Discurso
de Unamuno en el Congreso sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la
oficialidad del castellano
El
Sr. Unamuno: Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por
la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin
perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes
provincias o regiones.»
Yo
debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el
castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del
alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después,
al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía:
«El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español
tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni
prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a
convenir en la redacción que últimamente se dió a la enmienda, y que es ésta:
«El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene
el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar
cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer,
sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»
Entre
estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso
que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir.
Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy
peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de
ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir
que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos
de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un
paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de
su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y
a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro
que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto
es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a
pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es
lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les
acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es
verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su
espiritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién
hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España.
Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu;
pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar
sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que
otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan
despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro
sitio. (Muy bien.)
Aquí
se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias
interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve.
En el aspecto ling|ístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen
muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de
dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio,
esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en
algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las
Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es
poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertás
anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas,
que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer
una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los
líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)
Y
ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga
aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra
vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo,
porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la Lengua de la mayoría,
seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han
aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su Lengua
verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel ingenuo,
aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: «Si un maqueto está
ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»»
Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su
madre, era el castellano.
Yo
vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello
de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.»
«En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.»
Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso
que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos
que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y
enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran
conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en
la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un
sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonia; es cosa triste, pero
el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se
pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me
parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque
drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una
Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede
llegar a serlo.
El
vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de
dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro
abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre
sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de
Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente,
tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos
oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que
extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu
munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el
mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los
vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así
no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último
adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.»
«Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.
Y
¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como
la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una
Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente
incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas,
y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos
fueron los que nos civiizaroñ y los que nos cristianaron también. (Un señor
diputado de la minoría vasconavarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es
latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice
«izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán
«stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo
tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo
ganas de comer, no tengo apetito». (Un señor diputado interrumpe, sin que se
perciban sus palabras.- Varios señores diputados: ¡Callen, callen!)
Me
alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra,
donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el
catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y
resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo:
«Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: «Aitiaren eta semiaren eta
Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del
santo apetito.> (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria,
porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar
al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y
así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió
Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano
no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.
Esto
me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden
religiosa dió a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní
los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados
por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede
poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una
herejía. (Risas.)
Y
después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo
hemos vertido?
El
hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus
Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en
España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El
primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los
jesuítas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que
andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y
nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.
En
una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al
decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el
vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que
nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal,
datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos
civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín
Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan
interesante para el estudio de las antig|edades ibéricas. Yo hube de
contestarle: «Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar
conservando la que creo que es una enfermedad.» (Risas.- El señor Leizaola pide
la palabra.)
Y
ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado
por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el
vascuence.
Se
habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a
parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es
que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis
a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es
el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora
Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no
existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir:
¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más
bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en
vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan
anillos de ninguna clase. (Un señor Diputado: Muchas gracias, en nombre del
pueblo vasco.)
Pasemos
a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco
Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos
oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce
mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano
(Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo
que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen
de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda
recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña terra decía Curros
Enríquez de la lengua universal:
«Cuando
todas lenguas o fin topen
que
marca a todo o providente dedo,
e
c4os vellos idiomas estinguidos
un
solo idioma universal formemos;
esa
lengua pulida, idioma úneco,
mais
qu4hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume
d4as palabras mais sonoras
qu4aquela
n4os deixaran como enherdo.
Ese
idioma, compendio d4os idiomas,
com4onha
serenata pracenteiro,
com4onha
noite de luar docísimo
será
-¿que outro sinon?- será o gallego
Fala
de minha nai, fala armoñosa,
en
qu4o rogo d4os tristes sub4o ceo
y
en que decende a prácida esperanza,
os
afogados e doloridos peitos.
Falta
de meus abós, fala en q4os párias,
de
trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden
a terra o grau d4a cor4a sangue
qu4ha
de cebar a besta d4o laudemio...
Lengua
enxebre, en q4as anemas d4os mortos
n4as
negras noites de silencio e medo
encomendan
os vivos as obrigas,
que,
¡mal pecados!, sin cuprir morreron.
Idioma
en que garula nos paxaros,
en
que falan os anxeles, os nenos,
en
qu4as fontes solouzan e marmullan
Entr4os
follosos albores os ventos»
Todo
eso está bien; pero que me permita Curros y perntitidme vosotros; me da pena
verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida...,
amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno...
¿De
dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces
cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros,
cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice,
refiriéndose al gaitero:
«Tocaba...,
e cando tocaba,
o
vento que d4o roncón
pol-o
canuto fungaba,
dixeran
que se queixaba
d4a
gallega emigración.
Dixeran
que esmorecida
de
door a Patria nosa,
azoutada,
escarnecida,
chamaba,
outra Nai chorosa,
os
filliños d4a sus vida...
Y
era verdá. ¡Mal pocada!
Contr4on
peneda amarrada,
crabad4un
puñas n4o seo,
n4aquella
gaite lembrada
Galicia
era un Prometeo.»
No;
hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de
aldeanos. Rosalía decía aquello de:
«Castellanos
de Castilla,
tratade
ben os gallegos;
cando
van, van como rosas;
cando
veñen, como negros.»
¿Es
que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los
cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay
nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas
esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)
Vuestra
misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer
universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas
coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar.
(Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes
han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea
española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha,
y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más
que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente,
estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota
nuevos?
Y
ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que
estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo
conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más
profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre
que fue Juan Maragall. Oíd:
«Escolta,
Espanya le veu d'un fill
que't
parla en llengua no castellana,
parlo
en la llengua que m'ha donat
la
terra apra,
en
questa llengua pocs t4han parlat;
en
l'altra..., massa.
En
esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.
Hon
ets Espanya? No4t veig enlloc,
no
sents la meva ven atronadora?
No
entensa aquesta llengua que4t parla entre perills?
Has
desaprés d4entendre an els teus fils?
Adeu,
Espanya!»
Es
cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante
lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a
España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló
siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza,
en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes
o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el
otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar
en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que
desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que
vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no habláis
el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre
de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho
diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo
una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces
como Lengua de cultura, y mudo permameció los siglos del Renacimiento, de la
Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré lo que
son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se llamó el
«parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice, primero en mi
tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda, diciendo: yo
la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un
sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se
defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían
espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.
Hoy,
afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un
hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad
intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fahra. Pero aquí
viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se
podrá imponer a nadie».
Como
no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando
otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan.
Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.
Lo
demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y
conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace
mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de
panicularidad (Risas.) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de
España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió.
Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan
diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán;
busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría
de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la
minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se
perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El
señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si
miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia
palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero?
(Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se
perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)...
que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto
impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un
intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha
puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que
se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que
tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una
Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá
sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que
cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la
otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana
pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado:
Lo queremos ya.- Rumores.) Como sbre esto se ha de volver y veo que, en efecto,
estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no
resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una
obcecaión pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en
que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una
región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando
un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo teng la obligación de
impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en
peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi
propia vida. (Muy bien, muy bien.)
Y
tal vez haya quien sueñe también con la conquista ling|ística de Valencia.
Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y
afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran
entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. porque hay que ver lo
que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta
catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de
donde salió Tirant lo Blanc.
El
más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España,
fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una
cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel
lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:
«Fill
so de la joyosa vida qu4al sol s4escampa
tot temps de fresques roses
bronat son mantell d4or,
fill
so de la que gusitan com dos geganta cativa
d4un
cap Peñagolosa, de l4altre cap Mongó,
de
la que en l4aigua juga, de la que fon por bella
dues
voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y
ab Jaume d4Aragó.»
Pero
él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la
Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de
Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos
de lágrimas.
El
valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y
algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al
pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro
Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo
aquello de...
«...
y en membransa dels avis, en penyora
de
la gloria passada y venidora,
en
fe de germandat,
com
penó, com estrella que nos guía
entre
llaus de victoria y alegría,
alsem
lo Rat-Penat.»
«Lo
rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la
leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos
de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama
muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en
Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón
alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de
ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que
dominó el Cid.
Cuando
yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al
frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que
nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta
conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.
Y
ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de
los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las
primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el
Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de
fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y
cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes
y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas
estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar
mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar
castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos
años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado,
las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis
discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del
galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me
regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el
castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome
en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se le llame
castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero,
el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo
de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio
de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de
la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la
milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser
el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble
a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse,
se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no
mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y
barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues
bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es
una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos
aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que
hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el
señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como
yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también,
amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en
eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación;
renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las
diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Ndie
con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es reproche,
es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que
he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de
jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna
colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino
muriendo; es la úica manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo
muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto
serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al
peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido
descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la
renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan
ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado si
queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de
esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello
sí que será gloria. (Grandes aplausos.)
(Diario
de Sesiones, 18 de septiembre de 1931.)
La
enseñanza, ¿puede ser católica? A favor hablan Gil Robles, Ossorio y Alcalá
Zamora. En contra, Galarza
El
Sr. Domínguez Arévalo: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Domínguez Arévalo:
En
asunto que como éste afecta a cosa de tanta trascendencia y que roza a la
conciencia, a los sentimientos más íntimos, no será extraño que este modesto
Diputado navarro quiera salvaguardar su conciencia dejando consignada en el Diario
de Sesiones la expresión de un sentimiento íntimo.
La
manifestación que quiero hacer es la siguiente: que cuando aquí se vote la
iniquidad que se va a votar por el sectarismo anticatólico de algunos miembros
del Gobierno y de la Cámara y -lo que es más triste- por la pasividad
claudicante de los que llamándose católicos permanecen ahí (señalando al banco
azul) callados, se habrá abierto un abismo entre el sentimiento católico y la
República española.
(El
Sr. Ministro de la Guerra pide la palabra.)
Y
aunque a mí esto no me afecta personalmente ni lo siento, porque soy resuelta,
fundamental y sustantivamente monárquico...
(Rumores.-
Un Sr. Diputado: Ya lo sabemos.)
Tengo
más derecho a decirlo que por cuanto creo representar una opinión: la de que
nosotros, como nuestros padres y nuestros abuelos, no han servido jamás más que
a los reyes en el destierro y en la desgracia, y esto merece el respeto de
todos.
(Rumores.-
Un Sr. Diputado: Váyase S.S. también con ellos.)
Que,
pues, registrado mi parecer de que la República española proscribe el sentimiento
católico de los españoles.
(Nuevos
rumores.)
El
Sr. Ossorio y Gallardo: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: ¿Para explicar el voto?
El
Sr. Ossorio y Gallardo: No; para cuando se llegue a la discusión del artículo.
El
Sr. Presidente: Está bien. En realidad ese sería el momento de hacer todas
estas manifestaciones.
Hecha
la correspondiente pregunta por la Presidencia, no fue tomada en consideración
la enmienda del Sr. Carrasco Formiguera.
Se
leyó por segunda vez la siguiente enmienda del Sr. Gil Robles:
«Los
Diputados que suscriben tienen el honor de formular al artículo 24 la siguiente
enmienda:
En
la base 5.* se suprimirán las palabras «y la enseñanza».
Palacio
del Congreso, a 13 de octubre de 1931. José María Gil Robles.
Pedro
Martín.- Ramón Molina.- Lauro Fernández.- Cándido Casanueva.- Joaquín Beunza.-
Ramón de la Cuesta. »
El
Sr. Presidente: ¿Mantiene S.S. La enmienda?
El
Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Gil Robles: Me hago cargo Sres. Diputados, de las circunstancias en que voy
a dirigir la palabra a la Cámara, y por ello podéis tener la seguridad de que
seré extraordinariamente breve.
La
enmienda que voy a defender, juntamente con la que acaba de apoyar el Sr.
Carrasco Formiguera, está formulada directamente al dictamen tal como
últimamente ha sido redactada; es, pudiéramos decir, la más genuina de las
enmiendas al artículo del dictamen que vamos a votar. Se pide en ella la
supresión de las palabras «y la enseñanza» (Rumores.), por entender que esta
cortapisa que se ha establecido a la actividad de las Congregaciones y Ordenes
religiosas es un precedente de alcance quizá insospechado para todo lo que
signifique libertad de enseñanza en la nueva Constitución. Este es un ataque
directo que se formula a la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Evidente.)
Si es evidente, me vais a permitir que lo razone, porque tengo perfecto derecho
a ello. Tengo que defender hoy, y el día de mañana habrá que hacerlo con
mayores razones, el principio de la libertad de enseñanza porque entiendo que
uno de los más odiosos monopolios que en el mundo puede crearse es el monopolio
de las inteligencias, que quiere ejercer el Estado, sustituyendo la acción de
aquellos que por derivación directa de la paternidad en el orden moral tienen
el derecho a la educación y a la formación de la inteligencia y de la
conciencia de sus hijos. (Un Sr. Diputado: Defiende a Deusto.) Defiendo el
derecho de los padres, sin importarme las consecuencias. Puedo defender a
Deusto y a la escuela atea. Serán los padres los que levarán a sus hijos a
donde quieran. Esta es la defensa que hago en nombre de la libertad de
enseñanza. (Un Sr. Diputado: Ahora.) No es ahora, porque toda la vida, dedicado
a la propaganda, vengo defendiendo el principio de la libertad de enseñanza,
que fue menospreciado por los Ministros de la Monarquía y lleva trazas,
también, de serlo por los Ministros de la segunda República española. (El Sr.
Menéndez (D. Teodomiro): Cada vez más allá. Por encima de todo, el interés del
Estado.)
Decía
el Sr. Ruiz Funes que la República se había definido como República liberal, y
tened en cuenta que el principio que más directamente deriva del liberalismo es
el que se refiere a la libertad de conciencia y el monopolio docente del
Estado, que comienza a existir en nombre de ese principio de salud pública que
defendió el señor Ministro de la Guerra, significa que el Estado se erige en
depositario de la verdad objetiva, que es él solo el que la puede hacer llegar
a manos del ciudadano. Hoy puede ser el Estado republicano; mañana puede ser
comunista; otro día puede ser imperialista, porque tened en cuenta que el
principio del monopolio docente del Estado es el principio de los grandes
imperialismos en la historia. Napoleón crea un arma colectiva como motor de sus
móviles imperialistas en toda la política europea. Hoy Mussolini quiere
apoderarse de las conciencias para forjar un instrumento de imperialismo que
está llamado a dar muchos días de luto a la nación italiana.
Es
decir, que vosotros, al sentar ese principio que va contra la libertad de
enseñanza, vais a favor de las tendencias imperialistas del Estado, porque hoy
está en vuestras manos, pero mañana podrá ser precedente terrible cuando vaya a
otras manos distintas, y entonces no podréis invocar razones doctrinales porque
habréis sido vosotros los que pusisteis los jalones del futuro imperialismo de
España.
Además
tened en cuenta el problema que en estos momentos se va a tratar. ¿Es que
estamos tan sobrados de instituciones docentes de toda clase para prohibir la
actividad de los que están asumiendo la mayor parte de esta función? Si el
Estado tuviera preparada la sustitución de esa función, todavía me parecería
lógico el criterio que adoptáis, pero cuando faltan en Madrid escuelas para
miles de niños, cuando los institutos no pueden dar cabida a los alumnos, vais
a acabar con las instituciones docentes privadas sostenidas por la voluntad de
los padres a quienes, repito, corresponde la formación de la conciencia de sus
hijos, y vais a lanzar al arroyo a miles de niños que no encontrarán quien les
dé la enseñanza que necesitan, ni en los Municipio ni en el Estado. Pues decid
claramente que a lo que va la República española es a dar un paso gigantesco en
el camino del analfabetismo español.
Y
ahora, señores, unas palabras más. En mi intervención, a raíz del discurso del
Sr. Ministro de Justicia, yo os decía que si la Constitución que se está
votando era, en el punto concreto que nos ocupa, una Constitución persecutoria,
nosotros -por mí lo digo y dejo aparte otras interpretaciones de principio-,
dentro de un terreno legal, no consideraríamos esa Constitución como nuestra.
Pues, señores, yo hoy, cerrando por lo que esta minoría respecta, el debate
parlamentario sobre este punto transcendental, tengo que deciros que ese
dictamen es tan persecutorio como el anterior, que se convirtió en voto
particular del partido socialista; quizá lo sea más, porque contiene elementos
que más pérfidamente pueden ir a la consecución del objeto que os proponéis. No
hay que disimular los principios; esto es más persecutorio que la misma
disolución decretada en bloque. A ella quizá la tendríais miedo, porque, por
una parte, podría significar un enorme conflicto sentimental, y por la otra,
era un mero principio lírico que no se sabía cuándo podía tener una aplicación
práctica. Pero esto sí que se puede tener en nosotros; hemos de lanzarnos a la
conciencia católica del país a decirla: el dictamen que se ha aprobado con el
voto de unos y la complicidad de otros es un principio netamente persecutorio
que los católicos no aceptamos, que no podemos aceptar; y desde este mismo
momento nosotros, ante la opinión española, declaramos abierto el nuevo período
constituyente, porque de hoy en adelante los católicos españoles no tendremos
más bandera de combate que la derogación de la Constitución que aprobéis. (Un
Sr. Diputado pronuncia, fuera de los escaños, palabras que no se perciben.) No
he oído la interrupción; sería conveniente que se formulara desde el escaño
pidiendo la palabra, en lugar de escudarse en el anónimo, detrás de una
barrera.
No
habréis cumplido la primera función de una Asamblea Constituyente, que es dar
una Constitución que a la vez sirva para dar una estabilidad a las
instituciones políticas del país. No se la daréis porque un sector inmenso de
la opinión española, desde estos momentos, se coloca frente a esa Constitución
persecutoria que vosotros vais a aprobar en nombre de una libertad que no
empleáis más que para andar por vuestra propia casa. (Rumores.) No os extrañe
que hablemos así. (Varios señores Diputados: No, no.- Continúan los rumores.-
Varios señores Diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Yo no he
mandado nunca y, por consiguiente, ese reproche se lo puede dirigir S.S. a
quien lo pueda recoger. (Un Sr. Diputado: ¿Y cuando andaba S.S. al lado de
Calvo Sotelo? Yo no he andado al lado de Calvo Sotelo ni de nadie. Puede S.S.
demostrarlo y entonces yo lo reconoceré. He prestado una colaboración de
técnico a quien me la ha pedido, pero simplemente de técnico y no de político;
y no me arrepiento ni me averg|enzo de ello, porque yo, donde me piden una
colaboración de técnico, modestamente la doy al servicio de mi patria, sin
tener en cuenta quién es el que me la pide.
Voy
a decir a SS.SS. otra cosa. Aquí hemos venido nosotros con un propósito leal
que desde el primer momento hemos cumplido. A los compañeros de la Comisión de
Constitución, buenos amigos todos en particular, les emplazo para que digan si
en el seno de esa Comisión no ha habido por nuestra parte una colaboración leal
y decidida desde el primer día, dejando muchas veces a salvo convicciones
secundarias en bien de la paz de los espíritus, abdicando a veces de
sentimientos muy queridos, que dejábamos a un lado por una consideración de
bien común. Desde aquí, con un criterio doctrinal perfectamente definido, hemos
colaborado con vosotros, que la colaboración lo mismo puede hacerse con
aplausos cerrados de la mayoría que con la intervención de oposición cuando
está guiada por un buen sentido y por la recta concepción del cumplimiento del
deber. Esto es lo que hemos hecho; no podéis decir en ningún momento que os ha
faltado nuestra modesta colaboración. ¡Señores, de hoy en adelante, en
conciencia, no podemos continuar! Es pequeña la que podemos prestaros; pequeña,
por lo que nosotros somos; enorme, por lo que representamos.
Hoy,
frente a la Constitución se coloca la España católica; hoy, al margen de
vuestras actividades se coloca un núcleo de Diputados que quiso venir en plan
de paz; vosotros les declaráis la guerra; vosotros seréis los responsables de
la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Nosotros abdicamos
toda la responsabilidad en manos de una Cámara que ha votado una Constitución
de persecución, y en manos de un Gobierno que, desde la cabecera del banco
azul, mejor dicho, desde los escaños de una minoría a la que pertenece el Jefe
del Gobierno, pronunció palabras de paz. Nosotros querríamos todavía
recogerlas; tememos que ya sea demasiado tarde.
Perdonad
señores, que haya sido demasiado extenso. Yo no lo quería; pero tal vez sea el
último discurso que pueda pronunciar en esta Cámara. Nada más. (Aplausos en las
minorías vasconavarra y agraria.)
El
Sr. Presidente: El Sr. Ballester tiene la palabra para explicar su voto en
cinco minutos.
El
Sr. Ballester: Sres. Diputados, puede que sea éste el último discurso que
pronuncie en la Cámara el Sr. Gil Robles, pero no lo será sin que reciban sus
palabras de hoy la cumplida contestación, aunque ésta sea por boca de un
modesto Diputado como yo, porque es valentía hacer invocaciones a cosas que
jamás se han tenido en cuenta, cuando se quieren defender posiciones falsas.
Escuchaba
yo días pasados que el Sr. Gil Robles invocaba la Libertad y el Evangelio para
defender posiciones de una doctrina que jamás ha tenido en cuenta ni la
Libertad ni el Evangelio (Rumores en las minorías vasconavarra y agraria), y en
la tarde de hoy, cuando ha querido defender una posición, ha invocado la
libertad de enseñanza, que jamás ha tenido en cuenta (Protestas en los
vasconavarros y agrarios) quienes se sientan en esos bancos (señalando a los de
dichas minorías). ¡Libertad de enseñanza, campaña contra el analfabetismo,
vosotros! ¿Qué escuelas representáis vosotros? (Un Sr. Diputado: Muchísimas.)
Muchísimas sí, pero en los centros de capitales importantes (Rumores en la
minoría vasconavarra), donde vuestra enseñanza puede servir para vuestros
fines; pero donde el analfabetismo español tiene verdaderamente su fuente es en
las aldeas, en las míseras aldeas y allí no las he visto nunca, jamás. (Un Sr.
Diputado de la minoría vasconavarra: Tenemos cien escuelas de barriada en
Vizcaya.- El Sr. Picavea: Y en Alava.) Porque queréis la libertad de enseñanza
para lo que nosotros no os la queremos dar (Un Sr. Diputado: Para unos y para
otros), porque vosotros no buscáis la enseñanza y la educación por lo que ella
representa en el sentido de ampliar el horizonte espiritual de los niños, no;
la buscáis para gobernar sus conciencias (Protestas en la minoría
vasconavarra), para moldearlos vosotros, rompiendo lo que es la virginidad de
la infancia en manos vuestras, que habréis de deformarla antes del momento en
que el niño pueda tener su espíritu capacitado para orientarse con su propia
conciencia (Muy bien en la minoría radical socialista. El Sr. Picavea
interrumpe pronunciando palabras que no se perciben y que son recibidas con
protestas). La República no quiere entregaros sus hijos. Los niños, que son el
valioso tesoro de la República, no caerán en vuestras manos, y para impedirlo,
nosotros apoyaremos el dictamen. (Aplausos en la minoría radical socialista.)
El
Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S. S.
El
Sr. Gil Robles: Sin deseo ni afán polémico, voy a contestar en breves palabras
al Sr. Ballester. (El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
El
Sr. Presidente: Sr. Molina, atienda S.S. al Sr. Gil Robles.
El
Sr. Gil Robles: Decía que, sin afán polémico, voy a contestar en breves
palabras al señor Ballester, que ha pronunciado un discurso vehemente y que
para ser perfecto no le ha faltado más que datos concretos. (Un Sr. Diputado
pronuncia palabras que no se perciben.) Probablemente estará el resumen en el
índice, pero como no ha dicho el resultado, ha sido incompleto. Y a hora voy a
decir al Sr. Ballester una cosa, y es que en Madrid los niños que se educan
gratuitamente en las escuelas privadas costeadas por elementos católicos -son
cifras perfectamente comprobables que pongo a disposición de la Cámara- son más
de sesenta mil. (Un Sr. Diputado: Son setenta mil.) Y voy a decir algo más: que
todos esos niños están en las barriadas extremas, en los centros populosos,
allí donde no es fácil que llegue el Estado providente con ninguna de las
ventajas de la civilización. (Un Sr. Diputado: ¡Llegará, llegará! Otro Sr.
Diputado: No llegará la Monarquía; llegará la República.) Yo deseo que llegue;
pero mientras llega, ¿qué hacéis con esos niños? Esa es mi pregunta. (Fuertes y
prolongados rumores.- El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.-
Un señor Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Me dice un
distinguido compañero que él o sus amigos sostienen mil alumnos en una escuela
laica en Santander, y a mí me parece perfectamente. ¿Cómo no lo voy a respetar?
Pero pido el mismo respeto... (Un Sr. Diputado: ¡Ahora!) Ahora y siempre.
(Grandes y persistentes rumores.) Señor Presidente, yo desearía que me dejaran
concluir, porque si no, va a ser bastante más larga la sesión.
El
Sr. Presidente También lo desearía yo, y espero que lo conseguiremos.
El
Sr. Gil Robles: Yo rogaría a la minoría socialista que no fuera, si es posible
-perdónenme el ruego-, tan rígida en su disciplina, porque esa disciplina que
impide, muchas veces, hablar a sus miembros, tiene como consecuencia las
interrupciones en tumulto a los que no somos disciplinados. (Grandes rumores.)
Y
termino, Sres. Diputados. Los niños que se educan en esas escuelas reciben la
instrucción totalmente gratuita, y van a ellas por la libre voluntad de sus
padres. (Un Sr. Diputado: Bien caro lo pagan.) Yo tuve la suerte de estudiar en
un Colegio religioso, y no ciertamente de los de lujo. Yo me he educado en el
Colegio de Padres Salesianos, alternando con los hijos de los pobres. Ahí he
aprendido una democracia que difícilmente tienen muchos que la pregonan, y allí
he visto que los hijos de los obreros son llevados por sus padres
voluntariamente. (Un Sr. Diputado: Porque no había escuelas oficiales.)
Unas
palabras. Sres. Diputados, para concluir. No creo que sea buena norma de
Gobierno, jamás, destruir por destruir. Hay una norma que debemos aplicar todos
en la medida de nuestras fuerzas y desde nuestros respectivos puntos de vista.
Quizá lo que para mí es un bien, para vosotros sea un mal; pero en vez de
destruir, aplicad siempre esta norma -y con ello concluyo-: «ahogad el mal con
la abundancia del bien». Si hay tanta carencia de escuelas, creadlas; si hay
tanta presión sobre las conciencias católicas, cread abundancia de escuelas
libres, que puedan ser nuestros mayores enemigos. Pero cread escuelas en un
plan de competencia y de libertad todas; en un plan de tiranía docente, no;
porque, señores, sería triste que el Gobierno de la República española siguiera
las huellas de Napoleón y de Mussolini.
El
Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Leizaola. (Grandes protestas y
rumores en varios lados de la Cámara.)
Señores
Diputados, tengo que decir a la Cámara, que al Sr. Leizaola le asiste el
derecho de explicar su voto en cinco minutos; pero no es discreto que esté
explicando todos sus votos, porque eso podría constituir un abuso de su propio
derecho. Yo espero que el Sr. Leizaola tenga en cuenta esta manifestación que
le hago. (Un Sr. Diputado: Va a explicar su cuarto voto.)
El
Sr. Leizaola: Es el segundo nada más. (Fuertes rumores, que impiden durante
unos instantes que el orador pueda comenzar su discurso.) Señores, este es el
canto del cisne de los católicos, porque después de esto, ya no nos queda nada
que hacer.
Yo
lamento que el Sr. Ballester haya olvidado unas palabras del Evangelio, de San
Juan: «La verdad os hará libres.» Yo os traigo aquí la verdad con datos y
estadísticas, para refutar las acusaciones que se han lanzado contra la
Compañía de Jesús.
Además,
y esto me interesa mucho, se pretende que nosotros, es decir, el pueblo vasco,
que se dice ha estado dominado por las derechas, no ha hecho nada por la
cultura. Pues mirad estos datos: «El analfabetismo en España, por Lorenzo
Torrubiano, segunda edición, 1926. Regiones por orden de analfabetismo, de
menos a más: 1.:, las Vascongadas y Navarra, con el 29 por 100; 2.:, Castilla
la Vieja, con el 34,88 por 100...», y sigue hasta el 70 por 100 de analfabetos
en provincia cuyo nombre no menciono para no molestar a nadie.
Pero
hay más todavía, Sr. Ballester, es decir, que las clases directoras del país
vasco, cuya tradición, de cultura queremos nosotros continuar, se han
preocupado del analfabetismo, y, como ya dije yo en un folletito de propaganda,
vosotros, los que sostenéis la prensa de izquierda, «Crisol», «Heraldo de Madrid»,
«La Libertad», ¿qué habéis hecho para que disminuyan los analfabetos? El hecho
de que nosotros no os leamos, no impide que creemos escuelas y hagamos
descender el analfabetismo.
Pero
hay todavía más. Yo quería dar ayer al Sr. Cordero una estadística sobre el
particular, pero la daré ahora. Hay en España quince provincias que tienen
menos del 40 por 100 de analfabetos. Eliminando de esas provincias Madrid y
Barcelona, según estos datos que he obtenido en la Biblioteca de esta Cámara,
la significación política de los señores Diputados que aquí se sientan es la
siguiente: En las provincias de menos de un 40 por 100 de analfabetos
-eliminadas Madrid y Barcelona quedan trece provincias-, hay nueve Diputados
radicales, once socialistas, nueve Diputados radicales socialistas, tres
Diputados federales, cuatro Diputados de la Agrupación al Servicio de la
República y treinta y tres Diputados de las minorías derecha republicana,
agraria y vasconavarra. ¡Y después decís que nosotros no representamos aquí el
interés de la cultura nacional! (Grandes aplausos.)
El
Sr. Presidente: ¿Toma la Cámara en consideración la enmienda del Sr. Molina?
(Denegaciones.) Queda rechazada.
Como
no queda ninguna enmienda, procede conceder la palabra al Sr. Botella, de la
Comisión, que la tiene pedida para este momento. (Pausa.) Han solicitado turno
en contra, primero, el Sr. Molina; en segundo lugar, el Sr. Guallar, y, por
último, el Sr. Alvarez (D. Basilio). Como no hay más que un turno, hablará, en
contra, el señor Molina, y en pro, el Sr. Ortega y Gasset. ¿Quiere hacer uso de
la palabra el Sr. Molina?
El
Sr. Molina: Cedo la palabra al Sr. Ossorio y Gallardo.
El
Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Ossorio y Gallardo para consumir un
turno en contra.
El
Sr. Ossorio y Gallardo: Muy alejado yo de las pasiones tempestuosas que han
tenido expresión elocuente durante toda esta larguísima sesión y sin tener
tampoco nada nuevo que decir, porque todo lo que yo pienso, ha estado expresado
con mejora evidente en los discursos de los Sres. Carrasco Formiguera y Gil
Robles, no puedo excusarme la manifestar mi parecer sobre el dictamen que se va
a votar, porque he de responder con ello a mi ideología, a mi conciencia y a mi
compromiso con las personas que me han votado.
Yo
me disponía a votar el dictamen antes de su última redacción, porque no es
cierto, a mi juicio, como exageradamente suponen las minorías católicas, que
este dictamen sea peor y más extremista que el primero, no: este dictamen, como
casi todas las resoluciones que de esta Cámara van saliendo, significa, aunque
no nos guste a muchos, un punto de posibilismo, un sentido de realidad, un
pensamiento equilibrado. Esa confianza que yo he manifestado muchas veces, y en
todas partes, tener en la Cámara, la ratifico hoy, porque no puede cegarme la
pasión hasta el punto de creer que es lo mismo llevar a una Constitución la
disolución fulminante de todas las Ordenes religiosas que dejar abierto el
portillo, para que, con más calma y examen más maduro, se elaboren las leyes en
que la vida de las Congregaciones pueda ser regulada. Y como en la Cámara no
vivimos -en ninguna Cámara se vive, pero mucho menos en una de este
temperamento y de esta situación- para que prevalezca el criterio de grupo, de
secta, de dogma, de partido, sino para concertar voluntades, limar aristas,
evitar obstáculos y hacer, en cada instante, si no lo bueno, lo menos malo, yo,
no muy conforme esencialmente con el cuerpo del dictamen, me disponía a votar;
pero el dictamen ha traído tres cosas que alarman -por la moderación que busco
en las palabras, no me atrevo a decir siquiera que sublevan-, no ya la
conciencia de un católico, sino el sentido de un jurista y de un liberal. Claro
que el Sr. Azaña, en su gran discurso de esta tarde, donde el sectario brilló
con atractivos y sugestiones que rendían las voluntades, ya tuvo la
preocupación de declararnos cesantes a los juristas y a los liberales, poniendo
por delante del sentido de la libertad y del Derecho la suprema razón de
Estado; pero, siquiera a título de cesante o de profesional de una profesión
mandada retirar, diré que en el dictamen me alarman grandemente los tres
extremos que han sido objeto de examen: disolución de una Orden religiosa,
nacionalización de sus bienes, prohibición a todas de la enseñanza. No se dice
qué Orden será disuelta; se habla de las Ordenes que tengan hecho un cuarto
voto, aparte de los tres canónicos. No muy ducho yo en la materia, me permito,
sin embargo, aconsejar al Gobierno que estudie el caso, porque es posible que
con lo de la existencia del cuarto voto se encuentre con alguna grave sorpresa.
Pero
el Sr. Ministro de la Guerra, que esta tarde ha tenido su «suaviter in modo,
fortiter in re», función belicosa, ya nos ha dicho sin eufemismos que se trata
de la Compañía de Jesús. No tengo yo especial devoción por la Compañía de
Jesús. Todo el mundo sabe que no soy demasiado clerical. Los señores de ese
lado no me pueden aguantar por eso, entre otras razones. Mas yo he de protestar
serena, pero enérgicamente, de una política que suprime al adversario, si es
que vosotros tenéis por adversario a una Orden religiosa.
Se
distingue, a mi juicio, una sociedad civilizada y culta de una sociedad
arbitraria y atropelladora, en que en la primera el poder frente al adversario,
lucha, combate y le convence o le vence; una sociedad inculta le suprime, le
elimina, y a eso, un mediano temperamento de hombre liberal no se puede prestar
con facilidad. Porque, no os engañéis, eso es lo que han hecho todos los
tiranos: eliminar al adversario, borrarlo, aplastarlo. A Napoleón le estorbaban
los abogados; suprimió la orden de los abogados, que luego tuvo que tragar. A
Mussolini le estorban las logias; suprime las logias. A Primo de Rivera le
estorbaban los adversarios del upetismo, y, alegremente, advirtió un día que
nos privaría de la nacionalidad cuando se le antojase. No; eso no puede ser.
Sentar ese precedente puede traer consecuencias incalculables y gravísimas.
Frente a una obra que estimáis mala, ya se os ha dicho, haced otra cosa mejor:
frente a una enseñanza que reputáis vitanda, dominadla con otra excelente;
frente a una intromisión en las conciencias, emancipad las conciencias; pero
suprimir, hundir al adversario... cuidaos antes de hacerlo, porque otro día os
lo pueden hacer a vosotros. (Rumores.) Y ya hemos pasado por los tiempos en que
se ha tratado de hacérnoslo a todos.
La
cuestión de la enseñanza. Yo siempre, en tono más sereno -porque, además, mi
edad me lo recomienda- que el Sr. Gil Robles, y más experto en el oficio de
padre, y aun de abuelo, que no sé si el Sr. Gil Robles ha empezado siquiera, os
digo que me subleva la tiranía del dios Estado que me arranque los hijos de mi
potestad, de mi voluntad, de mi consejo, de mi imperio, sino os desagrada la
palabra, para que me los forme un Estado que no sé cuál va a ser. No tendría
ningún inconveniente que formasen a mis hijos hombres avanzados como los que se
sientan en el banco azul, precisamente los que se sientan en él, y, en cambio
me aterraría que, en momento de imperio de una política fascista, me formasen
mis hijos para el fascio. Si yo fuera un padre italiano y tuviera que
presenciar la lucha entre los religiosos y el poder del fascio y viera que éste
me arrebataba a mi hijo contra mi voluntad para inculcarle ideas de tiranía y
de barbarie, yo me reputaría absolutamente desgraciado.
Por
eso no me hace ninguna gracia que se pase por encima de los padres; pero hay
otra cosa, y a ora os habla un Diputado por Madrid, que ha sido Concejal por
Madrid y que es, además, madrileño, y de Lavapiés, por si faltase algo: hay en
Madrid veinte mil niños sin escuela, según las publicaciones oficiales del
Ayuntamiento; veinte mil niños que no tienen dónde guarecerse. Yo recuerdo hace
un año haber visto con dolorida sorpresa a la puerta de un grupo escolar que
hay en el Puente de Toledo, mejor dicho, en el primer solar de la carretera de
Andalucía, una gente como amotinada y la fuerza pública procurando imponer
orden. ¿Qué pasa aquí? -pregunté-. ¿Es una revuelta? Me dijeron: No; son las
madres, que vienen a matricular a sus hijos en la Escuela municipal; algunas
llevan cuarenta horas sentadas en el suelo para tomar la vez. Y cuando ésa es
la realidad de mi pueblo, de mi pueblo natal y del pueblo que yo represento, y
me advierte la verdad de los hechos que hay veinte mil criaturas sin Escuela,
sin pan espiritual, ¿cómo voy a admitir esta alegre improvisación con que vamos
a suprimir los escolapios y los salesianos, y los hermanos de la Doctrina
cristiana a cuenta de que tuercen la mente y la conciencia de los niños, a la mayor
parte de los cuales sólo enseñan a leer, a escribir y las reglas fundamentales
de la Aritmética?
¿Se
podrán cerrar esas Escuelas cumpliendo lo que se va a votar? Grave cosa. ¿No se
podrán cerrar? Ridícula cosa. Antes de votar un precepto constitucional,
pensemos en si puede o no puede tener eficacia. ¿Por qué se hace todo esto? No
se ofenda nadie, no se moleste nadie, porque el concepto ha salido ya varias
veces en la sesión de hoy y ha sido acogido sin protesta, sin duda alguna por
convencimiento individual, pero acaso, más que por convencimiento individual,
por la presión exterior; y yo no voy a cometer la hipocresía de renegar de la
presión exterior, porque todos estamos legítimamente sometidos a una presión
exterior; si no representásemos la presión exterior, no seríamos nada, seríamos
unos vividores o unos ilusos, o unas gentes a quienes sobraba el tiempo para
perderlo. (El Sr. Cordero: Nosotros no nos producimos por presión exterior.)
Yo
me alegro mucho, Sr. Cordero, y hasta creo que la conducta de esa minoría en el
día de hoy acredita esas palabras; mas no cabe duda de que la presión exterior
ha existido. Y respetando yo mucho esa presión, me permito advertir que de ella
podemos y debemos ser intérpretes, mas no esclavos, y que al margen del impulso
pasional, frecuentemente ciego e improvisador, tenemos nosotros el deber de la
reflexión, de la cautela y de la medida, que por algo no somos Diputados de
partido, ni Diputados de comarca, ni de distrito, sino Diputados de la nación,
para que los conceptos superiores, los conceptos ennoblecedores, los tejidos
nobles de nuestra actuación prevalezcan sobre toda otra clase de presiones.
Pero
a los que desde fuera creen que aquí se hace poco y que hay partidos que
reniegan de sus compromisos o de su ideario, yo me permitiría advertirles una
cosa para que se vea cómo este Parlamento está respondiendo a su obligación,
especialmente vosotros, los hombres de izquierda, a vuestra obligación de
izquierdistas. Cuando vinisteis a esta Cámara había una Constitución en la que
sólo figuraba una mera tolerancia de cultos. Pues reunidos aquí se ha acordado:
libertad completa de cultos, libertad absoluta de conciencia, separación de la
Iglesia y del Estado, sumisión de las Ordenes religiosas, no ya a la ley común,
sino a una ley especial más rígida, más rigurosa y más severa que la que existe
para ninguna otra Asociación, y como estrambote, todavía se va a entregar el
presupuesto del Clero reduciéndolo en el tiempo, y quizá en la cantidad, de un
modo considerable.
¿Es
esto poco? ¿No era éste vuestro compromiso? Cuando fuimos todos elegidos, ¿se
podía esperar en tan breve lapso de tiempo tanta labor de izquierda, ni
siquiera la que llevamos realizada? Pues todo esto hecho está, y, además, sin
protesta de nadie, o con protestas levísimas. De modo que el avance en la
política religiosa es notorio y vosotros podéis tener el orgullo de que no
habéis desertado de vuestro deber. Además de eso, este criterio de hostilidad,
de persecución que tiene por fondo unas creencias en una Constitución donde el
respeto a las creencias se ha puesto por encima de todo, me parece cosa
extremada.
Bien
me doy cuenta de que quizá no sea ya ocasión de pensarlo; si lo fuera,
merecería que lo pensaseis. Porque una política de este tipo tiene, entre otros
muchos, dos inconvenientes muy grandes: primero, que los religiosos que salgan
de España sean acogidos con cordialidad y quizá con entusiasmo, en otros países
que nos desmerecen del nuestro ni en cultura ni en sentido liberal; por
ejemplo, en Bélgica, en Francia o en los Estados Unidos, y entonces nos será
difícil dar una explicación suficiente del fenómeno, porque si expulsamos a
estos religiosos por torpes, ¿cómo los acogen pueblos de gran cultura? Y si los
expulsamos porque se han adentrado en nuestro dominio y han esclavizado nuestra
libertad, ¿qué idea formarán de nuestra virilidad?
Yo
declaro que en mi casa no gobierna ningún fraile, y me parece muy difícil que
gobierne jamás. Si salen los frailes de aquí para ser acogidos en otros
pueblos, traerá para el nuestro, no quiero decir críticas ni censuras, pero sí
comentarios en los cuales brillará una justificada incomprensión de nosotros.
Y
después saltará la otra dificultad, que no es esa resistencia a mano armada
-perdone que se lo diga, mi respetable amigo el Sr. Pildain- con poca
oportunidad, indiscutiblemente, invocada... Córtese la oración y permitidme un
inciso: nunca están bien las invocaciones a la violencia, ni a la insurrección,
ni a la mano armada, ni a la guerra civil. Suenan mal en labios de los
catedráticos de Lógica; suenan peor en labios sacerdotales (El Sr. Pildain: No
lo he invocado.) No hay tal guerra civil; no hay tal resistencia a mano armada
¡Qué más querríais! (Señalando al Gobierno.) Ese era un negocio para el
Gobierno de la República; que lo aprendan allá, un negocio: primero, porque
multiplicaría las adhesiones a vuestro favor, y después, porque tendríais un
triunfo bélico, en contadísimas horas.
No
es eso; ni guerra civil, ni resistencia a mano armada; es otra cosa más terrible:
es la disensión en la vida social, es el rompimiento en la intimidad de los
hogares; es la protesta manifiesta o callada; es el enojo, es el desvío; es
tener media, por lo menos media, sociedad española vuelta de espaldas a la
República; y eso sí que es guerra y de ella tenemos ya sobradas pruebas cuando
elementos productores, cuando elementos financieros, cuando elementos
profesionales, cuando elementos de letras y de arte dicen, no que combaten a la
República ni que aspiran a una restauración desatinada, sino que dicen,
sencillamente: la República no me interesa; la República está herida de muerte.
No
vayáis por ahí. Aquí estamos algunos hombres que, por no militar en vuestras
filas, no pedimos nada, ni esperamos nada, ni queremos nada, empeñados en la
empresa de traer a vuestro lado masas de españoles de tipo derechista y
conservador, que hoy no están con vosotros y que deben estar, que tienen la
obligación de estar, que estarán, como todos estos que no tienen lugar fuera de
aquí, sino aquí, combatiendo, como dijo el señor Gil Robles, en el orden de la
legalidad, discutiendo, peleando, enfadándose de vez en cuando, pero aquí en el
trabajo, al lado de la República. Este es el deber de todos los españoles, y
hay que traerlos a vuestro lado, y sostener la República con sus amigos y con
sus adversarios, con los que creen en ella y con los indiferentes; todos, todos
tenemos que estar con la República, porque sino a todos nos iría muy mal. Pero
no cerréis las puertas, no impidáis el acceso, porque cuando esos hombres de
buena fe claman por la ayuda, les suelen contestar: pero ¡si no nos quieren, si
no nos reciben, si nos desprecian, si nos desdeñan!
No
deis pie ni ocasión para ese argumento, hipócrita unas veces, sincero y
efectivo otras. Velad por la República, que es de todos y para todos, y, si
tenéis todavía ocasión y tiempo, pensad si los términos del dictamen que vamos
a aprobar podrían recibir algún trato de contemplación que evitará escenas de
hostilidad, de desagrado, de simple enfriamiento, que a la República la harán
mal y a España la perjudicarán enormemente. No tengo más que decir. (Aplausos
en las minorías vasconavarra y agraria.)
El
Sr. Presidente: En pro del dictamen había pedido la palabra el Sr. Ortega y
Gasset. La tiene S. S.
El
Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo): Señor Presidente, yo me hago cargo de la
hora. Cierto que esto supone, como he dicho antes, una coacción de la que yo no
soy responsable; pero como por encima de todo en la política hay que hacerse
cargo de las circunstancias, yo rogaría al Sr. Presidente, para cohonestar mi
derecho a mi deber de expresar mis juicios y opiniones con el estado de la
Cámara y la hora, que se me reservase la palabra para el próximo artículo, en
el cual podría acaso hacer las mismas manifestaciones que ahora omito.
Sin
perjuicio de ello, sí quisiera hacer una observación en explicación de mi voto,
y es la siguiente: que aunque yo aspiraba a obtener la resolución radical que
esperaba el pueblo español en el asunto religioso de la disolución de todas las
órdenes monásticas, no por eso me he de privar de votar aquella parte, pequeña
o grande, que se va a conceder en el dictamen de la Comisión, el cual votaré.
El
Sr. Presidente: Queda reservada la palabra al Sr. Ortega y Gasset para el
artículo próximo.
El
Sr. Presidente del Gobierno: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Presidente del Gobierno (Alcalá-Zamora): Mi intervención, breve por la
hora, sencilla por mi posición, tranquila por mi temperamento, obligada por mi
deber, sin duda le causará alguna extrañeza a la Cámara. Cuando llega un
Parlamento -por motivos que no censuro, y todas cuyas explicaciones admito- a
un grado de pasión como el que aquí se ha alcanzado, en el fondo y en la forma,
un hombre de mi ideario y de mi expresión no tiene ambiente, no significa nada,
no representa nada. Yo me someto al juicio de inadaptación sin protesta y
acepto el fallo sin medir su alcance.
Menos
extrañeza les causará mi intervención a estos amigos que vienen siendo mis
compañeros de Gobierno, porque con aquella lealtad absoluta que yo debo a su
adhesión, he procurado, ahora como siempre, que jamás iniciativa alguna mía
para ellos pueda constituir una sorpresa.
En
la explicación de mi voto indico dos motivos que en él no pesan, y alego
concisamente dos que lo determinan. Quien habla tanto como yo, abusando de
vuestra atención tiene el deber de ser conciso en el día de hoy.
Para
nada pesa en mi actitud aquella injusticia patente, por mí aguardada -no creí
que fuera tan próxima-, con que, con torpeza indudable y pertinencia más que
dudosa, arremetieron contra mí en la tarde de hoy, señaladamente el Sr. Pildain
y el Sr. Lammié de Clairac. Estad tranquilos; vuestra gratitud, ni la aguardaba
ni la quería. La clientela de vuestras masas no es cantera que yo aborde; no
ésa ni otra. A la captación jamás voy; al cumplimiento del deber siempre acudo.
Pero esa actitud absolutamente injusta, en mí no influye, por una
consideración, entre otras muchas: porque debemos tener serenidad para no pedir
que nos hagan justicia aquellos que tampoco la obtienen. Por eso, con todas
vuestras iniquidades al tratarme así, yo soy con vosotros tolerante y
comprensivo.
La
segunda de las aclaraciones que tengo que hacer, como motivo que no pesa para
nada en mi actitud, es que quizá entre todos cuantos voten el dictamen tal como
queda redactado, entre todos los que lo escribieron o lo inspiraron, no habrá
nadie que me gane a mí en ausencia de ligaduras secretas, misteriosas, adeptas
inconfesable con la entidad más interesada directamente en el problema que hoy
se examina. Ni afectos, ni vínculos, ni lazos de enseñanza, ni relación de
interés, ni estímulo extraordinario de simpatía; mi voto es puramente objetivo,
sereno, imparcial.
Pero
en mi voto pesan dos consideraciones: es una, mi concepto del liberalismo en
relación con el interés de la República; es otro un concepto neutro, técnico,
profesional si queréis, sobre la dignidad de la Ley y el amparo del Derecho. Yo
ya sé que nada más fácil a cualquiera superioridad fría y desdeñosa que
permitirse la burla más cruel, la flagelación más sañuda contra el candor del
liberalismo; yo, a sabiendas de esa facilidad, a la flagelación me someto,
advirtiendo tan sólo que quizá sea ir demasiado deprisa renegar, en nombre de
la conveniencia de la República, del liberalismo. Ya no hace falta para
implantarla, porque está implantada; todavía es necesario para consolidarla y
es indispensable para su paz. Por eso, en nombre de una convicción liberal que
no reniega ni teme, mi parecer es contrario al dictamen tal como queda
redactado. En nombre de ese criterio liberal exponía yo la ineficacia ante el
Estado, ante la ley civil y política, de los votos que suponen renuncia de
libertad y merma de ciudadanía. Pero singular criterio, al menos para mí, aquel
que, protestando airado en nombre de la libertad contra limitaciones de ella,
que tienen un arranque en la voluntad misma, siquiera pueda estar cohibida en
el momento y arrepentida más tarde, venga a remediar la injusticia y la
disminución de capacidad con una limitación impuesta en el ejercicio de los
demás.
La
segunda razón de técnica profesional jurídica es ésta: ya sé yo, he vivido lo
bastante en el mundo, tengo la experiencia suficiente para no necesitar que
nadie me lo advierta, y muchos me lo han advertido desde la pasada tarde, que
media una enorme distancia, de intensidad y de tiempo, aunque se fijen plazos,
entre la letra del precepto, de implantación difícil, y su efectividad
completa; distancia enorme de tiempo, de modo y de eficacia. Pero a mí, no
puedo remediarlo, aun dentro del precepto estricto del derecho, la ficción
jurídica misma me repugna; para mí, ¡triste horizonte de remedio el de un
precepto que necesita la esperanza de su incumplimiento y de los artificios que
le eludan! ¡Triste condición la de un derecho que va a tener como garantía la
ineficacia, el desuso, la tolerancia, la evasiva y la venda en los ojos! Por
las dos razones, por la de criterio liberal y por la de respeto a la dignidad
de la ley, seguridad y amparo del Derecho, yo, que hasta las cinco de la tarde
hubiera votado el texto que al abrirse la sesión leyó el Sr. Ruiz Funes,
después de las transformaciones sucesivas que en la máquina parlamentaria ha
ido tomando, y que muchos reputan perfecciones, no puedo votar ese artículo, y
voto resueltamente en contra.
¿Trascendencia
de este voto? Ninguna, porque el voto es mío. Influjo en los demás, siendo mío,
no puede tenerle. Consecuencias de otro orden, fueren las que fueren, por ser
mías son pequeñas, y además ni siquiera dependerían de mi voluntad: del juicio
de la Cámara, que es soberana, y, a lo sumo, de la representación más
autorizada de ello que evidente y estrechamente más me puede envolver a mí.
(Aplausos.)
El
Sr. Presidente: ¿La Cámara aprueba el artículo 24 de la Constitución con su
actual redacción?
Solicitada
votación nominal por suficiente número de Sres. Diputados, dijo
El
Sr. Galarza: Si se ha de verificar votación nominal, pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La votación será nominal. El Sr. Galarza tiene la palabra.
El
Sr. Galarza: Durante la dilatada discusión del problema que nos tiene
congregados hasta la mañana de hoy, sentí muchas veces el deseo de intervenir
en ella, siquiera fuese con brevedad; pero perfectamente representada siempre
esta minoría, quise ahorraros la molestia de tenerme que escuchar, y no hubiera
solicitado la palabra de no pedirse votación nominal para decidir sobre este
artículo 24.
Creemos,
creo yo, puesto que es mi voto solo el que voy a explicar, que está
suficientemente clara la actitud de nuestra minoría; pero tengo yo una posible
responsabilidad. Quizá recordéis todos, a pesar de la modestia de mi persona,
que fui yo el que me levanté aquí una tarde a decir, en nombre de esta minoría,
previa consulta que acababa de hacer a los que nos sentábamos en estos bancos,
que nosotros no acudiríamos para tratar de este problema a ninguna reunión de
jefes de minorías. Reconozco que ésta es una responsabilidad contraída, por mí
en primer término, después por la minoría radicalsocialista. Pero precisamente
por ello, yo, particularmente, no ya en nombre de la minoría, tengo que hacer
una declaración: y es, que el habernos negado a asistir a cualquiera de esas
reuniones, y quizá con ello el haberlas imposibilitado, no quiere decir, en
ningún instante, que yo sea de aquellos que creen que los debates de la Cámara
deban ser ineficaces; aquí discutimos y debatimos con el ánimo de convencernos,
y yo respecto a los que se hayan convencido, como ellos respetarán el que los
argumentos de los demás no hayan llevado a nuestro ánimo el convencimiento.
Porque, Sres. Diputados, cuando algunas veces deseaba yo pedir la palabra, era
para llamar la atención de todos los republicanos y de los socialistas,
diciéndoles que no estábamos, por lo menos yo creía que no debíamos estar, en
un concurso, en un match de radicalismo, porque eso no sería digno de la Cámara
Constituyente, sino que cada cual, con su conciencia y con su pensamiento y sus
compromisos, votase lo que creyera que debía votar, sin que la votación pudiera
dividirnos a los republicanos, frente a los monárquicos embozados. (Rumores y
protestas en la minoría vasconavarra.) No lo han declarado todos; lo han
declarado algunos; pero de todos modos, cuando han salido de esas dos minorías
(dirigiéndose a la vasconavarra y a la agraria) palabras que parecían demandar
armonía, nosotros, no diré que teníamos los oídos sordos, pero sí la conciencia
tranquila de no atenderlas, porque sabíamos que aun cuando os hubiéramos
entregado, en aras de esa armonía, parte de nuestra ideología, aun cuando
hubiéramos cometido esa insigne locura, vosotros habríais sido siempre enemigos
de la República, y si no lo sois más declaradamente, es porque no tenéis fuerza
para serlo; pero si la tuvierais, aun habiendo hecho nosotros una dejación de
nuestros ideales en la Constitución, vosotros pretenderíais derribar la
República. (Rumores en la minoría vasconavarra.) Y como tenemos este
convencimiento, sabemos que por vosotros no debemos hacer un solo sacrificio,
porque sería inútil y además sería peligroso. (Varios Sres. Diputados de la
minoría vasconavarra: Ni lo pedimos.) Y en el momento en que llega esta
votación, tengo que decir, después de hechas estas afirmaciones de respeto para
el voto de los demás republicanos y para el voto de los socialistas,
reconociendo yo también particularmente respecto a vosotros los socialistas,
que no habéis hecho vuestra propaganda, a través de los tiempos y de la
formación de vuestro partido, teniendo como base esencial el problema religioso
y clerical, sino teniendo por base otros problemas que os dan perfecta libertad
para hacer lo que habéis hecho, yo tengo que decir (no sé lo que harán los
demás compañeros), que me abstengo de votar este dictamen. Lo hago así, porque
sé que por abstenerme, tanto yo como algunos compañeros de minoría, el dictamen
no peligra y nosotros seguimos manteniendo un principio. Si el dictamen
peligrara, frente a vosotros (dirigiéndose a la minoría vasconavarra) haríamos
el sacrificio de votarlo; como estimamos que no peligra, queremos mantener este
principio, porque queremos ser los vigilantes constantes de que eso que vais a
aprobar tendrá una eficacia en el Parlamento, y cuando llegue el momento de
votar esa Ley, nosotros seguiremos manteniendo que, para salvar la República y
para no olvidar la revolución que hemos hecho, es preciso que se disuelvan
todas las Ordenes religiosas.
El
Sr. Presidente: ¿Insisten SS.SS. en que la votación del artículo 24 sea
nominal? (Afirmaciones.) Se procede a la votación nominal.
Verificada
en esta forma, quedó aprobado el artículo 24 por 178 votos contra 59, según
aparece en la siguiente lista...
(La
aprobación del artículo es acogida con aplausos en varios lados de la Cámara y
en las tribunas, oyéndose reiterados vivas a la República, a los que contestan
los Diputados de la minoría vasconavarra con vivas a La Libertad. Prodúcese
gran confusión. Un grupo numeroso de Diputados se dirige hacia los escaños de
la minoría vasconavarra, y el señor Leizaola es objeto de una agresión
personal: El Sr. Presidente reclama insistentemente orden, sin poder dominar
durante largo rato el tumulto. Restablecido el orden, dijo)
El
Sr. Presidente: Sres. Diputados, es preciso cuidar de que la sesión termine
dignamente. Todas las minorías están bajo el amparo del Parlamento, y de ningún
modo se puede permitir que en medio de las manifestaciones de entusiasmo y por
violentas que sean las pasiones, se produzcan agresiones entre los Sres.
Diputados de una y otra fracción. Deben todos mantenerse serenos, y si algún
Sr. Diputado, en momentos de violencia, quizás disculpables por el cansancio,
ha recibido algún agravio, que se dirija al Presidente, que yo he de procurar
que ese agravio se borre, y si alguien hubiera incurrido en un acto que no
podamos admitir, la sanción de la Cámara sabrá imponer el debido correctivo.
(Aplausos.- El Sr. Leizaola pretende hacer uso de la palabra.) Sr. Leizaola, yo
comprendo que S.S. No puede tener ahora la necesaria serenidad. Aplace su
intervención.
El
Sr. Leizaola: Tengo toda la serenidad necesaria para decir que no he abierto la
boca y he recibido un puñetazo.
El
Sr. Presidente: Sr. Leizaola, diríjase su señoría a mí. Yo le ruego que no
pronuncia una palabra más, y que una vez levantada la sesión tenga la bondad de
pasar por mi despacho.»
Eran
las siete y treinta y cinco minutos de la mañana del día 14.
(Diario
de Sesiones, de 13 de octubre de 1931.)
El
Ministro de la Guerra, Azaña, afirma en la Cámara: «España ha dejado de ser
católica. El problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal
que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español»
El
Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Ministro de la Guerra:
Señores,
Diputados:
Se
me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos
apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar
para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil.
De
todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta
discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco
lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr.
Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran.
Esta
enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en
su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un
plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la
enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está
sometido a deliberación.
No
me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la
oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta
salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar
los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la
Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su
hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A
mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si
nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos
empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos
empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a
meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las
imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él
caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su
norma.
Realidades
vitales de España
Realidades
vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos;
realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el
gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para
fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la
ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor
universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el
gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos
proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y
el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la
realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo
que hemos hecho.
Con
la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo
que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y
los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia,
esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es
nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va
plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero
la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y
de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo
también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la
ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas
concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora
bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo
que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones
vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan
vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace
estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y
sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el
estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio,
a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos
demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los
principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería
que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies
inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva
ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser
garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de
la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos
donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se
cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las
voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del
Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución,
que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a
destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica.
Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará
únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero
si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se
necesita una transformaicón radical del Estaod, en la misma proporción en que
se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia
pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes
estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la
expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha
resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero
no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar
el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto
entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el
problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la
propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la
implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas
consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La
República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que
fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones
se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a
las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos
de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y
en los temas que a todos nos apasionan.
España
ha dejado de ser católica
Cada
una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable,
imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y
contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me
refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La
premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha
dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el
Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo
español.
Yo
no puedo admitir, Sres. Diputados, que a estose le llame problema religioso. El
auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia
personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la
pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de
constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde
hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a
diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las
conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad,
por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo
cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que
tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el
Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para
afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero
decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los
siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe
España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores
apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque
una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios
de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la
abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo,
como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos
conocemos. (Muy bien.)
España,
creadora de un catolicismo español
España,
en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e
inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo,
resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del
catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien
distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo
español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y
una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa
la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí
está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un
gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo
español ha influído en la orientación del gobierno histórico y político de la
Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la
inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento
europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento
del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe
cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad
especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el
movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a
pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el
catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español.
Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da
el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma
numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el
rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por
consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser
católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica
en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disedentes,
algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y
España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones
de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún
Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido,
divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la
situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden
de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como
indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante
discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura.
Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el
espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento
espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus
teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron
siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano,
y el modesto labrador hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los
dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las
Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen
por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y
soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que
lo lanzó.
La
transformación del Estado español
Estas
son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las
que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia
histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva
del espíritu nacional.
Y
esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al
contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo
que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la
Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro;
además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y
legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta
futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que
esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio.
El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto
de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús
es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de
Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La
experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede
tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que
no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más
certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»
Y
yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista,
más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías,
¿os suenan a falso?
Esta
posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis
vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto
del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a
alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos?
No
lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en
discusión.
La
enmienda del Sr. Ramos
Nosotros
dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la
inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien,
¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del
Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a
ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que
en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la
potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o
varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente
la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la
situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de
la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad
y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente
fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta
enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la
Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto,
perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara
como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta
materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no
hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene
que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra
una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la
Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara,
tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del
Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones
al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué
nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta
cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de
la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en
esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una
indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa
indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo
llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el
Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una
situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a
éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con
la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la
inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra
esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución
que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado
laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la
acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de
roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos
y bienes
Otros
aspectos de la cuestión son menos importantes. El persupuesto del clero se suprime,
evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me
interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor
una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que
sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del
presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena
de insistir.
La
cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me
voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario,
adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral
y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia,
trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o
menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en
14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no
al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se
liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy
conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la
desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente
al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó
una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero
como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la
obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una
revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó
entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal
naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con
esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora
se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo
que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado
ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa
importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza
congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del
73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han
encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica
ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado
sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias
tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este
es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase
media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución
liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la
misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y
de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que
acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y
el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política
de nuestro país en el siglo pasado.
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