miércoles, 20 de junio de 2018

AL PASO

AL PASO

Hendaya

Martes 19 de junio de 201820:21h
Miro, en esta mañana tibia de Junio, al otro lado de la bahía, hacia Fuenterrabía, justo desde este pequeño promontorio al coronar la calle del General de Gaulle de Hendaya. He pensado en los que veían España desde la orilla sin poder llegar a ella, expulsados o exiliados, como Unamuno cuando la Dictadura, asomados al bello paisaje, y derrotados por el pesimismo y la nostalgia. Estoy justo al lado del Monumento, sin pintadas, absolutamente pulcro, dedicado a los muertos en las dos contiendas del siglo pasado, esto es, la Gran Guerra y la guerra contra el nazismo, defendiendo a Francia, con tantos nombres vascos. Se trata del testimonio llamativo de una compatibilidad admitida aquí sin el cuestionamiento que se hace en España entre la lealtad a la gran patria y la vinculación a unas raíces territoriales innegables.
Antes, me acompaña mi mujer, hemos visitado la parte alta de la ciudad: la plaza donde está la alcaldía, también reluciente, y la iglesia de Saint Vicent: debe ser la única iglesia vasca encalada que he visto y de la que llaman la atención sus gradas abalconadas desde donde seguir las ceremonias religiosas. Fuera, bajo los árboles que dan una sombra acogedora, puedes tomar un plato en alguno de los sencillos restaurantes existentes, siempre que observes la hora establecida para ello: de otro modo te encontrarás con el gesto de la camarera que atiende las mesas, que te dirá, de un modo encantador, que se encuentra desolada, pero que no puede servirte de comer.
Esta Hendaya apacible me trae a la memoria el viaje que hacen al País Vasco francés tres protagonistas de la novela Martutene de Ramón Saizarbitoria (Abaitua, el médico donostiarra, Kepa, un prototipo barojiano, y Lynn, la joven socióloga americana), relatando una excursión que insistía en un contraste innegable: el de un Euskadi desgarrado por la confrontación ideológica y la amenaza terrorista y este oasis bucólico y acogedor que ahora disfrutamos encima del Bidasoa. Hubo unos años, con todo, en que el contraste que evoco no podía establecerse, pues el terrorismo de extrema derecha alteró criminalmente la tranquilidad de estas tierras.
La Hendaya que yo tengo en el recuerdo está muy ligada a la calle que mencionaba al principio. Justo a su comienzo había una librería dónde podías aprovisionarte de libros que no pasaban la frontera, aunque se ocupasen de una cuestión tan inocua como la historia vasca. Así me hice yo, casi a mediados de los años setenta, con una monografía de J. Claude Larronde que se acababa de leer como tesis doctoral en la Universidad francesa referente a los orígenes del nacionalismo vasco, y que era una aportación bibliográfica imprescindible. Otra cosa sucedía si deseabas adquirir publicaciones enfrascadas en la oposición franquista o nacionalista, que podían serte confiscadas en el viaje de regreso. Este riesgo lo corrías especialmente en los retornos de las estancias veraniegas: el fielato en este caso se establecía en la vuelta de los viajes de ferrocarril desde París en la estación del tren, situada casi en frente de la librería a que hacía alusión hace un momento, nada más pasar la frontera. Frecuentemente, al pisar el suelo nacional, todavía somnoliento del trayecto de toda la noche sentado, te hacían abrir la maleta: y entonces un policía de paisano asesoraba al guardia civil que llevaba a cabo la pesquisa. No sé si prevalecía en el juicio de peligrosidad el título de los libros que traíamos, a veces francamente esotéricos, aludiendo como lo hacían a estructuralismos, dialécticas, materialismos, historicismos y metafísicas. O a la identificación de las editoriales, se tratase del Ruedo Ibérico, Ediciones Libertarias o la Editorial Progreso de Moscú. Muchas veces me he preguntado cómo la gente de mi generación pudimos salir relativamente indemnes de la ingesta de tal literatura, aunque es claro que nuestra formación hubiera requerido un mayor aporte de conocimientos históricos, filosóficos y literarios, que nos perdimos en el extravío marxista. Me consuela saber que el camino es identificable finalmente a pesar de los rodeos o vericuetos. Es lo que le sucede a Ferguson, el protagonista del último libro de Paul Auster, (por cierto, también un francófilo empedernido) que tiene una lista de lecturas con varios títulos incluidos en la literatura dudosa que frecuentábamos. Después de todo, quizás sea cierto lo que contaba Santos Juliá le había dicho una vez, junto al Sena, don José Bergamín: “Para encontrarse antes hay que perderse”.

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