viernes, 22 de junio de 2018

Discurso de Unamuno en el Congreso sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano



Discurso de Unamuno en el Congreso sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano
El Sr. Unamuno: Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones.»
Yo debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después, al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía: «El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a convenir en la redacción que últimamente se dió a la enmienda, y que es ésta: «El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»
Entre estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir. Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su espiritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España. Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu; pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro sitio. (Muy bien.)
Aquí se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve. En el aspecto ling|ístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio, esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertás anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas, que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)

Y ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo, porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la Lengua de la mayoría, seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su Lengua verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: «Si un maqueto está ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»» Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su madre, era el castellano.

Yo vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.» «En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.» Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonia; es cosa triste, pero el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede llegar a serlo.

El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.» «Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.

Y ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas, y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos fueron los que nos civiizaroñ y los que nos cristianaron también. (Un señor diputado de la minoría vasconavarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice «izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán «stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo ganas de comer, no tengo apetito». (Un señor diputado interrumpe, sin que se perciban sus palabras.- Varios señores diputados: ¡Callen, callen!)

Me alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra, donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo: «Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: «Aitiaren eta semiaren eta Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del santo apetito.> (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria, porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.

Esto me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden religiosa dió a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una herejía. (Risas.)

Y después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo hemos vertido?

El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los jesuítas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.

En una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal, datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan interesante para el estudio de las antig|edades ibéricas. Yo hube de contestarle: «Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la que creo que es una enfermedad.» (Risas.- El señor Leizaola pide la palabra.)

Y ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el vascuence.

Se habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir: ¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan anillos de ninguna clase. (Un señor Diputado: Muchas gracias, en nombre del pueblo vasco.)

Pasemos a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:

«Cuando todas lenguas o fin topen
que marca a todo o providente dedo,
e c4os vellos idiomas estinguidos
un solo idioma universal formemos;
esa lengua pulida, idioma úneco,
mais qu4hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume d4as palabras mais sonoras
qu4aquela n4os deixaran como enherdo.
Ese idioma, compendio d4os idiomas,
com4onha serenata pracenteiro,
com4onha noite de luar docísimo
será -¿que outro sinon?- será o gallego


Fala de minha nai, fala armoñosa,
en qu4o rogo d4os tristes sub4o ceo
y en que decende a prácida esperanza,
os afogados e doloridos peitos.
Falta de meus abós, fala en q4os párias,
de trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden a terra o grau d4a cor4a sangue
qu4ha de cebar a besta d4o laudemio...
Lengua enxebre, en q4as anemas d4os mortos
n4as negras noites de silencio e medo
encomendan os vivos as obrigas,
que, ¡mal pecados!, sin cuprir morreron.
Idioma en que garula nos paxaros,
en que falan os anxeles, os nenos,
en qu4as fontes solouzan e marmullan
Entr4os follosos albores os ventos»

Todo eso está bien; pero que me permita Curros y perntitidme vosotros; me da pena verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida..., amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno...

¿De dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros, cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice, refiriéndose al gaitero:

«Tocaba..., e cando tocaba,
o vento que d4o roncón
pol-o canuto fungaba,
dixeran que se queixaba
d4a gallega emigración.

Dixeran que esmorecida
de door a Patria nosa,
azoutada, escarnecida,
chamaba, outra Nai chorosa,
os filliños d4a sus vida...

Y era verdá. ¡Mal pocada!
Contr4on peneda amarrada,
crabad4un puñas n4o seo,
n4aquella gaite lembrada
Galicia era un Prometeo.»

No; hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de aldeanos. Rosalía decía aquello de:

«Castellanos de Castilla,
tratade ben os gallegos;
cando van, van como rosas;
cando veñen, como negros.»

¿Es que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)

Vuestra misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar. (Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha, y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente, estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota nuevos?

Y ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre que fue Juan Maragall. Oíd:

«Escolta, Espanya le veu d'un fill
que't parla en llengua no castellana,
parlo en la llengua que m'ha donat
la terra apra,
en questa llengua pocs t4han parlat;
en l'altra..., massa.

En esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.

Hon ets Espanya? No4t veig enlloc,
no sents la meva ven atronadora?
No entensa aquesta llengua que4t parla entre perills?
Has desaprés d4entendre an els teus fils?
Adeu, Espanya!»

Es cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza, en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces como Lengua de cultura, y mudo permameció los siglos del Renacimiento, de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré lo que son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se llamó el «parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice, primero en mi tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda, diciendo: yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.

Hoy, afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fahra. Pero aquí viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se podrá imponer a nadie».

Como no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan. Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.

Lo demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de panicularidad (Risas.) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió. Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán; busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero? (Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)... que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado: Lo queremos ya.- Rumores.) Como sbre esto se ha de volver y veo que, en efecto, estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una obcecaión pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo teng la obligación de impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi propia vida. (Muy bien, muy bien.)

Y tal vez haya quien sueñe también con la conquista ling|ística de Valencia. Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. porque hay que ver lo que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de donde salió Tirant lo Blanc.

El más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España, fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:

«Fill so de la joyosa vida qu4al sol s4escampa
tot temps de fresques roses bronat son mantell d4or,
fill so de la que gusitan com dos geganta cativa
d4un cap Peñagolosa, de l4altre cap Mongó,
de la que en l4aigua juga, de la que fon por bella
dues voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y ab Jaume d4Aragó.»

Pero él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos de lágrimas.

El valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo aquello de...

«... y en membransa dels avis, en penyora
de la gloria passada y venidora,
en fe de germandat,
com penó, com estrella que nos guía
entre llaus de victoria y alegría,
alsem lo Rat-Penat.»

«Lo rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que dominó el Cid.

Cuando yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.

Y ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse, se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también, amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Ndie con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es reproche, es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino muriendo; es la úica manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria. (Grandes aplausos.)

(Diario de Sesiones, 18 de septiembre de 1931.)



La enseñanza, ¿puede ser católica? A favor hablan Gil Robles, Ossorio y Alcalá Zamora. En contra, Galarza
El Sr. Domínguez Arévalo: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Domínguez Arévalo:
En asunto que como éste afecta a cosa de tanta trascendencia y que roza a la conciencia, a los sentimientos más íntimos, no será extraño que este modesto Diputado navarro quiera salvaguardar su conciencia dejando consignada en el Diario de Sesiones la expresión de un sentimiento íntimo.
La manifestación que quiero hacer es la siguiente: que cuando aquí se vote la iniquidad que se va a votar por el sectarismo anticatólico de algunos miembros del Gobierno y de la Cámara y -lo que es más triste- por la pasividad claudicante de los que llamándose católicos permanecen ahí (señalando al banco azul) callados, se habrá abierto un abismo entre el sentimiento católico y la República española.
(El Sr. Ministro de la Guerra pide la palabra.)
Y aunque a mí esto no me afecta personalmente ni lo siento, porque soy resuelta, fundamental y sustantivamente monárquico...
(Rumores.- Un Sr. Diputado: Ya lo sabemos.)
Tengo más derecho a decirlo que por cuanto creo representar una opinión: la de que nosotros, como nuestros padres y nuestros abuelos, no han servido jamás más que a los reyes en el destierro y en la desgracia, y esto merece el respeto de todos.
(Rumores.- Un Sr. Diputado: Váyase S.S. también con ellos.)
Que, pues, registrado mi parecer de que la República española proscribe el sentimiento católico de los españoles.
(Nuevos rumores.)

El Sr. Ossorio y Gallardo: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: ¿Para explicar el voto?
El Sr. Ossorio y Gallardo: No; para cuando se llegue a la discusión del artículo.
El Sr. Presidente: Está bien. En realidad ese sería el momento de hacer todas estas manifestaciones.
Hecha la correspondiente pregunta por la Presidencia, no fue tomada en consideración la enmienda del Sr. Carrasco Formiguera.
Se leyó por segunda vez la siguiente enmienda del Sr. Gil Robles:
«Los Diputados que suscriben tienen el honor de formular al artículo 24 la siguiente enmienda:
En la base 5.* se suprimirán las palabras «y la enseñanza».
Palacio del Congreso, a 13 de octubre de 1931. José María Gil Robles.

Pedro Martín.- Ramón Molina.- Lauro Fernández.- Cándido Casanueva.- Joaquín Beunza.- Ramón de la Cuesta. »
El Sr. Presidente: ¿Mantiene S.S. La enmienda?
El Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Gil Robles: Me hago cargo Sres. Diputados, de las circunstancias en que voy a dirigir la palabra a la Cámara, y por ello podéis tener la seguridad de que seré extraordinariamente breve.

La enmienda que voy a defender, juntamente con la que acaba de apoyar el Sr. Carrasco Formiguera, está formulada directamente al dictamen tal como últimamente ha sido redactada; es, pudiéramos decir, la más genuina de las enmiendas al artículo del dictamen que vamos a votar. Se pide en ella la supresión de las palabras «y la enseñanza» (Rumores.), por entender que esta cortapisa que se ha establecido a la actividad de las Congregaciones y Ordenes religiosas es un precedente de alcance quizá insospechado para todo lo que signifique libertad de enseñanza en la nueva Constitución. Este es un ataque directo que se formula a la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Evidente.) Si es evidente, me vais a permitir que lo razone, porque tengo perfecto derecho a ello. Tengo que defender hoy, y el día de mañana habrá que hacerlo con mayores razones, el principio de la libertad de enseñanza porque entiendo que uno de los más odiosos monopolios que en el mundo puede crearse es el monopolio de las inteligencias, que quiere ejercer el Estado, sustituyendo la acción de aquellos que por derivación directa de la paternidad en el orden moral tienen el derecho a la educación y a la formación de la inteligencia y de la conciencia de sus hijos. (Un Sr. Diputado: Defiende a Deusto.) Defiendo el derecho de los padres, sin importarme las consecuencias. Puedo defender a Deusto y a la escuela atea. Serán los padres los que levarán a sus hijos a donde quieran. Esta es la defensa que hago en nombre de la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Ahora.) No es ahora, porque toda la vida, dedicado a la propaganda, vengo defendiendo el principio de la libertad de enseñanza, que fue menospreciado por los Ministros de la Monarquía y lleva trazas, también, de serlo por los Ministros de la segunda República española. (El Sr. Menéndez (D. Teodomiro): Cada vez más allá. Por encima de todo, el interés del Estado.)
Decía el Sr. Ruiz Funes que la República se había definido como República liberal, y tened en cuenta que el principio que más directamente deriva del liberalismo es el que se refiere a la libertad de conciencia y el monopolio docente del Estado, que comienza a existir en nombre de ese principio de salud pública que defendió el señor Ministro de la Guerra, significa que el Estado se erige en depositario de la verdad objetiva, que es él solo el que la puede hacer llegar a manos del ciudadano. Hoy puede ser el Estado republicano; mañana puede ser comunista; otro día puede ser imperialista, porque tened en cuenta que el principio del monopolio docente del Estado es el principio de los grandes imperialismos en la historia. Napoleón crea un arma colectiva como motor de sus móviles imperialistas en toda la política europea. Hoy Mussolini quiere apoderarse de las conciencias para forjar un instrumento de imperialismo que está llamado a dar muchos días de luto a la nación italiana.

Es decir, que vosotros, al sentar ese principio que va contra la libertad de enseñanza, vais a favor de las tendencias imperialistas del Estado, porque hoy está en vuestras manos, pero mañana podrá ser precedente terrible cuando vaya a otras manos distintas, y entonces no podréis invocar razones doctrinales porque habréis sido vosotros los que pusisteis los jalones del futuro imperialismo de España.
Además tened en cuenta el problema que en estos momentos se va a tratar. ¿Es que estamos tan sobrados de instituciones docentes de toda clase para prohibir la actividad de los que están asumiendo la mayor parte de esta función? Si el Estado tuviera preparada la sustitución de esa función, todavía me parecería lógico el criterio que adoptáis, pero cuando faltan en Madrid escuelas para miles de niños, cuando los institutos no pueden dar cabida a los alumnos, vais a acabar con las instituciones docentes privadas sostenidas por la voluntad de los padres a quienes, repito, corresponde la formación de la conciencia de sus hijos, y vais a lanzar al arroyo a miles de niños que no encontrarán quien les dé la enseñanza que necesitan, ni en los Municipio ni en el Estado. Pues decid claramente que a lo que va la República española es a dar un paso gigantesco en el camino del analfabetismo español.
Y ahora, señores, unas palabras más. En mi intervención, a raíz del discurso del Sr. Ministro de Justicia, yo os decía que si la Constitución que se está votando era, en el punto concreto que nos ocupa, una Constitución persecutoria, nosotros -por mí lo digo y dejo aparte otras interpretaciones de principio-, dentro de un terreno legal, no consideraríamos esa Constitución como nuestra. Pues, señores, yo hoy, cerrando por lo que esta minoría respecta, el debate parlamentario sobre este punto transcendental, tengo que deciros que ese dictamen es tan persecutorio como el anterior, que se convirtió en voto particular del partido socialista; quizá lo sea más, porque contiene elementos que más pérfidamente pueden ir a la consecución del objeto que os proponéis. No hay que disimular los principios; esto es más persecutorio que la misma disolución decretada en bloque. A ella quizá la tendríais miedo, porque, por una parte, podría significar un enorme conflicto sentimental, y por la otra, era un mero principio lírico que no se sabía cuándo podía tener una aplicación práctica. Pero esto sí que se puede tener en nosotros; hemos de lanzarnos a la conciencia católica del país a decirla: el dictamen que se ha aprobado con el voto de unos y la complicidad de otros es un principio netamente persecutorio que los católicos no aceptamos, que no podemos aceptar; y desde este mismo momento nosotros, ante la opinión española, declaramos abierto el nuevo período constituyente, porque de hoy en adelante los católicos españoles no tendremos más bandera de combate que la derogación de la Constitución que aprobéis. (Un Sr. Diputado pronuncia, fuera de los escaños, palabras que no se perciben.) No he oído la interrupción; sería conveniente que se formulara desde el escaño pidiendo la palabra, en lugar de escudarse en el anónimo, detrás de una barrera.
No habréis cumplido la primera función de una Asamblea Constituyente, que es dar una Constitución que a la vez sirva para dar una estabilidad a las instituciones políticas del país. No se la daréis porque un sector inmenso de la opinión española, desde estos momentos, se coloca frente a esa Constitución persecutoria que vosotros vais a aprobar en nombre de una libertad que no empleáis más que para andar por vuestra propia casa. (Rumores.) No os extrañe que hablemos así. (Varios señores Diputados: No, no.- Continúan los rumores.- Varios señores Diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Yo no he mandado nunca y, por consiguiente, ese reproche se lo puede dirigir S.S. a quien lo pueda recoger. (Un Sr. Diputado: ¿Y cuando andaba S.S. al lado de Calvo Sotelo? Yo no he andado al lado de Calvo Sotelo ni de nadie. Puede S.S. demostrarlo y entonces yo lo reconoceré. He prestado una colaboración de técnico a quien me la ha pedido, pero simplemente de técnico y no de político; y no me arrepiento ni me averg|enzo de ello, porque yo, donde me piden una colaboración de técnico, modestamente la doy al servicio de mi patria, sin tener en cuenta quién es el que me la pide.
Voy a decir a SS.SS. otra cosa. Aquí hemos venido nosotros con un propósito leal que desde el primer momento hemos cumplido. A los compañeros de la Comisión de Constitución, buenos amigos todos en particular, les emplazo para que digan si en el seno de esa Comisión no ha habido por nuestra parte una colaboración leal y decidida desde el primer día, dejando muchas veces a salvo convicciones secundarias en bien de la paz de los espíritus, abdicando a veces de sentimientos muy queridos, que dejábamos a un lado por una consideración de bien común. Desde aquí, con un criterio doctrinal perfectamente definido, hemos colaborado con vosotros, que la colaboración lo mismo puede hacerse con aplausos cerrados de la mayoría que con la intervención de oposición cuando está guiada por un buen sentido y por la recta concepción del cumplimiento del deber. Esto es lo que hemos hecho; no podéis decir en ningún momento que os ha faltado nuestra modesta colaboración. ¡Señores, de hoy en adelante, en conciencia, no podemos continuar! Es pequeña la que podemos prestaros; pequeña, por lo que nosotros somos; enorme, por lo que representamos.

Hoy, frente a la Constitución se coloca la España católica; hoy, al margen de vuestras actividades se coloca un núcleo de Diputados que quiso venir en plan de paz; vosotros les declaráis la guerra; vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Nosotros abdicamos toda la responsabilidad en manos de una Cámara que ha votado una Constitución de persecución, y en manos de un Gobierno que, desde la cabecera del banco azul, mejor dicho, desde los escaños de una minoría a la que pertenece el Jefe del Gobierno, pronunció palabras de paz. Nosotros querríamos todavía recogerlas; tememos que ya sea demasiado tarde.

Perdonad señores, que haya sido demasiado extenso. Yo no lo quería; pero tal vez sea el último discurso que pueda pronunciar en esta Cámara. Nada más. (Aplausos en las minorías vasconavarra y agraria.)

El Sr. Presidente: El Sr. Ballester tiene la palabra para explicar su voto en cinco minutos.

El Sr. Ballester: Sres. Diputados, puede que sea éste el último discurso que pronuncie en la Cámara el Sr. Gil Robles, pero no lo será sin que reciban sus palabras de hoy la cumplida contestación, aunque ésta sea por boca de un modesto Diputado como yo, porque es valentía hacer invocaciones a cosas que jamás se han tenido en cuenta, cuando se quieren defender posiciones falsas.

Escuchaba yo días pasados que el Sr. Gil Robles invocaba la Libertad y el Evangelio para defender posiciones de una doctrina que jamás ha tenido en cuenta ni la Libertad ni el Evangelio (Rumores en las minorías vasconavarra y agraria), y en la tarde de hoy, cuando ha querido defender una posición, ha invocado la libertad de enseñanza, que jamás ha tenido en cuenta (Protestas en los vasconavarros y agrarios) quienes se sientan en esos bancos (señalando a los de dichas minorías). ¡Libertad de enseñanza, campaña contra el analfabetismo, vosotros! ¿Qué escuelas representáis vosotros? (Un Sr. Diputado: Muchísimas.) Muchísimas sí, pero en los centros de capitales importantes (Rumores en la minoría vasconavarra), donde vuestra enseñanza puede servir para vuestros fines; pero donde el analfabetismo español tiene verdaderamente su fuente es en las aldeas, en las míseras aldeas y allí no las he visto nunca, jamás. (Un Sr. Diputado de la minoría vasconavarra: Tenemos cien escuelas de barriada en Vizcaya.- El Sr. Picavea: Y en Alava.) Porque queréis la libertad de enseñanza para lo que nosotros no os la queremos dar (Un Sr. Diputado: Para unos y para otros), porque vosotros no buscáis la enseñanza y la educación por lo que ella representa en el sentido de ampliar el horizonte espiritual de los niños, no; la buscáis para gobernar sus conciencias (Protestas en la minoría vasconavarra), para moldearlos vosotros, rompiendo lo que es la virginidad de la infancia en manos vuestras, que habréis de deformarla antes del momento en que el niño pueda tener su espíritu capacitado para orientarse con su propia conciencia (Muy bien en la minoría radical socialista. El Sr. Picavea interrumpe pronunciando palabras que no se perciben y que son recibidas con protestas). La República no quiere entregaros sus hijos. Los niños, que son el valioso tesoro de la República, no caerán en vuestras manos, y para impedirlo, nosotros apoyaremos el dictamen. (Aplausos en la minoría radical socialista.)

El Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Gil Robles: Sin deseo ni afán polémico, voy a contestar en breves palabras al Sr. Ballester. (El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
El Sr. Presidente: Sr. Molina, atienda S.S. al Sr. Gil Robles.
El Sr. Gil Robles: Decía que, sin afán polémico, voy a contestar en breves palabras al señor Ballester, que ha pronunciado un discurso vehemente y que para ser perfecto no le ha faltado más que datos concretos. (Un Sr. Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Probablemente estará el resumen en el índice, pero como no ha dicho el resultado, ha sido incompleto. Y a hora voy a decir al Sr. Ballester una cosa, y es que en Madrid los niños que se educan gratuitamente en las escuelas privadas costeadas por elementos católicos -son cifras perfectamente comprobables que pongo a disposición de la Cámara- son más de sesenta mil. (Un Sr. Diputado: Son setenta mil.) Y voy a decir algo más: que todos esos niños están en las barriadas extremas, en los centros populosos, allí donde no es fácil que llegue el Estado providente con ninguna de las ventajas de la civilización. (Un Sr. Diputado: ¡Llegará, llegará! Otro Sr. Diputado: No llegará la Monarquía; llegará la República.) Yo deseo que llegue; pero mientras llega, ¿qué hacéis con esos niños? Esa es mi pregunta. (Fuertes y prolongados rumores.- El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.- Un señor Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Me dice un distinguido compañero que él o sus amigos sostienen mil alumnos en una escuela laica en Santander, y a mí me parece perfectamente. ¿Cómo no lo voy a respetar? Pero pido el mismo respeto... (Un Sr. Diputado: ¡Ahora!) Ahora y siempre. (Grandes y persistentes rumores.) Señor Presidente, yo desearía que me dejaran concluir, porque si no, va a ser bastante más larga la sesión.

El Sr. Presidente También lo desearía yo, y espero que lo conseguiremos.
El Sr. Gil Robles: Yo rogaría a la minoría socialista que no fuera, si es posible -perdónenme el ruego-, tan rígida en su disciplina, porque esa disciplina que impide, muchas veces, hablar a sus miembros, tiene como consecuencia las interrupciones en tumulto a los que no somos disciplinados. (Grandes rumores.)
Y termino, Sres. Diputados. Los niños que se educan en esas escuelas reciben la instrucción totalmente gratuita, y van a ellas por la libre voluntad de sus padres. (Un Sr. Diputado: Bien caro lo pagan.) Yo tuve la suerte de estudiar en un Colegio religioso, y no ciertamente de los de lujo. Yo me he educado en el Colegio de Padres Salesianos, alternando con los hijos de los pobres. Ahí he aprendido una democracia que difícilmente tienen muchos que la pregonan, y allí he visto que los hijos de los obreros son llevados por sus padres voluntariamente. (Un Sr. Diputado: Porque no había escuelas oficiales.)
Unas palabras. Sres. Diputados, para concluir. No creo que sea buena norma de Gobierno, jamás, destruir por destruir. Hay una norma que debemos aplicar todos en la medida de nuestras fuerzas y desde nuestros respectivos puntos de vista. Quizá lo que para mí es un bien, para vosotros sea un mal; pero en vez de destruir, aplicad siempre esta norma -y con ello concluyo-: «ahogad el mal con la abundancia del bien». Si hay tanta carencia de escuelas, creadlas; si hay tanta presión sobre las conciencias católicas, cread abundancia de escuelas libres, que puedan ser nuestros mayores enemigos. Pero cread escuelas en un plan de competencia y de libertad todas; en un plan de tiranía docente, no; porque, señores, sería triste que el Gobierno de la República española siguiera las huellas de Napoleón y de Mussolini.

El Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Leizaola. (Grandes protestas y rumores en varios lados de la Cámara.)
Señores Diputados, tengo que decir a la Cámara, que al Sr. Leizaola le asiste el derecho de explicar su voto en cinco minutos; pero no es discreto que esté explicando todos sus votos, porque eso podría constituir un abuso de su propio derecho. Yo espero que el Sr. Leizaola tenga en cuenta esta manifestación que le hago. (Un Sr. Diputado: Va a explicar su cuarto voto.)

El Sr. Leizaola: Es el segundo nada más. (Fuertes rumores, que impiden durante unos instantes que el orador pueda comenzar su discurso.) Señores, este es el canto del cisne de los católicos, porque después de esto, ya no nos queda nada que hacer.

Yo lamento que el Sr. Ballester haya olvidado unas palabras del Evangelio, de San Juan: «La verdad os hará libres.» Yo os traigo aquí la verdad con datos y estadísticas, para refutar las acusaciones que se han lanzado contra la Compañía de Jesús.
Además, y esto me interesa mucho, se pretende que nosotros, es decir, el pueblo vasco, que se dice ha estado dominado por las derechas, no ha hecho nada por la cultura. Pues mirad estos datos: «El analfabetismo en España, por Lorenzo Torrubiano, segunda edición, 1926. Regiones por orden de analfabetismo, de menos a más: 1.:, las Vascongadas y Navarra, con el 29 por 100; 2.:, Castilla la Vieja, con el 34,88 por 100...», y sigue hasta el 70 por 100 de analfabetos en provincia cuyo nombre no menciono para no molestar a nadie.
Pero hay más todavía, Sr. Ballester, es decir, que las clases directoras del país vasco, cuya tradición, de cultura queremos nosotros continuar, se han preocupado del analfabetismo, y, como ya dije yo en un folletito de propaganda, vosotros, los que sostenéis la prensa de izquierda, «Crisol», «Heraldo de Madrid», «La Libertad», ¿qué habéis hecho para que disminuyan los analfabetos? El hecho de que nosotros no os leamos, no impide que creemos escuelas y hagamos descender el analfabetismo.
Pero hay todavía más. Yo quería dar ayer al Sr. Cordero una estadística sobre el particular, pero la daré ahora. Hay en España quince provincias que tienen menos del 40 por 100 de analfabetos. Eliminando de esas provincias Madrid y Barcelona, según estos datos que he obtenido en la Biblioteca de esta Cámara, la significación política de los señores Diputados que aquí se sientan es la siguiente: En las provincias de menos de un 40 por 100 de analfabetos -eliminadas Madrid y Barcelona quedan trece provincias-, hay nueve Diputados radicales, once socialistas, nueve Diputados radicales socialistas, tres Diputados federales, cuatro Diputados de la Agrupación al Servicio de la República y treinta y tres Diputados de las minorías derecha republicana, agraria y vasconavarra. ¡Y después decís que nosotros no representamos aquí el interés de la cultura nacional! (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: ¿Toma la Cámara en consideración la enmienda del Sr. Molina? (Denegaciones.) Queda rechazada.
Como no queda ninguna enmienda, procede conceder la palabra al Sr. Botella, de la Comisión, que la tiene pedida para este momento. (Pausa.) Han solicitado turno en contra, primero, el Sr. Molina; en segundo lugar, el Sr. Guallar, y, por último, el Sr. Alvarez (D. Basilio). Como no hay más que un turno, hablará, en contra, el señor Molina, y en pro, el Sr. Ortega y Gasset. ¿Quiere hacer uso de la palabra el Sr. Molina?

El Sr. Molina: Cedo la palabra al Sr. Ossorio y Gallardo.
El Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Ossorio y Gallardo para consumir un turno en contra.

El Sr. Ossorio y Gallardo: Muy alejado yo de las pasiones tempestuosas que han tenido expresión elocuente durante toda esta larguísima sesión y sin tener tampoco nada nuevo que decir, porque todo lo que yo pienso, ha estado expresado con mejora evidente en los discursos de los Sres. Carrasco Formiguera y Gil Robles, no puedo excusarme la manifestar mi parecer sobre el dictamen que se va a votar, porque he de responder con ello a mi ideología, a mi conciencia y a mi compromiso con las personas que me han votado.
Yo me disponía a votar el dictamen antes de su última redacción, porque no es cierto, a mi juicio, como exageradamente suponen las minorías católicas, que este dictamen sea peor y más extremista que el primero, no: este dictamen, como casi todas las resoluciones que de esta Cámara van saliendo, significa, aunque no nos guste a muchos, un punto de posibilismo, un sentido de realidad, un pensamiento equilibrado. Esa confianza que yo he manifestado muchas veces, y en todas partes, tener en la Cámara, la ratifico hoy, porque no puede cegarme la pasión hasta el punto de creer que es lo mismo llevar a una Constitución la disolución fulminante de todas las Ordenes religiosas que dejar abierto el portillo, para que, con más calma y examen más maduro, se elaboren las leyes en que la vida de las Congregaciones pueda ser regulada. Y como en la Cámara no vivimos -en ninguna Cámara se vive, pero mucho menos en una de este temperamento y de esta situación- para que prevalezca el criterio de grupo, de secta, de dogma, de partido, sino para concertar voluntades, limar aristas, evitar obstáculos y hacer, en cada instante, si no lo bueno, lo menos malo, yo, no muy conforme esencialmente con el cuerpo del dictamen, me disponía a votar; pero el dictamen ha traído tres cosas que alarman -por la moderación que busco en las palabras, no me atrevo a decir siquiera que sublevan-, no ya la conciencia de un católico, sino el sentido de un jurista y de un liberal. Claro que el Sr. Azaña, en su gran discurso de esta tarde, donde el sectario brilló con atractivos y sugestiones que rendían las voluntades, ya tuvo la preocupación de declararnos cesantes a los juristas y a los liberales, poniendo por delante del sentido de la libertad y del Derecho la suprema razón de Estado; pero, siquiera a título de cesante o de profesional de una profesión mandada retirar, diré que en el dictamen me alarman grandemente los tres extremos que han sido objeto de examen: disolución de una Orden religiosa, nacionalización de sus bienes, prohibición a todas de la enseñanza. No se dice qué Orden será disuelta; se habla de las Ordenes que tengan hecho un cuarto voto, aparte de los tres canónicos. No muy ducho yo en la materia, me permito, sin embargo, aconsejar al Gobierno que estudie el caso, porque es posible que con lo de la existencia del cuarto voto se encuentre con alguna grave sorpresa.

Pero el Sr. Ministro de la Guerra, que esta tarde ha tenido su «suaviter in modo, fortiter in re», función belicosa, ya nos ha dicho sin eufemismos que se trata de la Compañía de Jesús. No tengo yo especial devoción por la Compañía de Jesús. Todo el mundo sabe que no soy demasiado clerical. Los señores de ese lado no me pueden aguantar por eso, entre otras razones. Mas yo he de protestar serena, pero enérgicamente, de una política que suprime al adversario, si es que vosotros tenéis por adversario a una Orden religiosa.

Se distingue, a mi juicio, una sociedad civilizada y culta de una sociedad arbitraria y atropelladora, en que en la primera el poder frente al adversario, lucha, combate y le convence o le vence; una sociedad inculta le suprime, le elimina, y a eso, un mediano temperamento de hombre liberal no se puede prestar con facilidad. Porque, no os engañéis, eso es lo que han hecho todos los tiranos: eliminar al adversario, borrarlo, aplastarlo. A Napoleón le estorbaban los abogados; suprimió la orden de los abogados, que luego tuvo que tragar. A Mussolini le estorban las logias; suprime las logias. A Primo de Rivera le estorbaban los adversarios del upetismo, y, alegremente, advirtió un día que nos privaría de la nacionalidad cuando se le antojase. No; eso no puede ser. Sentar ese precedente puede traer consecuencias incalculables y gravísimas. Frente a una obra que estimáis mala, ya se os ha dicho, haced otra cosa mejor: frente a una enseñanza que reputáis vitanda, dominadla con otra excelente; frente a una intromisión en las conciencias, emancipad las conciencias; pero suprimir, hundir al adversario... cuidaos antes de hacerlo, porque otro día os lo pueden hacer a vosotros. (Rumores.) Y ya hemos pasado por los tiempos en que se ha tratado de hacérnoslo a todos.

La cuestión de la enseñanza. Yo siempre, en tono más sereno -porque, además, mi edad me lo recomienda- que el Sr. Gil Robles, y más experto en el oficio de padre, y aun de abuelo, que no sé si el Sr. Gil Robles ha empezado siquiera, os digo que me subleva la tiranía del dios Estado que me arranque los hijos de mi potestad, de mi voluntad, de mi consejo, de mi imperio, sino os desagrada la palabra, para que me los forme un Estado que no sé cuál va a ser. No tendría ningún inconveniente que formasen a mis hijos hombres avanzados como los que se sientan en el banco azul, precisamente los que se sientan en él, y, en cambio me aterraría que, en momento de imperio de una política fascista, me formasen mis hijos para el fascio. Si yo fuera un padre italiano y tuviera que presenciar la lucha entre los religiosos y el poder del fascio y viera que éste me arrebataba a mi hijo contra mi voluntad para inculcarle ideas de tiranía y de barbarie, yo me reputaría absolutamente desgraciado.

Por eso no me hace ninguna gracia que se pase por encima de los padres; pero hay otra cosa, y a ora os habla un Diputado por Madrid, que ha sido Concejal por Madrid y que es, además, madrileño, y de Lavapiés, por si faltase algo: hay en Madrid veinte mil niños sin escuela, según las publicaciones oficiales del Ayuntamiento; veinte mil niños que no tienen dónde guarecerse. Yo recuerdo hace un año haber visto con dolorida sorpresa a la puerta de un grupo escolar que hay en el Puente de Toledo, mejor dicho, en el primer solar de la carretera de Andalucía, una gente como amotinada y la fuerza pública procurando imponer orden. ¿Qué pasa aquí? -pregunté-. ¿Es una revuelta? Me dijeron: No; son las madres, que vienen a matricular a sus hijos en la Escuela municipal; algunas llevan cuarenta horas sentadas en el suelo para tomar la vez. Y cuando ésa es la realidad de mi pueblo, de mi pueblo natal y del pueblo que yo represento, y me advierte la verdad de los hechos que hay veinte mil criaturas sin Escuela, sin pan espiritual, ¿cómo voy a admitir esta alegre improvisación con que vamos a suprimir los escolapios y los salesianos, y los hermanos de la Doctrina cristiana a cuenta de que tuercen la mente y la conciencia de los niños, a la mayor parte de los cuales sólo enseñan a leer, a escribir y las reglas fundamentales de la Aritmética?

¿Se podrán cerrar esas Escuelas cumpliendo lo que se va a votar? Grave cosa. ¿No se podrán cerrar? Ridícula cosa. Antes de votar un precepto constitucional, pensemos en si puede o no puede tener eficacia. ¿Por qué se hace todo esto? No se ofenda nadie, no se moleste nadie, porque el concepto ha salido ya varias veces en la sesión de hoy y ha sido acogido sin protesta, sin duda alguna por convencimiento individual, pero acaso, más que por convencimiento individual, por la presión exterior; y yo no voy a cometer la hipocresía de renegar de la presión exterior, porque todos estamos legítimamente sometidos a una presión exterior; si no representásemos la presión exterior, no seríamos nada, seríamos unos vividores o unos ilusos, o unas gentes a quienes sobraba el tiempo para perderlo. (El Sr. Cordero: Nosotros no nos producimos por presión exterior.)

Yo me alegro mucho, Sr. Cordero, y hasta creo que la conducta de esa minoría en el día de hoy acredita esas palabras; mas no cabe duda de que la presión exterior ha existido. Y respetando yo mucho esa presión, me permito advertir que de ella podemos y debemos ser intérpretes, mas no esclavos, y que al margen del impulso pasional, frecuentemente ciego e improvisador, tenemos nosotros el deber de la reflexión, de la cautela y de la medida, que por algo no somos Diputados de partido, ni Diputados de comarca, ni de distrito, sino Diputados de la nación, para que los conceptos superiores, los conceptos ennoblecedores, los tejidos nobles de nuestra actuación prevalezcan sobre toda otra clase de presiones.

Pero a los que desde fuera creen que aquí se hace poco y que hay partidos que reniegan de sus compromisos o de su ideario, yo me permitiría advertirles una cosa para que se vea cómo este Parlamento está respondiendo a su obligación, especialmente vosotros, los hombres de izquierda, a vuestra obligación de izquierdistas. Cuando vinisteis a esta Cámara había una Constitución en la que sólo figuraba una mera tolerancia de cultos. Pues reunidos aquí se ha acordado: libertad completa de cultos, libertad absoluta de conciencia, separación de la Iglesia y del Estado, sumisión de las Ordenes religiosas, no ya a la ley común, sino a una ley especial más rígida, más rigurosa y más severa que la que existe para ninguna otra Asociación, y como estrambote, todavía se va a entregar el presupuesto del Clero reduciéndolo en el tiempo, y quizá en la cantidad, de un modo considerable.

¿Es esto poco? ¿No era éste vuestro compromiso? Cuando fuimos todos elegidos, ¿se podía esperar en tan breve lapso de tiempo tanta labor de izquierda, ni siquiera la que llevamos realizada? Pues todo esto hecho está, y, además, sin protesta de nadie, o con protestas levísimas. De modo que el avance en la política religiosa es notorio y vosotros podéis tener el orgullo de que no habéis desertado de vuestro deber. Además de eso, este criterio de hostilidad, de persecución que tiene por fondo unas creencias en una Constitución donde el respeto a las creencias se ha puesto por encima de todo, me parece cosa extremada.

Bien me doy cuenta de que quizá no sea ya ocasión de pensarlo; si lo fuera, merecería que lo pensaseis. Porque una política de este tipo tiene, entre otros muchos, dos inconvenientes muy grandes: primero, que los religiosos que salgan de España sean acogidos con cordialidad y quizá con entusiasmo, en otros países que nos desmerecen del nuestro ni en cultura ni en sentido liberal; por ejemplo, en Bélgica, en Francia o en los Estados Unidos, y entonces nos será difícil dar una explicación suficiente del fenómeno, porque si expulsamos a estos religiosos por torpes, ¿cómo los acogen pueblos de gran cultura? Y si los expulsamos porque se han adentrado en nuestro dominio y han esclavizado nuestra libertad, ¿qué idea formarán de nuestra virilidad?

Yo declaro que en mi casa no gobierna ningún fraile, y me parece muy difícil que gobierne jamás. Si salen los frailes de aquí para ser acogidos en otros pueblos, traerá para el nuestro, no quiero decir críticas ni censuras, pero sí comentarios en los cuales brillará una justificada incomprensión de nosotros.

Y después saltará la otra dificultad, que no es esa resistencia a mano armada -perdone que se lo diga, mi respetable amigo el Sr. Pildain- con poca oportunidad, indiscutiblemente, invocada... Córtese la oración y permitidme un inciso: nunca están bien las invocaciones a la violencia, ni a la insurrección, ni a la mano armada, ni a la guerra civil. Suenan mal en labios de los catedráticos de Lógica; suenan peor en labios sacerdotales (El Sr. Pildain: No lo he invocado.) No hay tal guerra civil; no hay tal resistencia a mano armada ¡Qué más querríais! (Señalando al Gobierno.) Ese era un negocio para el Gobierno de la República; que lo aprendan allá, un negocio: primero, porque multiplicaría las adhesiones a vuestro favor, y después, porque tendríais un triunfo bélico, en contadísimas horas.

No es eso; ni guerra civil, ni resistencia a mano armada; es otra cosa más terrible: es la disensión en la vida social, es el rompimiento en la intimidad de los hogares; es la protesta manifiesta o callada; es el enojo, es el desvío; es tener media, por lo menos media, sociedad española vuelta de espaldas a la República; y eso sí que es guerra y de ella tenemos ya sobradas pruebas cuando elementos productores, cuando elementos financieros, cuando elementos profesionales, cuando elementos de letras y de arte dicen, no que combaten a la República ni que aspiran a una restauración desatinada, sino que dicen, sencillamente: la República no me interesa; la República está herida de muerte.

No vayáis por ahí. Aquí estamos algunos hombres que, por no militar en vuestras filas, no pedimos nada, ni esperamos nada, ni queremos nada, empeñados en la empresa de traer a vuestro lado masas de españoles de tipo derechista y conservador, que hoy no están con vosotros y que deben estar, que tienen la obligación de estar, que estarán, como todos estos que no tienen lugar fuera de aquí, sino aquí, combatiendo, como dijo el señor Gil Robles, en el orden de la legalidad, discutiendo, peleando, enfadándose de vez en cuando, pero aquí en el trabajo, al lado de la República. Este es el deber de todos los españoles, y hay que traerlos a vuestro lado, y sostener la República con sus amigos y con sus adversarios, con los que creen en ella y con los indiferentes; todos, todos tenemos que estar con la República, porque sino a todos nos iría muy mal. Pero no cerréis las puertas, no impidáis el acceso, porque cuando esos hombres de buena fe claman por la ayuda, les suelen contestar: pero ¡si no nos quieren, si no nos reciben, si nos desprecian, si nos desdeñan!

No deis pie ni ocasión para ese argumento, hipócrita unas veces, sincero y efectivo otras. Velad por la República, que es de todos y para todos, y, si tenéis todavía ocasión y tiempo, pensad si los términos del dictamen que vamos a aprobar podrían recibir algún trato de contemplación que evitará escenas de hostilidad, de desagrado, de simple enfriamiento, que a la República la harán mal y a España la perjudicarán enormemente. No tengo más que decir. (Aplausos en las minorías vasconavarra y agraria.)

El Sr. Presidente: En pro del dictamen había pedido la palabra el Sr. Ortega y Gasset. La tiene S. S.

El Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo): Señor Presidente, yo me hago cargo de la hora. Cierto que esto supone, como he dicho antes, una coacción de la que yo no soy responsable; pero como por encima de todo en la política hay que hacerse cargo de las circunstancias, yo rogaría al Sr. Presidente, para cohonestar mi derecho a mi deber de expresar mis juicios y opiniones con el estado de la Cámara y la hora, que se me reservase la palabra para el próximo artículo, en el cual podría acaso hacer las mismas manifestaciones que ahora omito.

Sin perjuicio de ello, sí quisiera hacer una observación en explicación de mi voto, y es la siguiente: que aunque yo aspiraba a obtener la resolución radical que esperaba el pueblo español en el asunto religioso de la disolución de todas las órdenes monásticas, no por eso me he de privar de votar aquella parte, pequeña o grande, que se va a conceder en el dictamen de la Comisión, el cual votaré.

El Sr. Presidente: Queda reservada la palabra al Sr. Ortega y Gasset para el artículo próximo.
El Sr. Presidente del Gobierno: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Presidente del Gobierno (Alcalá-Zamora): Mi intervención, breve por la hora, sencilla por mi posición, tranquila por mi temperamento, obligada por mi deber, sin duda le causará alguna extrañeza a la Cámara. Cuando llega un Parlamento -por motivos que no censuro, y todas cuyas explicaciones admito- a un grado de pasión como el que aquí se ha alcanzado, en el fondo y en la forma, un hombre de mi ideario y de mi expresión no tiene ambiente, no significa nada, no representa nada. Yo me someto al juicio de inadaptación sin protesta y acepto el fallo sin medir su alcance.
Menos extrañeza les causará mi intervención a estos amigos que vienen siendo mis compañeros de Gobierno, porque con aquella lealtad absoluta que yo debo a su adhesión, he procurado, ahora como siempre, que jamás iniciativa alguna mía para ellos pueda constituir una sorpresa.
En la explicación de mi voto indico dos motivos que en él no pesan, y alego concisamente dos que lo determinan. Quien habla tanto como yo, abusando de vuestra atención tiene el deber de ser conciso en el día de hoy.
Para nada pesa en mi actitud aquella injusticia patente, por mí aguardada -no creí que fuera tan próxima-, con que, con torpeza indudable y pertinencia más que dudosa, arremetieron contra mí en la tarde de hoy, señaladamente el Sr. Pildain y el Sr. Lammié de Clairac. Estad tranquilos; vuestra gratitud, ni la aguardaba ni la quería. La clientela de vuestras masas no es cantera que yo aborde; no ésa ni otra. A la captación jamás voy; al cumplimiento del deber siempre acudo. Pero esa actitud absolutamente injusta, en mí no influye, por una consideración, entre otras muchas: porque debemos tener serenidad para no pedir que nos hagan justicia aquellos que tampoco la obtienen. Por eso, con todas vuestras iniquidades al tratarme así, yo soy con vosotros tolerante y comprensivo.

La segunda de las aclaraciones que tengo que hacer, como motivo que no pesa para nada en mi actitud, es que quizá entre todos cuantos voten el dictamen tal como queda redactado, entre todos los que lo escribieron o lo inspiraron, no habrá nadie que me gane a mí en ausencia de ligaduras secretas, misteriosas, adeptas inconfesable con la entidad más interesada directamente en el problema que hoy se examina. Ni afectos, ni vínculos, ni lazos de enseñanza, ni relación de interés, ni estímulo extraordinario de simpatía; mi voto es puramente objetivo, sereno, imparcial.
Pero en mi voto pesan dos consideraciones: es una, mi concepto del liberalismo en relación con el interés de la República; es otro un concepto neutro, técnico, profesional si queréis, sobre la dignidad de la Ley y el amparo del Derecho. Yo ya sé que nada más fácil a cualquiera superioridad fría y desdeñosa que permitirse la burla más cruel, la flagelación más sañuda contra el candor del liberalismo; yo, a sabiendas de esa facilidad, a la flagelación me someto, advirtiendo tan sólo que quizá sea ir demasiado deprisa renegar, en nombre de la conveniencia de la República, del liberalismo. Ya no hace falta para implantarla, porque está implantada; todavía es necesario para consolidarla y es indispensable para su paz. Por eso, en nombre de una convicción liberal que no reniega ni teme, mi parecer es contrario al dictamen tal como queda redactado. En nombre de ese criterio liberal exponía yo la ineficacia ante el Estado, ante la ley civil y política, de los votos que suponen renuncia de libertad y merma de ciudadanía. Pero singular criterio, al menos para mí, aquel que, protestando airado en nombre de la libertad contra limitaciones de ella, que tienen un arranque en la voluntad misma, siquiera pueda estar cohibida en el momento y arrepentida más tarde, venga a remediar la injusticia y la disminución de capacidad con una limitación impuesta en el ejercicio de los demás.

La segunda razón de técnica profesional jurídica es ésta: ya sé yo, he vivido lo bastante en el mundo, tengo la experiencia suficiente para no necesitar que nadie me lo advierta, y muchos me lo han advertido desde la pasada tarde, que media una enorme distancia, de intensidad y de tiempo, aunque se fijen plazos, entre la letra del precepto, de implantación difícil, y su efectividad completa; distancia enorme de tiempo, de modo y de eficacia. Pero a mí, no puedo remediarlo, aun dentro del precepto estricto del derecho, la ficción jurídica misma me repugna; para mí, ¡triste horizonte de remedio el de un precepto que necesita la esperanza de su incumplimiento y de los artificios que le eludan! ¡Triste condición la de un derecho que va a tener como garantía la ineficacia, el desuso, la tolerancia, la evasiva y la venda en los ojos! Por las dos razones, por la de criterio liberal y por la de respeto a la dignidad de la ley, seguridad y amparo del Derecho, yo, que hasta las cinco de la tarde hubiera votado el texto que al abrirse la sesión leyó el Sr. Ruiz Funes, después de las transformaciones sucesivas que en la máquina parlamentaria ha ido tomando, y que muchos reputan perfecciones, no puedo votar ese artículo, y voto resueltamente en contra.
¿Trascendencia de este voto? Ninguna, porque el voto es mío. Influjo en los demás, siendo mío, no puede tenerle. Consecuencias de otro orden, fueren las que fueren, por ser mías son pequeñas, y además ni siquiera dependerían de mi voluntad: del juicio de la Cámara, que es soberana, y, a lo sumo, de la representación más autorizada de ello que evidente y estrechamente más me puede envolver a mí. (Aplausos.)

El Sr. Presidente: ¿La Cámara aprueba el artículo 24 de la Constitución con su actual redacción?
Solicitada votación nominal por suficiente número de Sres. Diputados, dijo

El Sr. Galarza: Si se ha de verificar votación nominal, pido la palabra.

El Sr. Presidente: La votación será nominal. El Sr. Galarza tiene la palabra.

El Sr. Galarza: Durante la dilatada discusión del problema que nos tiene congregados hasta la mañana de hoy, sentí muchas veces el deseo de intervenir en ella, siquiera fuese con brevedad; pero perfectamente representada siempre esta minoría, quise ahorraros la molestia de tenerme que escuchar, y no hubiera solicitado la palabra de no pedirse votación nominal para decidir sobre este artículo 24.

Creemos, creo yo, puesto que es mi voto solo el que voy a explicar, que está suficientemente clara la actitud de nuestra minoría; pero tengo yo una posible responsabilidad. Quizá recordéis todos, a pesar de la modestia de mi persona, que fui yo el que me levanté aquí una tarde a decir, en nombre de esta minoría, previa consulta que acababa de hacer a los que nos sentábamos en estos bancos, que nosotros no acudiríamos para tratar de este problema a ninguna reunión de jefes de minorías. Reconozco que ésta es una responsabilidad contraída, por mí en primer término, después por la minoría radicalsocialista. Pero precisamente por ello, yo, particularmente, no ya en nombre de la minoría, tengo que hacer una declaración: y es, que el habernos negado a asistir a cualquiera de esas reuniones, y quizá con ello el haberlas imposibilitado, no quiere decir, en ningún instante, que yo sea de aquellos que creen que los debates de la Cámara deban ser ineficaces; aquí discutimos y debatimos con el ánimo de convencernos, y yo respecto a los que se hayan convencido, como ellos respetarán el que los argumentos de los demás no hayan llevado a nuestro ánimo el convencimiento. Porque, Sres. Diputados, cuando algunas veces deseaba yo pedir la palabra, era para llamar la atención de todos los republicanos y de los socialistas, diciéndoles que no estábamos, por lo menos yo creía que no debíamos estar, en un concurso, en un match de radicalismo, porque eso no sería digno de la Cámara Constituyente, sino que cada cual, con su conciencia y con su pensamiento y sus compromisos, votase lo que creyera que debía votar, sin que la votación pudiera dividirnos a los republicanos, frente a los monárquicos embozados. (Rumores y protestas en la minoría vasconavarra.) No lo han declarado todos; lo han declarado algunos; pero de todos modos, cuando han salido de esas dos minorías (dirigiéndose a la vasconavarra y a la agraria) palabras que parecían demandar armonía, nosotros, no diré que teníamos los oídos sordos, pero sí la conciencia tranquila de no atenderlas, porque sabíamos que aun cuando os hubiéramos entregado, en aras de esa armonía, parte de nuestra ideología, aun cuando hubiéramos cometido esa insigne locura, vosotros habríais sido siempre enemigos de la República, y si no lo sois más declaradamente, es porque no tenéis fuerza para serlo; pero si la tuvierais, aun habiendo hecho nosotros una dejación de nuestros ideales en la Constitución, vosotros pretenderíais derribar la República. (Rumores en la minoría vasconavarra.) Y como tenemos este convencimiento, sabemos que por vosotros no debemos hacer un solo sacrificio, porque sería inútil y además sería peligroso. (Varios Sres. Diputados de la minoría vasconavarra: Ni lo pedimos.) Y en el momento en que llega esta votación, tengo que decir, después de hechas estas afirmaciones de respeto para el voto de los demás republicanos y para el voto de los socialistas, reconociendo yo también particularmente respecto a vosotros los socialistas, que no habéis hecho vuestra propaganda, a través de los tiempos y de la formación de vuestro partido, teniendo como base esencial el problema religioso y clerical, sino teniendo por base otros problemas que os dan perfecta libertad para hacer lo que habéis hecho, yo tengo que decir (no sé lo que harán los demás compañeros), que me abstengo de votar este dictamen. Lo hago así, porque sé que por abstenerme, tanto yo como algunos compañeros de minoría, el dictamen no peligra y nosotros seguimos manteniendo un principio. Si el dictamen peligrara, frente a vosotros (dirigiéndose a la minoría vasconavarra) haríamos el sacrificio de votarlo; como estimamos que no peligra, queremos mantener este principio, porque queremos ser los vigilantes constantes de que eso que vais a aprobar tendrá una eficacia en el Parlamento, y cuando llegue el momento de votar esa Ley, nosotros seguiremos manteniendo que, para salvar la República y para no olvidar la revolución que hemos hecho, es preciso que se disuelvan todas las Ordenes religiosas.

El Sr. Presidente: ¿Insisten SS.SS. en que la votación del artículo 24 sea nominal? (Afirmaciones.) Se procede a la votación nominal.

Verificada en esta forma, quedó aprobado el artículo 24 por 178 votos contra 59, según aparece en la siguiente lista...

(La aprobación del artículo es acogida con aplausos en varios lados de la Cámara y en las tribunas, oyéndose reiterados vivas a la República, a los que contestan los Diputados de la minoría vasconavarra con vivas a La Libertad. Prodúcese gran confusión. Un grupo numeroso de Diputados se dirige hacia los escaños de la minoría vasconavarra, y el señor Leizaola es objeto de una agresión personal: El Sr. Presidente reclama insistentemente orden, sin poder dominar durante largo rato el tumulto. Restablecido el orden, dijo)

El Sr. Presidente: Sres. Diputados, es preciso cuidar de que la sesión termine dignamente. Todas las minorías están bajo el amparo del Parlamento, y de ningún modo se puede permitir que en medio de las manifestaciones de entusiasmo y por violentas que sean las pasiones, se produzcan agresiones entre los Sres. Diputados de una y otra fracción. Deben todos mantenerse serenos, y si algún Sr. Diputado, en momentos de violencia, quizás disculpables por el cansancio, ha recibido algún agravio, que se dirija al Presidente, que yo he de procurar que ese agravio se borre, y si alguien hubiera incurrido en un acto que no podamos admitir, la sanción de la Cámara sabrá imponer el debido correctivo. (Aplausos.- El Sr. Leizaola pretende hacer uso de la palabra.) Sr. Leizaola, yo comprendo que S.S. No puede tener ahora la necesaria serenidad. Aplace su intervención.

El Sr. Leizaola: Tengo toda la serenidad necesaria para decir que no he abierto la boca y he recibido un puñetazo.

El Sr. Presidente: Sr. Leizaola, diríjase su señoría a mí. Yo le ruego que no pronuncia una palabra más, y que una vez levantada la sesión tenga la bondad de pasar por mi despacho.»

Eran las siete y treinta y cinco minutos de la mañana del día 14.
(Diario de Sesiones, de 13 de octubre de 1931.)


El Ministro de la Guerra, Azaña, afirma en la Cámara: «España ha dejado de ser católica. El problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español»

El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de la Guerra:
Señores, Diputados:
Se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil.
De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran.
Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación.
No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.

Realidades vitales de España
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.

Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformaicón radical del Estaod, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.

España ha dejado de ser católica
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a estose le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)

España, creadora de un catolicismo español
España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influído en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disedentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.

La transformación del Estado español
Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional.
Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»

Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso?
Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos?
No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.

La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.

Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.

Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El persupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.




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