La sonrisa de Rajoy
«Ha sido, con diferencia, el inquilino de La Moncloa menos egocéntrico. Su vida en estos años ha discurrido dentro de la normalidad de cualquier familia. A diferencia de sus antecesores, no hizo corte y en su residencia presidencial no se jugaba ni al billar, ni al pádel ni al baloncesto. No ha habido editores amigos, ni periodistas de cabecera ni amiguetes a los que ganar con ninguna ventaja. En eso fue ejemplar»
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Mariano Rajoy no merecía terminar su mandato de la forma en que lo ha hecho. Menos mal que la Historia y el paso del tiempo pronto le harán justicia. Sin duda, ha sido un buen presidente del Gobierno de España, y sus rivales saben que él no es un político manchado por la corrupción. No lo es, por más que se haya pretendido argumentar de este modo la incoherente moción de censura que, con un oportunismo poco democrático, presentó el PSOE y apoyó una variopinta oposición, tensando a capricho las reglas y valores del juego parlamentario. El ejercicio de deslealtad constitucional causa escándalo, sobre todo al legitimar el apoyo de los proetarras y de los golpistas catalanes. Recurriremos a las hemerotecas para estudiar este capítulo de nuestro acontecer presente, y me temo que no será para bien. Sánchez está dispuesto a labrarse una biografía política a base de dudosos récords, como el de aquel resultado de las elecciones de 2015.
Volvamos a Rajoy. Su marcha es injusta, y no pasará mucho tiempo sin que lo echemos de menos. No me detendré aquí en explicar los espurios motivos por los que una derecha pija y otra tonta le negaron el pan y la sal durante tantos años, sobre todo desde que se afianzó en el Congreso de Valencia de 2008. En la inmensa mayoría de los casos, la inquina solo albergaba intereses personales. Y ahí radica uno de los puntos fuertes del hasta ayer presidente: nunca tuvo intereses personales, más allá de su ambición política. Por eso les ganó siempre y por eso pudo mantenerse firme ante las presiones de empresarios y directivos en general, de compañías eléctricas, banqueros, medios de comunicación y demás actores que clamaban durante todo 2012 por un rescate económico. Hoy sabemos que hubiese mitigado los agobios de aquel poderoso coro, aunque se hubiese hundido España.
Tiene razón Mariano Rajoy cuando asegura que deja una España mejor de la que encontró. Añadiría algo más: en sus siete años de Gobierno, no creó ningún problema nuevo a la sociedad. Más allá de plazos o intensidades, la cuestión catalana no la inventó él. El movimiento antidemocrático y golpista venía siendo cebado desde 40 años atrás por una equivocada ley electoral y por la incomprensible falta de acuerdo de los dos grandes partidos en torno a cuestiones esenciales. Al presidente solo le correspondió no ceder ni un ápice más de lo que ya habían hecho sus antecesores en La Moncloa y, de manera muy especial, Zapatero, que avivó innecesariamente ese volcán separatista.
No lo tuvo fácil el líder del centro-derecha español. Heredó un país en quiebra económica, desmoralizado, con una parte de la población clamando venganza y con un sistema mediático hostil, como no se recuerda en el devenir reciente de la democracia española, a cuyo statu quo colaboraron como pocos él y sus más próximos. A todo ello cabe añadir los complejos e intensos días de la abdicación del Rey Juan Carlos y la llegada al trono de su hijo, Felipe VI. Hubo de navegar en medio de toda esa tormenta.
Su vocación política le ha permitido protagonizar una de las carreras más solventes y dilatadas desde que en 1977 se celebrasen las primeras elecciones libres. Nadie puede poner en duda su acusado sentido del servicio público, desde su primera etapa municipal, donde fue concejal y presidente de la Diputación, siendo ya un joven registrador de la propiedad. Empleo que, por cierto, le hubiese dado más réditos salariales que su dedicación a la política.
Mariano Rajoy lo ha sido todo: concejal, presidente de Diputación, parlamentario autonómico, vicepresidente de la Xunta, diputado en el Congreso, ministro de Administraciones Públicas, Educación y Cultura, Interior, vicepresidente y presidente del Gobierno; pocas hojas de dedicación a la sociedad española como esta. Por eso estoy convencido de que la Historia le será favorable, y a no mucho tardar, insisto.
Entre las virtudes que siempre aprecié de Rajoy, destaco su escasa vanidad. Ha sido, con diferencia, el inquilino de La Moncloa menos egocéntrico. Su vida en estos años ha discurrido dentro de la normalidad de cualquier familia. A diferencia de sus antecesores, no hizo corte y en su residencia presidencial no se jugaba ni al billar, ni al pádel ni al baloncesto. No ha habido editores amigos, ni periodistas de cabecera ni amiguetes a los que ganar con ninguna ventaja. En eso fue ejemplar.
¿Cometió errores? Claro que sí, como todo ser humano. Pero no precisamente los que sus encarnizados enemigos políticos -sobre todo los de su entorno ideológico- le apuntaban. Rajoy despreció a los medios de comunicación. Pensaba que había llegado a gobernar a pesar de las televisiones, cosa que es cierta, pero erró creyendo que podía dirigir el país sin parte del sistema mediático a favor. En una sociedad como la española, donde la gente no pasa el rato precisamente leyendo a Proust sino sentados cuatro horas diarias ante el televisor, no puedes desdeñar ese frente. Dejo para otro momento todas las perversiones empresariales y personales que en esa área se dieron durante todo este tiempo.
Se equivocó también al formar un gobierno de funcionarios. Un partido de centro derecha no puede prescindir en la mesa del Consejo de Ministros de algún empresario relevante, algún intelectual… más sociedad civil. Finalmente, ese ambiente y contenido tecnócratas de su Ejecutivo debieron haber sido enriquecidos con más ideología liberal, más Popper y menos Montoro.
El poder, cualquier forma de poder, hasta el logrado de la manera más democrática, es siempre un privilegio. Lo escribió en su día Gregorio Marañón. Rajoy tuvo el privilegio y el honor, como él dice, de gobernar España. Sufrió más de lo habitual, pero demostró siempre entereza de ánimo y una enorme dignidad, incluso en esta salida, que me temo que no augura nada bueno para el país. Y lo hizo con una sonrisa. Como en su día James Callaghan, cuando allá por 1979 tuvo que abandonar su puesto de premier de Gran Bretaña por un solo voto; y procedió sonriendo, sin un reproche. Es la misma sonrisa de Rajoy, quien sabe, además, que su marcha es injusta y esconde una perversión del actual modelo democrático.
Y un último corolario: cuando se juega a romper la derecha, acaba gobernando la izquierda.
Bieito Rubido es director de ABC
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