Los nacionalistas han olvidado que la Constitución es fruto
de una voluntad común de convivencia y de un pacto político
JOAQUÍN LEGUINA 1 OCT 2012 – Tribuna El País.
“La naturaleza nos
echó a este suelo libres y desatados y nosotros nos aprisionamos en
determinados recintos como los reyes de
Persia, que se imponían la obligación de no beber otra agua que la del río
Choaspes”. Michel de Montaigne.
La música nacionalista
nos era conocida y también nos era familiar la letra, pero la orquesta y los
atambores nunca habían sonado con tanto estruendo como ahora. Una huida hacia
adelante que la crisis no ha hecho sino empujar, por dos razones, al menos:
1) la tracción centrípeta europea ha perdido fuerza y
2) el victimismo nacionalista exige más que nunca echarle la
culpa de “nuestros males” a Madrid.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
En primer lugar,
ganando la batalla dentro y fuera de Cataluña a unos adversarios que
prefirieron no plantar cara. Y, ya se sabe, las batallas que no se dan siempre
se pierden. Además, cuando alguien no encuentra oposición a sus ideas acaba
desbarrando. Por otro lado, los nacionalistas jamás hablan de las
complicaciones jurídicas y tampoco de los riesgos que para ellos conlleva el
viaje a ese Eldorado de la independencia. Para los nacionalistas, Cataluña (representada
exclusivamente por ellos) siempre estará por encima de la Ley.
Si te opones a las ideas nacionalistas serás tachado de
“centralista” y hasta de “fascista”
El desistimiento de “la otra parte” ha permitido a los
independentistas convertir en mozárabes a los catalanes no nacionalistas,
especialmente a aquellos que provienen de la inmigración (conviene saber a este
respecto que la mayor parte de los catalanes tiene como lengua materna el
castellano). En este proceso de asimilación a martillazos el gran responsable
político ha sido el PSC. Basta para demostrarlo con ver las actitudes de quien
ha sido el paradigma del mozárabe, José Montilla. Un hombre nacido en Córdoba,
que no solo ha apoyado con entusiasmo la “inmersión lingüística” sino que le
montó un pollo al Tribunal Constitucional por atreverse a “tocar” el famoso
Estatuto. En verdad, si hoy te opones a las ideas y sentires de los
nacionalistas serás tachado de “centralista”, “nacionalista español” y hasta de
“fascista”.
También ha existido la complicidad de los grandes partidos de
ámbito nacional, debida —en buena parte— al papel en que la ley electoral
coloca a los nacionalistas: el de bisagra para la gobernabilidad. “No
critiquemos a los nacionalistas, pues los necesitamos para gobernar (o podremos
necesitarlos en el futuro)” ha sido la consigna y como consecuencia los
nacionalistas han ignorado, sin más trámite, entre otras leyes, los artículos
1, 2 y 3 de la Constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo
español”; “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación
española”; “Todos los españoles tienen la obligación de conocerla [la lengua
común] y el derecho a usarla”). Y así, el bilingüismo que consagra la
Constitución en los territorios con “lengua propia” ha sido combatido, y no
solo con la “normalización lingüística”. Imposiciones que han producido
discriminación contra las personas a causa de su lengua materna.
Los nacionalistas también se han olvidado de que la
Constitución es el producto de una voluntad común de convivencia y de un pacto
político en el que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas (los
nacionalistas también).
También ha existido la complicidad de los grandes partidos de
ámbito nacional, debida al papel en que la ley electoral coloca a los nacionalistas:
el de bisagra para la gobernabilidad
Para acabar con el fuego, Rodríguez Zapatero —a impulsos de
Maragall— echó sobre la hoguera unos cuantos bidones de gasolina en forma de
nuevo Estatuto (voraz Saturno que acabó comiéndose a todos sus hijos) que, tras
un delirante proceso legislativo y un referéndum fallido (la proporción de
catalanes que votó a favor del Estatuto rayó con el ridículo) acabó recortado
por el Tribunal Constitucional, es decir, otra vez la frustración, esa que
tanto ama el victimismo nacionalista.
Pues bien, de todos aquellos polvos han venido estos pesados
lodos sobre los cuales se pretende ahora poner en marcha el proceso de divorcio
entre Cataluña y el resto de España. En otras palabras: se quiere recorrer un
camino hacia una disgregación “a la yugoslava” que el resto de los españoles no
podemos contemplar como quien oye llover y no se moja… Y sin embargo, de la
boca de muchos de los políticos que representan a los ciudadanos no
nacionalistas, dentro y fuera de Cataluña, salen de nuevo palabras melifluas
tales como “calma”, “racionalidad”, “diálogo”, “pacto”… Volvemos, pues, como la
burra, al trigo. Es decir, a la confusión… y mientras, ellos, tan dialogantes,
siguen con la matraca de “España nos roba”.
¿Una negociación? ¿Sobre qué parte del salchichón? ¿Sobre la
que sigue en manos del Estado o sobre la que se han tomado, legal o
ilegalmente, los nacionalistas? Porque si solo se va a negociar acerca de las
ya escasas competencias que mantiene el Estado, mejor apaga y vámonos.
Lo que se ha vuelto urgente para quienes no somos
nacionalistas es apelar con vigor a un “patriotismo constitucional” y activo,
derivado de la tradición liberal y democrática. No se trata de enfrentar un
nacionalismo (el español) con otro (el catalán) sino de dejar las cosas claras:
que España es una nación —la única en este territorio, eso nos dice la
Constitución— y todos los líderes políticos han jurado o prometido defender esa
Constitución.
En este asunto, el PSOE y, sobre todo, el PSC son víctimas de
varios malentendidos que tienen su origen en el franquismo. Una primera
confusión proviene de pensar que todos los que estaban contra Franco eran “de
los nuestros”. Pues no. Los nacionalistas nunca han sido “de los nuestros” ni
en su concepción del Estado ni en sus ideas sociales. La segunda y más grave
confusión se deriva del añoso prejuicio según el cual los conceptos de “patria”
o de “España” son un invento del franquismo. Bajo tales prejuicios es fácil
llegar a creer, por ejemplo, que hablar o escribir en español dentro de
Cataluña es el producto de una imposición de “la lengua del imperio” por parte
de Franco y no una tradición muy anterior a Prat de la Riba.
El PP ha sido a menudo tan consentidor como el PSOE. Baste
para demostrarlo con recordar la negativa del Gobierno de Aznar a recurrir
(forzó también al Defensor del Pueblo para que no lo hiciera) la ley
lingüística aprobada en tiempos de Pujol (esa que permite poner multas a los
establecimientos que no rotulen en catalán). Pero, hoy por hoy, son los socialistas
—que tienen en Cataluña más votos que el PP— quienes han de cargar con mayor
responsabilidad a la hora de defender allí las ideas y los intereses de los
catalanes no nacionalistas —que son millones—, a los cuales se les está
reduciendo —ya se ha dicho— a la condición de mozárabes. Y esa es una tarea que
el PSOE (con o sin el PSC) no puede obviar y para ello y en primer lugar es
preciso olvidar ese estúpido “horror al lerrouxismo” que se impuso durante la
Transición. Por lo tanto, ha de clarificarse cuanto antes la relación del PSOE
con el PSC y aclarar también si este último quiere jugar a “la puta” o a “la
Ramoneta”. Se precisa claridad; por ejemplo, acerca del federalismo (¿y qué
otra cosa es el Estado de las Autonomías en su desarrollo actual?). Convendría
saber de qué federalismo habla el PSC, no vaya a ser que estemos ante esa
ensoñación impracticable y contradictoria en sus términos que algunos llaman
“federalismo asimétrico”.
Lo que no puede hacer el PSOE en este asunto es el papel de
don Tancredo, pues en tan incómoda postura va a ser el primero a quien el toro
se lleve por delante.
Joaquín Leguina es economista y fue presidente de la
Comunidad de Madrid.
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