Periodismo de trinchera
Jordi Gracia 16 NOV 2012 - 00:01 CET
Del oasis catalán hace mucho tiempo que no queda
rastro. El principio del fin fue la evidencia —y la ejecución de la evidencia—
de un acuerdo político de izquierdas capaz de relevar del poder al partido
gobernante en Cataluña durante más de veinte años, CiU. Nos hemos olvidado de
esa etapa, como nos hemos olvidado del oasis, y a veces da la impresión de que
vivimos en Cataluña bajo una especie de adanismo fundador que eclipsa o
enmudece las razones políticas, sociales e históricas que han llevado a estos
dos meses críticos, los dos meses que empezaron con una concentración nacional
gigantesca el 11 de septiembre y, sin demasiado respeto por los compromisos
explícitos de una democracia, desembocaron en un súbito adelanto electoral que ha
condicionado la agenda política de todos.
En historia y política los giros de rumbo dictados por
las movilizaciones sociales tienen poco de recomendable porque descartan los
cauces jurídicos y legales: simplemente los subvierten como medios de expresión
política legítima en democracia. Pero para mi gusto la secuela más nefasta de
este giro es otra, más desdibujada e invisible pero ya cotidiana: no soy el
único que la detecta, ni es este un artículo de hombre singularmente perspicaz.
Es una aprensión que recorre numerosas columnas y artículos, de forma sinuosa y
delicada, poco explícita y hasta dicha con timidez (la timidez que dicta el
miedo a hacerla crecer solo con nombrarla). Pero la percepción de una impunidad
verbal y retórica creciente y la quiebra del respeto convencional a las
convicciones dispares está siendo registrada por muchos. Es una fractura de la
complicidad social y democrática porque hay una trinchera recentísima, aguda y
abrupta: o se es independentista o no se es, o se pertenece al bloque
soberanista o se está fuera de él, no sé si a la intemperie, pero desde luego
fuera de lugar.
Si hoy en Cataluña no se es independentista, ni por
sentimiento ni por razón ni por convicción, se es automáticamente aguafiestas
antipático y descreído ante un sueño colectivo que expresa como nada la mirada
sostenida de Mas en su antológico cartel publicitario. Los nombres de esos
articulistas felizmente aprensivos son de honda y potente relevancia, aunque
parezcan ausentes o inoperantes en el escenario público o aunque parezca que no
forman parte del discurso crítico y analítico sobre el presente. Estoy hablando
de columnas y artículos que aparecen en periódicos como La Vanguardia y EL
PAÍS, también en El Periódico, incluso en Ara o El Punt-Avui.
El aire viciado del periodismo de Madrid se ha
acercado al catalán
Es una percepción intimidatoria y es quizá el
resultado más inmediato del fin de la ambigüedad, como la ha llamado Jordi Amat
en La Vanguardia. El fin de la ambigüedad está deteriorando día a día los tejidos
invisibles de concordia y complicidad que hicieron de la sociedad catalana un
espacio de estratos, ángulos, niveles y expresiones complejas, cruzadas,
mestizas y oscilantes, donde nada tenía por qué estar tajantemente claro porque
el espacio de definición política era más vasto y flexible, más civilizadamente
dúctil y negociable.
Hoy se ha polarizado acelerada y artificiosamente y
está exigiendo de la gente que se ponga en una u otra trinchera, en uno u otro
bando, como si de veras la realidad social de este país pudiese dirimirse en
relación con ese eje a toda velocidad. O como si hubiese saltado por fin el
tapón que permite la expresión en libertad de un deseo político. El efecto de
estilo y actitud que esta percepción ha tenido en el articulismo o en las
tertulias pasa por acentuar la irritación, perdonar el desplante, condenar sin
remilgos la postura contraria. Más de una y de dos respuestas desde Cataluña al
manifiesto que EL PAÍS publicó en defensa de la continuidad de Cataluña en
España han sido indefendibles y hasta con brotes de resentimiento. Alguno, como
el profesor Joan Ramon Resina, no es capaz de encontrar entre los trescientos a
nadie “que un catalán pueda sinceramente llamar amigo”. Sin embargo, no resulta
fácil ocultar que cada cual tuvo el derecho a decidir durante más de 30 años la
opción más o menos independentista o más o menos catalanista o más o menos dura
o blanda, porque estaban todas en el mercado electoral.
Hoy el mercado simbólico se ha reducido a una sola,
como si las respuestas múltiples no fuesen lo que una sociedad saludable
demanda a su vida política.
El fin de la ambigüedad nos instala en el maniqueísmo,
aunque los mismos que lo impulsan sepan que nada es blanco y negro. Y eso es lo
peor: que el mal estará ya hecho, porque en estos dos meses se ha trabajado a
fondo para favorecer unas trincheras que no existían, unas radicalidades que la
mayoría no echaba de menos, unas creencias que eran compatibles con las de los
otros. Hoy ya no. El clima político y mediático está forzando a posiciones
militantes y extremadas, está tensando el discurso público pero también el
privado, está exigiendo de cada cual una definición categórica de posturas
políticas e ideológicas. No es esa la mejor atmósfera para una democracia
adulta porque va a dejar un rastro diseminado en la conciencia colectiva en
forma de agravios y de ofensas, de desplantes y de malsonancias que tardarán en
perdonarse porque ahora se han hecho munición retórica combustible.
El deterioro del respeto democrático es el primer
resultado del proceso soberanista
Una fuente cierta para verificar este cambio de tono,
este nuevo mal tono, este encastillamiento en un lado frente a quienes están en
otro lado, es un sector creciente del columnismo de prensa y la crónica periodística
que ha ido adquiriendo una pátina de desprecio y manipulación de las posiciones
no soberanistas de la que no había costumbre. Es el nuevo tono que no se
arredra ante la pura incorrección civil o la descalificación impune. Mientras
leo o escucho algunas de esas tribunas resucita el disgusto y el asombro que la
corte mediática más derechizada y monolítica nos despertaba (a todos)
escuchando la Cope, leyendo algunas columnas de El Mundo o el Abc, o
espantándonos ante las pantallas tóxicas de Intereconomía.
Para quienes no creemos que la independencia
contribuya tanto a resolver problemas como a resucitar algunos antiguos y crear
otros nuevos, lo intranquilizador de veras es la nueva legitimidad del
periodismo de trinchera. Ha ido acercando a la prensa de Cataluña el aire
viciado de crispación, intemperancia e insolencia argumental que fue patología
de una etapa nefasta del periodismo escrito, televisivo y radiofónico de Madrid
(y que aun sobrevive).
No sé a dónde va el poder en Cataluña ni si la
independencia hará más felices a las personas; lo que es seguro es que el
deterioro del respeto democrático a la discrepancia es el primer resultado
indeseable de haber alterado, en cosa de días, el programa político e
ideológico de un partido de gobierno elegido hace menos de dos años.
Jordi Gracia es profesor y ensayista. Su último libro
se titula Burgesos imperfectes. L’ètica de l’heterodòxia a les lletres
catalanes del segle XX (La Magrana).
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