Lástima que relevantes personalidades de la vida española
hayan tardado ocho años en darse cuenta de que detrás del talante inicial no
había otra cosa que ese buenísmo infantil y seductor, en favor de las minorías,
pero que a la vez era tremendamente agresivo con las mayorías sociales, con la
iglesia, con la oposición y con las víctimas del terrorismo, entre otros
colectivos a los que tildaron - y siguen queriendo presentar - machaconamente
como de extrema derecha, de intolerantes, antipatriotas, mezquinos.
Al final del recorrido, el crédito y el prestigio (¿)del
presidente es mínimo, pese a la ridícula defensa que de ZP y de sus ingeniosas
ocurrencias han hecho los más mercenarios receptores de dossieres ajenos, los
más sesudos columnistas de El País, los más agresivos locutores de la SER, los
más bellos rostros femeninos de las dos nuevas televisiones por él concedidas
(Cuatro y la Sexta) y por el favor de tanto cómico a sueldo con el humor siempre
en la misma dirección.
Pero no es ZP el único culpable de que vivamos una crisis
profunda-no solo económica- sino de valores, en la que se ha primado lo
“moderno” sin más, lo superficial, lo anticlerical, la venganza de la guerra
civil, el apoyo a otros fundamentalismos religiosos presentados como más
liberales y el obsesivo empeño en presentar al hombre como un depredador y usurpador
de derechos femeninos.
Se ha abusado de la negación de la evidencia y se ha
utilizado hasta la naúsea la negociación con ETA hasta el extremo de que la
colectiva victoria sobre el terrorismo se va a querer presentar como logro
exclusivo de esta etapa final. ¡ cómo se puede permitir que los españoles hayan
permitido que a su país le represente en el mundo un presidente que calificó al
atentado de la T4 como “accidente” y que no fue capaz de levantarse al paso de
la bandera de un país amigo.
Este es el problema real del socialismo en el poder: no
gobierna para primar la eficacia, el buen orden general o la primacia del buen
sentido.
Gobierna para imponer, para descalificar a quienes considera
sus enemigos de siempre, para favorecer causas excluyentes, colectivos
radicales, sindicalistas de pacotilla y para agradar a quienes se escudan en
los más superficiales y estéticos argumentos para encubrir su mediocridad o
para aducirlos como síntoma inapelable de supuesta modernidad. Y porque
gobierna desde la maldad y el abuso y asi proliferan en su mandato
conspiraciones de alto standing, policías que espían, ministros que cazan ciervos
o jabalíes como vetustos personajes del franquismo, espías que pescan marlings,
banqueros que compran periódicos, y ministros del interior que organizan o
toleran la ceración de bandas paralelas de justicia y que se lucran con su
atribuida prima de riesgo y que mediatizan jueces y abortan operaciones
antiterroristas para favorecer un falsamente llamado proceso de paz.
Afortunadamente, y gracias a sus potentes empresas
financieras, de telefonía y comunicaciones, de servicios aeroportuarios, a su
eficaz gestión de asuntos públicos en muchas autonomías y ayuntamientos y a los
brillantes resultados deportivos tanto colectivos como individuales, España es
un país querido y respetado, pero políticamente es hoy -en los ámbitos
internacionales más influyentes-una nación desacreditada por estar gobernada
por políticos sin preparación, que no entienden los ingredientes del mundo
moderno, ni los entresijos del liberalismo económico, ni el rigor y la
exigencia debidas a la pertenencia a un sistema de moneda única, en el que la
inacción, o lo que es peor la negación de una crisis puede arrastrar a otras
economías. La acusación de que la culpa de la crisis era y es de los
especuladores y de los genes del capitalismo financiero es de un ridículo
notable y acredita que le combustible del socialismo español es el
antiamericanismo, el anticapitalismo, el antiliberalismo, y la siempre eficaz
película superficial de modernidad y solidaridad, ¡eso que no falte!-
Pero insisto, la culpa no es solo de Zapatero. Otros muchos
son los que han propiciado que de nuevo España se gobierne por quien nos trata
como sospechosos, nos vigila como a delincuentes y nos trata siempre de engañar
con su fácil verbo, su fluida argumentación, su enérgica demanda de verdad, al
servicio de la gran mentira.
Carlos Abella (El Imparcial)
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