los tiempos modernos han existido. (El Sr. Gordón Ordás
pronuncia palabras que no se perciben.) Ya conoce S. S. la frase de Pasteur,
cuando dice que por haber estudiado a fondo la religión tenía fe de bretón, y
que si la hubiera estudiado más a fondo habría llegado a tener fe de bretona.
Y
para terminar, Sres. Diputados, como la carta de Jaurés se presta a tantas
reflexiones, yo espero algún día, contando con vuestra atención, que
anticipadamente os agradezco, poder comentarla ampliamente. (Grandes aplausos.)
(Diario
de Sesiones, 1.º de marzo de 1933.)
Heredera
de Acción Popular se constituye la Confederación Española de Derechas Autónomas
(CEDA).
Anoche
se constituyó, entre vítores de entusiasmo, la Confederación Española de
Derechas Autónomas. Las mujeres y los jóvenes, puestos en pie sobre las sillas,
como si éstas fueran un peldaño que llevara a los altos ideales comunes,
certificaron la unidad de pensar, de querer y de obrar de las 750.000 personas
representadas directamente en ese acto solemne.
Cerraron
la asamblea dos intervenciones: la de un obrero valenciano, vestido con la
negra blusa de su región, el Sr. Martín, y otra del Sr. Gil Robles.
-Me
dirijo a todas las derechas, a todos los ciudadanos de buena voluntad -decía el
primero- para decirles que somos responsables ante España y ante Cristo de la
salvación de aquélla. Hablo en nombre de los hombres de mi clase, de los
obreros españoles, que en su noventa por ciento son honrados, para deciros que
tenemos interés en que quienes creen en Cristo y en el Papa cumplan lo que
Cristo y el Papa ordenan. Muchos de vosotros sois aristócratas y ricos, y por
eso mismo tengo un gusto especial en hablaros. Si los católicos, por haber
dejado de serlo, hemos sido los causantes de lo ocurrido en España, pensemos
que es esta la hora de rectificar el camino, pues para hacer el bien todos los
instantes son el instante supremo. Los obreros tenemos derecho a esperar mucho
de esta asamblea.
Poco
después, Gil Robles, en las palabras finales, decía:
-Debemos
felicitarnos de los trabajos, de la misma diversidad de tendencias
manifestadas, porque sólo han revelado la pugna de llevar a las conclusiones la
interpretación más fiel y avanzada de la doctrina social y política cristiana.
Dios ha bendecido nuestros trabajos porque los ha presidido la humildad del
corazón y la pureza de los fines. Me limito, pues, a darle las gracias y a
declarar solemnemente que ha quedado constituída la C.E.D.A., que ha de ser el
núcleo derechista que salve a la Patria, hoy en peligro.
Se
leyó y subrayó con vítores a Navarra el saludo y adhesión telegráficos
remitidos por la «Liga de Mujeres Tudelanas», y una carta emocionada sobre el
programa social de Acción Popular y las conclusiones a que ustedes han llegado.
Viejo
ya, doy por bien empleados los golpes sufridos al defender eso mismo, y es para
mí un gran consuelo ver que aquellas viejas sugestiones que presentábamos con
timidez, como un requerimiento leal de la fraternidad cristiana y como una
lucecilla de ideal, esos jóvenes y esas masas de Acción Popular las están
convirtiendo en antorchas con las que espero han de prender incendios
espirituales de redención próxima de España.
Nuestro
ideal ya no muere. A él dediqué lo mejor de mi vida, y al ver asegurada su
perpetuidad, no me importa ya morir.»
El
señor Fernández Ladreda pidió que se hiciera constar como dos conclusiones
finales del Congreso la derogación de las leyes de excepción y la petición de
garantías ante la próxima lucha electoral.
Cuando
la asamblea se disponía a levantarse, el señor Gil Robles propuso, y los
reunidos asintieron unánimes, dirigir un telegrama de protesta en nombre de los
800.000 afiliados de la C.E.D.A., al Ayuntamiento de Bilbao, por el acuerdo de
derribar el monumento al Sagrado Corazón de Jesús.
Las
coincidencias que deben unir a las derechas.
Así
terminó sus trabajos sobre política, municipalismo, cuestiones sociales,
agrarias, política internacional y, en suma, cuantos grandes problemas
generales tiene planteados una agrupación de partidos modernos, el Congreso e
la C.E.D.A., que comenzó bajo el signo de la Cruz cinco días antes.
Al
discutirse, por la tarde, después de terminar todas las secciones sus
respectivos trabajos, el Estatuto de la C.E.D.A., se admitieron como
coincidencias fundamentales de los partidos que la integran -aparte de las
conclusiones aprobadas en detalle- las siguientes, debidas a la iniciativa de
la Derecha Regional Valenciana:
a)
Afirmación y defensa de los principios fundamentales de la civilización
cristiana.
b)
Necesidad de una revisión constitucional de acuerdo con dichos principios.
c)
Aceptación, como táctica para toda su actuación política, de las normas dadas
por el Episcopado a los católicos españoles en su declaración colectiva de
diciembre de 1931.
El
peso de los debates recayó ayer sobre Medina Togores, defensor de la ponencia
sobre los Estatutos de la C.E.D.A. y autor de la relativa a organización
interna del partido de Acción Popular.
(El
Debate, de 5 de marzo de 1933.)
José
Antonio Primo de Rivera habla del fascismo
A
Juan Ignacio Luca de Tena:
Sabes
bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en
la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor
se compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado
algunas horas a meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario
despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en
las que parece entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas
del propio ABC para intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que
menos importa en el movimiento que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la
táctica de fuerza (meramente adjetiva, circunstancial acaso, en algunos países
innecesaria), mientras que merece más penetrante estudio el profundo
pensamiento que lo informa.
El
fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la unidad. Frente al
marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo,
que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo
sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente,
trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es
meramente el territorio donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la
injuria varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo
indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata
de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una
burguesía. Sino la unidad entrañable de todos al servicio de una misión
histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus
derechos y sus sacrificios.
En
un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso
que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un
sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el
pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.
El
Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos
cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la
destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos
trámites reglamentarios. Por ejemplo: para un criterio liberal, puede
predicarse la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión... En esto el Estado
no se mete, porque ha de admitir que a lo mejor pueden estar en lo cierto los
predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado liberal no consiente es que se
celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de anticipación, o que se deje
de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal oficina. ¿Puede
imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en
absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma.
De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que
ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.
Han
pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha
llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos
fecundos de política creyente, en un sentido o en otro.
Cuando
un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de
que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo
encendido de fe en unas elecciones municipales.
Para
encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo,
hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo,
hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el
fascismo. En su fe reside su fecundidad, contra la que no podrán nada las
persecuciones. Bien lo saben quienes medran con la discordia. Por eso, no se
atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los obreros como un
movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito ocioso,
convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del
Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del
servicio que presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado
de trabajadores, es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo
llegarán a saber los obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores
se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.
En
fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español.
Vaya con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento,
y tan opuesto, por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en
nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos,
fuerte, laboriosa y unida una grande España.
JOSÉ
ANTONIO PRIMO DE RIVERA - (ABC, 22 de marzo de 1933)
«La Tierra», diario de la CNT, ataca a la
Repúbica por sus «deslealtades con la revolución»
Evocación
de una efemérides gloriosa.
Cumple
hoy el régimen republicano dos años de vida.
El
recuerdo de su instauración inunda el espíritu de gratas e impresionantes
emociones, sobre todo en quienes, como La Tierra, pusieron su esfuerzo y su
fervor en la conquista de la República.
Habíanse
celebrado con ejemplar civismo las elecciones municipales el 12 de abril. En
todas las capitales de importancia los escrutinios asignaban gran mayoría a las
fuerzas enemigas de la dinastía borbónica, cuyo derrumbe era fatal e
irremediable. El entusiasmo republicano aumentaba por momentos y suplía con
creces el lamentable efecto de las indecisiones y cobardías de los que luego, a
la hora del triunfo, habían de encaramarse sobre el pueblo para adueñarse del
Poder.
España
en pie se aprestaba a convertir en eficaz y definitiva realidad el gran avance
que el resultado de los elecciones municipales había significado.
Transcurrió
el día siguiente en medio de un ambiente de honda fe revolucionaria. Aquella
tarde, como ayer recordábamos, La Tierra pedía con virilidad y energía el
cambio de poderes a favor del Gobierno provisional. Y a partir de entonces el
pueblo, congregado en las calles céntricas de Madrid, se pronunciaba
espléndidamente por la República.
La
noche del día 13 la fuerza monárquica había ensangrentado el paseo de
Recoletos. Era la última sangre que los Borbones hacían derramar, eligiendo
víctimas propiciatorias en un grupo de jóvenes republicanos que, con afanes
incontenibles, se preguntaban dónde estaban y qué hacían los hombres que a la
tarde siguiente se constituían en Gobierno provisional.
Llegó
el día 14. Un día espléndido. De sol radiante y luminoso. Durante la mañana
hubo en los barrios populares de Madrid múltiples y entusiastas
manifestaciones. El ocaso de la secular monarquía se dibujaba, con todo el
recio perfil precursor de su desplazamiento para siempre.
Y
mientras el Gobierno que presidía el fallecido almirante Aznar intentaba en
vano aplicar emplastos al cuerpo cadavérico monárquico, el pueblo, sin previa
consigna, pero con delirante frenesí, se congregaba ante el Ministerio de la
Gobernación, vitoreando clamorosamente a la República.
A
las tres de la tarde, los funcionarios de Correos y Telégros izaron en el Palacio
de Comunicaciones la primera bandera tricolor que ondeó en Madrid, y con
decisión no exenta de riesgo circularon a toda España la noticia de que el
régimen republicano se hallaba triunfante.
Horas
después, un grupo de republicanos, sin reparar en las entonces todavía posibles
consecuencias, irrumpía en Gobernación, y mientras ciertos personajillos, que
luego se autodeclararon «héroes», titubeaban y buscaban al conde de Romanones
para efectuar una jurídica transmisión de poderes, izaban también la bandera
republicana -federal por más señas- en el balcón central del Ministerio y entre
ovaciones ensordecedoras.
¡Magnífico
e inolvidable espectáculo aquel del 14 de abril en Madrid!
¡Espléndida
expresión de la voluntad de un pueblo que depositaba toda su fe en la
República!
Fue
ya mucho después, cuando la República estaba proclamada y el pueblo había
impuesto su decisión, cuando los políticos que a sí mismos se habían nombrado
ministros se decidieron a salir de sus escondites.
Entonces
ya no había riesgos. Entonces ya su labor era fácil.
Jamás
se habrá dado en la historia de las revoluciones un caso más manifiesto de
falta de colaboración al triunfo por parte de los que afanosamente se
repartieron luego el botín que no habían conquistado.
Quienes
vivimos íntimamente el episodio de la proclamación de la República sabemos bien
del grado de temor y de cobardía que revelaron los que hoy, en declaraciones
tan falsas como pintorescas, se atribuyen una gloria que correspondió única y
exclusivamente al pueblo.
De
entonces a ahora.
Dos
años. ¡Y en dos años, qué descenso se ha operado en el espíritu público!
Mantiene el pueblo español la fe en la República. Tiene adquirido el pleno
convencimiento de que «lo otro», aquello «otro», oprobioso e indigno, no
volverá a España. No puede volver. Se fue demasiado saturado de podredumbre
como para que puedan tomarse ni medianamente en serio los delirios histéricos
de las totalmente mermadas huestes monarquizantes.
Y,
sin embargo, forzoso es reconocer que en el ánimo del pueblo no palpitan ya
aquellos fervores y aquellos entusiasmos que hoy hace dos años se
exteriorizaban con intensidad sin precedentes.
¿Por
qué?
Sencillamente,
porque República es un concepto abstracto que adquiere su concreción en el
Gobierno. Y el Gobierno de la República, con sus errores, con sus torpezas y
con sus deslealtades para con la revolución, ha hecho posible ese entibiamiento
de afectos, ese desmayo que se percibe en la opinión, que no se siente
satisfecha, ni interpretada, ni atendida, por quienes han hecho del régimen un
coto cerrado para sus apetencias y ambiciones.
Porque
República es revolución. Este sentido dio al régimen el pueblo hoy hace dos
años. La República por sí es un término ambiguo. Define, a lo más, un régimen.
Denomina un sistema político. Pero, evidentemente, la República, para que sea
amada por el pueblo, precisa de un contenido de justicia social, de autoridad,
de rectitud y de abnegación que hasta ahora no se ha manifestado por los que la
vienen rigiendo desde que fue instaurada.
Dijo
D. José Ortega y Gasset, hace muchos meses, que la República estaba triste. Y
triste continúa.
De
que lo esté hay un directo y único responsable: el Gobierno.
Es
necesario, pues, en estos momentos de tantas y tantas evocaciones inolvidables
y gloriosamente cívicas, exaltar la fe republicana. Alentar en el pueblo sus
afanes revolucionarios. Reavivar aquel entusiasmo que ha decaído por culpa de
crímenes como los de Arnedo, Sevilla y Casas Viejas, y de persecuciones
ensañadas que tienen en las cárceles cientos y cientos de proletarios y
campesinos.
La
República ha de reconquistar sus prestigios mediante una política honesta,
justiciera, cordial, honrada y generosa.
En
otro caso, subsistirá, pero sin contar con el calor de la opinión, que ojalá no
hubiese decrecido nunca.
República
es revolución.
Quien
así no lo entienda debe resignarse a un ostracismo voluntario o impuesto, sin
perjuicio de que sea en su día implacablemente responsabilizado por sus actos.
Y
en ese caso se hallan los actuales e impopulares políticos que rigen el
régimen.
(La
Tierra (CNT), 14 de abril de 1933.)
Elecciones
municipales con derrota de candidatos gubernamentales. Fernández-Flórez,
ironiza sobre la reacción de Azaña.
He
oído decir -en unión de millares de españoles- al jefe del Gobienro, en actos
públicos, dirigiéndose a las oposiciones parlamentarias:
-Yo
no tengo por qué creer que la opinión pública está con vosotros. Pronto
tendremos ocasión de comprobarlo: en las elecciones de abril. Si entonces
resulta derrotado el Gobierno, ya sabemos lo que hay que hacer.
Llegan
las elecciones. El Gobierno obtiene solamente un poco menos de la tercera parte
de los votos. Lógicamente el Gobierno -que parecía esperar esta prueba- debía
dimitir.
Pero
Azaña ha encontrado varios argumentos, que ayer ofreció al entusiasmo de la
mayoría.
Primer
argumento:
Las
elecciones han representado un triunfo para el régimen, porque resultaron
victoriosos 9.000 republicanos. De este triunfo está orgulloso el Gobierno, que
se apresura a hacerlo suyo con lágrimas de alegría en los ojos. El acendrado
amor a las institutciones llevará al actual Ministerio a hacer extensivo este
júbilo por solidaridad a todos los casos en que el país vote una mayoría
republicana. Si el país vota 400 diputados radicales, el Gobierno, sollozando
de satisfacción, continuará en el Poder. Si vota a 400 amigos del señor Maura,
como el señor Maura y sus amigos son republicanos, el Gobierno, estremecido de
contento, continuará aferrado al banco azul.
Segundo
argumento:
Los
concejales derechistas no cuentan. El señor Azaña los suprime del cómputo. ¿Son
derechistas? Luego no son concejales. Lógica.
Todos
estos votos constituyen lo que Azaña denomina «una alucinación».
¡Ah!
Y cuidado con lo que hacen las demás oposiciones. Porque si suman esos concejales
a los obtenidos por ellas, para demostrar que en total son muchos más que los
del Gobierno, son contaminadas de derechismo. Y al contaminarse de derechismo,
tampoco existente; se ven repentinamente convertidas en alucinaciones
consortes.
Tercer
argumento:
Por
si no se admite ninguno de los anteriores, queda aclarado desde la altura del
Poder que los distritos que votaron en estas elecciones parciales son «burgos
podridos». El señor Azaña ha dicho que son burgos podridos. Y ahí queda eso.
Cuando él habló de que de este ensayo saldría aclarado suficientemente si la
opinión estaba al lado del Gobierno o en contra de él, no sabía de qué clase de
burgos de trataba. Pero comenzaron a llevarle datos del Ministerio de la
Gobernación. En toda Valencia, tres concejales azañistas.
Y
Azaña olfateó el dato.
Otro
Ayuntamiento. Otra derrota.
Nuevo
olfateo, ya con el ceño fruncido.
Y,
de pronto, un gesto de asquito, el de Júpier al sacudir el regazo hasta el que
el audaz escarabajo había subido con su bolita:
-¡Pero
que porquería de Ayuntamientos es ésta! ¡Si están todos podridos!
Argucia
inatacable y que asegurará la permanencia de Azaña en el mando todo el tiempo
que le apetezca. Bastará este gerundio en las disposiciones oficiales:
«Declarando
podrida toda la provincia de X, que no ha votado un solo diputado ministerial.»
Si,
en fin, flaqueasen los tres procedimientos, queda el que propuso en la sesión
de ayer un diputado de la mayoría: echar a la calle a las oposiciones -aunque
los pobres molestan lo menos que pueden-, y, ya a solas, todo marcharía mejor,
desde el reparto de cargos hasta la aprobación de las leyes.
Y
si tampoco esto alcanzase la ansiada eficacia, existe un recurso supremo: sacar
una pistola. Esta excelente idea se le ocurrió también ayer a un diputado
socialista.
Resumen:
una situación que dispone de tantos recursos que no puede derrumbarse.
Los
que pretenden otra cosa es que sienten el inmoderado apetito del Poder, como
afirma sensatamente el señor Azaña con un carrillo hinchado por la cartera de
Guerra, el otro por la de Hacienda y mientras insaliva la Presidencia del
Consejo.
Si
algo molesta su sensibilidad -después de los burgos podridos- es que existan
personas que sientan el afán de ser ministros.
(ABC,
26 de abril de 1933.)
Tiroteo
en la Universidad de Madrid con motivo del reparto de propaganda de las JONS
versión republicana
Referencia
oficial.
El
ministro de la Gobernación, al recibir ayer de madrugada a los periodistas, les
dio cuenta de los sucesos estudiantiles registrados en la Universidad Central.
Manifestó
que un grupo de estudiantes católicos de los pertenecientes a la J.O.N.S.
intentó repartir un manifiesto excitando a la huelga. Como el ambiente se
enrareciera rápidamente, ante la posibilidad de sucesos se requirió la presencia
de un comisario de Policía, quien al poco rato se presentó en el edificio
acompañado de algunas fuerzas. Pasó a hablar con el rector, y cuando ambos
conferenciaban, en la parte de afuera de la Universidad sonaron unos disparos.
Lo ocurrido fue que un grupo de estudiantes de la F.U.E., al ver que los de la
J.O.N.S. pretendían asaltar la Universidad, se lanzaron sobre ellos y sobrevino
la colisión, en la que se hicieron varios disparos.
Después
del tumulto se comprobó que estaba gravemente herido en el pecho un estudiante.
También resultó herida en una pierna una muchacha ciega que iba a cobrar una
beca, y en un dedo un bedel de la Universidad.
A
uno de los varios detenidos se le ocupó una pistola descargada, por lo que se
supone que fue el autor de los disparos.
Una
nota de la Dirección General de Seguridad.
A
última hora de la tarde fue facilitada en la Dirección de Seguridad la
siguiente nota:
«La
Dirección de Seguridad tuvo conocimiento por la mañana de que habían sido
transportados a la Universidad Central unos paquetes de hojas de carácter
fascista editadas por J.O.N.S., y que algunos elementos se proponían
repartirlas en el interior, promoviendo al mismo tiempo disturbios. A las once
y media, la Dirección de Seguridad envió a la Universidad al inspector Sr.
Rajal para que se entrevistase con el rector con objeto de ponerle en
antecedentes de lo que se proyectaba y de ofrecer el concurso de la autoridad.
No estaba el rector, y el inspector habló con el decano, que después de quedar
enterado dijo que tomaría disposiciones inmediatamente.
»Más
tarde, también por orden de la Dirección General de Seguridad, y ante el temor
de que se produjesen incidentes desagradables, fue a la Universidad el
comisario del distrito
»Cuando
estaba hablando con el rector y reiterándole lo que ya el inspector había
anunciado, se oyeron unas detonaciones. Salió el comisario del despacho y
advirtió que se había producido un acto de violencia.
»Un
estudiante, al parecer fascista, llamado Fernando González Funes, de veinte
años, hizo fuego con una pistola cerca de la puerta de la Universidad,
alcanzando los proyectiles a una muchacha ciega, estudiante, llamada María
Lozano Barberá, y a otro estudiante llamado Baldomero Gordón, de dieciocho
años. La primera tiene una herida de pronóstico reservado, y el segundo, otra
de mayor consideración.
»El
autor de los disparos fue detenido en el acto por los agentes de Policía Sres.
Ortega, Sans de Tejada y Teral, que se hallaban en la puerta de la UNiversidad.
»Inmediatamente
acudió a la Universidad el comisario general de Policía, Sr. Maqueda, y
personal de la Comisaría del distrito, que practicaron diligencias. Fueron
detenidos en el interior de la Universidad dos estudiantes que ocultaban una
porra y un palo de silla.»
Dice
el ministro de Instrucción Pública.
El
ministro de Instrucción Pública recibió a última hora de la tarde a uno de
nuestros compañeros, que le interrogó acerca de los sucesos ocurridos en la
Universidad.
El
Sr. De los Ríos manifestó lo siguiente:
-Pocas
noticias puedo darles a ustedes que no conozcan ya. Esta mañana, un grupo de
muchachos pertenecientes a una organización más o menos pública entró en la
Universidad repartiendo unas hojas de propaganda. Otro grupo de estudiantes
reaccionó contra esta actitud, y se originó una lucha, en que resultaron varios
heridos, dos de ellos graves. Un muchacho, estudiante de Medicina, que se
encuentra hospitalizado en el Equipo Quirúrgico, de donde me dicen ahora mismo
que sigue muy grave, pues no se le ha podido operar, y una señorita ciega, que
también ha resultado gravemente herida.
No
quiero hacer objeto de reflexiones la situación que crea en el seno de la vida
universitaria la reiteración de estas actitudes de violencia. Sin embargo,
considero totalmente imposible cohonestar la pertenencia a una organización
universitaria, la cual, por definición, no puede menos de confiar en la
eficacia de la idea como medio de pugna con la asunción de una actitud de
fuerza y violencia marcadamente delictiva.
Yo
me propongo someter a la deliberación de la Asamblea de Universidades y centros
docentes, que habrá de reunirse este año, con arreglo a la ley que creó el
Consejo Nacional de Cultura, el tema relativo a la redacción de un estatuto
disciplinario de los centro de enseñanza.
Confío
en que la gran nobleza del espíritu de la juventud sabrá sobreponerse a las
reacciones combativas que en ella pueda haber suscitado el dolor por la
agresión sufrida y que respetará la Universidad, cooperando de esta suerte a
sustraerla a la lucha en que se pretende envolver la vida española.
Como
protesta, la F.U.E. declara la huelga general por veinticuatro horas
Nos
ruegan insertar la siguiente nota:
«Reunida
la Junta de gobierno de la F.U.E. de Madrid con motivo de los sucesos acaecidos
ayer en la Universidad Central, acuerda:
1.º
Declarar la huelga general durante veinticuatro horas como protesta contra el
criminal atentado de que han sido víctimas varios estudiantes por parte de los
elementos llamados fascistas.
2.º
Que tales hechos han puesto de manifiesto la imprescindible necesidad de que
las autoridades académicas tengan absoluta dedicación a los cargos que les
están encomendados.
3.º
Rectificar las erróneas versiones, tendenciosas en muchos casos, que la Prensa
ha recogido.
4.º
Manifestar su firme propósito de no consentir que una vez más se repiten hechos
de tal naturaleza.
Lorenzo
Abad, secretario; Luis Durán, presidente accidental.»
(El
Sol, 9 de mayo de 1933.)
La
prensa anarquista elogia las jornadas revolucionarias que se desarrollan en
diversos puntos de España.
Impresión
de la jornada
Esta
mañana ha comenzado la huelga general decretada por el Comité Nacional de la
Confederación para manifestar así su protesta contra la política social del
Gobierno. Y en relación con este movimiento protestatario amplio e inquietante
es preciso subrayar que en ningún momento se le asignó características
revolucionarias. Fue designio de la C.N.T., y así se hizo constar en sus
manifiestos, que el paro general acordado fuese lo más extenso posible, pero de
matiz esencialmente pacífico. Que en Madrid y otras poblaciones hayan surgido
refriegas y hechos sangrientos no significa desvirtuación de aquel propósito.
Tales episodios son producto de individualidades aisladas cuyas rebeldías
escapan necesariamente al control de los Comités directivos de la organización
confederal, cuya masa potente y decidida acaso sienta su espíritu inflamado por
anhelos de lucha revolucionaria, pero que en la casi totalidad dichos anhelos
han sido contenidos con la eficacia posible. En lo aislado de los sucesos
estriba la mejor prueba de que no se ha desarrollado a fondo plan alguno de
conjunto, pues, en otro caso, las consecuencias de la huelga habrína sido
infinitamente más impresionantes.
Huelga
pacífica, de protesta viril contra la actuación represiva del Gobierno, se
ordenó, y así se ha cumplido en casi toda España.
Quiérase
o no reconocer por el Gobierno y por los dirigentes del socialismo averiado y
desleal frente a todas las angustias del proletariado, la C.N.T. ha dado a
España la sensación de una gran fuerza, que debiera bastar para que en el Poder
público se iniciase una rectificación de una política en la que hay que buscar
la verdadera génesis de este estado de desasosiego social en que España vive.
No
confiamos, sin embargo, en que los actuales gobernantes sepan interpretar con
buen sentido el espíritu y móviles de la protesta. Ya el hecho de no haber
desautorizado, como era su deber, las columniosas informaciones de la Prensa
ministerial respecto a monstruosos y absurdos contubernios del proletariado con
la plutocracia, es síntoma de que en las alturas existe una obstinación
lamentable en aniquilar lo que es más fuerte que todos los medios represivos:
el espíritu de lucha de un sector amplísimo del proletariado para lograr implantar
la justicia social. Quédense tales ominosos contubernios para el socialismo
sostenedor de monopolios, que vive en fraude y perfecta intimidad con Bancos,
banqueros y eternos explotadores del pueblo productor.
No
son de hoy nuestras advertencias al Gobierno. Desde que el fatídico Maura en
Gobernación se lanzaba a perseguir los Sindicatos al mes de proclamada la
República venimos insistiendo en que la táctica de la violencia no es la más
adecuada para entibiar las rebeldías de los organismos confederales. Demasiado
debían saber esto quienes hoy ejercen cargos de responsabilidad en el Gobierno
y en otros tiempos convivieron y hasta actuaron en los medios sindicalistas.
No
es posible, y no habrá de lograrlo Gobierno alguno por fuerte que se crea,
reducir el temple luchador del anarcosindicalismo, que tiene en su
espiritualidad su más potente estímulo. En cambio, mediante una política de
concordia, acogedora y cordial, seguramente no se habría llegado a esta
situación actual, provocada por todos menos por los que a ella se ven
compelidos como único medio de expresar un sentimiento de protesta contra la
desigualdad de trato que dimana del hecho altamente perturbador que se concreta
en la utilización del Poder por parte del socialismo para perseguir ensañadamente
a la central obrera que no sabe ni quiere saber de contemporizaciones con el
capitalismo ni se presta a claudicaciones onerosas.
Desearíamos
sinceramente que la jornada de hoy fuera una lección que se aprovechara en las
alturas.
(La
Tierra, 8 de mayo de 1933.)
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