Cuando
fracasó el golpe militar con que los republicanos pensaban imponer la
república, en diciembre de 1930, Azaña se escondió, y así seguía después de las
elecciones municipales del 12 de abril de 1931, hurtándose a cualquier
actividad conspirativa.
Fue Maura, seguro de la
quiebra moral de la monarquía, quien le buscó y le llevó, casi a rastras, a
tomar el poder en el Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol de
Madrid, el día 14. No tuvo, por tanto, parte alguna en los sucesos que trajeron
el nuevo régimen.
Tampoco era un
republicano, y menos un republicano activo, de larga trayectoria. Tras el golpe
de Primo de Rivera había roto con la monarquía, pero pocos sabían de esa
ruptura, y su actividad de oposición a la dictadura había sido mínima.
A lo largo de 1930 había
pronunciado algunos discursos que atrajeron una fugaz atención sobre su persona,
pero políticamente seguía siendo un desconocido, y sus pocos conocedores le
recordaban más bien por sus obras literarias y de crítica en revistas. Era sólo
un escritor con pocos lectores, pese al indudable mérito de, por ejemplo, El jardín de los frailes, y a menudo
se sentía fracasado.
Sin embargo, a partir del
14 de abril del 31, en muy poco tiempo se convertiría en el principal personaje
del nuevo régimen, en “la revelación”, o la “encarnación de la república”. La
raíz de esta súbita elevación no se encuentra en intrigas ni en conspiraciones,
sino en el sorprendido reconocimiento que le tributaron sus correligionarios
por su inteligencia y calidad razonadora, unidas a su resolución para llevar a
la práctica sus medidas reformadoras.
Casi todos vieron y, lo
más asombroso, aceptaron un tanto admirados, su notable superioridad política e
intelectual, pese a tacharle al mismo tiempo de hombre adusto y algo hiriente.
Pero si en un sentido
suena asombrosa esa admiración, en otro no tanto: la tradición de los
republicanos españoles, en general, apenas si cabe calificarla de pintoresca.
Una tradición de muy escasa sustancia intelectual, bravucona, sin apenas noción
de la responsabilidad política y con proclividad a la violencia y a las
divisiones reyertas entre sus partidos.
No sólo políticos de
derecha, como Cambó, manifiestan un convencido desprecio hacia ellos, los
mismos socialistas los miraban como personas y partidos insolventes desde
cualquier ángulo que se les considerase.
En este sentido, pudieron
estar encantados de hallar entre ellos a un personaje de mucha más talla.
Azaña, desde luego,
percibía la calidad no muy alta de sus correligionarios, pero no se desanimó,
debido a la extraordinaria autoconfianza adquirida en los primeros tiempos del
nuevo régimen.
Desde el primer momento
miró con una mezcla de condescendencia e irritación a sus correligionarios.
A los militares
republicanos los trata en ocasiones de botarates, y no mejor a los partidos.
Así describe un congreso del principal partido republicano, el Radical
Socialista, que transcurría en medio de continuas trifulcas y amenazas de unos
y otros políticos de destapar corruptelas y de escindirse (y se escindiría, en
efecto): “Llevan tres días, mañana, tarde y noche, desgañitándose.
Y lo grave del caso es que
de allí puede salir una revolución que cambie la política de la república”.
Se descubrió que los
delegados de Murcia iban con representación de miles de votos inexistentes,
pero después de mucho escándalo, se les admitió ante la amenaza de los
murcianos de “destapar” otros asuntos de los escandalizados.
Y por fin, “después de tan
feroces discusiones, se han echado a llorar oyendo el discurso de Domingo; se
han abrazado y besado, han gritado… Gente impresionable, ligera, sentimental y
de poca chaveta. Están redactando una propuesta que podrán votar todos, y hasta
otra”.
Calificativos semejantes,
si bien con menos intensidad, podían aplicarse quizá a sus partidarios de
Izquierda Republicana.
Cuando Azaña pasó a la
presidencia de la república, tras haber destituido a Alcalá-Zamora, los
azañistas se resistían a que abandonase la jefatura del partido, como era
obligado, al no percibir otro jefe de su talla.
La resistencia fue vencida
en una escena vista así por Azaña: “Llorera general… Explosión de entusiasmo,
abrazos, promesas, juramentos cívicos… En fin, muy bien. Es posible que ahora
lo destrocen todo”.
La concepción, por así
decir, estratégica de Azaña con vistas a realizar sus proyectos políticos
consistía en orientar la energía de “los gruesos batallones populares”
–principalmente las grandes organizaciones sindicales– bajo el influjo de la
“inteligencia republicana”.
Pronto comprendería que
esa inteligencia era todo menos abundante, y si su confianza inicial en sí
mismo le llevó al principio a mencionarla con una especie de desdén amable,
como cuando señala la incapacidad de los diputados para percibir un sarcasmo o
una ironía algo finos, pronto acumuló una impaciencia y un fastidio próximos a
la desesperación: “Veo muchas torpezas y mucha mezquindad, y ningunos hombres
con capacidad y grandeza bastantes para poder confiar en ellos ¿Tendremos que
resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de
amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?” Cuando, en verano de
1933, suspendió las vacaciones de las Cortes a fin de aprobar unas leyes a su
juicio muy importantes, suspensión muy mal llevada por los diputados, fulmina
contra la “terquedad, suficiencia y palabrería” de los suyos: “No saben qué
decir, no saben argumentar. No se ha visto más notable encarnación de la
necedad. Lo que están haciendo me ha hecho pensar, por vez primera, desde que
hay República, en la del 73. Así debieron de acabar con ella. El espectáculo
era estomagante. Diríase que estaban llamando al general ignoto que emulando a
Pavía restableciera el orden”.
Y son sobradamente conocidos sus comentarios mordaces sobre personajes diversos, como Domingo, Albornoz, Gordón Ordás, Companys, etc. donde reluce su poca estima hacia sus colaboradores, actitud identificada a menudo con la soberbia. Pero cabe la duda de si tales sarcasmos no estarían justificados.
En algunos momentos parece a punto de tirar la toalla: “¿Estoy obligado a acomodarme con la zafiedad, con la politiquería, con las ruines intenciones, con las gentes que conciben el presente y el porvenir de España según los dictan el interés personal y la preparación de caciques o la ambición de serlo? Obligado no estoy. Gusto, tampoco lo tengo. Entonces ¿qué hago yo aquí?”.
Expresiones semejantes abundan en su primera época de gobierno, de 1931 a 1933. Y sin embargo, una vez perdido el poder intentará recuperarlo, con sorprendente irresponsabilidad, mediante la alianza entre la casi inexistente “inteligencia republicana” y los “batallones populares”, en condiciones mucho peores que en el primer bienio. Sus discursos de 1935, origen del Frente Popular, revelan su conciencia de estar despertando un “torrente popular que se nos viene encima”. Pero, con incomprensible optimismo, asegura que para encauzarlo “nunca nos habrán de faltar hombres”. Pocos meses después, ya en el poder, volverá a su vieja lamentación: “No existe el centenar de personas que se necesita para los puestos de mando”. Peor aún, la talla moral e intelectual “ha bajado tanto que hombres muy modestos se ofenden si se les ofrece un Gobierno civil”. Nadie parecía contentarse con menos de un Ministerio.
Los diarios de Azaña alumbran una de las claves, casi siempre desestimada por los historiadores, del fracaso de la república: la escasez de hombres capaces y de miras elevadas, y la abundancia de demagogos ambiciosos e ineptos. No sin despecho llega el político que encarnó aquel régimen a atribuir al conjunto de los españoles una inteligencia escasa, o una aptitud limitada para utilizar el cerebro. Creo que se trata de una extrapolación ilegítima, a partir de su experiencia con sus correligionarios, no muy representativos del conjunto del pueblo.
Y son sobradamente conocidos sus comentarios mordaces sobre personajes diversos, como Domingo, Albornoz, Gordón Ordás, Companys, etc. donde reluce su poca estima hacia sus colaboradores, actitud identificada a menudo con la soberbia. Pero cabe la duda de si tales sarcasmos no estarían justificados.
En algunos momentos parece a punto de tirar la toalla: “¿Estoy obligado a acomodarme con la zafiedad, con la politiquería, con las ruines intenciones, con las gentes que conciben el presente y el porvenir de España según los dictan el interés personal y la preparación de caciques o la ambición de serlo? Obligado no estoy. Gusto, tampoco lo tengo. Entonces ¿qué hago yo aquí?”.
Expresiones semejantes abundan en su primera época de gobierno, de 1931 a 1933. Y sin embargo, una vez perdido el poder intentará recuperarlo, con sorprendente irresponsabilidad, mediante la alianza entre la casi inexistente “inteligencia republicana” y los “batallones populares”, en condiciones mucho peores que en el primer bienio. Sus discursos de 1935, origen del Frente Popular, revelan su conciencia de estar despertando un “torrente popular que se nos viene encima”. Pero, con incomprensible optimismo, asegura que para encauzarlo “nunca nos habrán de faltar hombres”. Pocos meses después, ya en el poder, volverá a su vieja lamentación: “No existe el centenar de personas que se necesita para los puestos de mando”. Peor aún, la talla moral e intelectual “ha bajado tanto que hombres muy modestos se ofenden si se les ofrece un Gobierno civil”. Nadie parecía contentarse con menos de un Ministerio.
Los diarios de Azaña alumbran una de las claves, casi siempre desestimada por los historiadores, del fracaso de la república: la escasez de hombres capaces y de miras elevadas, y la abundancia de demagogos ambiciosos e ineptos. No sin despecho llega el político que encarnó aquel régimen a atribuir al conjunto de los españoles una inteligencia escasa, o una aptitud limitada para utilizar el cerebro. Creo que se trata de una extrapolación ilegítima, a partir de su experiencia con sus correligionarios, no muy representativos del conjunto del pueblo.
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