Alemania
después de la Segunda Guerra Mundial: las ruinas de la catástrofe
JULIO
TOVAR / SILVIA NIETO / MADRID
Día
10/05/2015 - 18.12h
Durante
un acto celebrado este viernes en el Bundestag, la canciller Angela Merkel
conmemoró el final del conflicto
Alemania
después de la Segunda Guerra Mundial: las ruinas de la catástrofe
AFP
Willy
Brandt se arrodilla frente al monumento dedicado a las víctimas del gueto de
Varsovia
Berlín
recordó este viernes la tragedia del nazismo en el Bundestag. El edificio, sede
de la cámara baja alemana, se eleva sobre los restos del antiguo Reichstag,
destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Su cúpula transparente, de
cristal, diseñada por el arquitecto Norman Foster, simboliza la reunificación
de Alemania en 1990. Allí se encontraron este viernes Angela Merkel y el
presidente del país, Joachim Glück, para conmemorar el setenta aniversario del
final del conflicto. El discurso corrió a cargo del historiador Heinrich August
Winkler, quien afirmó que «no hay ninguna justificación moral para no mantener
vivo el recuerdo atroz de esos hechos atroces, ni tampoco olvidar las
obligaciones morales que se desprenden de ellos». La nación germana todavía
paga el precio del delirio nacionalsocialista, el cual llevó a que algunos
autores, como el ensayista exiliado Sebastian Haffner, llegaran a pedir el
«asesinato» de todos los altos cargos nazis o su uso como fuerza de trabajo
internacional.
Berlín
en ruinas
Tony
Judt, el desaparecido historiador británico, tenía el humor ácido. Quizá por
eso sabía encontrarlo en el pasado. En el primer capítulo de su obra clave,
«Postguerra», recuerda la frase que los alemanes intercambiaban días antes del
final de la Segunda Guerra Mundial: «disfruta de la guerra, porque la paz será
terrible». Precisión teutona: no se equivocaban. Según los cálculos, más de
87.000 mujeres fueron violadas tras la entrada de las tropas del Ejército Rojo
en Berlín. El verano de 1945, los cadáveres se apilaban en sus calles, y la
putrefacción de los cuerpos comprometía la salubridad. El hambre hacía
estragos. Entre los escombros de la capital del nazismo, 53.000 críos perdidos
padecían las consecuencias de un sueño criminal. Ese mes de julio, cientos de
ellos perecieron por disentería, ya que los sistemas de depuración de agua estaban
destrozados.
George
Kennan, el diplomático estadounidense, aclamó esa ciudad fantasma que era el
Berlín de la postguerra: «¡Qué ruinas! De repente había una quietud, una
belleza, un sentido del infinito y tristeza elegíaca que nunca había
experimentado. La guerra, claro, estaba reciente y el aire susurraba muerte y
nada más». Roberto Rossellini, el director de cine italiano, también reflexionó
sobre ello en su filme de 1948, «Alemania, año cero». Allí recogió una capital
sumida en la miseria, que pasó de ser la ciudad opulenta del Tercer Reich, que
se pretendió capital europea, a una urbe miserable, poblada por ruinas. El
inicio del film es muy claro: «Aquí viven tres millones y medio de personas una
existencia terrible, desesperada, sin darse cuenta. Viven la tragedia de manera
natural, no por su fuerza o fe, sino por el cansancio que les provoca».
El
viacrucis alemán
Hitler
se voló la cabeza en su búnker un 30 de abril. El 8 de mayo, un Tercer Reich en
ruinas aceptó la capitulación sin condiciones impuesta por las naciones
aliadas. Entonces empezó el drama de los desplazamientos. Nadie quería alemanes
en sus territorios y terminada la guerra, los germanos del este de Europa
sabían que su futuro era incierto. Muchos niños, como muestra la reciente película
«Wolfskinder» de Rick Ostermann, vagaron por los campos de combate orientales,
mientras otros fueron adoptados por familias eslavas con una nueva identidad.
El
odio a los alemanes era especialmente pronunciado en Checoslovaquia, donde
todavía recordaban con rabia la anexión de una de sus regiones, los Sudetes,
realizada por Hitler en octubre de 1938. Francia y Reino Unido habían
presenciado la función de brazos cruzados. Pero con el nazismo derrotado, los
checos exigieron una venganza que nadie cuestionó. Un total de tres millones de
germanos fueron expulsados del país entre 1945 y 1946. Alrededor de 267.000 de
ellos murieron en la empresa.
El
fallecido escritor alemán Günther Grass, nacido en 1927, conocía bien esta
experiencia. En «Pelando la cebolla» —sus polémicas memorias, donde confesó su
adhesión al nazismo durante la juventud—, recuerda los «refugiados y expulsados
de la Prusia oriental, Silesia, Pomerania, los Sudetes y mi ciudad natal de
Danzig, y además soldados de todas las armas y grados, bombardeados y
evacuados, millones de personas que se buscaban mutuamente». En muchos casos
sin posibilidad de encontrarse.
Esta
dramática situación alarmó algunas voces del bando vencedor, que no dudaron en
criticarla. En un artículo de octubre de 1946, el diario estadounidense «The
New York Times» sentenciaba que nadie que hubiera presenciado ese horror podía
«dudar de que se trata de un crimen contra la humanidad por el que la historia
exigirá un terrible castigo».
Desnazificar
Alemania
Tras
el final del conflicto mundial, Alemania quedó dividida en cuatro zonas de
ocupación, gestionadas por cada una por las potencias vencedoras: la
estadounidense, la soviética, la inglesa y la francesa. Una tras otra vivieron
la desnazificación. Esta iniciativa buscaba extirpar el nacionalsocialismo del
pueblo germano. En 1946 se creó el Comité de Control de los Aliados, encargado
de dirigir este proceso. Así quedaron establecidas cinco categorías, de
criminales mayores —altos cargos del partido nazi, acusados de genocidio— a
simples seguidores, a los que se les limitaba la salida del país, el empleo o
los derechos políticos. Si tras las derrota la sociedad germana afirmaba que
«el nazismo había sido una buena idea mal aplicada», en los años 50 la mayoría
tenía mala opinión de Hitler, según recoge Tony Judt.
Como
dijo ayer el historiador Heinrich August Winkler, Alemania aún tiene
obligaciones morales por lo que sucedió entre 1933 y 1945. Sin ir más lejos, el
país todavía paga indemnizaciones a las víctimas del Holocausto. Pero la nación
germana también ha sabido pedir perdón.
Ahora
que se conmemora el setenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial,
quizá es el momento para recordar el gesto de Willy Brandt el 7 de diciembre de
1970. Ese día, el que fuera canciller de la República Federal de Alemania entre
1969 y 1974, se arrodilló ante el monumento de las víctimas judías del
levantamiento del gueto de Varsovia. Un gesto por el cual todavía es recordado,
y que coronó con su frase el Congreso de la Internacional Socialista en el
mismo Berlín, en 1992: «Permitir una injusticia significa abrir el camino a
todas las que siguen».
«Se
trabajaba a palos y cuando veían que no podían más, los mataban en la cámara de
gas»
EFE/BELÉN
ANCA LÓPEZ / MAUTHAUSEN
Día
10/05/2015 - 16.44h
A
sus casi 96 años, el barcelonés Cristóbal Soriano Soriano es uno de los pocos
españoles que aún tiene memoria para recordar la violencia, la muerte y el
hambre que se vivió en el campo de concentración
«Se
trabajaba a palos y cuando veían que no podían más, los mataban en la cámara de
gas»
EFE
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